Los clanes de la tierra helada (9 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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A Njal lo encontraron tendido en el suelo, sangrando por la cabeza. Cuando lo zarandearon se despertó e irguió con premura. Luego agachó avergonzado la cabeza bajo la desdeñosa mirada de Arnkel.

Nadie habló durante el largo trayecto de regreso a Bolstathr. Sin la otra barca, iban muy apretados, incluso sin llevar a los esclavos.

Al llegar al otro lado, Arnkel le descontó dos monedas al barquero. Klaenger se quedó mirando ceñudo las dos monedas depositadas en su mano. Era un hombre apacible y sereno, que no se encolerizaba fácilmente, pero las sonrisas despreciativas de los Hermanos Pescadores y el duro semblante del
gothi
Arnkel hicieron aflorar su ira pese a que se encontraba solo en la playa.

Ulfar dio media vuelta y se marchó por la cuesta.

—¿Por qué me estafas,
gothi
? —preguntó Klaenger.

Enseguida los clientes se acercaron empuñando las lanzas.

—Aquí el estafado he sido yo, pescador —le replicó con aspereza Arnkel, apoyando la mano en la empuñadura de la espada para que Klaenger lo viera—. Mi cliente ha sido atacado y no he recibido los servicios que habíamos pactado.

—Eso lo ha hecho Sam, no yo. Dijiste que yo recibiría su parte.

—Entonces es a Sam a quien debes pedirle cuentas —contestó el
gothi
, dándole la espalda—. Ve a reclamarle tu paga, puesto que has salido perjudicado por sus actos.

Algunos presentes miraron con actitud comprensiva a Klaenger. Njal habría dicho algo si no se hubiera atraído antes el enojo del
gothi
. Klaenger advirtió con todo la dureza de la expresión de los Hermanos Pescadores, de Gizur y de Hafildi, y concluyendo que ese día no podría satisfacer su demanda, empujó la barca al agua y saltó al interior. Cuando ya se hallaba a una distancia donde no podían alcanzarlo las flechas, se puso en pie y, haciendo bocina con las manos, llamó a voces mientras los demás subían la colina en dirección a Bolstathr.

—¡Usurpador de tierras! —gritó—. ¡Ladrón!

Desde la orilla le contestaron a gritos, pero ya no añadió nada. De nuevo sentado, accionó los remos y encaró la barca hacia la boca del estuario.

Ulfar lo miró alejarse desde la puerta de Bolstathr y luego se dispuso a entrar. Thorgils lo observaba, estremecido de frío y exhausto por el largo ascenso. El frío viento le había recordado una lejana tarde de invierno que pasó sentado junto al fuego de Ulfar mientras Auln tejía a su lado. Fue el día después del entierro del padre de Thorgils. Ulfar se puso a cantar de improviso, con armoniosa voz que colmó de placentero modo el silencio. Era una canción de elogio a Gunnar el carpintero, en la que alababa su fuerza y su habilidad en el trabajo de la madera y al buen hijo que había criado para hacer perdurar su familia. Al oírla, Thorgils lloró por su padre, y aquello le sirvió para sobrellevar mejor la muerte. Ulfar sonrió, contento de poder ayudar a su amigo, que le dio un fuerte abrazo en señal de agradecimiento.

Thorgils nunca había hablado con Arnkel de aquello.

—Te has granjeado un enemigo por dos monedas —dijo cuando el
gothi
pasó a su lado.

Arnkel escupió en el suelo.

—Un pescador. Para mí no tiene el menor valor.

Transcurrieron dos meses.

Ulfar se levantó tarde una mañana. Desprendiéndose de la manta, se vistió y salió rascándose a la gran sala de Bolstathr. Miró en derredor buscando algo para desayunar, contento de que los Hermanos Pescadores y Hafildi se hubieran ido a trabajar.

Un hombre aguardaba allí, cohibido entre los niños que jugaban a sus pies. Era Agalla Astuta, amigo de Thorolf
el Cojo
, y permanecía sentado con el sombrero en las manos. Ulfar retrocedió despacio, pero Agalla Astuta le dirigió un gesto cordial y una sonrisa que dejó al descubierto su mellada dentadura.

—No te preocupes, Ulfar. No he venido para tratar nada contigo ni tampoco te haría daño en ningún caso. Aún me acuerdo de las cebollas y el carnero que me diste hace dos inviernos, cuando no tenía nada en la despensa. Yo no me meto en las peleas del Cojo.

Arnkel oyó aquel comentario mientras entraba por la puerta en compañía de su hija, Halla. Primero observó un instante al amigo de su padre con cara inexpresiva, antes de dedicarle una sonrisa.

—¿Te apetecería un cuerno de hidromiel, Agalla Astuta? —ofreció.

El hombre aceptó con vehemencia e, instalado en un banco que le señaló el
gothi
, dio cuenta en pocos tragos de la bebida que le sirvió Halla. Después alzó la mirada con expectación y Halla volvió a llenarle el cuerno, con expresión reprobadora ante tanta ansia.

—¿Qué te ha traído aquí, Agalla Astuta? —inquirió Arnkel.

En la sala entró entonces un ruidoso grupo de hombres a tomar la comida de la mañana y el
gothi
torció el gesto, tratando de oír la respuesta. Ulfar permanecía sentado cerca de Arnkel, casi a sus pies.

—Tu padre está enfermo,
gothi
, y ocupado con otros quehaceres. Me ha mandado decir que si sus esclavos no regresan del promontorio de Vadils debía reclamarte su precio, veinte onzas por cabeza.

Presentó la petición con la habitual sonrisa que lucía siempre, como un escudo levantado frente a la tristeza del mundo, pese a lo inquieto de su mirada y al sudor que le perlaba la frente. Había creído las tranquilizadoras palabras del Cojo, según las cuales él era solo un mensajero, pero ahora sabía qué era lo que le había pedido el anciano porque de improviso aquellos hombres lo llenaron de improperios. En vista de ello, se apresuró a apurar el hidromiel para que nadie pudiera derramárselo.

—¡Silencio en mi sala! —tronó Arnkel, con voz más potente que los demás—. Tengo que tratar un asunto con mi vecino, Agalla Astuta, que nunca le ha hecho daño a nadie. Yo aquí solo veo muchos hombres sentados sin hacer nada en plena luz del día cuando hay que cuidar de los corderos, pescar los peces que hay debajo del hielo y preparar la carne para las conservas. Lo que veo es que nadie se ocupa de mi propiedad. Id ahora a atenderla y ya comeréis más tarde —concluyó con una gélida mirada.

Los hombres se levantaron y se pusieron la ropa a toda prisa.

—Ulfar, parece que mi padre está en cama y no puede hacerte daño. Ve a Ulfarsfell y cuida de la tierra por mí. He enviado allí a un par de hombres de los que podía prescindir, pero necesitan de tu buen hacer. Los hijos de Thorbrand siguen en su granja rumiando su enfado y no verás a ninguno. Vuelve aquí al anochecer.

Ulfar se alegró de recibir el encargo. La perspectiva de trabajar alivió el fúnebre manto que lo oprimía. Cubriéndose las espaldas con la túnica, se fue tras la cortina a prevenir a su esposa antes de marcharse.

Agalla Astuta volvió a mirar a Halla y le tendió el cuerno. La muchacha volvió a llenárselo de mala gana mientras él sonreía y observaba a los hombres que volvían refunfuñando a sus quehaceres. Alzó, burlón, el cuerno remedando un brindis y ellos le arrojaron tierra con los pies.

Se quedó a solas con Arnkel, con la excepción de Thorgils, que permanecía de brazos cruzados y la mirada de piedra, como si acusara cada gota que descendía por la garganta de Agalla Astuta.

—Veinte onzas por cabeza —dijo el
gothi.

Agalla Astuta asintió.

—¿Y espera que tú le lleves ese dinero? ¿Y si le pagara en
vathmal
? ¿Cómo ibas a transportarlo todo?

—No me ha dicho nada de eso —repuso el campesino con encogiéndose de hombros—. Yo solo debía transmitir el mensaje. —Adelantó el torso en actitud confidencial, con los efectos del hidromiel patentes en la cara—. A decir verdad,
gothi
, creo que no espera nada de ti. Solo trata de ver si puede conseguir algo. Tiene otra vía con la que vengarse de ti.

El
gothi
Arnkel observó con semblante imperturbable desde su sitial a aquel tornadizo necio capaz de vender tan fácilmente al único amigo que tenía en el mundo para darse aires de importancia.

—¿Y cuál sería esa vía?

Agalla Astuta bajó la mirada hacia su cuerno vacío y el
gothi
Arnkel dirigió una señal a Halla. Esta le sirvió y él le sonrió con su dentadura mellada mientras ella se alejaba con altivo porte.

—Pues sí, está enfermo de verdad, muy enfermo. Le dolió el corazón la noche en que incendiaron la casa de Ulfar. Demasiada bebida, dice él, pero yo creo que podría ser algo peor. Aun así se ha levantado de la cama y se ha afanado ensillando un caballo, y espera a que yo vuelva para irse. En cuanto a Ulfar, Thorolf no habla últimamente más que de ensartarlo con una espada. Eso.

Thorgils miró al
gothi
, esperando que lo enviara a la granja de Ulfar.

—Ha empaquetado regalos, ¿verdad?

Agalla Astuta soltó una carcajada, derramándose en la camisa el trago de hidromiel que acababa de tomar.

—¡A ti no hay quien te engañe!

Arnkel y Thorgils ensillaron un caballo cada uno y partieron hacia Hvammr. Llevaban lanzas y escudos y Arnkel había cogido también su espada, después de tentar con afectuoso gesto su filo y frotar la hoja con un poco de aceite de foca para protegerla de la humedad. Agalla Astuta cabalgó a su lado un trecho, sonriendo, hasta que el frío viento despejó su ebriedad y cayó en la cuenta de que, si llegaba con ellos, el Cojo se enteraría de que había sido su indiscreción lo que había provocado la visita del
gothi.

Despidiéndose con la mano, se dispuso a regresar al valle de Thorswater.

—Agalla Astuta, gracias por tu ayuda —le dijo Arnkel antes de que se fuera, entregándole un paquete de salmón ahumado—. En adelante, habrá un sitio para ti en mi sala. Te agradeceré cualquier noticia que me traigas sobre el estado de mi padre. Ya sabes que no nos llevamos muy bien y eso me apena, pero yo me preocupo por mi padre como cualquier otra persona. Querría saber cómo se encuentra y tú eres su amigo. Ven junto a mi fuego cuando te parezca que hay alguna cuestión de la que yo deba estar al corriente y tendrás buena comida y bebida, y mi amistad.

Agalla Astuta asintió con el semblante iluminado. Arnkel y Thorgils prosiguieron camino.

—Puede que un día lamentes ese ofrecimiento —señaló con brusquedad este último—. Se presentará cada vez que el Cojo suelte una ventosidad si cree que le van a dar cerveza.

—No te gusta, ¿eh?

—Es un haragán y un mentiroso —corroboró Thorgils con un bufido—. Y también un ladrón, aunque aún no lo hayan pillado. Desaparece un cordero y de repente tiene reservas de carne en suero.

—Quiero que te hagas amigo de él.

—¿Cómo?

—Gánate su confianza. Te dirá más la verdad a ti que a mí y él es un oído puesto al lado del fuego del Cojo. ¿Sabe que lo desprecias?

Thorgils negó con desgana.

—Creo que no —concedió poniendo cara de repulsión, como si hubiera probado hidromiel agriado.

El
gothi
se echó a reír y le dio una palmada en el hombro.

—No será para siempre. Además, tú tienes experiencia en ese tipo de cosas.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Thorgils con un asomo de enojo.

—Hasta que se muera el Cojo —repuso Arnkel endureciendo la expresión—. Después me da igual.

Thorgils asintió. Había inmovilizado la cabra que Arnkel sacrificó el día en que Thorolf asesinó a Einar en el promontorio de Vadils. Era un sacrificio a Odín, el dios de la venganza. El padre de Thorgils había robado el animal en el corral de Thorolf, con los ojos todavía enrojecidos por el llanto derramado por Einar.

—Id, chicos —les había dicho Gunnar a su hijo y a Arnkel—. Haced lo que está bien.

Entonces tenían diez años.

Thorgils había soñado con su padre la noche anterior. Gunnar estaba en el campo de Bolstathr, mirando tristemente el cuerpo que yacía dentro del círculo de piedras recubierto de hierba, como había hecho mucho tiempo atrás.

Fue Gunnar quien se llevó el cadáver de Einar y lo envolvió en
vathmal
para enterrarlo después del duelo. Einar había liberado al padre de Thorgils de la esclavitud y este lo había servido con lealtad, aun más allá de la muerte.

Thorgils se había encaminado al círculo de piedras, trasladado hasta allí en un momento desde los fríos páramos del promontorio de Vadils gracias a la estrafalaria magia de los sueños.

No fue, sin embargo, el cadáver de Einar el que tumbó boca arriba con mano trémula. Fue el de Ulfar, que lo miró con descompuestos ojos acusadores, y cuando se volvió amedrentado hacia su padre vio la misma mirada, el mismo juicio.

Se había despertado cubierto de sudor.

Los dos hombres cabalgaron hasta la cresta, desviándose un poco del sendero para ganar unos metros de altura, y luego tendieron la vista sobre el territorio.

Arnkel aspiró el frío aire de la mañana.

Desde allá arriba se divisaba buena parte del angosto valle. Ulfar estaba en su patio, dando de comer a las vacas, y más al sur se veía la granja de Orlygstead, pegada a las propiedades de los hijos de Thorbrand. Siguiendo la cresta hacia el norte estaba el valioso bosque de Crowness, oculto tras la loma. Bajo ellos, en dirección oeste, quedaba Hvammr, la granja del Cojo.

—De una manera u otra, todo pasará a mis manos —declaró Arnkel con determinación—. Nada debe impedírmelo.

Thorgils lo miró en silencio.

—Odín, tú siempre me has dado fuerza y valor y yo te amo por ello —gritó Arnkel al cielo—. ¡Escúchame!

Sus palabras resonaron en el valle, repetidas por el eco.

Bajaron por la otra vertiente hasta llegar a la granja de Hvammr. Un caballo aguardaba en la fría intemperie junto a la casa de tepe y detrás había otro cargado de pieles. Después de desmontar, Arnkel llamó a voces a Thorolf.

El Cojo salió, abrigado con piel de borrego y armado con una lanza. Dedicó una mirada a su hijo, sin decir nada. Luego, con un gruñido provocado por el esfuerzo, se subió a una piedra y montó con toda su corpulencia sobre el infortunado caballo, que protestó exhalando una gran bocanada blanca de aire. Después se marchó, llevándose la bestia de carga. Arnkel se situó a su lado, a prudente distancia para evitar una pulla con la lanza.

—¿De veras crees que el
gothi
Snorri va a querer tener tratos contigo, Thorolf? —le dijo con tono burlón.

El Cojo crispó con rabia la cara, marcada por la palidez de la enfermedad, y escupió al suelo sin decir nada. Arnkel interpretó su mutismo como una confirmación. Había visto las pieles y sabía que eran presentes para granjearse el apoyo de alguien.

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