Los clanes de la tierra helada (6 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Transcurrió un mes.

La abundante lluvia mantenía a la mayoría de los habitantes del fiordo en casa, quemando turba. Las mujeres trabajaban en los telares, produciendo un constante ritmo con el entrechocar de la madera. Los mercaderes de Noruega llegarían cualquier día en sus barcos, y siempre daban más por la tela tejida que por la lana a granel o hilada. Aquel tipo de tela se llamaba
vathmal
, y toda mujer tenía la obligación de confeccionarla como lo hacían las demás del Estado Libre, para que hubiera una tipología distintiva. Ulfar tenía treinta rollos guardados debajo de los bancos donde dormían y la lana de las ovejas que aún les quedaba serviría para tejer unos cuantos más. Eso representaba una buena reserva. Con ella podría comprar cebada y lúpulo para hacer cerveza. Uno de los rollos serviría para comprarle a Thorbrand más miel para endulzar el humor de Auln. Hacía tres semanas que esta había rebañado con el dedo los últimos restos del tarro anterior.

Estaba más saludable, menos pálida, y trabajaba más horas. Con el tiempo se encontraría en condiciones para concebir otro hijo. Ulfar ansiaba acostarse con ella, pues hacía mucho que no había tocado de esa manera a su esposa.

Después de dar de comer a los animales al amanecer, se entretuvo realizando diversas labores en la casa, como engrasar meticulosamente una manta para guarecerse con ella de la lluvia o afilar la pala para recoger turba, procurando al mismo tiempo no entrometerse en las tareas que le correspondían tan solo a Auln. Pasó un rato en el pajar, arreglando una gotera del tejado. Llegada la tarde, no obstante, le costó encontrar algún quehacer de utilidad y Auln empezó a apartarle a manotazos de las cosas. Por otra parte, ella ponía mala cara si lo veía ocioso junto al fuego.

Ulfar lanzó un suspiro y, cubriéndose con la manta recién engrasada, salió a probarla bajo la lluvia.

Como no tenía sentido empapar las botas, se fue descalzo. No hacía mucho frío. Le encantaba el verano, sobre todo cuando se prolongaba más de lo habitual, tal como ocurría aquel año. Thor, el dios del cielo, les prodigaba su sonrisa. ¡Qué no podría cultivar si la estación durase tan solo un mes más! Hasta trigo podría arrancarse de la tierra. Volvió a entrar en el pajar y raspó el suelo para recoger todo el heno suelto, antes de coger un fajo de la corta pila del rincón.

El dinero del
gothi
Arnkel estaba guardado en el cofre de Auln, bajo una llave que esta llevaba colgada del delantal. Tendría que comprar heno, lo cual representaba otro desplazamiento. Una parte la podría comprar a los hijos de Thorbrand, que tenían amplios y fértiles prados en ambas riberas del río. Con suerte, podría quedarse con toda su cosecha sobrante pagando un precio justo, si no estaban demasiado enojados por lo que había hecho. Thorleif no parecía descontento con lo que había ocurrido, aunque Illugi, que había ido a visitarlo, le había explicado que Thorbrand se había enfadado.

—¿Enfadado? —inquirió Ulfar—. ¿Por qué?

—Dijo que nos habían engañado, nada más —respondió Illugi encogiéndose de hombros—. No entiendo a ese viejo. Pasa el tiempo recogiendo raíces y setas en las colinas con mi hermano Thorfinn y haciendo ver que tiene que quedarse en cama cuando no es verdad.

—Las setas son buenas.

—Pero no las de esa clase. Son todas venenosas, para que lo sepas, del estilo de esas mataparientes. Dice que los elfos así se lo indicaron.

Illugi se dio un expresivo golpecito en la cabeza al tiempo que torcía la boca con desdeñosa mueca. Después le enseñó a Ulfar con maliciosa sonrisa el arco que había hecho con una rama de tejo que había comprado a un campesino del pueblo de al lado y las flechas de madera de pino.

—¿Puedo dejarlo guardado aquí, Ulfar? Thorbrand me prohíbe tenerlo. Dice que soy demasiado impulsivo, que dispararé a alguien y entonces tendrá que pagar una compensación. Pasaré a recogerlo cuando vaya de caza. —Le dirigió un guiño y añadió—: Puede que el Cojo no sea tan valiente si tienes eso en la mano.

Ulfar se quedó horrorizado. ¿Dispararle él flechas al Cojo? Aquello era un puro desatino.

Enseñó al chico un lugar donde esconder el arco y las flechas en las vigas del corral, a recaudo de la vista para que Auln no los encontrara. No quería interrogatorios y Auln podría concebir sospechas si sabía que tenía a mano un arma tan buena, capaz de derribar hasta al imponente Thorolf. Illugi se fue corriendo al interior de la casa para afanar un pedazo de queso delante mismo de Auln y robarle un beso en la mejilla. Ella le dio un manotazo en el brazo, pero lo dejó escaparse con el queso y con el beso, riendo de la cara de pillo que ponía.

Mientras trabajaba, Ulfar miraba de vez en cuando el prado, en las proximidades de la línea divisoria de la cresta. La lluvia era buena y era mala. Fuera se estaba tan a disgusto que al Cojo no le daban ganas de salir a importunarlo y, por otra parte, aquello significaba que pasaría el día bebiendo, con lo cual no se podía saber lo que iba a ocurrir. Se rumoreaba que todo el dinero del Cojo se le iba en bebida. Le gustaba la cerveza y el vino, aunque nunca tomaba hidromiel, que le sentaba mal. La mayor parte del botín que había traído de las guerras del sur le había servido para costearse la afición. Los dos años anteriores, sin embargo, había estado pagando en
vathmal
y en los pocos productos que lograba cultivar. Trataba, además, de elaborar su propia bebida. Thorolf no era un buen campesino, como tampoco lo eran sus esclavos. Ellos pertenecían al pueblo
kern
, que no se destacaba por sus dotes para trabajar en el campo, sino para luchar. Así se lo había explicado Thorolf mucho tiempo atrás, antes de que comenzara a cogerle ojeriza por ser muchísimo mejor granjero que él, justo después de haberle vendido la tierra. Entonces tenía los bolsillos llenos con el dinero que Ulfar le había pagado y le bastaba con el lustre de su reputación en el estuario.

Todo el mundo le tenía miedo al Cojo después de que asesinase a Einar.

Ulfar se levantó y tendió la mirada hacia Bolstathr. En su campo había un círculo de piedras que quedaba oculto entre la hierba. Allí habían ocurrido los hechos, quince años atrás. El heno crecía más denso en torno a aquellas, donde las ovejas no alcanzaban a morder bien.

Su nombre completo era Einar Gudson. Había sido el propietario de todas las tierras del fiordo de Swan con excepción del estuario, situado en la embocadura del río. Eran muchos los que lo consideraban una persona sabia, y su codicia quedaba bien disimulada porque era capaz de llegar a tratos satisfactorios para ambas partes.

Aunque no había sido guerrero, Einar era un hombre valiente y fuerte, e incluso cuando se desplomó a los pies del Cojo, sangrando por una docena de cuchilladas y tajos, le hundió su hoja en la pierna, con lo cual le dejó para siempre al viejo bellaco su apodo, junto con sus tierras.

Así ocurrían las cosas antes, y Ulfar se congratulaba de no haber poseído tierras por aquel entonces, cuando un hombre podía retar a otro al
Holmganga
, el duelo, y arrebatarle todo cuanto tenía con una espada, si no tenía hijos varones.

Ulfar contempló a sus fantasmas luchando en el interior del círculo, atraído por el horror de la escena, aun sabiendo que no debía prestarle atención. Si pensaba en ella, el Cojo cobraría más fuerza. El recuerdo que guardaba del duelo era borroso. En ese momento, siendo aún esclavo de Thorbrand, estaba bastante lejos, y por eso ahora Einar y el Cojo, más joven entonces, saltaban de manera extraña de un lado a otro, librando solo los fragmentos de combate que él alcanzaba a recordar. Einar cayó de rodillas, levantó el brazo y clavó la espada en la pantorrilla del Cojo. Thorolf echó atrás la cabeza, atormentado por el dolor.

Detrás de los fantasmas, de la casa del
gothi
Arnkel salieron varios hombres, armados con escudos y lanzas.

Los espíritus se esfumaron mientras Ulfar los observaba, boquiabierto. Eran una docena. Algunos eran campesinos del valle de al lado, como por ejemplo Thrain. Thorgils iba en cabeza, con expresión sombría, acompañado de un individuo alto y ágil llamado Gizur que dedicó una calurosa sonrisa a Ulfar cuando puso fin a su canción en casa de Arnkel, enjugándose las lágrimas de los ojos. A la zaga iban los Hermanos Pescadores.

Los hombres de Arnkel giraron a la derecha después de franquear la puerta de los pastos de Bolstathr para subir en fila india por el sendero de piedra que conducía al prado.

Hvammr, la granja del Cojo, quedaba por ese lado.

Ulfar soltó la pala y saltó la pared de piedra del prado. Luego corrió tras ellos, agachado. El cielo estaba gris y había neblina, y ninguno se volvió a mirar atrás. De entre las rocas salió un hombre que se sumó a ellos. También llevaba una lanza. ¿Habría estado vigilando la granja del Cojo?

El grupo dobló la loma e inició el ascenso del valle por el camino que llevaba a Hvammr. Siguiéndolos, Ulfar entró en el terreno del Cojo acuciado por el miedo.

Se escondió tras una roca para observar. Hvammr era una finca descuidada; el valioso sirle y las boñigas permanecían dispersos en el mismo sitio donde habían defecado los corderos y las vacas, simplemente porque nadie los había recogido y amontonado. La lluvia no tardaría en arrastrarlos, y así se perderían mezclados con el barro. Las paredes de la casa y la cuadra estaban resquebrajadas. Aun con cuatro esclavos, aquello parecía un lugar abandonado, pensó con incredulidad.

La docena de hombres siguió caminando hacia la granja. Con las lanzas bajas avanzaron con cautela, desparramándose en hilera. Luego Gizur llamó a voces y de la casa salió alguien, uno de los esclavos del Cojo, llamado «el Calvo» por su reluciente cráneo despoblado. El hombre puso unos ojos como platos. Aunque hablaron en voz baja, Ulfar oyó que Thorgils preguntaba si el Cojo estaba en casa. El esclavo se limitó a negar con la cabeza, optando por la prudencia. Por la puerta salió entonces una mujer, Helga, la segunda esposa del Cojo, canosa y encorvada. Ella señaló con enojo la loma situada del lado del valle de Thorswater, una angosta hendidura en las colinas donde nacía en una fuente el arroyo que atravesaba la granja, apenas visible con la distancia y la niebla.

—Ha ido a ver ese inútil amigo suyo, Agalla Astuta —se lamentó—, para beber, reír y recordar las guerras de los ingleses con ese desgraciado mientras sus esclavos están sin hacer nada. ¡Él tendría que estar pendiente de que trabajen! ¡Se preocupa más de sus viejos camaradas que de mí!

—Tendrá menos de que reír al final del día, mujer —dijo Gizur.

Gizur señaló la cuadra y algunos de los hombres fueron adentro. Salieron conduciendo varias vacas con ronzales atados al cuello. El esclavo no dijo nada, aunque sí dio un paso adelante. Gizur lo hizo retroceder con la lanza. Helga miraba con ojos desorbitados. Luego, cuando vio que los hombres se disponían a llevarse el ganado, se puso a chillar horrorizada al tiempo que se aferraba con patetismo al brazo de Thorgils. Cuando este se zafó con parsimonia, cayó sollozando al barro.

Ulfar se apresuró a retroceder mientras volvían a subir la pendiente con las vacas. Para que no lo vieran se fue trepando por la roca, con el corazón desbocado.

Una parte de sí se regocijaba por lo ocurrido. El Cojo había sufrido una humillación, y aunque habían sido los hombres del
gothi
Arnkel quienes se habían llevado las vacas, todo el mundo sabría que era a causa de Ulfar. Se trataba de una venganza que procuraba saborear.

Su corazón, no obstante, estaba henchido de terror. El Cojo le achacaría la culpa a él, no a Arnkel.

Era hombre muerto.

II

Invierno

Del incendio y los ahorcamientos

El
gothi
Arnkel dormitaba en su sitial, con la barbilla apoyada en la mano. Tenía el estómago lleno, pero de carne y gachas solamente, porque no le gustaba que la cerveza le enturbiara el pensamiento y era posible que más tarde hubiera que actuar con celeridad. Fue derivando hacia el territorio de los sueños, donde aún oía los ruidos que había en torno a sí viendo al tiempo otras cosas.

Pescaba junto al agua junto a una gran roca proyectada hacia el interior del fiordo, y Einar estaba a su lado, poniendo cebo al anzuelo. Era curioso, porque en el sueño Arnkel era ya un adulto, y aun así eran los marcados rasgos de la cara de Einar los que veía. Las arrugas del contorno de la boca y los ojos se acentuaron para componer aquella pícara sonrisa que el anciano siempre esbozaba cuando veía a su nieto. Einar asintió y le guiñó, como si supiera todo cuanto pensaba Arnkel y le diera su aprobación.

Se despertó con un sobresalto al oír unas risotadas.

Era la fiesta de la Navidad y había celebración en su casa.

Habían acudido muchos clientes, algunos incluso del otro valle, y la sala estaba llena. Apretados en los bancos, los asistentes comían y bebían acodados en las mesas. En el fuego de la gran chimenea había un espetón con media canal de buey. El tronco de Navidad ardía en el centro, casi reducido a carbón. El olor a grasa asada se expandía como un perfume en el aire. Con la docena de antorchas y lámparas encendidas, las sombras habían quedado relegadas a los más recónditos rincones. En el suelo habían esparcido paja fresca para que a nadie se le enfriaran los pies.

Sentado en un banco cerca de la mano de Arnkel, Ulfar
el Liberto
lanzaba recelosas miradas a los hombres más bruscos y siempre agachaba la cabeza cuando Hafildi o uno de los Hermanos Pescadores dirigían la vista hacia donde se encontraba él.

Por orden del
gothi
habían dejado desocupado un puesto en la mesa. No era a su derecha, el sitio de honor, porque allí se encontraba Ulfar, sino cerca de la punta. Lo habían reservado para el Cojo, que aún no había llegado.

Era de prever, pensó Arnkel. Todavía estaba enfadado, aunque habían transcurrido cuatro meses desde que le quitó las vacas.

El viejo gordo había entrado como una furia en su sala una semana después de que Thorgils y Gizur fueran a reclamar su sanción. Sus iracundas amenazas y su espada habían impulsado a abandonar la sala a casi todos, con excepción de los Hermanos Pescadores, Thorgils y Hafildi, que sin amedrentarse lo rodearon apuntándolo con las lanzas. Pronto Thorolf se quedó sin resuello y se olvidó de ellos para encararse a Arnkel.

—El trato fue una vaca. ¡Una! —gruñó el Cojo—. Devuélveme las otras seis.

—Ya las sacrificamos, viejo —contestó Arnkel, con el pecho a punto de estallar por la risa que contenía—. Me habían bajado las reservas de carne y tengo muchos clientes a los que invitar. Ahora están en los barriles, todas menos una.

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