Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
Falcón soltó una carcajada, trazando sobre su pecho el signo del martillo de Thor, sinónimo de buena suerte. El mercader había perdido ventaja, obligado a depender de la generosidad de su anfitrión. Acababan de despejar de ganado y heno uno de los establos, en cuyo interior introducían los sacos llegados de la playa bajo la supervisión de un hombre vestido con cuero y pieles.
—¿Es ese? —preguntó Thorleif.
Falcón asintió.
Al asomarse al establo quedaron maravillados ante tanta riqueza. A su lado pasó un individuo con un largo paquete al hombro envuelto en piel del que brotó un ruido metálico.
—¡Armas! —exclamó Illugi, dando media vuelta hacia sus hermanos.
Estos lo empujaron hacia abajo, burlones.
—Más vale que te conformes con el cuchillo para la carne, jovencito —le dijo Thorodd el herrero—, no sea que te cortes una pierna con la espada. O la cabeza.
Los otros se echaron a reír. El mercader los había estado observando, mientras controlaba a los hombres que almacenaban su cargamento. Era un individuo alto, de estatura superior a la normal, y ancho de hombros. Las canas entreveradas en su larga barba y cabellos recogidos en trenzas le conferían un aire de sabiduría, aunque tenía una mirada rebosante de humor y vitalidad. Después de saludarlos como a unos señores, con atronadora voz y amplios gestos, desenvolvió con teatral ademán el paquete de piel y sacó una espada. Aunque era sencilla, no más larga que un brazo, de empuñadura envuelta en hilo de cobre y pomo de forma cúbica, el hierro estaba tan bruñido que resplandecía. La levantó para mostrársela, arrancando destellos con la luz del sol llegada por la puerta, y después la puso en la mano de Illugi. Sus hermanos miraban en silencio; cualquiera de ellos habría comprado la espada, pero costaba demasiado. Aquellas cosas eran para los ricos y ellos preferían tener la panza llena que una bagatela colgada en la pared. Illugi, que reparó en su expresión, hendió una vez el aire con la hoja, sorprendido por lo equilibrada y manejable que le resultaba teniendo en cuenta su peso, y después la devolvió al mercader.
—No es bastante fina para mí —declaró—. Yo quiero una de plata.
El mercader le siguió la corriente, riendo la gracia junto con los hermanos. Después Falcón les hizo abandonar el establo para cerrar las puertas una vez hubo salido el último miembro de la tripulación.
Thorleif reconoció a uno de ellos. Se trataba de un joven inquieto de mirada vivaracha, con una cicatriz en la barbilla, de nombre Onund, recordó. Era un islandés del fiordo de Straum que había causado un gran disgusto a su padre al devolver la esposa que este le había destinado. La restitución de la dote habían ocupado toda una tarde en la asamblea de Thorsnes en la primavera de hacía tres años, ya que el padre de Onund era reacio a desprenderse de la riqueza que había llegado a su casa junto con la novia, incluidas las cincuenta ovejas que le habían reportado su buen dinero en lana. Onund parecía satisfecho con su vida errante. Algunos hombres no estaban hechos para ser campesinos, por lo visto. De aquel se intuía que apreciaba las peleas.
Hrafn torció el gesto al ver que Falcón echaba el cerrojo a las puertas del establo.
—Yo creía que mi mercancía la iban a guardar dentro de la sala del
gothi
para que estuviera a buen recaudo —dijo—. ¿Cómo van a estar protegidas aquí mis propiedades cuando todos estéis bien calientes alrededor del fuego?
—Los perros nos avisarán si hubiera ladrones, Hrafn, pero de todas maneras todos los que están por aquí son hombres del
gothi
Snorri, que saben que si algo se perdiera él lo tiene que recuperar. Ellos no querrán causar un perjuicio así a su
gothi.
El mercader replicó con aspereza que se fiaba más de los perros que de los hombres, suscitando un coro de risas.
—No me vendría mal que me echarais una mano, chicos —solicitó a continuación Falcón a los hijos de Thorbrand—. Aquí solo dispongo de una docena de hombres y tenemos que tirar de esa enormidad de barco hasta la orilla.
Thorleif observó dubitativo la embarcación que flotaba en la bahía. Era un
knarr
, de veinte pasos de eslora y doce de ancho, que por fuerza debía de ser pesado incluso liberado de su carga. Aun así asintió, de modo que tomaron el sendero que llevaba a la costa, donde aguardaban la mayoría de los hombres de Falcón. Onund y los otros dos marineros sacaron una barca y levaron las anclas. Luego colocaron dos largos remos, uno a cada lado, y el barco comenzó a deslizarse hacia la orilla. Desde la popa, con la cadera apoyada en la caña del timón, Onund vigilaba los bajíos a un costado.
—Más despacio, necios —los reprendió Hrafn. Luego, volviéndose hacia Falcón, añadió—: Valdría más que hubiera ido con ellos. Me van a desfondar el barco.
—Aquí hay arena y conchas, más que nada. No te preocupes, hombre, que la marea está alta. Vamos a sacar tu querido cascarón para que esté bien seco y caliente.
A unos veinte pasos de la marca del límite superior de las aguas, la proa tocó fondo y se arrellanó en un surco de arena. Hrafn impartió órdenes y los marineros bajaron a la bodega. Regresaron cargados con una docena de troncos cortos, de aproximadamente un metro y medio de largo, bien pulidos y raspados. Luego los trasladaron a la barca y los llevaron a la playa, de tres en tres, junto con dos enormes rollos de cuerda de fibra de coco, más gruesa que el pulgar de un hombre corpulento. Atadas a un palo de la proa, una a babor y otra a estribor, las fueron desenroscando a medida que avanzaba la barca, procurando mantenerlas tensas para que no se mojaran en el agua. El barco se mecía mansamente. Hrafn les indicó que depositaran los troncos uno tras otro, siguiendo la pendiente de la playa, a dos pasos de distancia entre sí. Como los dos primeros flotaban en el agua, los ayudantes de Hrafn los mantuvieron hundidos delante de la proa. Antes tuvieron que quitarse botas, calzones y camisas. Su temblor suscitó risas entre los demás. Onund, que había permanecido en la orilla, entregó una cuerda a Thorleif y los hijos de Thorbrand se hicieron cargo de ella junto con algunos clientes del
gothi
Snorri, distribuyéndose en fila, mientras los otros cogían la otra. Como preámbulo se escupieron las frías manos y se las frotaron.
—¡Bueno, cuando os avise, empezad a tirar! —gritó Hrafn—. Pero no deis sacudidas, ¿eh? Hay que hacerlo de forma seguida y regular. Tiene que salir derecho. ¡Ahora… tirad!
La proa pisó el primer tronco sumergido en el agua y cuando estuvo comprimido contra la arena, el marinero corrió hacia el lado de babor del barco y de un salto se agarró a la barandilla, sacando las heladas piernas del agua. Después, cuando el segundo tronco quedó bajo la embarcación, el otro marinero se apresuró a desplazarse al mismo lado que el primero y se colgó a su lado. El peso del barco comenzó a aumentar a medida que salía del agua y se desplazaba sobre aquellos troncos que rodaban, y las cuerdas se pusieron duras como piedra.
—¡Venid aquí a ayudarnos! —exhortó Thorleif a los hombres que permanecían prendidos a un costado del barco.
Hrafn sacudió la cabeza y enseguida se dio cuenta de que no se encontraban allí solo para huir de la frialdad del agua. La quilla del barco formaba un saliente en el centro del casco. El peso de los hombres colgados a un lado causaba una leve inclinación en este, desplazando el punto de apoyo a las plantas laterales. Una vez que tuvieron la seguridad de que el barco se había asentado de ese lado, los marineros se dejaron caer y salieron a la playa donde, morados y tiritando, se pusieron a dar desenfrenados saltos a fin de entrar en calor.
La arena empapada era firme y compacta, pero a medida que fueron haciendo subir el barco sobre los troncos más alejados del agua se volvió seca y suelta, con lo cual los troncos dejaron de rodar y la embarcación se deslizó solo sobre la resbaladiza madera verde. Los dos marineros desnudos aguardaron hasta que el casco dejó de estar en contacto con los dos primeros troncos y después volvieron a entrar en el agua para recuperarlos y disponerlos después delante del barco. A aquellas alturas temblaban tanto que tuvieron dificultades para volverse a poner la ropa.
—¿Así que esta es la vida que llevas? —preguntó con la respiración entrecortada Thorleif a Onund, que tiraba justo delante de él.
El marinero lo miró con enojo, creyendo que se burlaba de él, y Thorleif recordó que siempre había tenido mal genio.
Finalmente la popa surgió del agua. Hrafn colocó los calzos cerca del agua y les gritó que parasen. Después empujó con ambas manos el viscoso casco cargado de adherencias de conchas a fin de poner a prueba su estabilidad, pero el barco no se movió.
—Aún no está lo bastante lejos para que no lo alcance el oleaje en tiempo de tempestad, pero por ahora se podrá quedar aquí hasta que disponga de más brazos —advirtió Falcón—. Entonces lo correremos veinte pasos más, hasta esa roca lisa de allá, y afianzaremos bien la quilla.
Hrafn asintió y dio media vuelta para contemplar el mar, pero no vio más que la niebla que se desvanecía bajo el efecto del sol. Había aumentado el grosor de la docena de azulados retazos de hielo que flotaban al alcance de la vista. Volvió a asentir, satisfecho. Solo faltaba cargar a hombros los tres troncos libres y trasladarlos a la granja del
gothi
Snorri. La madera era un material tan valioso como cualquiera de las otras mercancías. Falcón, que era un hombre ambicioso y ducho en los negocios, propuso a Hrafn comprárselos cuando se marchara en primavera. El mercader cerró el trato con él mientras caminaba y aceptó dos monedas a cuenta de la transacción.
La gran sala estaba bañada en la luz anaranjada, luz provista por el gran número de lámparas de aceite que colgaban de las vigas junto a las hierbas, medias canales de cordero y buey en sal y las interminables hileras de salmón ahumado y bacalao seco. Conducidos por Falcón, se detuvieron junto al umbral para sacudirse la nieve de los pies. En la pared de la entrada había muchos colgadores, de modo que cada cual dispuso de uno para dejar el abrigo y el sombrero. Thorfinn, Thorodd e Illugi descargaron los rollos de
vathmal
de los caballos y los depositaron con cuidado a prudente distancia de los restos de nieve, en la entrada de la alcoba donde se guardaban las tinas con el suero de leche. Aquella estancia era muy grande comparada con la del estuario de Swan y también más espaciosa que la despensa de Arnkel. Adosadas a la pared había diez tinas de suero, distribuidas con un estrecho pasillo central, tan grandes que en su interior habrían cabido tres hombres hasta la cintura, llenas de carne en fermentación. Todas las paredes estaban revestidas de anaqueles repletos de quesos, tarros de cuajada y un sinfín de bolsas y recipientes de vidrio y de metal. Snorri era un hombre rico, indescriptiblemente rico.
El
gothi
aguardaba en su sitial, con los dedos entrelazados, sonriendo a sus invitados. Tenía un bonito cabello blanco que le caía lacio a ambos lados de la cara y que, pese a tener poco más de treinta años y poseer aún unos hombros poderosos, le confería un aspecto de añeja sabiduría. A su lado permanecía su hijo mayor, Oreakja, que a sus dieciséis años era ya tan fuerte como la mayoría de hombres. El
gothi
se levantó cuando entraron y acudiendo a su encuentro les estrechó la mano uno por uno. Sin realizar comentario alguno sobre los cortes y morados de la cara de Illugi, los hizo sentar en los bancos de la sala. El puesto de honor, a su derecha, lo ofreció a Hrafn el mercader. A fin de compensar aquella distinción a sus clientes cogió personalmente un pellejo de cerveza de la pared y llenó el cuerno de Thorleif, y de este modo todos se sintieron a gusto.
Falcón sonrió, observando el aplomo con que se desenvolvía su jefe, igual de firme y cuidadoso si había muchos invitados como uno solo. Esa era la particularidad del
gothi
Snorri, pensó. Se decía que era capaz de mediar entre el oso y la foca, y al final quedarse con el aceite de la foca y la piel del oso y hacer creer a cada uno de los dos contendientes que había estafado al otro.
Snorri pidió disculpas a los hijos de Thorbrand antes de ponerse a hablar de negocios con el mercader. Primero acordaron un precio por todas las mercancías que iban a venderse al por mayor, como la avena, el trigo y el lúpulo, tanto en dinero como en
vathmal
. Este debía ser lo bastante elevado para satisfacer al noruego, pero no mucho para prevenir el descontento de la gente de la zona que trocaría sus bienes. Se trataba de un sutil equilibrio. Falcón se apiñó con los hijos de Thorbrand, a quienes iba explicando en voz baja los detalles de la discusión, destacando la preocupación del
gothi
por su pueblo, mientras ellos escuchaban el desarrollo de los tratos con gran interés. Se sentían importantes por presenciar un acontecimiento como aquel y así el motivo de su visita dejó de ser tan acuciante. Falcón les iba llenando los cuernos sin preguntar si querían más, y atendidos de ese modo, disfrutaban del calor y la distracción. Thorleif guardaba silencio aunque sabía que la cuestión tenía otras facetas. Cuanto más altos fueran los precios, mayores serían los impuestos de comercio recaudados por el
gothi
, pero eso le acarrearía una merma de apoyo. Por eso se limitaba a sonreír escuchando la versión edulcorada de Falcón.
Claro que apoyar a su jefe era la función de un cliente, pensó. Aun así, había responsabilidades de lado y lado, y en esa reciprocidad contaba él.
El ambiente se tensó un poco un momento, cuando el mercader noruego y el
gothi
Snorri tuvieron un desacuerdo con respecto al valor actual de la tela de
vathmal
. Hrafn insistía acaloradamente en que el precio de verano que había oído en otra zona de la costa era aplicable en toda Islandia, mientras que el
gothi
Snorri le recordaba, muy sereno, que los precios siempre subían a medida que aumentaba el frío.
El mercader tenía las mejillas rojas. Advirtiendo aquella primera señal de ira, Snorri solicitó que trajeran la comida, aduciendo que tan mundanas cuestiones podían esperar hasta después.
El noruego desvió la atención hacia el plato de queso y de carne, tal como pretendía el
gothi
, que entre tanto fue a hablar con los hijos de Thorbrand.
—Desde el estuario de Swan hasta aquí hay un buen trecho, no muy cómodo con este frío, Thorleif. Aunque me alegre de veros, no creo que hayáis venido solo para saludarnos, ¿verdad? ¿Hay algo que necesitéis de mí?