Los clanes de la tierra helada (4 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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—¡Él es el hijo del Cojo, necio!

Auln golpeó la olla con una cuchara de madera, salpicando con unas gotas de leche caliente a Orlyg, que protestó con un gruñido y se enjugó la cara. La carne de vaca todavía no se había calentado del todo en el ardiente caldo de leche cuajada. Encima del humo había unos filetes de pescado extendidos en soportes de madera.

Ulfar se encogió de hombros. En todo el día no había pensado en otra cosa.

—No se llevan bien.

—De tal palo, tal astilla —sentenció la mujer con una mueca de disgusto—. Que no se visiten no significa nada: uno siempre apoya a los de su misma sangre.

—Sírveme un poco de esa infusión que has hecho, Auln —pidió Orlyg tendiendo su taza—. ¿De qué es?

—De raíz de cebada e hinojo —contestó con aspereza, consciente de que solo pretendía distraer su atención de la conversación con Ulfar. Enseguida se le pasó el enojo, no obstante; sentía aprecio por Orlyg, pese a que era una carga—. Y bayas de enebro.

Ulfar tomó las tajadas de buey que ella le tendió y se puso a masticar tratando de saborearlas, pero debido a la preocupación, la acidez de la cuajada adquirió un gusto a madera en su boca. Había matado la vaca más vieja en primavera, cuando se había acabado el heno, y había metido la carne, para conservarla, en barriles de suero fermentado. Ese año no habría nada de heno, descontando el de Orlyg, y su hermano era lo bastante codicioso como para exigirle que se lo pagara. Si no recuperaba lo que le había quitado el Cojo tendría que sacrificar buena parte de sus animales.

«Lo importante es mantenerse a recaudo del hambre», pensó. En su corazón veía, sin embargo, las caras de los hijos de Thorbrand mirando como el Cojo lo humillaba. No podía soportarlo. Tampoco podía soportar el miedo que lo perseguía ahora, todos los días.

—¿Y qué hay del viejo Thorbrand y su progenie? —planteó Auln.

Al levantarse para llenar la tetera con el cubo que había en el rincón esbozó una mueca a causa del dolor que la asaltó en el vientre, acompañado de náuseas. Aunque arrugada y ennegrecida por el humo, su cara conservaba aún la belleza. De todos sus embarazos malogrados, el último había sido el peor: había adelgazado y padecía un constante dolor. La comida había sido una tortura, salvo con los alimentos dulces sin consistencia. Ulfar le había dado de beber todas las noches cucharadas de agua caliente con miel. El niño no llegó a despertar para tomar el pecho después de su nacimiento prematuro. Tenía los diminutos brazos y piernas retorcidos y la columna combada. Ulfar había sostenido en brazos el cuerpecillo hasta que acabó de consumirse su leve chispa de vida, porque Auln estaba demasiado débil. Ambos sabían que debería haberlo dejado afuera, encima de las piedras, para que se muriera, pero no pudo.

Había sido un varón.

—¡Ellos no tienen la fuerza necesaria para luchar contra el Cojo! —replicó, irritado—. Ni tampoco la voluntad.

Auln lo miró con disgusto y al instante lamentó la dureza de sus palabras.

—Pero tú dijiste que Thorbrand debía ayudarte —le recordó con enfado—. ¡Él era tu amo!

—Esposa, yo te quiero, pero estos asuntos son complicados.

Ulfar trató de tocarle el hombro, pero ella se lo impidió con un manotazo.

—Te tiene que ayudar —insistió.

Ulfar bajó la mano, asintiendo.

—Sí. Me tiene que ayudar en ciertas cosas, pero ese barrilete de miel que mandó este invierno ha sido la única ayuda que me va a hacer llegar nunca, y aun así me extrañó que lo enviara. Tú no lo conoces como yo: no da nada sin recibir algo a cambio. Así es él.

Se puso en pie para poner fin a la discusión y luego se fue a buscar más bloques de turba para el fuego, avanzando a tientas en la oscuridad. Las antorchas y las lámparas eran para los ricos. Al palpar el bajo nivel de los bloques de turba apilados en la alcoba lateral lanzó un suspiro. Aquello representaba otra tarea más: una caminata de un día hasta los pantanos, un día de trabajo y otro día para el trayecto de regreso con los ponis cargados. En total tres días para alimentar el fuego durante un mes.

Se acostó en un banco y se tapó con la manta hasta la barbilla. En el creciente silencio empezó a conciliar el sueño. Orlyg se instaló en el banco de los huéspedes y pronto el regular silbido de su respiración indicó que se había dormido.

Ulfar abrió los ojos al percibir un movimiento junto a su banco. Auln estaba arrodillada cerca de él y en sus ojos azules se reflejaba la tenue luz del fuego.

—No saldrá bien —le susurró casi al oído—. Lo veo. ¿No podemos quedarnos solos, a nuestro modo, lejos del mundo? —Había tanta desesperación en su tono que Ulfar le cogió la mano.

—A mí también me gustaría —dijo en voz baja—. Tú y yo y nuestros hijos juntos, y nadie más.

Auln se echó a llorar. Las lágrimas bajaron rodando por su mejilla hasta la mano de él, que retenía junto a su cara.

—Perdóname, Ulfar —musitó, inclinando la cabeza—. Mi vientre no puede dar vida, y tú no te mereces esto. Me diste una casa y un anillo, y yo no te he causado más que dolor. Estoy maldita.

—¡No digas esas cosas! —exclamó él—. Ya llegará el hijo.

Se secó las lágrimas y se esforzó por sonreír.

—Sí. Llegará. No vayas a ver a Arnkel —añadió, con expresión ensombrecida—. ¡No vayas!

Ulfar se recostó de nuevo, soltándole la mano, y la miró con fijeza.

—No puedo seguir aguantando el abuso de Thorolf, esposa. Se propone matarme un día —afirmó—. Lo veo tan claro como en una de tus visiones. Solo una persona puede ayudarme.

Luego cerró los ojos para dormir. Ella tomó una taza de agua caliente mezclada con la miel de Thorbrand para calmarse antes de acostarse y después se metió entre las sábanas a su lado, enlazando los brazos en torno a su pecho.

Tumbado de costado, Ulfar contempló las mortecinas brasas del fuego de turba hasta que cedieron paso a la oscuridad. Estuvo despierto largo rato.

Al día siguiente subió la colina hasta la gran casa de Bolstathr con una caja de madera flotante labrada bajo el brazo. Dentro había regalos: un paquete de salmón ahumado envuelto en una fragante alga sobre el que reposaban dos coles cuyas verdes hojas sobresalían demostrando lo repleta que estaba la caja. Junto a ellas iban un queso, varias setas silvestres y sus últimas reservas de tiburón podrido, del que todavía emanaba el hedor de la orina que le vertió mucho tiempo atrás. El mejor de los presentes era un saco para recién nacido de piel de foca engrasada. A Auln le había dolido desprenderse de él, pero la esposa del
gothi
Arnkel estaba embarazada. Después de varias hijas, se esperaba el primer niño, y el
gothi
valoraría un regalo que protegiera a su primer heredero varón.

Ulfar se hizo a un lado cuando vio que el
gothi
Arnkel salía al campo de delante de la casa con sus hombres para supervisar la selección de las ovejas.

Él y el Cojo eran como dos gotas de agua, pensó Ulfar mientras volvía a avanzar con nerviosismo. Arnkel era una versión más joven del viejo, con el mismo recio cuello y los mismos fríos ojos azules, aunque tenía el pelo rubio y no gris, y toda su corpulencia era puro músculo. Le ponía nervioso mirar la cara del
gothi
, erguido como una torre ante él. Aun siendo robusto, tenía un aire de prontitud tanto en el hablar como en el andar, como si le inspirase impaciencia el ritmo de los demás.

Entonces el
gothi
Arnkel sonrió, mostrando unos dientes semejantes a enormes piedras blancas, y tendió el brazo mientras avanzaba. Ulfar lo tomó: era como coger la rama de un árbol.

—Ulfar
el Liberto
—dijo el
gothi
, como si lo presentara a sus hombres—. He sabido de la muerte del infante acaecida en tu casa. La vida puede ser dura a veces.

Ulfar pestañeó, confuso, pues no esperaba compasión de un jefe. Inclinó la cabeza, ignorando si debía hablar. Así permanecieron un momento hasta que el
gothi
se volvió para dedicar un gesto a uno de sus hombres y después señaló con una mano la residencia de tepe.

—Ven a mi casa, Ulfar. Hablaremos allí. Parece que quieres tratar algo conmigo, aunque hayas perdido la lengua.

Después de caminar por el barro del cercado se rasparon unos instantes los pies en las piedras de la pared. El
gothi
Arnkel caminaba delante de él. La vivienda de tepe tenía un tamaño tres veces superior a la casa de Ulfar. Por el lado norte las puertas estaban rodeadas de multitud de losas, que también componían un camino que comunicaba con las cuadras. Volvieron a limpiarse las botas antes de entrar por las losas que se prolongaban hasta el interior. A partir de la puerta había penumbra, pero mucho menos densa que en la vivienda de Ulfar. El largo techo estaba horadado por dos tragaluces en lugar de uno, y por cada uno de ellos entraba un cono de pálida luz del sol que llegaba a través de la arqueada galería superior, donde las carnes y hierbas colgadas de las vigas se movían levemente con el tiro del gran fuego rodeado de bancos situado en el centro de la sala. Reparando en la lámpara de piedra donde ardía el aceite a su derecha, Ulfar se maravilló de la riqueza que permitía a alguien mantener una lámpara encendida incluso cuando nadie la utilizaba.

—¿Habías estado alguna vez en mi casa, Ulfar? —le preguntó Arnkel.

Ulfar negó con la cabeza, pero al darse cuenta de que los demás no lo podían ver bien, respondió.

—No,
gothi.

—¿Ni siquiera en la fiesta de otoño?

En el aire flotaba un olor a descomposición. En la penumbra, Ulfar vio la cortina de lana que cerraba la alcoba de la letrina y se quedó boquiabierto ante el esplendor que suponía no tener que taparse de pies a cabeza durante el frío para descargar el vientre.

—No,
gothi
—confirmó, y luego se resolvió a proseguir con más atrevimiento—. Mi antiguo amo Thorbrand es cliente del
gothi
Snorri. Solo he asistido a su fiesta de otoño, en Helgafell.

El
gothi
Arnkel se volvió de tal modo que su cara quedó en una zona de densa oscuridad.

—Claro. Y aun así ahora estás aquí, y no en Helgafell.

Después se adentró en la sala y se instaló en el sitial que destacaba adosado a una larga pared, elevado sobre una tarima baja de basalto negro. Desde aquella encumbrada posición se podían controlar ambas puertas. Los postes que componían el respaldo del asiento, tallados con las líneas entrecruzadas y volutas de la Bestia con Garras, ascendían hasta las vigas que sostenían el techo de tepe. Ulfar avanzó y luego se detuvo a varios pasos de distancia. El
gothi
Arnkel encendió otra lámpara, cuyo aporte de luz puso en evidencia muchas cosas. En la pared había expuestas varias armas: lanzas y arcos, media docena de escudos y dos espadas de relucientes hojas bruñidas con aceite. El
gothi
advirtió que las miraba.

—Mi padre Thorolf trajo esas espadas de las guerras del sur y me enseñó a usarlas. Son francas. No me pidas que te las deje tocar ni que te diga sus nombres.

Ulfar tragó saliva. Después sacó la caja que llevaba bajo el brazo y la tendió hacia delante, asaltado de repente por la duda y el miedo. Con el sentimiento de estar chapoteando en aguas extrañas, con hombres violentos, notó que perdía coraje.

—He traído regalos para honrarte,
gothi
, y para pedirte un favor.

Arnkel adelantó el torso, aferrando los brazos de su sitial con las manos, a la manera de monstruosas arañas.

—Comprendo. En ese caso mejor será que contemos con testigos, si vamos a llegar a alguna clase de acuerdo. ¿Has traído alguno?

Ulfar sacudió la cabeza con incertidumbre. ¿Testigos?

El
gothi
dio unas voces y del exterior llegaron tres hombres.

—Estos son Thorgils y Hafildi, a quienes ya conoces —dijo el
gothi
señalándolos—. Ambos son
bondi
a mi servicio y hombres honorables. Ellos pueden actuar de testigos, pero sería mejor que tú contaras con un hombre también. Lo mejor son nueve hombres, claro, pero sería difícil reunirlos con tanta rapidez. —Thorgils saludó educadamente con la cabeza a Ulfar. Hafildi, un individuo de cara roja con la desafiante actitud propia de algunos hombres corpulentos, observó a Ulfar con fría curiosidad—. Este es Thrain —añadió Arnkel, dirigiendo la mano hacia el último recién llegado, un tipo menudo de mirada viva y movimientos veloces, como un pájaro—. No es del fiordo de Swan, pero es cliente mío.

—¿Testigos para qué,
gothi
?

Ulfar, que había logrado recuperar el habla, casi volvió a perder el ánimo al advertir la expresión de irritación que asomó a la ancha cara del hombre.

—Tú solicitas una intervención en alguna cuestión, ¿no? —dijo el
gothi
Arnkel—. Pretendes resolver un asunto a tu favor pero necesitas ayuda, por una razón u otra. En ese caso podemos ayudarnos mutuamente. De todas formas, cada uno debe estar protegido.

—¿Y no puedo exponerte simplemente mi problema,
gothi
, y que luego tú decidas si puedes hacer algo? —preguntó, inquieto, Ulfar.

El
gothi
torció de nuevo el gesto, aunque enseguida sonrió.

—Ulfar
el Liberto
, yo te escucho, pero tiene que haber un testigo creíble que presencie todo el desarrollo del trato y no solo el acuerdo final. No tienes más que mencionar uno o dos nombres y mandaré buscar a esas personas, si no están demasiado lejos.

Los tres clientes se instalaron en un banco cruzados de brazos. Detrás de Ulfar sonó el ruido de pasos de los hombres que fueron entrando, hasta que sumaron seis. Se sentaron en los bancos y uno de ellos fue a una alcoba a buscar un pellejo de cerveza, que se fueron pasando para verterla en el receptáculo de los cuernos. Observaban a Ulfar susurrando entre sí. Era la primera comida que tomaban después del trabajo de la mañana. Varias mujeres y un par de esclavos les llevaron unas pequeñas bandejas de queso y carne que dejaron en las mesas de caballetes. Un esclavo circuló con una gran olla de hierro de la que sirvió cuajada en las escudillas de cada uno.

—¿Mi hermano? —sugirió Ulfar, titubeante.

Los hombres reaccionaron con abucheos.

—No tienen que ser parientes cercanos, Ulfar. Su testimonio sería sospechoso en caso de que se llegara a juicio.

¿A juicio? ¿Acaso creía el
gothi
que lo llevaría alguna vez a juicio? La sola idea lo horrorizó.

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