Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
Thorgils siguió yendo de todas formas. Desde que había llegado Auln, siempre iba y compartía fuego y comida con ellos.
La mujer notó la mirada de Thorgils prendida de ella.
No sabía si era su clarividencia lo que le había revelado su interés, o simplemente la intuición normal. No la repelía. Era bastante apuesto, con una buena barba y mandíbula, ojos azul claro y cabello rubio rojizo. En una ocasión se rio de sí misma al advertir que se recogía el pelo mientras él se acercaba bajando la colina. Aquello no significaba nada, se dijo. Simplemente era agradable saber que aún era capaz de atraer las miradas de un hombre. Aun así, conocía los sombríos derroteros por los que podía conducir la lujuria a los hombres. Apartó de sí el recuerdo de su padre, de sus ojos enfebrecidos y del olor a bebida de su aliento.
Aquella era su nueva vida. La otra era la antigua, de la que se había librado.
Detrás de Thorgils había una sombra. Con él caminaba una especie de falsedad o engaño, pese a que él mismo parecía honrado. La clarividencia se movía detrás de sus ojos y, como lo haría otra persona inclinada sobre su hombro, le susurraba al oído.
El hombre la saludó con un ademán al desmontar.
—Lamento tu pérdida, Auln —dijo con tono afable.
—Gracias, Thorgils —respondió. Luego volvió a remover la olla y él le entregó un paquete pequeño, envuelto en piel—. Unos arenques que pescaron el otro día con red los Hermanos Pescadores. Te servirán para recuperarte más rápido.
Los cogió sin decir nada y los dejó a sus pies. Él se fue caminando por el barro al encuentro de Ulfar. Hablaron un poco de la piel y al palpar el tupido vellón de lana, Thorgils lanzó un silbido de admiración.
—Siempre has criado los corderos más fuertes y lozanos, Ulfar —alabó Thorgils.
El Liberto agachó la cabeza, complacido. Thorgils lo relevó en la tarea de raspar la piel con un afilado hueso de fémur, siguiendo sus sucintas instrucciones. Estuvieron conversando un rato sobre los rebaños y el tiempo. Auln llevó una jarra de
skyr
, densa leche de vaca fermentada rebajada con suero, y los tres tomaron la refrescante y ácida bebida en cuencos de madera, sentados en la pared del campo.
—Me he enterado de lo que te hizo Thorolf —comentó con tiento Thorgils—. Se ha quedado con casi todo el heno de tu campo. ¿Qué piensas hacer?
—Iré a pedirle ayuda a Thorbrand —repuso Ulfar—. ¿Qué puedo hacer, si no? Todos sus hijos vieron lo que pasó. Me tienen que ayudar.
—¿Por qué?
—Él fue mi amo hasta que me dio la libertad —contestó, mirándolo a la cara—. Tiene una obligación conmigo.
Thorgils tomó un sorbo del cuenco.
—No está obligado a luchar por ti. Fue hace ocho años en la asamblea de Thorsnes cuando Thorbrand te liberó, y yo oí las palabras que pronunció el
gothi
Arnkel, citando la ley: el esclavo manumiso que caiga en la pobreza debe recibir el apoyo de su antiguo amo. Tú no sufres un estado de pobreza, Ulfar, ni mucho menos. ¡No hay más que ver esta granja! Has prosperado, y ahora Thorolf
el Cojo
tiene celos de ti. Como le compraste su tierra y le sacaste un buen rendimiento, te tiene odio. Ya sabes cómo es.
Ulfar asintió con pesadumbre.
—También me acuerdo de las palabras que pronunció el
gothi
Snorri —prosiguió, con tono razonable, Thorgils—: que esta tierra que compraste con tu propia riqueza pasaría a Thorbrand si murieras sin hijos. ¿Te acuerdas de eso? —preguntó con un mirada dura como el hielo.
Auln los observó alternativamente, horrorizada.
—¿Es eso verdad?
—Sí —confirmó Ulfar—. Es la ley.
—Entonces, ahora que el Cojo te ha robado y amenazado, ¿quién saldría más beneficiado si te acabara matando? —planteó Thorgils en tono persuasivo y desapasionado.
Ulfar se puso en pie con gesto de desaprobación.
—Mi esposa no debe escuchar estas cosas, Thorgils. Además, no me gusta que hables tan mal de Thorbrand.
—Parece que sabes mucho sobre los derechos de los libertos —señaló Auln, observando con recelo a Thorgils.
—El padre de Thorgils era un liberto, Auln —explicó distraídamente Ulfar, preocupado y pensativo—. Gunnar estuvo al servicio del abuelo de Arnkel.
—Ya veo.
—Como tú no eres de esta zona, Auln, es posible que desconozcas ciertas cosas —comentó cordialmente Thorgils.
Auln lo miró con enojo, pensando que le hablaba con condescendencia.
—Te lo digo solo como amigo —prosiguió Thorgils, volviéndose hacia Ulfar—, para que veas con claridad las cosas. Debes tomar una decisión.
—Thorbrand es un hombre honorable —afirmó sin convicción Ulfar, como si no creyera lo que decía.
—Esta granja es un tesoro, y también tu prado —insistió Thorgils—. Eso ha sido gracias a tu esfuerzo. A veces la riqueza desvía a los hombres del camino del honor. Si tú mueres sin un heredero, esto será suyo. ¡Piénsalo!
Ulfar guardó silencio. El viento barrió el suelo con una racha, proyectándoles el polvo del patio a la cara. Del norte llegaban nubes cargadas de humedad del mar.
—No puedo creer que Thorleif permitiera que su padre te hiciera daño —declaró con firmeza Auln—. Él y sus hermanos son buenas personas y yo confío en ellos.
—Yo también —convino Ulfar—. Ahora tengo que hablar un momento con Thorgils, esposa —añadió.
Auln se incorporó con los brazos en jarras.
—¡Esto también me afecta a mí!
—Voy a hablar a solas con Thorgils —repitió con obstinación Ulfar.
Auln se marchó, airada. Al cabo de un momento oyeron el violento golpeteo del telar con el que manifestaba su enojo. Thorgils y Ulfar intercambiaron una mirada.
—Aún me acuerdo del revuelo que se formó cuando llegó por ese puerto de la montaña hace tres años, completamente sola —evocó Thorgils con una tenue sonrisa—. Sin dote, sin familia, y aun así no hubo hombre soltero en el valle que no ansiara quedarse con ella.
—A veces me pregunto si hice bien al darle un anillo —dijo, cabizbajo, Ulfar—, con lo terca que es.
Levantó la mirada hacia Thorgils, que escuchaba en silencio.
—No es Thorbrand el que me da miedo, amigo mío —reconoció Ulfar.
—Comprendo. —Thorgils tomó el brazo de Ulfar—. ¿Qué otro hombre, aparte del
gothi
Arnkel, posee una fuerza en el brazo comparable a la de Thorolf? Además, él cuenta conmigo, y con los Hermanos Pescadores, Gizur y Hafildi, y con muchos otros clientes. Deberías dejar que él abogara por ti en este asunto: para eso están los jefes. Habrá que pagar un precio, pero será solo un poco de dinero y después estarás en paz.
—Primero tengo que hablar con Thorbrand —apuntó, dubitativo, Thorgils—. Al menos eso se lo debo.
—Hazlo, pues. Pero no olvides lo que te he dicho.
Thorgils montó y, desde lo alto del caballo, se detuvo para dirigir una afectuosa mirada a Ulfar.
—Tendrás otros hijos, amigo —dijo—. Ya sé que sufres de todas formas.
Ulfar asintió con breve ademán y expresión pétrea. Auln observaba desde el umbral, oculta en las sombras. Thorgils se alejó.
Ulfar entró en la casa y entornó los ojos para adaptarlos a la oscuridad. Su esposa trabajaba en un rincón frente al telar, con la vista fija en la urdimbre y la trama de hilos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Auln, ya sin rastro de enojo.
—Voy a ir a ver a Thorbrand —repuso Ulfar—. Ahora mismo.
—Está bien. Ulfar, no me fío de Thorgils —confesó—. Hay algo que lo envuelve.
Sintió escrúpulos para hablarle de la forma en que la miraba. Aquello solo serviría para causarle dolor a Ulfar.
—Es mi amigo, Auln —advirtió mansamente Ulfar—. Todo lo que ha dicho es verdad, aunque prefiriera no haberlo oído. —Ulfar la observó, consciente de que se refería a su videncia—. ¿Y Thorbrand? ¿Qué ves en él? ¿Me va a ayudar?
—Mi videncia no funciona de esa forma, ya lo sabes —contestó encogiéndose de hombros.
Sabía que no era el propio Thorgils lo que la inquietaba. Una amenaza lo había seguido desde Bolstathr como un rastro de olor y oía como los elfos susurraban a su paso, escondidos bajo la arena y las piedras. Ellos se regodeaban con la falsedad y el mal y por eso merodeaban en torno a las viviendas de los hombres.
—Me voy —reiteró Ulfar—. Será lo mejor.
Ensilló el caballo y montó. No había mucha distancia hasta el estuario de Swan, pero se fue despacio con el fin de disponer de tiempo para pensar en lo que iba a decir.
Cabalgó en paralelo a la orilla del mar, dejando que su montura pastara en los trechos donde la hierba crecía más densa, cerca de la playa. Pronto divisó los tejados de tepe del estuario de Swan. Era una granja de grandes dimensiones. El amplio delta de fértil limo acumulado por el río abarcaba muchos prados y campos de cultivo. Todas las primaveras, antes de comprar su libertad, Ulfar vigiló a los esclavos y criados que plantaban las semillas de col y guisantes, cerciorándose de que las introdujeran en la profundidad correcta, las cubrieran de la cantidad de tierra adecuada y aplicaran con los dedos la presión precisa en el suelo. No había que desperdiciar unas semillas tan valiosas. Thorbrand, además, lo regañaba por cada una que no germinaba, caminando entre los surcos y señalando con dedo acusador cada retazo vacío. Si el heno de los campos no era espeso como la pelambre, se quejaba y descontaba dinero de la mísera paga de Ulfar.
Era un hombre duro, Thorbrand, avaricioso y falto de generosidad, pensaba Ulfar. Fue un alivio cuando por fin logró ahorrar el dinero suficiente para comprar su libertad.
Aunque le había dicho a Thorgils que Thorbrand era una persona honorable, en realidad no lo era. Su hijo mayor era quien merecía respeto, y era por él por quien Ulfar se dirigía en ese momento al estuario de Swan.
Se llevó una sorpresa cuando Thorbrand se ofreció a prestarles dinero a él y a su hermano Orlyg para comprar las granjas y el prado a Thorolf
el Vikingo
. Thorbrand acudió en persona, prodigando sonrisas y gestos de aprobación, para fijar las condiciones. Ulfar le preguntó entonces por qué no compraba él mismo las tierras, receloso ante aquella repentina manifestación de generosidad del anciano.
—Thorolf
el Cojo
no me las quiere vender —contestó con expresión tan dura como el hielo Thorbrand—. Aduce que me volvería demasiado poderoso si poseyera el estuario de Swan y su tierra. Anuncia a todo el mundo que están en venta las tierras que él no puede atender, pero mi dinero no lo quiere. Es por culpa de ese ambicioso hijo suyo, Arnkel. Él es el que dirige a su padre.
Ulfar se lo pensó varias veces antes de convertirse en vecino del rudo vikingo, pero la oferta era demasiado buena para rechazarla. Era una verdadera oportunidad para disfrutar de una vida independiente como hombre libre y no como sirviente de alguien.
En las proximidades del estuario de Swan oyó el tenue eco de unos gritos, airadas palabras proferidas en el río.
Cerca de la orilla flotaba una barca. Eran los Hermanos Pescadores, secuaces del
gothi
Arnkel, enzarzados en su cotidiana disputa con los hijos de Thorbrand. Los dos se hallaban de pie en la barca dispensando groseros gestos a Illugi, que los increpaba desde la orilla.
Conocía a los Hermanos Pescadores y procuraba evitarlos. Eran unos individuos fieros, malvados y crueles. Uno de ellos se envaró sosteniendo un pez entre las piernas y fingió aparearse con él, antes de arrojarlo con violencia al barro de la orilla para pagar su cuota por el uso del río.
Se parecían como si fueran gemelos, pese a que se llevaban un año, con su largo cabello pelirrojo y la corta barba. El mayor se llamaba Leif y el otro Ketil. Thorleif e Illugi habían suplicado a su padre que les diera permiso para tenderles una emboscada y darles una paliza por su insolencia la última vez que Ulfar estuvo en el estuario de Swan.
—¿Y qué va a decir al respecto el
gothi
Snorri, nuestro jefe? —replicó con una mueca burlona el astuto anciano—. ¿Va a poner en juego su reputación para apoyar en la asamblea a unos hombres que atacaron a otros que habían pagado el precio legal por utilizar mi río? Vuestra ira no tendrá ningún valor en un tribunal de ley. ¿Qué vais a decir? ¿Que no os gusta el estilo con el que pagaron el precio? No, os tacharían de necios, y entonces el
gothi
Arnkel se quedaría sin oposición. Podría exigirnos una sanción por la deshonra y el daño infligido a sus clientes. ¿Estáis dispuestos a desprenderos de nuestras mejores vacas por el gusto de darles una tunda a esos dos? Entonces tendréis que aguantar el gruñido y las quejas de las tripas vacías este invierno.
Sí, pensó Ulfar, eran bien fieros para atreverse a provocar a los hijos de Thorbrand, siendo como eran seis.
Unos hombres así eran capaces de plantarle cara a Thorolf.
Thorleif y sus hermanos se habían quedado mirando dócilmente mientras Thorolf y sus esclavos se habían alejado con su heno. ¿Cómo podían ayudarlo?
Estaba atrapado por todos lados.
Dio media vuelta para regresar a su granja. Solo podía hacer una cosa.
—¿Estás loco? —replicó Auln cuando le comunicó más tarde su decisión—. ¿Vas a recurrir al
gothi
Arnkel? ¿Acaso no te he dicho lo que percibo en todo esto?
Estaban sentados en los bancos adosados a la pared de su casa. El hermano de Ulfar, Orlyg, alimentaba el humeante fuego de turba. Estaba enfermo, encorvado y desdentado, y apenas era capaz de atender la granja que poseía al lado de la de Ulfar, pero había cuidado de él durante muchos años cuando era niño. Por eso Ulfar se encargaba de las labores más pesadas de su parcela sin quejarse. Esa tarde había terminado de recoger el heno de Orlyg, esforzándose para guardarlo todo en el pajar antes de que el Cojo perdiera por completo la cordura. Por suerte, como lo habían segado antes, estaba seco. El pajar de Orlyg había quedado repleto hasta las vigas.
—¿Qué alternativa tengo? —respondió Ulfar—. No puedo luchar contra el Cojo. Fue un guerrero y sus esclavos pelearán por él. Yo no tengo ninguno. ¿Y si me atacan en un lugar oculto donde no haya testigos, en los pastos? Dicen que luchó en Inglaterra contra los ejércitos antes de volver a casa. Thorgils me contó que tiene una armadura, con unas pequeñas anillas de metal que van cosidas juntas, y hasta un yelmo. No, debo ir a ver al
gothi
Arnkel. Él es el jefe aquí y puede intervenir, y cuenta con muchos hombres fuertes.