Los clanes de la tierra helada (2 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Dos de los jinetes, Thorleif e Illugi, eran hermanos. El tercero era Ulfar
el Liberto
. Siempre conservaría aquel apelativo por haber sido dispensado de la esclavitud por su amo Thorbrand, el padre de sus dos acompañantes. El hijo de Ulfar habría sido un
bondi
, un hombre libre, igual que los dos hermanos, pero él nunca alcanzaría dicha condición. Siempre sería el hombre que antaño fue esclavo.

No le costaba aceptarlo. Así era la ley.

Lo malo era que no tenía ningún hijo varón.

No había ido a aquel lugar encumbrado para avistar ballenas.

Ulfar localizó un sitio alejado de las otras tumbas, apartado del acantilado. Los hijos de Thorbrand lo dejaron tranquilo, pese a que habían acudido para actuar como testigos del entierro. Procuró colocar las piedras rápidamente, sin pensar en lo que hacía. Pese a que el pequeño estaba envuelto en varias capas de lana, entre los pliegues había notado la mullida carne y los deformes brazos y piernas mientras lo cargaba durante el largo ascenso de lo montaña. Aquello lo había llenado de espanto y desesperación. Auln, su esposa, le había rogado que no maldijera a los elfos cuando enterrase a su hijo y por eso retuvo la lengua y depositó la ofrenda de pescado ahumado cerca del túmulo de piedras. Espió por encima del hombro para cerciorarse de que no lo veían los hermanos. Ambos eran hombres fuertes; incluso en el tiempo libre de que disponían esperando a Ulfar ponían a prueba su valor manteniéndose en el mismo filo del acantilado. El más joven, Illugi, proyectaba los dedos de los pies afuera. Habrían considerado que pecaba de sentimental y débil por derramar lágrimas en el suelo por un niño tan pequeño que no tenía ni siquiera nombre. Ulfar se tapó la cara con una mano cediendo un momento al dolor. Después lo apartó de sí para siempre y fue a su encuentro en el borde del acantilado.

Se quedó un paso atrás. El viento soplaba con fuerza y una ráfaga podía bastar para derribar a una persona.

Enfrente no había nada, nada salvo la negra arena y el embate de las olas y el viento.

Allí, por encima de las nubes, la austera belleza de su tierra lo dejó impresionado, desterrando de manera transitoria la tristeza. Hacia el interior de la isla quedaban las blancas montañas, morada del Dios Bajo la Tierra. Abajo, el mar, dador de vida, se extendía ante su vista como si fuera el propio Thor. Entremedio corría la fina franja de tierras verdes en la que podían vivir los hombres. Pugnando con toda su alma para desprenderse del corrosivo dolor de la desesperación, lo transformó en canción.

Arriba una cara del Dios Celestial,

abajo la cara del Dios del Mar.

Piedra, hielo y agua entre ambos se comprimen,

y el hombre, marchito tallo, de las grietas brota.

Los otros asintieron con la cabeza sin decir nada. Luego montaron y cabalgaron un rato hasta quedar fuera del alcance de la vista y de los sonidos de los fantasmas que moraban en lo alto del acantilado.

Tomaron asiento en una gran piedra plana que ofrecía una buena panorámica y compartieron la cuajada que llevaban en una bolsa. Todos recorrían el territorio con la mirada mientras los hermanos charlaban del tiempo.

Al otro lado del fiordo había una tierra menos inhóspita en cuyo paisaje de suaves colinas verdes cubiertas de ásperos pastos destacaba, cual solitario prodigio, un bosque de abedules. Cerca de un acantilado bajo crecían los árboles de recios troncos, aptos para servir de armazón de las casas, auténticos tesoros en una tierra que entre la acción de hombres y ovejas había quedado pelada hasta la roca. El bosque se llamaba Crowness y pertenecía al viejo vikingo, Thorolf
el Cojo.

Ulfar tragó saliva con nerviosismo solo de pensar en Thorolf. Aquel hombre era su vecino, el troll apostado a la puerta de su casa, su ruina. Torciendo el gesto ante el recuerdo de su atronadora voz, su ancho semblante hosco y sus acusaciones de borracho, optó por despegar la mirada del bosque para quitarse del corazón el espíritu del brutal personaje.

Más lejos, por el noroeste, en las llanas tierras costeras que se extendían fuera del fiordo, se erguía una solitaria colina rodeada de niebla. Era Helgafell, la Montaña Sagrada, donde tenía su granja el
gothi
Snorri, jefe de los hijos de Thorbrand y de muchos otros hombres.

Por el suroeste, cerca de la granja del propio Ulfar en las honduras del fiordo, había una gran casa, una verdadera mansión de recias paredes y techo de tepe recubiertos de tupida hierba verde. La granja de Bolstathr era la residencia del
gothi
Arnkel, jefe del fiordo, hijo de Thorolf
el Cojo
el vikingo y, como él, un sujeto de cuidado. Padre e hijo tenían mucho en común. La parcela de Arnkel, compuesta solo por un prado contiguo a la casa y un huerto, era más reducida que la de Ulfar, pero los
gothar
podían recurrir a otras actividades para ganarse la vida. Entre los hombres siempre surgirán discordias y disputas, y alguien tiene que haber para mediar en ellas. Eso tiene un precio. Los
gothar
atraían en torno a sí hombres, riqueza y respeto.

Hacia el sur, justo en la base del fiordo, estaba el estuario de Swan. Era la mejor granja de la región, atravesada por un impetuoso y helado río proveniente de los glaciares, que rebosaba de salmones y otros peces durante todo el año. Una tierra plana y fértil recubría ambas riberas del río. La granja pertenecía a Thorbrand y a sus seis hijos.

Thorleif e Illugi eran el mayor y el menor respectivamente. Se llevaban tantos años que entre ellos nunca se habían dado los sentimientos de odio que abundan entre los hermanos. Thorleif tenía casi treinta años, lo cual constituía una respetable edad, pero aún tenía una buena dentadura y fortaleza en los brazos. A sus dieciséis años, Illugi era puro músculo impregnado de ardor juvenil.

Illugi, que tenía la vista más aguzada, levantó la mano para señalar hacia abajo.

—Ulfar, ¿no es el Cojo ese que está en tu prado?

Dirigieron la mirada hacia las diminutas figuras que se movían en la cresta que delimitaba la mitad de la tierra del viejo vikingo con la de Ulfar. Estaban recogiendo el heno. Los hermanos observaron a Ulfar. Aun a aquella distancia, la cojera del anciano era inconfundible, como también lo eran las altas pilas de heno con que los esclavos cargaban los bueyes del Cojo.

—Ha rebasado los límites de la cresta y ya está en tu terreno —dijo Illugi—. ¿Crees que irá más allá?

Ulfar sintió la punzada del miedo en las entrañas.

—No sé —repuso. Compartía el mismo prado con el Cojo. Cada cual era propietario de la hierba que crecía en su mitad del prado. Soltó una maldición. De nada había servido la cortesía con la que había hablado a aquel bruto—. Auln dijo que tramaba algo.

Thorleif e Illugi lo miraron con estupor.

—¿Había visto eso? —preguntó con nerviosismo Illugi.

Algunos hombres y mujeres acudían a ver a Auln, pese a que ella les aseguraba que sus visiones acudían a su antojo y no cuando ella las buscaba.

Sin responder, Ulfar se mordió el labio con gesto preocupado.

—Ese viejo metería miedo hasta a una piedra —comentó Luigi—. ¿Por qué te odia tanto, Ulfar?

—Calla, chico —reclamó Thorleif, consciente del temor de Ulfar—. Mejor será que bajemos hasta el vado y crucemos el río.

Llevaron los caballos del ronzal durante el trecho más escabroso. Luego cabalgaron lo más rápido que pudieron por el sinuoso sendero hasta llegar al fondo del valle.

Ulfar y Thorolf habían segado juntos el heno dos días antes, tal como se especificaba en el acuerdo al que habían llegado hacía tiempo. Ulfar temía todo el año la llegada de aquel momento. Había dejado a secar la hierba en el campo. El viejo había refunfuñado manifestando incredulidad cuando Ulfar predijo que no iba a haber lluvia durante varios días. Este observó la fina capa de nubes pensando que el anciano se había asustado al interpretar mal, como siempre, las señales del cielo. Ese día no iba a llover, ni tampoco al siguiente, y el heno no estaría seco aún.

Ulfar maldijo para sí con respiración anhelante. No quería lucha. ¿Qué sabía él de luchar?

El vado quedaba a medio kilómetro remontando el río, justo detrás de la parcela de tierra de los hermanos. Después de innumerables vueltas, llegaron a él y cruzaron el cauce, mojados hasta más arriba de las rodillas.

Una barca flotaba en un remolino de la corriente, anclada por la popa y la proa. Dos hombres pescaban con caña en ella. Cuando levantaron la mirada para ver a los recién llegados que vadeaban el río, uno de ellos les dedicó un grosero ademán con los dedos.

—Los Hermanos Pescadores —gruñó Thorleif, antes de formar bocina con las manos—. Un pescado de cada tres es nuestro, zopencos: ese es el precio por dejaros meter las cañas en nuestro río. Y que no sean los peces más pequeños tampoco.

Los individuos de la barca se pusieron de pie, profiriendo insultos.

—Así se pudran —dijo Thorleif a Illugi—. Si padre lo consintiera los haría pedazos y los usaría como cebo. Nos roban cada vez que ponen las cañas aquí.

Subieron dejando un reguero de agua por la orilla y luego apuraron el paso, lanzando un último grito a los Hermanos Pescadores. Tras una breve carrera por la fina gravilla llegaron al estuario de Swan. Al oír el ruido de los caballos, los otros hijos de Thorbrand interrumpieron sus labores para salir de la gran casa de tepe, la cuadra y la herrería. Al ver que Thorleif y los demás seguían de largo, prorrumpieron en protestas.

—¡El Cojo está robando el heno de Ulfar! —explicó Illugi.

Los hermanos abandonaron horcas y cubos y echaron a correr tras ellos, aunque desde la puerta de la casa, Thorbrand les gritó que se detuvieran, agitando la barba con la vehemencia de su reclamo. Su punto de destino no quedaba lejos. Media docena de familias vivían a menos de tres kilómetros de distancia unas de otras, limitadas por la pendiente del terreno, presionadas hacia la costa por las montañas y el desierto de hielo.

Ulfar refrenó el caballo en la pared de piedra situada en la base de su lado de prado. El Cojo siempre se excedía algún que otro metro más allá del límite de la cresta, pero entonces estaba ya en la mitad de la ladera, acompañado de sus cuatro fornidos esclavos, que le sonreían sudados y cubiertos de briznas de heno. Se creían a la misma altura que él, porque en un tiempo fue esclavo. Y allí estaba el Cojo, fingiendo mirar al cielo.

—¡Thorolf! —gritó Ulfar—. ¡Diles a tus esclavos que paren! Ya sé que crees que es el momento, pero el heno no está a punto aún. Se va a pudrir en el pajar —adujo, actuando como si en lugar de robarle el heno, Thorolf le estuviera haciendo un favor.

El caballo se asustó con las voces. Debería haber desmontado, de hecho, pero tenía miedo y quería contar con la talla del animal bajo sí.

El Cojo se escarbó los dientes antes de mirar a Ulfar. Luego tomó un trago del pellejo que tenía en la mano y escupió con rudeza.

—Parece que va a llover.

El viejo canalla estaba borracho otra vez, dedujo Ulfar. Muy borracho. No habría forma de hacerlo entrar en razón.

Los otros hijos de Thorbrand comenzaron a llegar, corriendo sin resuello para presenciar la escena. Thorleif posó la mano en el codo de Ulfar.

—Lleva la espada —señaló en voz baja—. Y mira, sus esclavos también tienen lanzas y escudos. ¿Los ves allí, en el suelo?

Los hombres siguieron cargando heno.

—¡Cojo! —gritó Ulfar, trocando el miedo por una rabia impregnada de impotencia.

Thorolf reaccionó de inmediato. Arrojando el pellejo, bajó con paso decidido hacia la pared, recibiendo el rebote de la vaina de la espada en el muslo. Ulfar hizo retroceder con aprensión el poni y los esclavos se rieron de su repentina palidez.

El Cojo lo apuntó con un dedo desde el otro lado de la pared, con ojos enrojecidos de furia y de exceso de alcohol.

—Como me vuelvas a llamar por ese nombre, te voy a retar y te voy a dejar por tierra igual que a este heno —amenazó con una voz ronca que sonó como un derrumbe de piedras en una montaña—. Me voy a quedar con la parte que me corresponde de la cosecha. La hierba crece más tupida en tu lado.

El silencio se adueñó de la colina. El Cojo tenía el pelo cano, la barriga prominente y la lentitud propia de la edad, pero el ancho de sus hombros era el de dos hombres juntos, de frente y de lado. El dedo con que lo apuntaba era una salchicha, callosa e inmensa. A continuación desplazó la mirada hacia los hijos de Thorbrand, que retrocedieron con aprensión.

—Él no pretendía insultarte, Thorolf, y si lo retas a duelo nosotros atestiguaremos que lo hiciste con injusticia —intervino Thorleif con recia voz. Hizo avanzar dos pasos el caballo—. Perderías mucho, en tierras y propiedades, para pagar por tal asesinato.

El Cojo le clavó una ardiente mirada con unos ojos que semejaban brasas encendidas en medio de las anchas patillas.

—¿Qué sabes tú de duelos,
bondi
? —replicó, antes de escupir en el suelo—. Tú nunca te has batido en ninguno. Yo sí.

—Eso sí lo sé, Thorolf —contestó con calma Thorleif.

—La ley dice que no puedes hacer esto —alegó, suplicante, Ulfar.

El Cojo tendió la mano en dirección a la gran casa de tepe situada hacia la embocadura del fiordo donde vivía su hijo, el
gothi
Arnkel.

—Allí está la ley.

Luego dio media vuelta y escupió a un lado. Ulfar se alejó con los hijos de Thorbrand, sintiendo en la espalda el escozor de las carcajadas de los esclavos.

Thorgils fue a Ulfarsfell al día siguiente.

Auln lo observó llegar a la granja, proveniente de la gran residencia de Bolstathr, la casa del
gothi
Arnkel, abriéndose camino entre el rebaño de sanos y gordos corderos de Ulfar. Hervía ropa en una olla, removiéndola con un palo, para eliminar piojos, liendres y pulgas. Delante de la pequeña cuadra, Ulfar quitaba los restos de carne y grasa de la piel de un carnero. Al ver a su amigo esbozó una sonrisa.

Thorgils era bajo pero fuerte, de hombros duros como la piedra esculpidos por una vida de trabajo. Era el primer cliente del jefe Arnkel.

A menudo, cuando se lo permitían sus obligaciones en la granja Bolstathr, acudía a caballo y siempre llevaba un regalo. Solo en una ocasión, un año atrás, había mencionado a Arnkel y sugerido que Ulfar debería plantearse la perspectiva de convertirse en cliente del
gothi
en lugar de mantener su adhesión a Thorbrand. La cara de estupor que puso Ulfar fue suficiente como respuesta.

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