Ese día, el domingo 31 de octubre, en la Ciudad cayó la primera nevada. La tierra, sólidamente helada tras varios días de temperaturas bajo cero, la acogió agradecida y en lugar de absorberla con avidez y sin gracia empantanando la superficie con barro gris, la sostuvo con cuidado y delicadeza, dejando que los cristales de nieve se distribuyesen en hileras ordenadas y reluciesen festivamente bajo el sol. La Ciudad estaba hermosa pero Mártsev no lo advertía. Tanto en su alma como delante de sus ojos se había instalado la negrura.
Llevaba desde la primera hora de la mañana dando vueltas frente al edificio donde estaba instalado el plató, esperando encontrar a alguien conocido. Los conocidos incluían al director, un hombre guapo, de ojos oscuros, que respondía al nombre de Damir; a un sujeto huraño de cara caballuna, Semión; y a un muchachote que ayudaba en los rodajes. El muchachote no contaba. Mártsev sólo lo había visto dos veces: durante el rodaje de la primera película y cuando se filmaba la segunda. A todo eso, la segunda película se rodó hacía casi dos años ya. En ese tiempo podían haber cambiado de ayudante. Tampoco sabía cómo se llamaba.
Hasta las cinco de la tarde nadie se había acercado a la casa. La parte de su conciencia de la que se había apoderado Yúrochka estaba haciendo pucheros y le tiraba de la manga: ¿falta poco?, ¿pero cuánto falta?, ¿pero dónde se han metido todos? La mitad del cerebro que continuaba «en propiedad» de Mártsev trataba de dilucidar dónde podría encontrar a sus cineastas. Allí donde estaban ellos, también estaría la chica… No se paraba a preguntarse el porqué de esa certidumbre, no tenía la menor idea de lo que iba a hacer ni de cómo lo haría si la viera. Todos estos detalles le parecían superfluos. Lo único que importaba era matarla, complacer a Yúrochka, obligarle a calmarse cuando menos por unos meses y volver a ser Yuri Fiódorovich Mártsev, buen marido y padre ejemplar.
Ya que no estaban en el plató, decidió que iría a buscarlos en la piscina.
Hacia las ocho de la noche Nastia se acercó a la piscina. Algo no estaba como debía estar. Hacía tiempo que había oscurecido, las sombras de los árboles se habían espesado, se habían vuelto lóbregas y amenazadoras. Nastia no tenía miedo a la oscuridad pero allí había algo que no estaba como debía estar.
Luego, cuando no pudo entrar por la puerta que conducía a la piscina, se dio cuenta de lo que ocurría. Una mano firme la apartó autoritariamente de la puerta, la obligó a bajar los peldaños del porche, y una voz desconocida pronunció quedamente:
—Le pido perdón pero hoy no puede entrar allí. El complejo está arrendado por toda la noche, no se atiende a personas ajenas.
En el primer momento Nastia quiso enfrascarse en explicaciones, decirle que no era «ajena», que el complejo estaba reservado porque ella así lo había solicitado, que Eduard Petróvich… Pero en seguida decidió que lo mejor que podía hacer era callar. Primero, el hombre que no le dejaba entrar en la piscina podía ser, no un guardaespaldas de Eduard Petróvich, sino un representante del bando contrario, que por este procedimiento sencillo pero infalible intentaba averiguar qué era lo que estaba pasando en la piscina. Y segundo, si ese hombre trabajaba en efecto para Denísov, no hacía más que cumplir con sus obligaciones honrada y correctamente. La culpa la tenía ella misma: había venido diez minutos antes de tiempo. La gente de Denísov le había demostrado en más de una ocasión que acataba las órdenes y era puntual. No pasa nada, esperaré, pensó Nastia. Pasear es bueno para la salud.
Caminó por la alameda escrutando las tinieblas con mucha atención, hasta que comprendió que lo que le había provocado su sensación inicial de que «algo no estaba como debía estar» era la presencia de gente que se movía en el crepúsculo sin hacer ruido. Procuraban no dejarse ver ni oír, Nastia los había detectado sólo porque sabía que estaban allí. Edu de Borgoña (sonrió para sí al recordar el atinado mote, pues la vigilancia y la seguridad eran dignas de un rey de verdad) había montado su negocio por todo lo alto. En este momento un recuerdo, inasible como la memoria del sueño de la noche anterior, la puso alerta. Y se desvaneció en el acto. Pero esta vez Nastia se encontraba «en plena disposición de combate» y no pensaba pasar por alto la señal recibida. Solía decir que las facultades perceptivas del ser humano superaban con creces sus posibilidades de procesar la información recibida. Nada eludía la conciencia: ni una cara vista por casualidad, ni una palabra entreoída muchísimo tiempo atrás, ni el arrebato de miedo que le sobrecogía a uno en el momento menos esperado y sin venir a cuento. Todo, absolutamente todo, se fijaba en el cerebro y allí se asentaba. Uno, simplemente, debía creer a ojos cerrados que así era y, lo más importante, saber acertar a la primera con el estante donde había sido almacenado. El cerebro de una persona sana nunca enviaba señales por casualidad, detrás de una señal así siempre había algo muy concreto. Simplemente hacía falta comprender qué era.
Avanzando a paso lento por la alameda, Nastia vio el banco, aquel mismo banco donde se había sentado para charlar con Alferov poco antes de su muerte. Rebobinó la cinta de los recuerdos un poco más hacia atrás y comprendió de dónde procedía la señal que la había sobresaltado. Aquella vez, cuando caminaba por la alameda, en cierto momento tuvo la sensación de que alguien iba detrás de ella, los ojos fijos en su espalda. Recordaba que se había girado y, al no ver a nadie, reanudó el paseo. Nastia no creía ni en las facultades paranormales ni en las proyecciones astrales sino de forma estrictamente teórica: para alguien, solía decir, son realidades de la vida porque la naturaleza les ha concedido ese don pero no lo son para mí, que no he recibido tales poderes. De ahí sabía que si tenía la sensación de que alguien la estaba mirando, esto significaba que su fino oído había captado un ruido de pasos que la seguían, el ojo desatento, absorto en la contemplación del mundo interior, por a o por b había cumplido con su primera obligación y con la visión lateral había registrado una silueta, y ambas señales, la acústica y la visual, al alimón, trataban de avisar a Nastia lo mejor que podían. Pero ella las desatendió, arrogantemente sumida en otros pensamientos. Hoy acababa de ocurrirle algo casi idéntico pero hoy Nastia ya estaba enterada de que entre los árboles había gente, en efecto, y eso le producía la sensación de que alguien la estaba observando.
Pero ¿de dónde le había venido esa sensación aquel día? ¿A quién había visto el ojo? ¿De quién eran aquellos pasos que había percibido el oído? ¿Quién la había seguido en la oscuridad? ¿No habría sido para salvarla de esa presencia por lo que Damir recorrió el parque con tantas ansias, buscando y llamándola? ¿Fue a ese alguien a quien luego vio Kolia Alferov? ¿Sería por eso por lo que, más tarde, Damir de pronto se despreocupó de ella y eso no pudo ser más obvio cuando ni siquiera se molestó en acompañarla a su habitación a aquellas altas horas de la noche? Así que estaba enterado de que ya no había peligro. A aquel desconocido lo capturaron y lo llevaron lejos de aquí. O lo mataron. Y Alferov lo vio…
El ruido de coches que se acercaban obligó a Nastia a emprender el camino de vuelta. Eran las 20.00 horas. Se dio prisa por volver a la entrada de la piscina.
La oscuridad le impidió ver bien a la muchacha que bajó del coche; Pero en cuanto los tres se encontraron en el
hall
brillantemente iluminado, comprendió que ya tenía la clave para la conversación. Hela aquí, esta incongruencia, tirando de la cual intentaría desenredar toda la madeja de medias palabras y subterfugios que Starkov había captado con tanta nitidez aunque no logró sacar nada en claro. Era un hombre, pensó Nastia, un hombre común y corriente, y sólo habría uno entre cada cien o tal vez entre mil hombres que se fijase en ese detalle.
En la piscina se puso pesada interrogando a Svetlana sobre dónde había estado quién, de dónde había salido quién, en qué sitio había estado aparcado qué coche… en una palabra, le sorbió el seso lo mejor que pudo. En realidad, de todas las preguntas sólo había una que interesaba a Nastia: dónde se había situado el hombre de la cámara de vídeo y en qué parte de la piscina estuvo triscando la chica. Su conjetura sobre el espejo chivato a través del cual se llevaba a cabo la observación se vio confirmada una vez más: Svetlana se había dado el chapuzón en aquella parte de la piscina que mejor se veía desde la ventana espía. Todas las demás preguntas y precisiones tenían un carácter meramente decorativo.
Tras dejar a Svetlana a los cuidados de su acompañante, Nastia se acercó a Starkov.
—Recuérdeme una vez más, Anatoli Vladímirovich, qué objetos llevaban los dos encima cuando vinieron a parar a sus manos.
Starkov reflexionó unos instantes y se puso a enumerar:
—El enano, además de la ropa de abrigo, tenía dinero en cantidad de dieciséis mil rublos, un pasaporte, una casete con grabaciones musicales, una jeringuilla, un juego de agujas, una ampolla de morfina. La chica, una cazadora, un vestido sin bolsillos, en los de la cazadora había dinero en cantidad de doscientos tres mil rublos, un pañuelo, una barra de labios. Nada más.
—¿Es absolutamente exacto?
—Absolutamente. A ella tuvimos que comprarle un montón de chucherías, empezando por el cepillo de dientes.
Otra incongruencia, destacó Nastia, satisfecha, ahora tenía de qué hablar con las víctimas del incendio.
—¿Dónde está el pequeñito? ¿Lo han traído?
—Está esperando en el coche. A él no lo llevaron a la piscina, así que he pensado que aquí no lo va a necesitar.
—Quiero hablar con… Anatoli Vladímirovich, ¿cuál de estos dos cree usted que es el líder y cuál el seguidor?
—No cabe duda de que Vlad es el líder. No crea que es sólo un drogadicto. Es mil veces más listo que la chica. Svetlana es una tontita encantadora, bonita como una mariposa y con un cerebro a juego. ¿Quién va el primero?
—La chica. ¿Dónde podríamos estar solas?
—Venga conmigo, le enseñaré dónde.
Svetlana Kolomíets demostró muy poca firmeza. Su estancia en la bien protegida casa de campo le había quitado de la cabeza aquel vestido pasado de moda. Si hubiera tenido que andar por la Ciudad con ese vestido puesto, las miradas perplejas e indisimuladamente despectivas de las jovencitas engalanadas a la última y de los tíos cachas no habrían dejado de recordarle la espantosa abominación con la que iba ataviada. En el chalet, los únicos que la veían eran los de la seguridad, hombres graves, taciturnos y abstemios que ni siquiera habían intentado echarle flores y, además de ellos, Starkov, que probablemente ya había rebasado los cuarenta y no estaba al corriente de la moda actual. Para responder a la pregunta directa de Nastia no se le ocurrió nada mejor que decir que el incendio había empezado por la noche, mientras dormía, por eso al quitarse el pijama cogió lo primero que encontró en el ropero de los dueños, ya que el apartamento no era suyo y vivía allí sólo de forma provisional. A primera vista podía parecer verosímil. Pero la segunda pregunta era más complicada: ¿por qué, al escapar del incendio, la muchacha llevó consigo una barra de labios, además del dinero? No había cogido ni el pasaporte, ni siquiera su bolso, que contenía numerosos objetos imprescindibles, sino la barra de labios únicamente. Sveta salió de ésta como pudo, pero no era por nada que el masajista el Gatito había comparado en su día a Nastia con un fox-terrier: era alegre y amable pero se tiraba a la yugular. Svetlana Kolomíets llevaba las de perder con Kaménskaya, por lo que apenas unos minutos más tarde salió a relucir el hecho de que no fue a Vlad, supuestamente necesitado de un lugar donde pernoctar, a quien habían llevado al apartamento para que pasara allí la noche sino que, todo lo contrario, fue a ella, a Sveta, a quien habían metido allí cuando Vlad ya estaba instalado. Había venido a la Ciudad para quedarse unas horas nada más, por eso no traía nada excepto lo imprescindible, sólo el dinero (por costumbre) y el pintalabios (por si tenía que besar a alguien, para luego volver a pintarse). La muchacha había cometido tantos errores en su candorosa respuesta, se le habían escapado tantos detalles que Nastia la «destapó» en un segundo.
Abrió la puerta y llamó al hombretón que caminaba arriba y abajo por el pasillo.
—Dígale a Anatoli Vladímirovich que ya he terminado con la chica. Necesito hablar con el otro.
Vlad estaba esperando en el coche, donde le hacía compañía el conductor, un tipo campechano que, aprovechando el breve descanso, se había abismado en la lectura de no se sabía qué pamplinas cósmicas. Vlad se apoltronó en el asiento de atrás, con la calefacción puesta allí se estaba a gusto y como en casa, gracias a su corta estatura pudo acomodarse como si estuviera sentado en un mullido sofá.
Estaba preocupado, preocupado por sí mismo y por Svetlana. Tal vez el hecho de haberles traído a la piscina no encerraba ningún peligro, este viaje no iba a poner en tela de juicio la historia que le habían contado a Starkov. Pero por otra parte, antes les creían de palabra y ahora habían decidido traerlos a la piscina no se sabía para qué. Podía ser mala señal, muy mala. O bien, al final de todo sí habían huido del relámpago para dar en el rayo, es decir, en las garras de la misma gente de la que intentaban escapar. No sería por casualidad que la piscina era la misma y la hora nocturna, también. O bien, los que les habían proporcionado cobijo se habían enterado de algo que los hizo dejar de creer en su historia. Tal vez tendríamos que correr ese riesgo, pensaba Vlad acongojado, y explicarles lo de la película. De todos modos, mi vida no vale un pimiento, como siga colgado de la aguja, la palmaré, si no dentro de un año, dentro de dos, así que si me he equivocado de medio a medio, que me borren del mapa ahora mismo, me trae al fresco. Pero ¿y Sveta? Ésta seguro que tiene ganas de vivir. También su vida es estúpida y no vale nada pero no se da cuenta, anda revoloteando por ahí en busca de un pesebre de oro. Ahora se ha liado con esos peliculeros, tonta de ella, pensaba sacarse su astilla de seis minutos de sexo con un enano pero le ha salido el tiro por la culata. No, no debo arriesgarme, Svetka me da lástima, ha confiado en mí, espera de mí protección y apoyo. Qué rara es, pensó Vlad sonriendo. Para ella el sexo era la divisa fuerte, lo mismo que el vodka o el dólar, no paraba de intentar demostrarle, a su manera, su agradecimiento, por haber descifrado a tiempo lo de la película, y no acababa de comprender por qué él no lo aceptaba. Es que para él Sveta no era una mujer, tampoco era prostituta, ni mucho menos, sino una hermanita pequeña que había hecho barbaridades y se agarraba con todas las fuerzas de la mano del hermano mayor: es inteligente, es adulto, me ayudará, me defenderá ante papá y mamá, me protegerá de los enemigos. Vlad nunca había tenido una hermana pero le hubiese gustado enormemente tenerla. Bueno, aunque apenas le llegaba a Svetlana a la cintura, hoy era su hermano mayor, su consejero y preceptor, sin él estaría perdida. ¿Es que una relación así le permitía aceptar su agradecimiento? No, por nada en el mundo el pequeñajo de Vlad accedería a destruir ese hermoso idilio familiar que se había inventado…