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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (31 page)

BOOK: Los crímenes del balneario
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Una cara se inclinó hacia la ventanilla del coche. Vlad volvió la cabeza y por poco gritó aterrado: le estaban mirando unos ojos insondables, que parecían negros sobre aquella cara pálida, torturada por el sufrimiento, una cara de loco. Sin prisa, los ojos registraron el interior del coche sin fijarse en Vlad, acurrucado en un rincón, se detuvieron en el conductor, fervorosamente absorto en su
thriller
sobre las andanzas de unos invasores espaciales, y desaparecieron. Vlad, procurando no moverse ni un ápice de su rinconcito, miraba al hombre que se alejaba del coche mientras un terror petrificante se extendía por su pequeño cuerpo. Había reconocido esos ojos, los había visto muchas veces en aquellos que no estaban enganchados a la morfina como él sino que usaban sustancias alucinógenas. Cuando pillaban el colocón, se les ponían los ojos igual, como vueltos hacia dentro, hacia unas vivencias y aventuras inenarrables, invisibles para todos los demás, hacia pensamientos monstruosos y conclusiones que escapaban a toda lógica. Vlad despreciaba y temía a esa gente. No sabría decir por qué los despreciaba, simplemente era lo que sentía. Pero por qué los temía, esto sí lo sabía perfectamente: estaban locos de atar, capaces de hacer cualquier atrocidad en el momento menos pensado sin darse cuenta de que la hacían, sólo porque sus visiones les llevaban a intervenir en un campeonato del mundo de boxeo o de kárate o, tal vez, a aceptar el empleo de verdugo en la Francia medieval y ejecutar a un reo. Un loco no sabía lo que hacía y por eso no podía castigársele, ya tenía suficiente con el castigo de Dios, que le había quitado el juicio. ¿Pero es que su víctima inocente dejaba de sufrir por eso?

El hombre se acercó a un árbol de tronco grueso y se disolvió en sus sombras. Vlad se puso aún más nervioso. ¿Dónde puñetas se habían metido los vigilantes? En el chalet, incluso en pleno día, siempre había dos. Y aquí no se veía a ninguno. ¿Qué andaba buscando aquí ese tipo? Un presentimiento ominoso se hizo tan acuciante que Vlad tuvo ganas de bajar del coche y echar a correr hacia la piscina pidiendo auxilio a gritos. Tendió la mano hacia la manecilla de la puerta.

—¿Adónde vas? —se giró el conductor—. Nos han dicho que no salgamos hasta que nos llamen.

—Tengo una necesidad.

—¿Qué pasa, quieres ir al baño? —sonrió el amante de la ciencia ficción.

—No, al baño, no. Hay allí un tipo merodeando, ha mirado dentro del coche. Creo que no está en sus cabales. Allí está, junto a aquel árbol.

—¿Dónde?

El conductor dejó el libro y escrutó las tinieblas en la dirección señalada por Vlad.

—No sé, no veo nada. A lo mejor te ha parecido…

—No, no me ha parecido, lo he visto, fijo. Llama a los de la seguridad, ¿eh?

—No puedo, pequeñín. La orden es permanecer en el vehículo.

—Pero si yo no me voy a escapar. Entiéndeme, es un loco, anda allí a ocultas, los de la seguridad no le ven y si viene alguien… y él le… —la lengua de Vlad se negaba en redondo a pronunciar la aterradora palabra.

—El servicio de seguridad lo ve todo, no te quepa duda —le ilustró el conductor y volvió a abrir el libro.

Svetlana, acompañada del guardaespaldas, bajó de la primera planta al
hall
. Se encontraba a dos pasos de la puerta de la calle cuando en la escalera resonaron unos pasos apresurados.

—¡Vitiok!

El guardaespaldas se volvió, reteniendo a Svetlana de la mano. En medio del rellano estaba Volodia, el responsable de asegurar el orden en la primera planta, a quien Starkov había transmitido las instrucciones de Nastia de llevar a la muchacha al coche y de traer a Vlad.

—¿Irás tú a buscar al pequeñajo? —preguntó Volodia.

—Vale. Primero acompaño a la chica hasta el coche, luego os subo al otro.

Al oírlo, Svetlana comprendió que ahora iban a interrogar a Vlad. Quien no podía saber que ella lo había contado todo y se atendría a la versión que previamente habían acordado. Por descontado que aquella mujer le apretaría todos los tornillos hasta que le contase la verdad, Sveta no tenía la menor duda pero le daba lástima de Vlad, que mentiría esforzadamente sólo para luego experimentar la humillación de ser cogido en falsedades. Sabía que no había nada peor que ser descubierto como embustero, sobre todo si a uno le pillaban con las manos en la masa. Tenía que avisar a Vlad para que dijera la verdad sin reparos, le ayudaría a mantener su dignidad.

Con cautela dio un paso hacia la puerta.

—Oye, he dejado el tabaco en el coche del renacuajo, en la guantera. ¿Me lo traes?

Sveta dio otro paso y puso la mano sobre el pomo de la puerta.

—Vale —contestó Vitiok, bondadoso, empezando a volverse hacia la chica.

Estuvo a punto de acercársele cuando Volodia habló de nuevo:

—No te confundas, Guenka también guarda el tabaco allí pero su cajetilla es blanca y azul, y la mía, blanca y verde. ¿Te aclararás?

De un salto, Svetlana se encontró en el porche, bajó los dos escalones de una zancada y corrió hacia el coche donde estaba esperando Vlad. No le dio tiempo para comprender qué sombra era esa que se le cruzaba en el camino, ni siquiera pudo divisar en la oscuridad la hoja meticulosamente afilada del cuchillo de cocina. Sí llegó a oír el terrible alarido de Vlad:

—¡¡¡Sveeetaaa!!!

Acto seguido, algo le abrasó la garganta, y sintió una gran ligereza. Tenía mucho sueño, quería ponerse despacio de rodillas, tumbarse de costado aquí mismo, sobre la tierra cubierta de esa nieve tan limpia, y dormirse. Y eso fue lo que hizo.

—Lléveme a casa de Eduard Petróvich —dijo Nastia cansinamente.

Había subido en el coche de Starkov sin volverse a mirar si los demás también se iban. Sentía algo más que náuseas. Ganas de ahorcarse.

Después de que metieron a empujones en el
hall
a un Mártsev enloquecido, después de que Vlad, sacudido por los sollozos, no se dejaba separar de Svetlana, que se estaba desangrando, Nastia comprendió que le correspondía a ella tomar una decisión y que tenía que hacerlo sin tardanza. Tras escuchar el relato de Svetlana había empezado a ver con claridad muchas cosas. Hablar con Vlad había resultado imposible, tuvieron que conformarse con quitarle la casete de la banda sonora para dársela a Nastia. No tenía necesidad de escuchar aquella música, le había bastado con la descripción del guión para identificar al autor. Sin embargo, quería escucharla.

Denísov estaba esperando a Nastia en el portal, Starkov le había llamado para informarle sobre lo sucedido. En silencio subieron al piso y en silencio también pasaron al despacho de Eduard Petróvich.

—¿Le apetece tomar algo, Anastasia? —preguntó el solícito anfitrión.

—Un café bien cargado. Y quiero un trago —masculló ella con voz empañada.

Nastia tomó unos sorbos del café que Alán le había traído y dijo en voz más alta y pausada:

—Eduard Petróvich, tenemos que tomar una decisión responsable. ¿Qué hacemos con el cuerpo de Svetlana Kolomíets? Anatoli Vladímirovich no ha avisado a la policía, ha dejado a su gente en el lugar del asesinato, para que lo limpien de las manchas de sangre. Comprendo que si se da publicidad al asunto, la gente que queremos encontrar desaparecerá de la escena sin dilación. El ambiente aquí está demasiado tenso: hay una chica que les conoce y que ha podido hablarle de ellos no se sabe a quién, un loco que con toda seguridad iba detrás de esa chica, incluso llevaba en el bolsillo la foto de una joven, al parecer, su madre, que luce un vestido exactamente igual al de Svetlana. Lo que no acabo de comprender es cómo podemos ocultar el asesinato sin quebrantar la ley. No tenemos muchas opciones. O bien lleva el cadáver de Svetlana al hospital o directamente al depósito y lo notifica a sus amigos de la policía, informándoles sobre las verdaderas circunstancias del suceso y autorizándoles a hacer cuanto consideren oportuno, o bien me deja ir. Hace un momento y delante de mis ojos se ha levantado el cadáver de la escena del crimen, mientras que el culpable está retenido en una casa particular. Como funcionaria de la policía que soy, debería darme un telele, ¡qué digo uno, tres o cuatro! ¿Qué está haciendo conmigo? ¿Cree que soy un autómata para la solución de problemas criminales y procesales, que me da lo mismo lo que ocurre a mi alrededor mientras los estoy resolviendo?

Le temblaron las manos y tuvo que dejar la taza sobre la mesa.

—Le pido disculpas —dijo Denísov bajando la voz—, no podía suponer que se trataba de algo así. Ni siquiera se me ocurre un nombre. Si hubiéramos sabido desde el principio que en este asunto andaban mezcladas personas afectadas de desequilibrios psíquicos, el servicio de seguridad habría recibido instrucciones pertinentes y la tragedia habría sido evitada. Pero la tarea de la seguridad consistía en impedir que se la viera con mi gente. Lo siento. En fin, ¿qué cree que tengo que hacer?

—Depende del resultado que pretenda obtener. Si tiene suficiente con los que se encuentran en El Valle, puedo proporcionarle sus nombres casi en seguida. Si le interesa el mítico Makárov, necesito tiempo para pensar, por lo menos hasta mañana. Si quiere encontrar a todos los demás, entonces tendrá que disculparme. No podré ayudarle.

—¿Por qué, Anastasia?

—Ya le he dicho que todo depende de cuál es el resultado deseado. Sé o puedo imaginarme más o menos el mecanismo de funcionamiento de esta banda. Además de ese tal Makárov, la forman el director de cine Damir Ismaílov, el masajista del balneario Konstantín Uzdechkin, apodado
el Gatito
, amén de un cierto Semión, hombre sin apellido que se encarga de cuestiones organizativas. Tienen que contar con una base de datos y, por consiguiente, con un local donde tienen los ordenadores y la videoteca y donde habrá gente que trabaja con todo esto. Tendrán también agentes de captación distribuidos por varias ciudades del país y relacionados o bien con las fuerzas del orden público, o bien con los centros hospitalarios. Tendrán un local donde filman sus películas y donde guardan los equipos, que no serán muy voluminosos. Y por último, tienen un sitio donde ocultan los cadáveres. No tengo capacidad para encontrar a toda esa gente y localizar todos esos sitios. Pero puedo asegurarle que, si se suprime de esta red a Ismaílov, Uzdechkin y Makárov, dejará de existir. Se extinguirá sin más. ¿Podría tomar otro café?

Denísov llamó por interfono a Alán e hizo una seña a Anatoli Vladímirovich, quien no dejaba de agitarse en el sillón, consumiéndose de impaciencia.

—Anastasia Pávlovna, ¿podría hablarnos con más detalle del director de cine y el masajista? ¿Qué la lleva a sospechar de ellos?

—En lo que al masajista se refiere, su comportamiento está por encima de todo reproche, ni se me pasaría por la cabeza sospechar de él. Pero ocurre que por pura casualidad he descubierto que había instalado una antena aérea con ayuda de la cual se entretenía escuchando todas las conversaciones que se realizan desde el teléfono directo del director. Es un hombre sumamente cauto, sabe que si sucediese algo y un funcionario de la policía llegase al balneario haciéndose pasar por un paciente más, quien recibiría el correspondiente aviso telefónico no sería el jefe de servicios médicos sino el director, para asegurarse de que no le dieran una habitación cualquiera sino aquella que cumpliera con ciertos requisitos, y otros detallitos por el estilo. Si sólo hubiese escuchado alguna conversación de vez en cuando, habría creído que era un chantajista común y corriente o incluso un simple tonto curioso. Pero sólo había una conversación que le interesaba, y esto explica muchas cosas. En cuanto a Ismaílov, es mucho más sencillo. He visto un trabajo suyo, un largometraje grabado en vídeo. Ha sido suficiente para reconocer «la mano del maestro». Su estilo creativo es demasiado personal para que alguien pueda reproducirlo de forma accidental. La razón de ser de esa organización está en unas películas de un talento extraordinario, capaces de producir catarsis en el espectador interesado. Cierto, a juzgar por todo, tienen que matar gente para conseguirlo. Me da miedo pensar cuántos asesinatos, asesinatos en directo, han tenido que filmar, cuántos cadáveres han tenido que esconder. Si no pueden rodar nuevas películas, tampoco habrá organización, nadie será capaz de volver a montar nada que se le parezca. Pero esta idea diabólica tuvo que haber surgido de la mente de alguien. Creo que ese alguien es Makárov. Pero ¿quién es Makárov?, eso ya no lo sé. De ahí que les sugiero que se contenten con podarle a ese árbol la copa, entonces las raíces se desintegrarán solas. Pero si quieren cazarlos a todos, hagan detener a Ismaílov y Uzdechkin, presenten la correspondiente denuncia y trabajen de acuerdo con las leyes pero ya sin mí. No quiero pasar en su Ciudad ni un día más. A decir verdad, ha dejado de gustarme.

En el despacho se instaló el silencio. Nastia terminó su segundo café y se dirigió a Starkov:

—Anatoli Vladímirovich, apelo a usted como a la persona más cercana al problema que estamos discutiendo. Si quiere encontrarlos a todos, deberá mantener oculto el cadáver de Svetlana Kolomíets durante mucho tiempo todavía. ¿Lo comprende?

—Sí que lo comprendo. ¿Pero no cree que va demasiado lejos con las precauciones? ¿Está absolutamente segura de que al enterarse de que Svetlana ha sido asesinada y se ha abierto una investigación criminal sobre el hecho en cuestión, no van a cortar todos los hilos y no van a agazaparse en su madriguera? ¿No estará exagerando?

—Piense que, si no hubiera sido por Vlad, el negocio habría seguido funcionando durante años y años. No se habían dejado coger nunca, jamás habían dejado huellas que llamasen la atención de la policía. No los crea más tontos que usted, Anatoli Vladímirovich, sería un error peligroso. Por eso le repito: si mañana por la mañana presenta el cadáver de Svetlana de forma oficial a quien corresponde, y no tengo ni idea y no quiero tenerla sobre las explicaciones que va a dar, entonces mañana mismo le diré quién es Makárov. Si no lo hace, entonces tendrá que disculparme. Coja a Uzdechkin y a Ismaílov, pero a Makárov lo buscará usted mismo. No hay más opciones.

—Anastasia, creo que está incumpliendo lo acordado —replicó Denísov con voz suave—. ¿Es que lo hemos pactado así?

—Eduard Petróvich, no me presione, yo ya estoy suficientemente asqueada, no necesito más. Si de cumplir los acuerdos se trata, habíamos convenido que yo le ayudaba a desenmascarar a un grupo criminal que se dedicaba a vender «mercancía viva». Como hemos podido comprobar hoy, tal grupo no existe. Por otra parte, mi compromiso no incluía en absoluto ayudarle a detectar y desenmascarar a los asesinos de las películas. No tiene nada que reprocharme.

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