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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (33 page)

BOOK: Los crímenes del balneario
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Mientras daba estas explicaciones, el camarero manejaba con gran destreza el pote turco, desplazándolo sin parar sobre la arena, al tiempo que cortaba el queso y sacaba del frigorífico los pasteles.

Con motivo de la ausencia de la clientela ese día en el bar no había música. Los dulces sumieron a Nastia en un estado de relajación placentera, el silencio la ayudó a concentrarse y se abandonó a sus reflexiones sin darse cuenta del paso del tiempo.

Pasadas las seis, el bar, poco a poco, empezó a llenarse de gente. El recital del humorista había terminado. Ahora esto se va a poner ruidoso, pensó Nastia, van a meter la música a toda pastilla y no habrá manera de pensar. Tenía que subir a la habitación, debería intentar traducir un poco, llevaba demasiado tiempo descuidando a McBain.

Se apartó de la barra y empezó a avanzar hacia ella el masajista Uzdechkin, una botella de cerveza y dos vasos en las manos. Detrás de él trotaba una jovencita embutida en una falda tan ceñida que no daba de sí más que para unos pasos de un centímetro de largo como mucho. Al cruzarse su mirada con la de Nastia, el masajista se detuvo.

—Hoy ha faltado al masaje —observó—. ¿Sigue dándole guerra la espalda?

—Como de costumbre.

Se esforzaba por mantener el tono más tranquilo posible.

—En adelante, cuando decida no ir, avíseme. Así podré dar su hora a alguien más. Hoy he perdido cuarenta minutos esperándola en balde.

—Seguiré viniendo —contestó Nastia contrita—. Perdone. Me he quedado dormida.

Mientras subía a la habitación, se imaginó vivamente cómo entraba en el despacho de Uzdechkin y le dejaba estrujar y frotarle la espalda. A ese asesino… Ese gordinflón tan campechano, que tenía un apodo tan cariñoso, el Gatito. ¿Y si había vuelto a equivocarse? En los últimos días ocurría con frecuencia. Al parecer, el mecanismo analítico había vuelto a desajustarse. ¿Para qué se había metido en este lío? No iba a resolver nada. Denísov la había sobreestimado.

En la habitación, encima de la mesa había un abultado sobre esperándola (Shajnóvich tenía las llaves de todas las habitaciones, cosa que, haciendo gala de su honradez, le había advertido). Nastia lo abrió y extrajo un largo listado de datos de arrendamientos y compras de locales comerciales de la Ciudad. Le había pedido a Starkov que consiguiese esta información porque por algún sitio tenía que empezar a buscar el lugar donde se filmaban en vídeo aquellas estremecedoras películas. La lista era imponente pero sólo unos cuantos apartados despertaron sospechas en Nastia. Al lado de la mayor parte de entradas había una nota indicando que el local en cuestión estaba ocupado por una empresa u organización subordinadas a la Unión de los Empresarios, es decir, que se encontraba bajo el control del propio Denísov. Otros locales, que no llevaban esa mención, contaban un centenar, de los que unos ochenta se situaban en bloques de viviendas o al lado de tiendas u otros centros de afluencia pública. Era poco probable que fueran utilizados para un negocio de esta clase, decidió Nastia, puesto que no se trataba sólo de llevar allí a los intérpretes sino también, de sacar de allí los cadáveres. Aunque si trabajaban por las noches, daría lo mismo… No, no daría lo mismo, rectificó. Las víctimas de homicidio no solían abandonar este mundo a la chita callando, era probable que gritasen. Se podían descartar los inmuebles. Quedaban treinta y siete locales, que se tendrían que investigar.

Tras dictar por teléfono a Starkov, quien, como siempre, llamó a la hora en punto, los números de la lista de los locales arrendados por investigar, Nastia intentó continuar con la traducción. Pero el trabajo avanzaba a trancas y barrancas. Cada dos o tres párrafos tropezaba con una palabra, frase o pensamiento que le traían al recuerdo a Makárov y su grupo. Se inmovilizaba delante de la máquina de escribir, con los dedos suspendidos sobre el teclado. Hacia la medianoche, cuando se dio cuenta de que apenas había traducido tres páginas, Nastia, disgustada, guardó la máquina pensando que, parafraseando el viejo refrán, dos trabajos para una cabeza hacían perder el trabajo y el seso.

Ya tumbada en la cama, se imaginó que al día siguiente estaría así tumbada en la mesa de masajes del asesino Uzdechkin, completamente abandonada a su merced, y se enmendó en seguida: no, ni el Gatito, ni Damir habían matado con sus propias manos a nadie. Los que mataban eran sus clientes, el grupo como tal se limitaba a organizado todo, a crear las condiciones, y más tarde, a borrar las huellas y a deshacerse de los cadáveres. Todos ellos eran organizadores, ayudantes, tal vez había algún instigador, por ejemplo, los encargados de captar a la clientela. Pero ninguno de ellos era ejecutor. De modo que a Makárov, si es que existía, no se le podría inculpar de nada. Si acaso, de la dirección ideológica de carácter general, pero vayan ustedes a saber cómo se probaba esto…

Si Nastia había pasado el día absorta en las reflexiones, entregada, por así decirlo, al sedentarismo más pernicioso, Anatoli Vladímirovich Starkov, por el contrario, no había parado en todo el día, que pasó dando instrucciones, haciendo llamadas, planteando exigencias, escuchando informes, dando las gracias, masticando sobre la marcha bocadillos y trozos de carne fría. Si alguien colocase a esa silenciosa señorita al frente de una agencia de detectives, se precisaría poner a su disposición a cuarenta subordinados como mínimo, pensaba Starkov mientras coordinaba la recopilación y la verificación de los datos requeridos por Kaménskaya.

Hacia la medianoche sobre su mesa se apilaban informes sobre veintidós de los treinta y siete locales seleccionados; sobre los arrendatarios de los bungalós del balneario a lo largo del último mes; sobre los contactos mantenidos por Ismaílov y Uzdechkin en el curso de ese día. No había nada a lo que agarrarse, ni un solo hecho, por minúsculo que fuera. Aunque faltaba todavía realizar pesquisas sobre quince locales más, y tampoco se conocía todo respecto a los inquilinos de los bungalós. Tal vez, mañana habría más suerte…

Ismaílov había pasado el día en su suite, sin que nadie viniese a verle. Uzdechkin había estado en su lugar de trabajo hasta las dieciséis horas (se adjuntaba la lista de pacientes a los que practicó masaje), de dieciséis a dieciocho horas asistió al recital del famoso humorista Rudakov, después de lo cual se dirigió al bar del balneario, donde se entretuvo en compañía de una joven (se adjuntaban los datos personales) hasta las veinte treinta horas, cuando regresó a su piso, siempre acompañado de dicha joven. La cual abandonó el piso de Uzdechkin alrededor de las veintitrés horas, mientras que él permaneció en casa. No se pudo identificar a todos aquellos con quienes mantuvo comunicación durante el recital y en el bar. Vaya con el caudal informativo.

A diferencia de la mayor parte de sus compañeros, Anatoli Vladímirovich Starkov era un hombre comedido. Raras veces se dejaba llevar por la cólera y casi nunca se enfadaba con nadie. Desconocía el coraje e ignoraba la envidia. En cambio, comprendía muy bien qué significaban la palabra empeñada, las obligaciones y los compromisos.

Al ponerse al servicio de Denísov, escogió su camino de una vez para siempre, hecho lo cual ya nunca creyó necesario perder el tiempo en valoraciones morales. Si Edu de Borgoña decía que se tenía que hacer una cosa, él, Starkov, debía hacerla y no tenía derecho a preguntarse si le gustaba o no. Haberlo pensado antes, se decía, haberlo pensado cuando él, un oficial jovencísimo del KGB, se planteó la elección. No fue una elección fácil, pasó varios meses rumiándola antes de aceptar la proposición de Denísov. Pero una vez tomada la decisión, no se creía con derecho a volver la vista y juzgar a los demás y sus acciones. Como una avestruz que esconde la cabeza en la arena, Starkov había levantado una valla que lo separaba del mundo, que para él se redujo a partir de entonces al cumplimiento de las obligaciones por las que Denísov le pagaba. Por eso hoy, cuando uno de sus colaboradores más inmediatos dijo: «¡Lo que faltaba! ¡Ahora tenemos que cumplir las órdenes de una tía!», el jefe de la inteligencia no comprendió siquiera de qué le estaba hablando. Nadie tenía que cumplir las órdenes de nadie, simplemente había aparecido alguien que, en virtud de una serie de circunstancias, sabía mejor que ellos qué se debía hacer y cómo. Había situaciones en que le tocaba a él ser ese alguien pero a veces lo eran otros. Nada más. Eso de que Kaménskaya era «una tía» era pura idiotez. Era una joven muy seria, muy perspicaz y muy atractiva. En la fotografía que Shajnóvich le entregó nada más llegar ella tenía un aspecto realmente espantoso, pero Anatoli Vladímirovich no se fiaba demasiado de las fotos. En la vida real era casi guapa. Y tampoco se sentía humillado al tener que colaborar con ella, todo lo contrario, había sido el primero en plantear la posibilidad de utilizar sus servicios, ya que esto redundaría en beneficio de la causa.

A Starkov le causó buena impresión el que esa mañana le mencionase su promesa incumplida, apreciaba a la gente de palabra. Y en lo más hondo de su alma anidaba un sentimiento apenas perceptible de gratitud hacia Anastasia Kaménskaya por haber echado a Liova Repkin a cajas destempladas. No, el jefe de la inteligencia de Denísov no era tan frío como podía parecer. Había gente que le caía francamente mal.

Capítulo 13. El decimocuarto día

Después de desayunar, al salir del comedor, Nastia volvió a ver en el vestíbulo a Igoriok, quien debió de haber perdido la batalla con la rapsodia de Liszt y venía para la clase extra.

—¿Qué tal, joven genio, haciendo novillos? —le saludó socarrona.

—Hola —se alegró al verla el niño—. No importa, primero tenemos gimnasia y luego botánica. Me dará tiempo para ir a la tercera hora.

—¿Qué tenéis en la tercera hora? —se interesó Nastia poniendo cara de severidad.

—Matemáticas. No me fumo nunca las mates.

—¿Y la botánica sí?

—¡Bah! —Igor hizo un gesto despectivo con la mano—. La botánica no es cosa de hombres. Mariposas y florecitas, estambres y pistilos, ¡vaya peñazo!

—Pero las matemáticas, dices, ¿sí es cosa de hombres?

—Claro que sí. Las matemáticas, la física, la química, la historia… un hombre de verdad debe saber todo esto.

—¡Pero qué dices! —Nastia se sentó en el sillón a su lado—. Qué idea tan curiosa. Dime, ¿qué más necesita saber y comprender un hombre de verdad?

—Debe entender de coches y armas —contestó el joven músico sin vacilar—. Hay algunos que son incapaces de distinguir un Volvo de un Mercedes.

Como yo, por ejemplo, dijo Nastia para sus adentros.

Suerte que no soy hombre, me perderías el respeto de inmediato. Tampoco sabría distinguir entre un BMW y un Opel…

—¿Se encuentra mal? —la voz del niño llegaba como a través de unos algodones—. Voy a llamar a alguien… ¡Se ha puesto blanca como la pared!

Nastia hizo un esfuerzo y movió la cabeza diciendo que no, luego, con cuidado, se puso en pie.

—Mi habitación está aquí al lado. Voy a echarme y se me pasará.

No sintió el piso bajo sus pies, a su alrededor todo estaba dando vueltas y flotando, tardó muchísimo en acertar con la llave en la cerradura y, nada más entrar, se derrumbó sobre la cama.

En la ciencia médica se llama a esto «crisis coronaria».

No enchufó el teléfono y dejó desatendida la llamada de Starkov que tenía que producirse a las once menos cuarto. Recordaba que iba a llamarle pero no tenía fuerzas para levantarse. Los vasos traicioneros volvían a fallarle en el momento más decisivo.

Al no poder comunicar con Nastia a la hora estipulada, Starkov repitió el intento cada quince minutos hasta que empezó a sospechar que algo no iba bien. Entonces llamó a Shajnóvich.

—Zhenia, es urgente, averigua dónde está Kaménskaya.

Con mucha cautela, Zhenia empujó la puerta y comprobó que estaba cerrada con llave.

Sacó el duplicado de la llave de la habitación 513 y abrió la cerradura.

Nastia estaba tumbada sobre la cama, inmóvil, la cara pálida como la cera. Incluso sus ojos, tan claros, parecían oscuros sobre esa piel cadavérica. Los cuatro meses que Zhenia llevaba en el balneario no habían sido en balde. Sostuvo la muñeca de Nastia en su mano, luego abrió un cajón de la mesilla de noche y tuvo la satisfacción de convencerse de que no se había equivocado con el diagnóstico cuando vio varias ampollas de amoníaco. En el mismo cajón encontró una caja de té sin abrir.

El amoníaco y el té bien cargado y caliente, que Zhenia condimentó generosamente con seis terrones de azúcar, la devolvieron al mundo de los vivos.

—Me encuentro bien —dijo—, aunque me siento muy débil, no me aguanto de pie.

—¿Dónde guarda el teléfono?

—En la bolsa, debajo de la cama.

Shajnóvich conectó el aparato y marcó el número de Starkov. Tras intercambiar con éste unas frases tendió el auricular a Nastia.

—Anatoli Vladímirovich —le dijo ella jadeando—, lo tengo. Lo estábamos haciendo todo mal. Mejor dicho, lo he estado haciendo mal yo. Y les he confundido a ustedes. Hace falta comprobar dos cosas más. Una podré comprobarla yo sola, pero usted tendrá que encargarse de la segunda. Esta noche le diré quién es Makárov.

Por primera vez en su vida, Zhenia comprendió el sentido de la frase «morir con las botas puestas».

Antes de mandar a Kaménskaya su informe con los resultados de la última averiguación que le había encomendado, Starkov le enseñó la lista a Eduard Petróvich.

—No entiendo nada —dijo éste encogiéndose de hombros y, tras releer el papel dos veces, lo dejó encima de la mesa—. ¿Para qué lo quiere?

—Pero la lista ha salido divertida, ¿no cree? —observó Starkov pensativo—. Sigo sin comprender por qué no aparece aquí su nombre. Hay sobradas razones para que esté incluido, ¿no le parece?

—No me parece —le cortó Denísov con brusquedad—. Estoy muy a gusto donde estoy. Vivo a mi comodidad, sin someterme a lo que manda mi posición. Envía la lista al balneario. Esa chica sabe lo que hace.

Hacia la noche Nastia se había repuesto del todo. Zhenia le mandó una enfermera que le puso una inyección y dos horas más tarde volvió para ponerle otra, tras jurar solemnemente que no le diría ni una palabra al médico, Mijaíl Petróvich, hasta el día siguiente.

Nastia se maquilló con esmero, transformando su cara de forma irreconocible, de modo que podía dibujar encima, como sobre una hoja de papel en blanco, cualquier cosa, desde un ángel de la inocencia hasta una vampiresa. Se entretuvo seleccionando con fastidio la indumentaria y al final se decidió por un pantalón negro muy ceñido y un jersey con cuello de cisne también negro, que resaltarían la larga melena rubia. No había traído joyas, cosa que en este momento lamentaba: una fina cadena de plata quedaría muy bien sobre el tejido opaco del jersey. Qué le vamos a hacer, esto es lo que hay, se dijo, dándose toques en el cuello y en el pelo con el grueso tapón de cristal del frasco de Clima.

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