Como ya sabemos, las gentes que pasaron por allí en la época de los australopitecos habían desaparecido hacía mucho tiempo.
Durante su búsqueda anhelante de otra raza inteligente con la que charlar, habían inspeccionado más de la mitad de la galaxia. La verdad es que su esfuerzo se vio recompensado, o casi recompensado. Encontraron unas cuantas especies prometedoras; bueno, al menos tan prometedoras como los pobres y bobos australopitecos.
Probablemente, la raza más parecida a lo que estaban buscando fue la que denominaron los «nadadores lentos». Aquellas personas (no, no se parecían en nada a las personas, pero en justicia eran eso, más o menos) vivían en la atmósfera líquido-gaseosa de un planeta viscoso. Los Nadadores Lentos, al menos, habían desarrollado un lenguaje. De hecho, cantaban unas canciones preciosas e interminables en su lengua. Los visitantes acabaron por desentrañarla, al menos lo suficiente para comprenderla. En el mundo de los Nadadores Lentos había incluso ciudades, o algo que se le parecía. En realidad había domicilios y estructuras públicas que flotaban en el caldo viscoso en que vivían. Hablar con los Nadadores Lentos no era muy divertido, sobre todo porque se lo tomaban todo con una calma increíble. Quien intentara hablar con ellos tenía que esperar una semana para que pronunciasen una palabra, un año para que acabasen el compás de una canción y un par de vidas, por lo menos, para mantener una auténtica conversación. No era culpa suya. Vivían a tan bajas temperaturas que todos sus actos eran infinitamente más lentos que las acciones de los seres de sangre caliente, que respiran oxígeno, como los humanos o los mismos visitantes del espacio.
Después, los visitantes encontraron algo más... totalmente distinto, además de terrorífico. Tras eso, dejaron de buscar.
Cuando los seres humanos viajaron al espacio tuvieron sus prioridades, que no coincidían exactamente con las de sus antiguos visitantes. En realidad los humanos no estaban buscando otras razas inteligentes, al menos no del mismo modo. Hacía mucho tiempo que los telescopios humanos y los cohetes radar les habían informado de que no iban a encontrar extraterrestres inteligentes, al menos en su sistema solar, y tenían pocas esperanzas de llegar más lejos.
Los humanos podrían haber buscado a sus remotos visitantes si hubieran sospechado de su existencia, pero, claro está, no la sospechaban.
Quizás el hallazgo de otra raza inteligente dependa más de la suerte que de la voluntad. Cuando los seres humanos llegaron al planeta Venus, no les pareció muy prometedor. Los primeros que lo miraron —no lo vieron, pues nadie alcanzaba a ver demasiado a través de aquel aire denso y turbio— se limitaron a girar en órbita alrededor de él, tanteando las características de la superficie con el radar. El examen no resultó muy alentador. Sin duda, cuando los primeros cohetes humanos aterrizaron junto al Rift Valley de Afrodita Terra y las primeras partidas empezaron a explorar la inhóspita superficie de Venus, no tenían ninguna esperanza de encontrar vida allí.
Y no la encontraron, desde luego. Sin embargo, más tarde, en una zona de Venus llamada Aino Planitia, un geólogo hizo un descubrimiento. Había una fisura —podríamos llamarla túnel, aunque a primera vista pensaron que se trataba de una burbuja de lava— bajo la superficie del planeta; era larga y regular... y allí no pintaba nada.
Los exploradores, inesperadamente, habían encontrado los primeros indicios de una visita que se había producido hacía medio millón de años...
Me llamo Audee Walthers, trabajo de taxista aéreo, vivo en Venus, en el Huso o en una choza Heechee la mayor parte del tiempo. El resto, en el primer sitio que pillo cuando me entra sueño.
Hasta los veinticinco años viví en la Tierra, en Amarillo Central. Mi padre fue vicegobernador de Tejas. Murió cuando yo aún estaba en la universidad, pero me dejó bastante en fideicomiso como para que terminara los estudios, me sacara un máster de empresariales y pasara el examen oficial para funcionario. De modo que estaba colocado de por vida, o eso habría pensado la mayoría de la gente.
Tras intentarlo unos cuantos años, descubrí una cosa: no me gustaba la vida que me había sido destinada, y no por las razones que todo el mundo habría supuesto. Amarillo Central no estaba mal. No me importa llevar traje anticontaminación, puedo soportar a los vecinos, aunque haya ochocientos en algo más de un kilómetro cuadrado, aguanto el ruido, sé defenderme de las pandillas juveniles. No, no era Tejas lo que me agobiaba sino el rumbo que tomaba mi vida en Tejas y, ya puestos, el que habría tomado en cualquier otro lugar de la Tierra.
De modo que me largué.
Vendí mi carnet de trabajador de la UOPWA a una mujer que tuvo que hipotecar el piso de sus padres para pagarlo; yo hipotequé la renta acumulada de mi fideicomiso, saqué del banco el poco dinero que tenía ahorrado... y compré un billete de ida a Venus.
Aquella decisión no era nada del otro mundo. Todos los muchachos deciden que harán lo mismo cuando sean mayores. La diferencia es que yo lo hice.
Supongo que si hubiera tenido dinero de verdad a mi alcance, las cosas habrían sido distintas. Si mi padre hubiera sido gobernador de pleno derecho, con acceso a sobornos y donaciones, en lugar de ser un simple funcionario... Si el fideicomiso que me legó hubiese incluido el Certificado Médico Completo... Si yo hubiera estado en el pico del montón en lugar de encontrarme atascado en el medio, agobiado, estrujado por todas partes...
No fue así, de modo que tomé la ruta de los pioneros e intenté ganarme la vida sacándoles la pasta a los turistas terrestres en el Huso, el paraje principal de Venus.
Todo el mundo ha visto fotografías del Huso, como las ha visto del Coliseo y de las cataratas del Niágara. La diferencia es que el Huso sólo se puede ver desde dentro. Está situado bajo la superficie de Venus, en un lugar llamado Alfa Regio.
El Huso, como todas las cosas que merecen la pena en Venus, es un legado de los Heechees. Nadie ha logrado adivinar qué pretendían exactamente éstos cuando construyeron una cámara subterránea de trescientos metros de largo en forma de huso, pero ahí estaba. De modo que la utilizábamos. Era lo más parecido que había en Venus a Times Square o a los Campos Elíseos. Todos los turistas Terry pasaban por el Huso antes que nada, así que era allí donde empezábamos a desplumarlos.
Mi negocio de taxista aéreo es legal dentro de lo que cabe, comparado con otros negocios turísticos de Venus; al menos si no tenemos en cuenta que en realidad no hay mucho que ver en el planeta, aparte de lo que los Heechees dejaron allí, bajo la superficie. Los demás timos turísticos del Huso son bastante chuscos. A los Terry no parece importarles, aunque sin duda saben que los están enredando. Se cargan de molinillos de oraciones Heechees y de cabezas de muñecas, y de esos pisapapeles transparentes de plástico con un globo de Venus con curvas de nivel nadando en una especie de tormenta de nieve rojiza cuyos copos son diamantes de sangre, perlas de fuego y cenizas color ala de mosca, todo de pega. Ninguno de los recuerdos vale el impuesto por su transporte a la Tierra, pero a un turista que puede pagar el precio de un pasaje interplanetario no creo que le importe. A la gente como yo, que apenas estamos en condiciones de pagar el precio de nada, los timos turísticos nos importan mucho. Vivimos de ellos.
No quiero decir que les saquemos el dinero para extras. Me refiero a que gracias a ellos podemos pagar lo que cuesta la comida y el dormir, y si no podemos pagarlo, morimos.
No hay muchos sistemas legales de ganar dinero en Venus. Está el ejército, si es que se le puede llamar legal. El resto se basa en el turismo y en la suerte del bobo. Las posibilidades de topar con la suerte del bobo —ya sabéis, como ganar a la lotería, hacer un gran descubrimiento en los yacimientos Heechees o dar con un trabajo bien pagado en una de las expediciones científicas— son muy escasas. Para conseguir el pan y la mantequilla, casi toda la gente que vive en Venus depende de los turistas Terry, y si no los exprimimos al máximo lo tenemos claro.
Hay tres tipos de turistas. La diferencia entre ellos reside en la mecánica celeste.
La clase III es la más harapienta y fugaz. En la Tierra son gente bien, a secas. Los de la clase III acuden a Venus cada veintiséis meses, en fase de órbita Hohmann, aprovechando el mínimo circuito energético desde la Tierra. Debido a las ventanas del momento crítico de las órbitas Hohmann, nunca pueden quedarse en Venus más de tres semanas. Así que aparecen en viajes organizados, decididos a sacar el máximo partido de los doscientos cincuenta mil dólares —la tarifa mínima de una cabina— que sus abuelos ricos les han dado como regalo al graduarse, o que han ahorrado para una segunda luna de miel, o lo que sea. Lo malo es que normalmente no llevan mucho dinero para gastos, porque se lo han pulido todo en el viaje. Y lo bueno es que son muchos. Durante la estancia de las naves turísticas, todas las habitaciones de alquiler de Venus están ocupadas. A veces seis parejas comparten un único cubículo dividido, dos parejas por tanda, calentando la cama en turnos de ocho horas seguidas. Entonces la gente como yo se refugia en cabañas Heechees, en la superficie, y alquila sus habitaciones subterráneas. Con suerte se gana dinero suficiente para vivir unos cuantos meses.
Sin embargo, los de la clase III no dan para subsistir hasta la siguiente órbita Hohmann, así que cuando llegan los turistas de la clase II nos los disputamos con uñas y dientes.
Los de la clase II son más o menos ricos, lo que podríamos llamar millonarios pobres, gente cuya renta anual se sitúa al principio de las siete cifras. Pueden permitirse venir en órbitas de alto consumo energético, un viaje que dura unos cien días, en lugar de aprovechar la larga y lenta deriva Hohmann. El precio asciende a un millón de dólares como mínimo, así que no abundan los turistas de la clase II, ni mucho menos. Pese a todo, casi cada mes se dejan caer unos cuantos, cuando las conjunciones orbitales son mínimamente favorables. Además, cuando llegan a Venus tienen dinero para gastar. Lo mismo sucede con otros turistas de la clase II, también bastante ricos, que esperan las cuatro o cinco ocasiones en una década en que la balística de los planetas propicia una configuración de baja energía que les permite alcanzar tres planetas mediante una órbita cuyo coste energético no es mucho mayor que el del viaje directo de la Tierra a Venus. Si tenemos suerte, primero vienen a Venus y después continúan hacia Marte (¡como si en Marte hubiera algo que hacer!). En caso de que viajen en sentido contrario, nos llegan las sobras de las colonias marcianas. Mal asunto, porque las sobras nunca son gran cosa.
En cambio, los ricos de verdad... ¡Ah, los ricos de verdad! ¡La clase I es una maravilla! Vienen cuando quieren, estemos en fase orbital o no, y ésos sí que gastan.
Cuando mi contacto en la plataforma de aterrizajes me informó de la llegada de la
Yuri Gagarin
en vuelo privado, empecé a olfatear la pasta.
Quienquiera que viajase en ella ofrecía buenas perspectivas. La temporada había acabado para todo el mundo excepto para los ricos de verdad. La única duda que me asaltó fue cuántos de mis competidores intentarían rebanarme el pescuezo para hacerse con los pasajeros de la
Gagarin
antes que yo... mientras yo hacía lo posible por rebanarles el suyo.
Me resultaba vital, porque precisamente entonces tenía un problema de fondos muy feo.
El negocio de taxista aéreo requiere mucho más capital que, pongamos por caso, abrir un puesto de molinillos de oración. Tuve la suerte de poder comprar mi aerotaxi por poco dinero cuando murió el tipo para el que trabajaba. No tenía mucha competencia: un par de los que habrían estado en condiciones de rivalizar conmigo estaban fuera de servicio por reparación, y un par más se habían ido a buscar yacimientos Heechees por su cuenta.
Así pues, no me iba a costar mucho quedarme casi para mí solo con los pasajeros de la
Gagarin
, quienesquiera que fuesen... suponiendo que les apeteciese salir del laberinto de túneles Heechees y dar una vuelta por los alrededores del Huso.
Quería creer que les apetecería porque necesitaba el dinero con urgencia. Veréis, padecía una pequeña afección hepática y la cosa iba de mal en peor. Por lo que me habían explicado los médicos, tenía tres opciones: volver a la Tierra y vivir un tiempo gracias a la diálisis, sacar de donde fuese el dinero para un trasplante o morir.
El tipo que había alquilado la
Gagarin
se llamaba Boyce Cochenour. Aparentaba unos cuarenta años, medía unos dos metros y era de ascendencia americana-franco-irlandesa.
Enseguida adiviné que se trataba de uno de esos hombres acostumbrados a mandar dondequiera que estén. Lo vi acercarse al Huso con actitud de ser el dueño del lugar y de cuanto éste contenía, y de estar pensando en liquidar sus propiedades. Se sentó en el café de Sub Vastra, que recordaba a una mezcla de bulevar parisiense y paseo Heechee.
—Un escocés —pidió sin mirar siquiera si alguien lo atendía. Pero sí. Vastra se apresuró a verter John Begg sobre el hielo superrefrigerado y se lo tendió, crepitante de frío y adormecedor para los labios—. Un pitillo —añadió. La chica que lo acompañaba encendió un cigarrillo al instante y se lo pasó—. Qué tugurio de mala muerte —comentó mientras echaba un vistazo alrededor, y Vastra se desvivió por demostrarle que estaba de acuerdo.
Me senté junto a ellos... bueno, no en la misma mesa. Ni siquiera miré en su dirección. Sin embargo, desde la mesa de al lado alcanzaba a oír la conversación. Vastra tampoco me miró, aunque, como es lógico, me había visto llegar y sabía que había echado el ojo a aquellos objetivos tan prometedores. Dejé que su esposa número tres me atendiera en lugar del propio Vastra, porque estaba claro que él no iba a perder el tiempo con una rata de túnel, teniendo una nave Terry en la mesa.
—Lo de siempre —dije, lo que significaba una bebida suave, puro álcali—. Y una copia de tus informes —agregué en voz más baja. Sus ojos centellearon por encima del velo de coqueteo, indicándome que había comprendido. Qué zorrita más mona. Le di unas palmaditas en la mano con gesto amistoso y le puse en la misma un billete enrollado; a continuación se fue.
El Terry estaba echando un vistazo al entorno, yo incluido. Lo miré, educado pero distante. Él me saludó con un ligero movimiento de la cabeza y se volvió hacia Subhash Vastra.