A un paso no más rápido del que Flood podía avanzar cojeando, lo cual no era muy rápido en verdad, recorrieron el camino que llevaba a Osrung, bajo la llovizna. Únicamente contaban con la antorcha de Reft, que se iba consumiendo poco a poco, para ver todo cuanto les rodeaba unos cuantos pasos por delante: el barro plagado de surcos y unas cuantas cosechas arrasadas a ambos lados, así como las caras de niño asustadas de Brait y Colving y el rostro boquiabierto y bobalicón de Stodder. Todos tenían la mirada clavada en la ciudad, en ese conjunto de luces apiñadas ahí delante, en ese paisaje oscuro, que acariciaban las pesadas nubes con su tenue fulgor. Todos aferraban con fuerza lo que pasaban por ser armas en ese reducido grupo de pordioseros. Como si fueran a luchar de inmediato. Hacía tiempo que habían concluido los combates de aquel día y ellos se los habían perdido.
—¿Por qué nos han dejado en la retaguardia? —protestó Beck.
—Porque yo tengo mal una pierna y vosotros muy poca experiencia, so necio —le espetó Flood, mirando hacia atrás.
—¿Cómo vamos a coger experiencia si nos dejan atrás?
—Así cogerás experiencia en el noble arte de lograr que no te maten, lo cual es una cosa jodidamente buena en la que coger experiencia, en mi opinión.
Beck no le había preguntado su opinión. El respeto que sentía por Flood iba menguando a cada kilómetro que marchaban juntos. Ese viejo capullo sólo parecía preocuparse por mantener al grupo de muchachos que lideraba lejos de los combates y por ocuparlos con tareas tan idiotas como cavar, llevar cosas de aquí para allá y encender fuegos. De eso y de mantener calentita su pierna. Si Beck hubiera querido hacer tareas propias de mujeres, se habría quedado en la granja y así se habría ahorrado unas cuantas noches al raso. No, él había venido a luchar, a labrarse una reputación y hacer cosas sobre las que se escribirían canciones. Justo cuando estaba a punto de expresar su frustración, Brait le tiró de una manga al mismo tiempo que señalaba hacia el frente.
—¡Hay alguien ahí delante! —chilló.
Beck divisó unas sombras que se desplazaban en la oscuridad y, hecho un manojo de nervios, buscó a tientas su espada. Entonces, la luz de la antorcha iluminó tres cosas que colgaban de un árbol por unas cadenas. Esas cosas estaban calcinadas y la rama crujía levemente mientras giraban.
—Desertores —dedujo Flood, sin apenas variar la cadencia de sus zancadas, que era lenta por culpa de su cojera—. Los han colgado y quemado.
Beck los contempló detenidamente al pasar junto a ellos. Prácticamente, ya no parecían hombres, sólo madera calcinada. El del medio quizá llevara un cartel colgado al cuello, pero no se veía bien porque estaba muy quemado; además, eso daba igual, ya que Beck no sabía leer.
—¿Por qué los han quemado? —preguntó Stodder.
—Porque, hace mucho, Dow el Negro desarrolló cierto gusto por el olor a hombre a la brasa y no se le ha quitado.
—Es una advertencia —susurró Reft.
—¿Sobre qué?
—Sobre que no hay que desertar —respondió Flood.
—Serás idiota —apostilló Beck, en gran parte porque el hecho de ver esas extrañas cenizas con forma de hombre estaba poniendo muy nerviosos a todos—. Nadie se merece más acabar así que un cobarde, en mi…
De repente, se oyó otro chillido; esta vez, se trataba de Colving, Beck hizo ademán de desenvainar su espada de nuevo.
—Calma. Sólo es gente de la ciudad.
Reft alzó un poco más su antorcha y, acto seguido, ésta iluminó un puñado de rostros teñidos de una honda preocupación.
—¡No llevamos nada valioso encima! —exclamó un anciano que encabezaba aquel grupo y que agitaba sus huesudas manos—. ¡No llevamos nada valioso encima!
—¡No queremos nada de vosotros! —replicó Flood, señalando con el pulgar hacia atrás—. Seguid vuestro camino.
El grupo pasó junto a ellos. La mayoría eran ancianos, aunque también había algunas mujeres y un par de críos. Unos niños más jóvenes incluso que Brait, que acababan de aprender a hablar, como quien dice. Todos portaban pesados paquetes y demás cachivaches, un par de ellos empujaban unas carretillas chirriantes repletas de basura. Llevaban pieles a las que apenas quedaba pelaje, herramientas viejas y enseres para cocinar. El tipo de cosas que uno podría haber sacado de la casa de la madre de Beck.
—Se llevan lo que pueden —observó Colving, con un tono de voz muy agudo.
—Saben lo que se les viene encima —afirmó Reft.
Osrung emergió poco a poco de la noche, con su empalizada de maderos cubiertos de musgo y sumamente afilados, con su alta torre de piedra, que se alzaba amenazadora sobre una entrada vacía, en cuyas estrechas ventanas podían divisarse luces. Unos hombres huraños, armados con lanzas, vigilaban aquel lugar con los ojos entornados a causa de la lluvia. Algunos jóvenes mozalbetes estaban cavando una enorme fosa, bajo la luz de unas pocas antorchas montadas sobre unos postes, y se hallaban cubiertos de barro bajo la llovizna.
—Mierda —susurró Colving.
—Por los muertos —chilló Brait.
—Sí que hay muertos, sí —replicó Stodder, cuyo grueso labio pendía grotescamente.
Beck no era capaz de pronunciar palabra. Lo que había dado por supuesto que era una pila de arcilla blanca o algo así era en realidad una pila de cadáveres. En su día, había visto el cadáver de Gelda, un hombre de la parte alta del valle, tumbado en el suelo a la espera de ser enterrado tras haberse ahogado en el río y no le había dado demasiada importancia, incluso se había creído que era un tipo muy duro por no habérsela dado, pero esto era muy distinto. Todos esos cuerpos resbaladizos por la lluvia tenían un aspecto muy extraño, los habían desnudado y tirado junto a la fosa, unos con la cara hacia arriba, otros hacia abajo. Se tuvo que convencer a sí mismo que se trataba realmente de seres humanos y el mero hecho de pensarlo hizo que se mareara. Pudo distinguir rostros en aquel amasijo, o fragmentos de rostros. Manos, brazos y pies se mezclaban ahí como si conformaran una única criatura monstruosa. No quiso ni imaginarse cuántos cadáveres podía haber ahí. Vio que, en una pierna que sobresalía del resto, había abierta una herida a la altura del muslo tan enorme y oscura como una descomunal boca. No parecía real. Entonces, uno de los muchachos que estaba cavando se detuvo por un momento, aferrando con fuerza una pala en sus blancas manos mientras ellos pasaban junto a él. Tenía la boca retorcida, como si se hallara a punto de echarse a llorar.
—Vamos —les espetó Flood, encabezando la marcha.
Los guió a través del arco de la entrada, de las puertas rotas que se encontraban apoyadas contra la valla por dentro. Un descomunal tronco de árbol yacía cerca, cuyas ramas habían cortado para que fueran manejables y cuyo pesado extremo, que estaba repleto de arañazos relucientes, había sido afilado y recubierto con hierro forjado negro.
—¿Crees que utilizaron esto como ariete? —susurró Colving.
—Supongo —contestó Reft.
Había algo raro en esa ciudad, algo que alteraba los nervios. Algunas casas se encontraban cerradas a cal y canto, otras tenían las ventanas y puertas abiertas de par en par, a través de las cuales sólo se divisaba oscuridad. Unos cuantos hombres barbudos de mirada torva se hallaban sentados delante de una de ellas y se pasaban una petaca de unos a otros. A la entrada de un callejón se habían escondido unos niños cuyos ojos refulgieron en las sombras en cuanto la antorcha pasó junto a ellos. Por doquier se escuchaban extraños sonidos. Estrépito y tintineos. Golpes sordos y gritos. Además, varios grupos de hombres corrían raudos entre los edificios, con antorchas y las hojas de sus armas centelleando en las manos, todos ellos se desplazaban ansiosos y a un buen ritmo.
—¿Qué ocurre? —inquirió Stodder, con el tono de voz tan estúpido e insoportable con el que solía hablar.
—Están saqueando un poco.
—Pero… ¿esta ciudad no es nuestra?
Flood se encogió de hombros.
—Han luchado por ella. Algunos de ellos han muerto por conquistarla. Así que no piensan irse con las manos vacías.
Un Cari, con un enorme bigote, que se hallaba sentado bajo unos aleros que lo protegían de la lluvia y tenía una botella en la mano, les sonrió burlonamente al verlos pasar. Junto a él, yacía un cadáver en la entrada de la casa, que se encontraba medio dentro y medio fuera del edificio, y cuya parte posterior de la cabeza era una masa informe reluciente. Beck no pudo precisar si era alguien que había vivido en esa casa o alguien que había luchado en ella. Ni siquiera podía precisar si era hombre o mujer.
—Qué callado estás de repente —afirmó Reft.
Pese a que Beck quiso contestar con alguna réplica ingeniosa, lo único que acertó a decir fue:
—Sí.
—Esperad aquí —les dijo Flood, quien se acercó cojeando hacia un hombre ataviado con una capa roja, que señalaba a los Caris si tenían que ir para aquí o para allá. También podían verse las siluetas de algunas personas que estaban sentadas de mala manera en un callejón cercano, con las manos atadas y los hombros caídos bajo la llovizna.
—Son prisioneros —aseveró Reft.
—Pues no parecen muy distintos de nuestros hombres —comentó Colving.
—Pues no —replicó Reft, mirándolos con el ceño fruncido—. Supongo que serán algunos de los muchachos del Sabueso.
—Salvo ése —afirmó Beck—. Ese es de la Unión.
Aquel hombre tenía una venda en la cabeza y vestía con una chaqueta de la Unión bastante rara, una de sus mangas rojas estaba desgarrada y la piel que se veía por debajo estaba llena de rozaduras, la otra manga tenía una especie de elegante dibujo hecho con hilo dorado alrededor del puño.
—Bien —dijo Flood, al mismo tiempo que regresaba—. Vais a vigilar a estos prisioneros mientras me informo de qué tendremos que hacer mañana. ¡Aseguraos de que no muera nadie, ni ninguno de ellos, ni ninguno de vosotros!
Esto último lo dijo gritando mientras se alejaba por esa calle.
—Ahora tenemos que vigilar a unos prisioneros —se quejó Beck y, entonces, las llamas de su amargura volvieron a avivarse en parte al contemplar los rostros abatidos de los prisioneros.
—Supongo que te mereces que te asignen una tarea mucho mejor, ¿verdad? —el hombre que hizo esa pregunta tenía pinta de loco y llevaba una enorme venda manchada de marrón alrededor de la tripa que presentaba una mancha roja más fresca en el medio; además, tenía los tobillos y las muñecas atados—. ¡Menuda panda de inútiles, pero si ni siquiera os habéis ganado una reputación y un apodo!
—Cállate, Pies Cruzados —gruñó otro de los prisioneros, que apenas alzó la mirada.
—¡Cállate
tú
, imbécil! —le espetó Pies Cruzados, lanzándole una mirada como si estuviera dispuesto a hacerle picadillo con sus dientes—. Pase lo que pase esta noche, la Unión llegará aquí mañana. Entonces, habrá más cabrones de esos aquí que hormigas en una colina. También vendrá el Sabueso y ya sabéis quién lo acompañará, ¿verdad?
Beck se ruborizó. Nueve el Sanguinario había asesinado a su padre. Lo había matado en un duelo con su propia espada. La espada que ahora tenía envainada.
—Eso es mentira —chilló Brait, quien parecía tremendamente asustado, a pesar de que iban armados y de que esos prisioneros se encontraban atados fuertemente—. ¡Dow el Negro mató a Nuevededos hace años!
Pies Cruzados siguió observándole con su sonrisa de tarado.
—Ya lo veremos mañana, cabroncete. Ya…
—Dejadlo en paz —ordenó Beck.
—¿Eh? ¿Cómo te llamas?
Beck se acercó y le propinó una patada en sus partes a Pies Cruzados.
—¡Éste es mi apodo! —exclamó, sin dejar de darle patadas mientras el blanco de sus iras se encogía y su furia aumentaba—. ¡Éste es mi apodo! Éste es mi puto apodo, ¿ya lo has oído bastante?
—Lamento interrumpir.
—¿Qué? —gruñó Beck, volviéndose con los puños apretados.
Un hombre enorme se encontraba tras él, era media cabeza más alto que Beck, tal vez, y llevaba una piel sobre los hombros que relucía bajo la lluvia. La cicatriz más enorme y espantosa que Beck había visto jamás le recorría por entero un lado de la cara; en la cuenca de ese lado no había un ojo, sino una bola de metal inerte.
—Soy Escalofríos —dijo con un susurro muy grave.
—Ya —replicó Beck con voz ronca, quien había escuchado historias sobre él, como todo el mundo. Se decía que Escalofríos se encargaba de las tareas que Dow el Negro consideraba demasiado siniestras como para hacerlas con sus propias manos. Se decía que había luchado en Pozo Negro, y en el Cumnur, y en Dunbrec, y en las Altas Cumbres, que había luchado junto a Rudd Tresárboles y el Sabueso. Y también con Nueve el Sanguinario. Se decía que había viajado al sur, atravesando el mar, donde había aprendido hechicería. Que había cambiado uno de sus ojos voluntariamente por otro de plata, que había forjado una bruja, a través del cual podía ver lo que pensaba un hombre.
—Me envía Dow el Negro.
—Sí —susurró Beck, con los pelos como escarpias.
—Quiere que me lleve a uno de éstos. A un oficial de la Unión.
—Supongo que te refieres a éste —dijo Colving, quien propinó un leve puntapié al hombre de la manga desgarrada, el cual gruñó.
—¡Pero si es el perrito faldero de Dow el Negro! —exclamó Pies Cruzados con una sonrisa, que dejó a la vista unos dientes brillantes manchados de rojo, mientras sus vendas también iban adquiriendo el mismo color—. ¿Por qué no ladras, eh, Escalofríos? ¡Ladra, cabrón!
Beck no se lo podía creer. Ninguno de ellos era capaz de creerse lo que estaba viendo. Quizá ese hombre reaccionaba así porque sabía que iba a morir por esa herida en la tripa y se había vuelto loco.
—Eh —Escalofríos tiró de sus pantalones hacia arriba para poder agacharse con más facilidad, a la vez que pisaba con fuerza la tierra del suelo. En cuanto se inclinó, ya tenía un cuchillo en la mano. Uno pequeño, cuya hoja no era más grande que el dedo de un hombre y que centelleaba con unos reflejos rojos, naranjas y amarillos—. Así que sabes quién soy, ¿eh?
—¡Sí, eres Escalofríos y a mí un perro no me asusta!
Escalofríos arqueó una ceja, la que tenía sobre el ojo bueno. La que tenía encima de su ojo metálico no se movía mucho, la verdad.
—Vaya, aquí tenemos un héroe.
Al instante, le clavó la hoja en la pantorrilla a Pies Cruzados. Aunque no apretó con mucha fuerza, sino con la misma con la que Beck podría haber dado un golpecito a su hermano con un dedo para despertarlo en una gélida mañana. El cuchillo se le quedó clavado en la pierna, en silencio, y, a continuación, se lo extra jo. Pies Cruzados gruñó y se retorció.