Una risotada sacudió a la multitud, suficiente como para avivar las llamas de la rabia en el interior de Calder. Apretó los dientes y alzó su espada. Si uno no estaba atacando, ya estaba perdiendo. Se arrojó sobre Dow, pero el suelo estaba tan resbaladizo que apenas pudo tomar impulso. Dow se limitó a volverse de costado y atrapó la bamboleante espada de Calder con su hoja, de tal manera que sus empuñaduras acabaron chocando.
—Eres tan débil —susurró Dow, quien apartó a Calder de un empujón igual que un hombre podría espantar a una mosca, obligándole a patalear inútilmente sobre el barro.
Los hombres del lado de Dow se mostraron mucho menos caritativos que Hansul. Un escudo golpeó a Calder en la nuca y lo envió de bruces al suelo. Por un momento, no pudo ver, no pudo respirar y sintió un hormigueo por toda la piel. Después, intentó ponerse de pie, a pesar de que se sentía como si las extremidades le pesasen una tonelada. El círculo de barro daba vueltas a su alrededor y las voces burlonas le parecieron atronadoras e inconexas.
Ya no sostenía su espada. Estiró el brazo para recogerla. Un pie enfundado en una bota descendió con suma rapidez y le aplastó la mano contra el frío barro, salpicándole la cara. Calder jadeó, más de la sorpresa que del dolor. A continuación, volvió a jadear, esta vez decididamente de dolor, en cuanto Dow retorció el tacón, aplastando más aún los dedos de Calder.
—¿Príncipe del Norte? —la punta de la espadas de Dow pinchó el cuello de Calder, obligándolo a volver la cara hacia el despejado cielo y a arrastrarse indefenso a cuatro patas—. Eres una vergüenza, muchacho —Calder jadeó mientras le forzaba a echar la cabeza hacia atrás con la punta de su acero y le dejaba un corte doloroso en mitad de la barbilla.
Dow se alejó trotando y alzó los brazos, con la clara intención de prolongar el espectáculo. Tras él, medio círculo de caras burlonas, lascivas y feroces, asomaban tras los escudos, todas ellas gritando: «Dow… el Negro… Dow… el Negro…». Tenways coreaba alegremente ese cántico, y Dorado y Escalofríos se limitaban a fruncir el ceño mientras a sus espaldas las armas se alzaban al mismo compás.
Calder sacó su mano temblorosa del barro. Por lo que pudo ver, mientras las gotas de sangre de su barbilla caían sobre ella, no todas las articulaciones de sus dedos se encontraban donde debían.
—¡Levanta! —oyó decir a alguien de modo apremiante a sus espaldas. Tal vez fuera Pálido como la Nieve—. ¡Levanta!
—¿Para qué?—susurró hacia el suelo. Qué vergüenza sentía. Un viejo matón iba a matarlo para regocijo de esos imbéciles que aullaban y lo acorralaban. No podía decir que no se lo mereciera, pero eso no lo convertía en algo más apetecible ni tampoco menos doloroso. Sus ojos recorrieron el círculo, buscando desesperadamente una salida. Pero no había modo de escapar de aquella espesura de botas, puños, bocas torcidas y escudos. Ninguna salida salvo matar o morir.
Respiró hondo unas cuantas veces hasta que el mundo dejó de darle vueltas y, a continuación, sacó su espada de entre el barro con la mano izquierda mientras se ponía muy lentamente en pie. Probablemente, debería haber fingido que se hallaba extremadamente débil, pero no sabía cómo podía parecer más débil de lo que ya se sentía. Agitó la cabeza para intentar librarse del aturdimiento. Tenía una oportunidad, ¿verdad? Debía atacar. Pero, por los muertos, ya estaba agotado. Por los muertos, cómo le dolía la mano rota y qué frialdad sentía en todo el brazo hasta el hombro.
Con una floritura, Dow lanzó su espada hacia arriba y la hoja giró en el aire, quedándose momentáneamente desprotegido en un alarde de arrogancia. Era el momento adecuado para que Calder atacara, para que se salvara y se ganara un lugar en las canciones. Tensó sus abotargadas piernas para saltar, pero, para entonces, Dow ya había cogido su espada al vuelo con la izquierda y volvía a estar preparado. Sin lugar a dudas, podía permitirse el lujo de alardear de su arrogancia. Se colocaron frente a frente mientras la multitud se iba quedando en silencio y la sangre goteaba de la barbilla de Calder para caerle serpenteando por el cuello.
—Según recuerdo, tu padre sufrió una muerte muy cruel —le espetó Dow—. Acabó con la cabeza destrozada en el círculo —Calder guardó silencio, pues estaba reservando su aliento para otro envite, mientras intentaba calcular la distancia que les separaba—. Apenas tenía ya cara cuando Nueve el Sanguinario acabó con él —sólo tenía que dar una buena zancada y lanzar un mandoble. Ahora, mientras Dow estaba distraído jactándose. Cuando dos hombres pelean, ambos tienen posibilidades de ganar. Dow sonrió—. Una muerte muy cruel. Pero no te preocupes…
Calder saltó. Los dientes le castañeteaban. Clavó la bota izquierda en el suelo, salpicando todo de barro a su alrededor, y trazó con su espada un potente arco ascendente hacia el cráneo de Dow. Se oyó un ruido similar al de una bofetada cuando Dow cogió con su mano derecha a Calder de la izquierda, aplastándole el puño alrededor de la empuñadura de su espada, mientras la hoja oscilaba inofensivamente hacia el cielo.
—… la tuya será peor —dijo Dow para terminar la frase.
Calder golpeó torpemente a Dow en el hombro con su mano rota, tratando inútilmente de agarrar la cadena de su padre. Sin embargo, todavía tenía entero el pulgar, cuya uña hundió en la marcada mejilla de Dow, gruñendo mientras intentaba clavársela en el agujero donde antaño había estado la oreja, y empujó con toda la decepción que había acumulado, con toda su desesperación y su ira, hasta hallar con la punta del dedo la cicatriz. Entonces, mostró los dientes mientras…
El pomo de la espada de Dow se hundió entre sus costillas con un ruido hueco y el dolor le recorrió por entero hasta llegar a las mismas raíces de su pelo. Probablemente, habría gritado si le hubiera quedado una pizca de aliento, pero lo había perdido en un único y violento resuello. Se tambaleó, encogido sobre sí mismo, mientras sentía cómo la bilis le inundaba la boca y colgaba en un hilillo de su labio ensangrentado.
—Te creías que eras un tipo
muy listo
—Dow lo levantó de un tirón con la mano izquierda para poder susurrarle directamente a la cara—. ¿Acaso creías que podrías vencerme? ¿En el círculo? Ahora ya no pareces tan inteligente, ¿verdad? —el pomo volvió a golpear las costillas de Calder justo mientras tomaba temblorosamente aliento, dejándole nuevamente resollando y tan flácido como un pellejo de oveja mojado—. ¿Verdad? —preguntó Dow hacia la multitud, que se rio, carcajeó y escupió, agitando los escudos y exigiendo sangre—. Sostenme esto —dijo Dow lanzándole su espada a Escalofríos, el cual la cogió al vuelo por la empuñadura.
—Levanta, cabrón —la mano de Dow se cerró en torno a la garganta de Calder, rápida y letalmente como un cepo para osos—. Por una vez en tu vida, levántate.
Dow enderezó a Calder, que ya era incapaz de sostenerse por sí solo, que ya era incapaz de mover la mano ilesa o la espada que aún sostenía inútilmente en ella, que ya era incapaz siquiera de respirar. Que te aplasten la tráquea es una experiencia singularmente desagradable. Calder se revolvió inútilmente. Tenía un regusto a vómito en la boca. Tenía la cara ardiendo, sí, ardiendo. El momento de la muerte siempre toma a todos por sorpresa, incluso cuando deberían haberlo visto venir. Siempre piensan que son especiales y, de algún modo, esperan recibir un indulto. Pero no hay nadie especial. Dow apretó aún con más fuerza, haciendo crujir los huesos del cuello de Calder. Éste sintió como si los ojos le fueran a saltar de sus órbitas. Todo parecía adquirir una luminosidad peculiar.
—¿Crees que esto es el fin? —sonrió Dow mientras levantaba a Calder más aún y alzaba prácticamente sus pies del barro—. Sólo acabo de empezar, cabr…
De repente, se oyó un golpe seco y la negra sangre salió volando a chorros hacia el cielo. Calder cayó hacia atrás torpemente y jadeó en cuanto sintió que su garganta y la mano en la que llevaba la espada habían quedado libres. Estuvo a punto de resbalar cuando Dow cayó sobre él antes de hundirse de bruces en el barro.
La sangre manaba de su cráneo partido, salpicando las destrozadas botas de Calder.
El tiempo se detuvo.
Todo el mundo dejó de hablar súbitamente, y el círculo quedó sumido en un repentino y tenso silencio. Todos los ojos se encontraban clavados en la herida del cráneo de Dow el Negro de la que manaba abundante sangre. Escalofríos se cernía sobre él en mitad de aquel mar de caras. En su puño llevaba la que en su día había sido la espada de Nueve el Sanguinario, cuya hoja gris se hallaba empapada y salpicada con la sangre de Dow el Negro.
—No soy un perro —afirmó.
Los ojos de Calder volaron hacia Tenways, igual que los de éste volaron hacia Calder. Los dos abrieron la boca para decir algo, mientras hacían sus cálculos. Tenways era un hombre de Dow el Negro. Pero Dow el Negro estaba muerto y todo había cambiado. El ojo izquierdo de Tenways se contrajo, sólo por una fracción de segundo.
Si a uno se le presenta la oportunidad, no debe dudar. Calder se abalanzó hacia delante. Prácticamente, se dejó caer con la espada por delante justo cuando Tenways agarraba la empuñadura de la suya y abría los ojos como platos. Intentó alzar su escudo, pero se le enganchó con el del hombre que tenía al lado y la hoja de Calder le abrió su cara marcada por ese sarpullido hasta la nariz, empapando de sangre al hombre que tenía al lado.
Lo que viene a demostrar que un mal luchador puede derrotar fácilmente a un guerrero excelente incluso con la mano izquierda. Siempre y cuando sea él el que tenga la espada desenvainada.
Beck miró a su alrededor en cuanto notó que Escalofríos se movía. Vio cómo alzaba su hoja y observó, con la piel de gallina, cómo Dow se derrumbaba al suelo. Hizo ademán de desenvainar su espada, pero Wonderful lo agarró de la muñeca antes de que pudiera hacerlo.
—No.
Beck parpadeó al ver que Calder se abalanzaba sobre él blandiendo su hoja. Se oyó un chasquido hueco y la sangre saltó a su alrededor, dejando una mancha en el rostro del muchacho. Éste intentó que Wonderful lo soltara para poder sacar su espada, pero la mano de Scorry lo agarró del brazo con el que sostenía el escudo y lo arrastró hacia atrás.
—Lo correcto es algo distinto para cada hombre —le susurró al oído.
Calder permaneció en pie, balanceándose, con la boca completamente abierta y el corazón latiéndole de tal manera que parecía que estaba a punto de reventarle la cabeza mientras sus ojos saltaban de rostro en rostro. Miró a los Caris salpicados con la sangre de Tenways. Miró a Dorado y a Cabeza de Hierro y a sus Grandes Guerreros. Miró a los propios guardias de Dow. Vio a Escalofríos en mitad de todos ellos, con la espada con la que había partido la cabeza de Dow todavía en la mano. En cualquier momento, el círculo estallaría en una orgía de violencia y nadie podría predecir quién saldría de allí con vida. Lo único seguro era que él no lo haría.
—¡Vamos! —exclamó con voz ronca, mientras daba un tambaleante paso hacia los hombres de Tenways. Con la única intención de acabar con eso de una vez por todas.
Pero éstos retrocedieron como si Calder fuese el mismísimo Skarling. No podía comprender por qué. Hasta que notó cómo una sombra se cernía sobre él. Acto seguido, sintió un enorme peso sobre su hombro. Tan pesado que estuvo a punto de lograr que le cedieran las rodillas.
Era la gigantesca mano del Extraño que Llama.
—El duelo ha terminado de un modo correcto —afirmó el gigante—, y también de manera justa, pues todo cuanto sirva para ganar es justo en la guerra, y la mayor victoria es aquella que necesita de menos golpes. Bethod fue el Rey de los Hombres del Norte. Por tanto, su hijo también debería serlo. Yo, el Extraño que Llama, Jefe de un Centenar de Tribus, apoyo a Calder el Negro.
Quizá el gigante pensara que quienquiera que estuviese al cargo debía tener el apelativo de «el Negro», o tal vez pensara que Calder se lo había ganado al vencer en ese combate o a lo mejor simplemente pensara que era el apodo más apropiado. ¿Quién podría saberlo? El caso es que resultaba pegadizo.
—Y yo —Reachey dio una palmadita a Calder en el otro hombro, con una amplia sonrisa dibujada en su cara en medio de su barba canosa— apoyo a mi hijo. A Calder el Negro.
Su suegro se había convertido ahora en su orgulloso padre y le brindaba todo su apoyo. Pues Dow había muerto y todo había cambiado.
—Y yo —Pálido como la Nieve dio un paso al frente desde el otro lado y, de repente, todas aquellas palabras que Calder había creído que habían caído en saco roto, todas aquellas semillas que había juzgado muertas y olvidadas, florecieron de manera sorprendente.
—Y yo —Cabeza de Hierro fue el siguiente en hablar y saludó a Calder asintiendo levemente mientras daba un paso al frente y dejaba atrás a sus hombres.
—Y yo —dijo Dorado, desesperado por impedir que su rival le cobrase ventaja—. ¡Yo también apoyo a Calder el Negro!
—¡Calder el Negro! —gritaban todos los hombres a su alrededor, impelidos por sus jefes—. ¡Calder el Negro! —todos competían entre ellos para ver quién gritaba más fuerte, como si la lealtad a aquella nueva y repentina manera de hacer las cosas pudiese ser demostrada mediante el volumen de sus voces—. ¡Calder el Negro! —como si aquello hubiese sido lo que todos deseaban desde un primer momento. Como si fuera lo que tanto habían estado esperando.
Escalofríos se acuclilló y pasó la enredada cadena por encima de la destrozada cabeza de Dow. A continuación se la ofreció a Calder, mientras pendía de uno de sus dedos. El diamante que su padre en su día había llevado pendía suavemente de él, convertido casi en un rubí por mor de la sangre.
—Me parece que has ganado —afirmó Escalofríos.
A pesar del enorme dolor que sentía, Calder encontró fuerzas para sonreír burlonamente.
—¿A que sí?
Los supervivientes de la docena de Craw se alejaron sigilosamente sin que nadie se percatara de ella, ya que gran parte de la multitud estaba centrada en intentar ver lo que estaba sucediendo ahí delante.
Wonderful seguía llevando agarrado a Beck del brazo y Scorry lo sujetaba por el hombro. Lo alejaron del círculo, hasta llevárselo lejos de un grupo de hombres de ojos enloquecidos que se afanaban en desmontar el estandarte de Dow y desgarrarlo entre todos. Yon y Flood los seguían de cerca. No eran los únicos que habían aprovechado las circunstancias para esfumarse. Mientras los Jefes Guerreros de Dow el Negro saltaban sobre su cadáver para besarle el culo a Calder el Negro, otros hombres se daban a la fuga. Hombres que podían percibir hacia dónde soplaba el viento y que pensaban que, si se quedaban, podría soplar con tanta fuerza que los llevara directamente de vuelta al barro. Esos hombres, que habían mantenido una relación muy estrecha con Dow o habían sido enemigos de Bethod, no tenían intención alguna de poner a prueba la piedad de su hijo.