Tunny tuvo que reprimir una risa burlona mientras los oficiales cortos de mollera, los aduladores y los cautos rompían filas y se internaban entre los árboles para preparar a sus soldados.
—¿Ha oído eso, Forest? Todos tendremos la oportunidad de ser héroes.
—Me conformaré con sobrevivir a este día, Tunny. Quiero que se adelante hasta el lindero y vigile el muro. Necesito a alguien experimentado ahí arriba.
—Oh, estoy curtido en mil batallas, sargento.
—Y probablemente lo aguarden muchas más, no lo dudo. Tan pronto como vea que los hombres del Norte se marchan, quiero que dé la señal. Otra cosa más, Tunny —éste se volvió—. No será el único que esté observando, así que mejor que no se le ocurran ideas raras. Todavía recuerdo lo que sucedió en aquella emboscada a las afueras de Shricta. O lo que no sucedió.
—No se encontró prueba alguna de negligencia y estoy citando literalmente al tribunal.
—«Citando literalmente al tribunal», menudo personaje está usted hecho.
—Sargento de primera Forest, me deja desolado que un colega como usted pueda tener una opinión tan pésima sobre mí y mi personalidad.
—¿Qué personalidad? —gritó Forest tras él mientras Tunny ascendía la colina entre los árboles. Yema se encontraba agazapado entre los arbustos, prácticamente en el mismo lugar donde habían estado agazapados toda la noche, escudriñando la orilla opuesta del arroyo por el catalejo de Tunny.
—¿Dónde está Worth? —Yema abrió la boca para contestar—. No, no hace falta que responda, me lo puedo imaginar. ¿Ha habido algún movimiento? —Yema volvió a abrir la boca—. Al margen del de los intestinos del soldado Worth, quiero decir.
—No, cabo Tunny.
—Espero que no le moleste que lo compruebe —al instante, le arrebató el catalejo sin esperar respuesta y observó con él la línea que conformaba el muro, pasado el arroyo colina arriba, hacia el este, donde desaparecía por encima de una elevación del terreno—. No es que dude de su experiencia… —no había nadie por delante de aquellas piedras, pero pudo ver numerosas lanzas por detrás, que destacaban ante el oscuro cielo.
—No hay ningún movimiento, ¿verdad, cabo?
—No, Yema —Tunny bajó el catalejo y se rascó el cuello—. Ningún movimiento.
Toda la división del general Jalenhorm, reforzada por dos regimientos de la de Mitterick, había formado filas en la suave pendiente de hierba y cáñamos que conducía hacia los bajíos. Se encontraban de cara al norte. Hacia los Héroes. Hacia el enemigo.
Al menos eso lo hemos hecho bien.
Gorst nunca había visto tantas fuerzas desplegadas para una batalla en un mismo momento y lugar; las formaciones desaparecían en la oscuridad y la lejanía a ambos lados. Por encima de la soldadesca, sobresalía un bosque de lanzas y de picas, los gallardetes de las compañías ondeaban y, en un lugar cercano, el dorado estandarte del Octavo Regimiento del Rey se desplegaba mecido por la brisa, mostrando orgullosamente varias generaciones de honores ganados en batalla. Las lámparas proyectaban una luz que resaltaba unos rostros solemnes y hacía centellear el afilado acero. Aquí y allá, unos oficiales a caballo, con sus espadas al hombro, esperaban recibir las órdenes para transmitirlas. Asimismo, un puñado de los desarrapados hombres del Norte del Sabueso aguardaban cerca de la orilla, observando aquella multitud de militares.
El general Jalenhorm vestía para la ocasión con algo que era más una obra de arte que una armadura: portaba un peto de acero reluciente como un espejo, grabado por delante y por detrás con soles dorados cuyos incontables rayos se convertían en espadas, lanzas y flechas, que se entrelazaban con guirnaldas de roble y laurel de exquisita factura.
—Deséeme suerte —murmuró, después espoleó a su caballo y lo condujo sobre los guijarros hacia la primera línea.
—Buena suerte —susurró Gorst.
Los hombres estaban tan callados que incluso se pudo escuchar el débil tintineo de la espada de Jalenhorm al ser desenvainada.
—¡Hombres de la Unión! —atronó, alzándola bien alto—. ¡Hace dos días, muchos de ustedes estuvieron entre aquellos que sufrieron una derrota a manos de los hombres del Norte! ¡Entre aquellos que fueron expulsados de la colina que vemos frente a nosotros! ¡La responsabilidad de lo acaecido aquel día fue completamente mía! —Gorst oyó cómo las palabras del general eran pronunciadas por otras voces. Los oficiales estaban repitiendo la arenga para aquellos que se encontraban demasiado lejos como para oír el discurso de su fuente original—. Espero, y confío, que hoy me ayudarán a ganarme la redención. Ciertamente, me siento muy orgulloso de haber recibido el honor de dirigir a unos hombres como ustedes. A unos hombres valientes de Midderland, de Starikland, de Angland. ¡A los valientes hombres de la Unión!
La disciplina castrense prohibía que nadie gritase, pero, aun así, una suerte de murmullo se alzó entre las filas. Incluso Gorst notó que él mismo alzaba la barbilla, henchido de orgullo patriótico.
Se nos humedecen los ojos con tanto patrioterismo barato. Incluso a mí, que sé perfectamente de qué va esto.
—¡La guerra es terrible! —el caballo de Jalenhorm piafó sobre los guijarros y el general tuvo que tirar de las riendas para poder controlarlo—. ¡Pero la guerra es también maravillosa! En la guerra, un hombre puede averiguar lo que es y cómo es verdaderamente. Incluso lo que podría llegar a ser. La guerra nos muestra lo peor de los hombres: ¡su avaricia, su cobardía, su salvajismo! Pero también nos muestra lo mejor: ¡nuestro coraje, nuestra fuerza, nuestra piedad! ¡Muéstrenme hoy lo mejor de ustedes mismos! O mejor aún: ¡muéstrenselo al enemigo!
Se produjo una breve pausa mientras unas voces distantes repetían aquella última frase y diversos miembros de la plana mayor de Jalenhorm hacían saber que la arenga había llegado a su fin. Después, los hombres alzaron los brazos como si fueran uno solo y profirieron una atronadora aclamación. Gorst se dio cuenta al cabo de un momento de que también él estaba sumándose a aquella algarabía con su voz aguda y dejó de gritar. El general siguió sentado a lomos de su caballo con la espada levantada en señal de reconocimiento, después dio la espalda a sus hombres y cabalgó hacia Gorst, mientras su sonrisa se iba desdibujando.
—Buen discurso. Para lo que suelen ser estas cosas —el Sabueso estaba encorvado sobre la baqueteada silla de montar de su jamelgo, mientras se soplaba en las manos ahuecadas.
—Gracias —respondió el general tirando de las riendas—. Simplemente he intentado decir la verdad.
—La verdad es como la sal. Los hombres siempre quieren saborearla, pero si toman demasiada, enferman —el Sabueso les sonrió a los dos. Pero ninguno respondió a su sonrisa —Por cierto, bonita armadura.
Jalenhorm bajó la mirada, con cierta incomodidad, hacia su magnífico peto.
—Es un regalo del rey. Con anterioridad, nunca había encontrado la ocasión adecuada para ponérmela… —
Pero si uno no hace desfuerzo de ponerse sus mejores galas cuando va a cabalgar hacia su destino, entonces, francamente, ¿cuándo lo va a hacer?
—Bueno, ¿cuál es el plan? —preguntó el Sabueso.
Jalenhorm abarcó con el brazo a toda su división, que permanecía a la espera.
—El Octavo y el Decimotercero de Infantería del Regimiento de Stariksa irán en cabeza —
hace que todo esto suene como un baile de boda. Sospecho que las bajas serán más elevadas que nunca
—. El Decimosegundo y los Voluntarios de Adua se encargarán de la segunda oleada —
como olas que rompen en la playa y se deshacen en la arena y son olvidadas
—. Los restos del Regimiento Rostod y del Sexto les seguirán en reserva —
restos, restos. Todos seremos restos, a su debido tiempo.
El Sabueso resopló mientras observaba la multitud de soldados.
—Bueno, en cualquier caso no va falto de efectivos —
oh, no, y tampoco nos faltará barro en el que enterrarlos.
—Primero, cruzaremos los bajíos —Jalenhorm señaló entonces hacia los retorcidos canales y bancos de arena con su espada—. Supongo que el enemigo tendrá hombres ocultos en la orilla más lejana dispuestos a iniciar una escaramuza.
—Sin duda alguna —dijo el Sabueso.
A continuación, la espada apuntó hacia las hileras de manzanos, que comenzaban a verse en un terreno en desnivel entre el agua centelleante y la base de la colina.
—Esperamos encontrar alguna resistencia en los manzanos —
aunque lo de «alguna» seguro que se queda corto, supongo.
—Puede que consigamos obligarles a salir de su escondite entre los árboles.
—Pero no cuenta con más de unas decenas de hombres allí.
El Sabueso guiñó un ojo.
—En la guerra hay cosas que importan más que los números. Ya tengo un par de muchachos ocultos al otro lado del río. Una vez haya cruzado, limítese a darnos una oportunidad de atacar. Si somos capaces de espantados, estupendo. Si no, usted no pierde nada.
—Muy bien —replicó Jalenhorm—. Estoy dispuesto a seguir cualquier curso de acción que pueda salvar vidas —
aunque así esté ignorando el hecho de que todo este asunto de la guerra se basa en masacrar
—. Una vez tengamos controlados los manzanos… —su espada ascendió implacablemente por la desnuda ladera de la colina, señalando las piedras más pequeñas de la estribación sur y, después, las más grandes de la cima, que brillaban con un ligero destello naranja bajo la luz de las mortecinas fogatas. A continuación, se encogió de hombros y dejó caer la espada—. Ascenderemos por la colina.
—¿Cómo que ascenderemos por la colina? —preguntó el Sabueso, arqueando las cejas.
—Eso mismo.
—Joder —replicó el Sabueso. Gorst sólo pudo mostrar su acuerdo con él en silencio—. Llevan ya dos días ahí. Dow el Negro puede ser muchas cosas, pero no es estúpido, estará preparado. Habrá plantado estacas y cavado zanjas. Tendrá hombres apostados en los muros y salvas de flechas listas…
—Nuestro propósito no es necesariamente hacerles retroceder —le interrumpió Jalenhorm, esbozando una mueca como si las flechas estuvieran lloviendo ya sobre él—, sino inmovilizarlos mientras el general Mitterick por la izquierda y el coronel Brock por la derecha rompen sus flancos.
—Ya —dijo el Sabueso, dominado por una cierta incertidumbre.
—Pero esperamos poder lograr mucho más que eso.
—Ya, pero, quiero decir… —el Sabueso respiró hondo y contempló la colina con el ceño fruncido—. Joder —
no creo que yo hubiera podido expresarlo mejor
—. ¿Está usted seguro?
—Mi opinión no cuenta en este caso. El plan es del Mariscal Kroy, quien sigue las órdenes del Consejo Cerrado y los deseos del rey. Mi responsabilidad consiste en elegir el momento oportuno para llevarlo a cabo.
—Bueno, si tiene que hacerlo, yo no esperaría mucho más —el Sabueso se despidió de ellos asintiendo levemente con la cabeza; después, le dio media vuelta a su jamelgo—. Creo que dentro de poco empezará a llover. ¡Y mucho!
Jalenhorm escudriñó el cielo plomizo, que se hallaba lo suficientemente iluminado como para poder ver las nubes que lo atravesaban rápidamente, y suspiró.
—De mí depende elegir el momento para cruzar el río, los manzanos y subir la colina. Simplemente, debemos dirigirnos al norte. Eso es algo que debería hallarse al alcance de mi capacidad, me parece a mí —entonces, permanecieron sentados en silencio sobre sus monturas un momento—. Deseaba por todos los medios hacer lo correcto, pero he demostrado que… no soy el mejor estratega en el ejército de Su Majestad —suspiró de nuevo—. Al menos, todavía puedo dirigir la batalla desde la vanguardia.
—Con el mayor de los respetos, ¿me permitiría sugerirle que permaneciese en retaguardia?
Jalenhorm volvió violentamente la cabeza, atónito.
¿Ante mis palabras o por haberme oído pronunciar más de tres seguidas? La gente me habla como si estuvieran hablando con una pared y esperan que hable tanto como una pared.
—Su preocupación por mi seguridad es conmovedora, coronel Gorst, pero…
—Llámeme Bremer —
bien podría morir ahora con una persona que conoce por fin mi nombre de pila.
Los ojos de Jalenhorm se abrieron aún más. Después, mostró una ligera sonrisa.
—Es realmente conmovedora, Bremer, pero me temo que no puedo ni planteármelo. Su Majestad espera…
Que le den a Su Majestad.
—Es usted un buen hombre —
aunque también un completo incompetente
—. Pero en la guerra no hay lugar para los hombres buenos.
—Disiento respetuosamente, en ambos casos. La guerra es una oportunidad maravillosa para redimirse —Jalenhorm entornó los ojos hacia los Héroes, que ahora parecían hallarse tan cerca, pues sólo había que cruzar el río—. Si uno sonríe ante las fauces del peligro, se desenvuelve bien y defiende su terreno, entonces, viva o muera, se habrá redimido. La batalla puede… purificar a un hombre, ¿verdad? —
No. Si uno se baña en sangre, lo único que consigue es mancharse de sangre
—. Basta mirarle a usted. Puede que yo sea un buen hombre o no, pero usted es sin duda un héroe.
—¿Yo?
—¿Quién si no? Hace dos días, aquí, en estos mismos bajíos, cargó usted solo contra el enemigo y salvó mi división. Es un hecho incontestable, yo mismo fui testigo de parte de esa proeza. Y ayer estuvo en el Puente Viejo, ¿verdad? —señaló el general, mientras Gorst arrugaba el entrecejo—. Dirigió un asalto cuando los hombres de Mitterick estaban atascados en la mierda, un asalto que bien podría hacernos ganar esta batalla de hoy. Es usted toda una inspiración, Bremer. Demuestra que un solo hombre todavía puede valer algo en medio de… todo esto. No tendría por qué estar aquí para luchar hoy y, sin embargo, aquí está, dispuesto a entregar la vida por su rey y su país —
para desperdiciarla por un rey al que no le importa y un país que no puede permitirse el lujo de que le importe
—. Los héroes escasean aún más que los hombres buenos.
—Los héroes son rápidamente ensalzados a partir de los materiales más viles. Son tan rápidamente ensalzados como rápidamente sustituidos. Si yo doy la talla como héroe es porque en verdad no valen nada.
—Permítame discrepar.
—Discrepe, por supuesto, pero, por favor… permanezca en la retaguardia.
Jalenhorm le dedicó una sonrisa triste, alargó el brazo y tocó la abollada hombrera de acero de Gorst con un puño.