Los héroes (73 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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Era mejor que pareciese que tenía cierta idea del alcance de sus arcos, por lo que esperó un momento antes de chasquear los dedos.

—Sí, flechas.

Ojo Blanco rugió la orden y, acto seguido, Calder oyó las cuerdas tensarse a sus espaldas. Después, las flechas pasaron por encima de él para caer entre las cosechas que los separaban del enemigo y también sobre el adversario. Pero ¿de verdad podrían aquellos pedazos de madera y metal causar algún daño a toda aquella carne acorazada?

El ruido que anunciaba la llegada de sus rivales era como una tormenta que bramase delante de su faz y que le empujaba hacia atrás a medida que se iban acercando y acelerando, a medida que se dirigían al norte, hacia el Muro de Clail, hacia la endeble línea defensiva de los hombres de Calder. Los cascos castigaban la temblorosa tierra y las cosechas arrasadas salían despedidas a gran altura. Calder sintió la repentina necesidad de echar a correr. Como si una sacudida recorriera todo su cuerpo. Entonces, se percató de que estaba retrocediendo a su pesar. Enfrentarse a aquello era tan insensato como permanecer inmóvil bajo una montaña que se derrumba.

Pero descubrió que a cada momento que pasaba se sentía menos asustado y más embargado por la emoción. Llevaba toda su vida esquivando aquello, inventándose excusas. Ahora se estaba enfrentando a ello y acababa de descubrir que no era tan terrible como siempre había temido. Mostró sus dientes ante el amanecer. Casi sonriendo. Casi riéndose. El iba a conducir a unos Caris a la batalla. El iba a enfrentarse a la muerte. De repente, se encontró de pie, con los brazos abiertos en gesto de bienvenida, mientras rugía algo ininteligible con toda la fuerza de sus pulmones. Él, Calder, el mentiroso, el cobarde, estaba interpretando el papel de héroe. En verdad, nunca se sabe quién va a ser llamado a desempeñar ese papel.

Cuanto más se acercaban los jinetes, más se inclinaban sobre sus monturas y bajaban las lanzas. Cuanto más rápido avanzaban hacia un galope letal, más lentamente parecía transcurrir el tiempo. Calder deseó haber prestado más atención a su padre cuando hablaba sobre cómo aprovechar el terreno. Recordó que solía hablar sobre ello con una mirada ausente, como la de un hombre recordando un amor perdido. Deseó haber aprendido a utilizar el terreno como un escultor usa la piedra. Pero había estado muy ocupado presumiendo, follando y ganándose enemigos que le perseguirían durante el resto de su vida. De modo que la noche anterior, cuando había observado el terreno y había visto que jugaba completamente en su contra, había hecho lo que mejor sabía hacer.

Trampas.

Los jinetes no tenían posibilidad alguna de ver la primera zanja, no con aquella oscuridad y entre tanta cebada. Sólo era una pequeña trinchera, de apenas treinta centímetros de ancho y de profundidad, excavada en zigzag a través de los sembrados. La mayor parte de los caballos pasó por encima sin percatarse. Pero un par de ellos metieron sus cascos de lleno y cayeron al suelo. Cayeron con tanta fuerza que acabaron convertidos en un amasijo de miembros, riendas, armas y polvo. Y allí donde caía uno, caían los que le seguían, atrapados en el caos.

La segunda zanja era el doble de ancha y el doble de profunda. Más caballos se precipitaron violentamente en cuanto la línea de vanguardia se hundió en ella. Un jinete salió volando con la lanza todavía en la mano. La formación, endeble ya de por sí debido a su ansiedad por llegar cuanto antes hasta el enemigo, comenzó a romperse por completo. Algunos siguieron avanzando de manera desordenada. Otros intentaron reducir la marcha al darse cuenta de que algo iba mal, extendiendo así la confusión y el caos al mismo tiempo que otra andanada de flechas caía sobre ellos. Se convirtieron en una masa ingobernable, tan peligrosa para ellos mismos como para Calder y sus hombres. El terrible trueno de los cascos se transformó en una lamentable cacofonía de golpes y caídas, gritos y relinchos, y órdenes desesperadas.

La tercera zanja era la mayor de todas. De hecho, eran dos. Tan rectas como eran capaces de cavarlas hombres del Norte en mitad de la noche y con una ligera curvatura hacia el interior. De ese modo, estrechaban el paso de los hombres de Mitterick a ambos lados encaminándolos hacia un pasaje situado en el centro, donde habían colocado las preciosas banderas. Donde aguardaba Calder. Mientras observaba cómo aquella muchedumbre de caballos convergían hacia él, se preguntó si no debería haber buscado otro lugar, pero ya era demasiado tarde para eso.

—¡Lanzas! —rugió Pálido como la Nieve.

—¡Sí! —musitó Calder, blandiendo su espada mientras retrocedía un par de cautos pasos—. Buena idea.

Entonces, unos hombres escogidos por Pálido como la Nieve, que habían peleado con el hermano de Calder y con su padre en Uffrith y Dunbrec, en el Cumnur y en las Altas Cumbres, salieron de detrás de la cebada azotada por el viento dispuestos en cinco filas, aullando su grito de guerra y con sus largas lanzas extendidas en una barrera letal, cuyas puntas centelleaban bajo el primer rayo de sol que caía sobre el valle.

Los caballos relincharon, se resbalaron y tropezaron, arrojaron a sus jinetes de sus lomos y se vieron empujados contra las lanzas por el impulso de quienes les seguían. Al instante, se oyó un enloquecido coro conformado por los chillidos del acero y los hombres atrapados, de la madera torturada y la carne torturada. Los palos de las lanzas se curvaron y partieron, por doquier volaron astillas. Una nueva penumbra cobró forma por mor de la tierra levantada y del polvo que ascendían al aplastarse la cebada. Y, en mitad de todo ello, Calder tosía, mientras su espada pendía de su lacia mano.

Mientras se preguntaba qué extraña convergencia de infortunios había permitido que aquella locura tuviese lugar. Y si algún otro capricho del azar podría permitirle salir de aquella situación con vida.

Adelante y hacia arriba

—¿Cree que podríamos calificar esto de amanecer? —preguntó el general Jalenhorm.

El coronel Gorst encogió sus grandes hombros, lo cual provocó que rechinara ligeramente su baqueteada armadura.

El general bajó la mirada hacia Retter.

—¿Usted diría que esto es un amanecer, muchacho?

Retter parpadeó hacia el cielo. Hacia el este, donde imaginaba que debía de estar Osrung, aunque él nunca había estado allí, donde las pesadas nubes tenían un leve y ominoso matiz de claridad a lo largo de sus contornos.

—Sí, mi general —respondió con un patético tono de voz agudo y chillón, por lo que, acto seguido, se aclaró la garganta, avergonzado.

El general Jalenhorm se inclinó hacia, él y le dio una palmadita en el hombro.

—No hay vergüenza alguna en sentir miedo. El valor consiste en estar asustado y cumplir de todas maneras.

—Sí, señor.

—Limítese a quedarse cerca de mí. Si cumple con su deber, todo irá bien.

—Sí, señor —aunque Retter se vio obligado a preguntarse cómo el mero hecho de cumplir con su deber iba a detener una flecha. O una lanza. O un hacha. A él le parecía una locura ascender una colina tan grande como aquella, repleta de norteños babeantes al acecho. Todo el mundo decía que babeaban. Pero él sólo tenía trece años y llevaba seis meses en el ejército, así que no sabía gran cosa al margen de limpiar botas y de tocar la corneta para indicar a las tropas qué maniobras debían realizar. Ni siquiera estaba completamente seguro de qué significaba la palabra «maniobras», sólo fingía que lo sabía. No obstante, no había lugar más seguro en esa batalla que hallarse junto al general y a un verdadero héroe como el coronel Gorst, aunque no tuviera ni mucho menos aspecto de héroe y tampoco tuviera la voz de un héroe. Pese a que carecía por completo de carisma y encanto, Retter supuso que, en caso de necesitar un ariete, aquel hombre haría muy bien las veces de éste.

—Muy bien, Retter —dijo Jalenhorm, a la vez que desenvainaba su espada—. Toque la orden de avance.

—Sí, señor —Retter se humedeció cuidadosamente los labios con la lengua, inspiró profundamente y alzó la corneta, preocupado, repentinamente, ante la posibilidad de que se le resbalase de su sudorosa mano y se equivocara de nota, de que estuviera por algún motivo llena de barro y sólo sonase como un pedo miserable mientras escupía una llovizna de agua sucia. Tenía pesadillas con eso. Quizá esto que estaba viviendo fuese otra de ellas. Esperaba que así fuese.

Pero la orden de avance sonó con gran intensidad y nitidez, igual de recia que en los desfiles. «¡Adelante!», cantó la corneta. Al instante, la división de Jalenhorm se puso en marcha, el propio Jalenhorm se puso en marcha, así como el coronel Gorst y los demás subalternos del general, ondeando los gallardetes. Así que, con cierta renuecencia, Retter se vio obligado a espolear a su poni y chasqueó la lengua, y también él se puso en marcha. Su montura aplastó bajo sus cascos los guijarros de la orilla y, después, se internó en las aguas estancadas.

Suponía que podía considerarse afortunado de al menos ir a caballo, pues saldría de allí con los pantalones secos. A menos que se mease encima. O le hiriesen en las piernas. Dos posibilidades bastante probables, ahora que lo pensaba.

Un par de flechas salieron volando desde la otra orilla, si bien Retter no habría podido decir exactamente de dónde. Estaba más interesado en hacia dónde se dirigían. Un par chapotearon inofensivamente entre los canales, más adelante. Otras se perdieron entre las tropas, sin causar daños aparentes. Retter se estremeció cuando una de ellas rebotó contra un casco y cayó dando vueltas entre las piernas de los soldados. Todos los demás tenían armadura. El general Jalenhorm llevaba la que tenía pinta de ser la armadura más cara del mundo. A Retter no le parecía justo que él no tuviera también una, pero suponía que lo justo era algo que no tenía cabida en el ejército.

Echó una mirada hacia atrás mientras su poni salía del agua y se adentraba en una pequeña isla de arena, cubierta en un extremo por una maraña de maderos a la deriva. Los bajíos se encontraban repletos de soldados que marchaban hundidos hasta los tobillos, las rodillas y, en algunos lugares, incluso hasta la cintura. Tras ellos, la larga orilla se hallaba completamente cubierta por hombres que esperaban su turno para seguirles y aún más seguían apareciendo sobre la cima que se erguía tras ellos. Ser uno entre tantos hizo que Retter se sintiera envalentonado. Aunque los hombres del Norte matasen a cien, aunque matasen a mil, seguirían quedando muchos millares en pie. No estaba completamente seguro de cuántos eran un millar, pero debían ser muchos.

Entonces se le ocurrió que todo aquello estaba muy bien a menos que él fuese uno de los miles que iban a acabar en el fondo de un hoyo, en cuyo caso, eso no iba a estar bien en absoluto; sobre todo, después de haber oído que sólo los oficiales obtendrían ataúdes, ya que a él no le agradaba nada la idea de yacer tirado en el frío barro. Miró con nerviosismo hacia los manzanos y volvió a estremecerse cuando una flecha rebotó contra un escudo a una docena de pasos de distancia.

—¡Mantenga el ritmo, muchacho! —exclamó Jalenhorm, espoleando a su caballo hacia el siguiente banco de guijarros. Habían atravesado la mitad de los bajíos y ahora la gran colina se cernía más escarpada aún por detrás de los árboles.

—¡Señor! —Retter se dio cuenta de que estaba encorvando los hombros, encogiéndose sobre la silla de montar para ofrecer un blanco más pequeño. Se dio cuenta de que parecía un cobarde y, de inmediato, se obligó a sentarse derecho. En la orilla opuesta vio cómo varios hombres salían precipitadamente de entre los arbustos. Se trataba de unos hombres desarrapados que llevaban arcos. Se percató de que debían de ser el enemigo. Unos norteños dispuestos a librar alguna escaramuza. Se hallaban lo suficientemente cerca como para que si les gritaba, lo oyeran. Tan cerca que parecía un poco absurdo. Como cuando jugaba al «que te pillo» detrás del granero. Se sentó más erguido aún y se obligó a echar los hombros hacia atrás. Sus adversarios parecían tan asustados como él. Uno, que tenía el pelo rubio y alborotado, se arrodilló para disparar una flecha que cayó de manera inofensiva entre la arena, por delante de la avanzadilla. Después, se volvió y corrió a refugiarse entre los manzanos.

Curly se agachó entre los árboles junto a los demás, atravesó corriendo la oscuridad impregnada del olor a manzana y se dirigió colina arriba. Brincó por encima de los troncos caídos y se dejó caer de rodillas al otro lado para mirar hacia el sur. El sol apenas se había alzado y los manzanos se encontraban cubiertos de sombras. Podía ver el resplandeciente metal que sostenían unos hombres escondidos en una hilera entre los árboles.

—¿Ya vienen? —preguntó alguien—. ¿Están aquí?

—Ya vienen —contestó Curly. Puede que hubiese sido el último en echar a correr, pero eso no era motivo de orgullo alguno. Estaban hechos un manojo de nervios tras ver la abrumadora cantidad de cabrones que había allí. Era como si la misma tierra estuviese hecha de hombres. Como si bullera de adversarios. No merecía la pena seguir en la orilla, donde apenas había protección, salvo la que brindaban un par de escuálidos arbustos; además, sólo contaban con un par de docenas de flechas para disparárselas a toda aquella masa informe, lo cual sería tan inútil como atacar a un enjambre de abejas con una aguja. Allí entre los árboles podrían probar mejor sus fuerzas. Cabeza de Hierro lo entendería. Curly esperaba que lo entendiese, joder.

Mientras retrocedían, acabaron juntándose con otros tipos a los que no conocía. Un veterano alto que llevaba una capucha roja se encontraba agazapado junto a él entre las moteadas sombras. Probablemente, era uno de los muchachos de Dorado. Los grupos de Dorado y de Cabeza de Hierro no solían tenerse demasiado cariño. No más del que se tenían los propios Dorado y Cabeza de Hierro; es decir, no se podían ver. Pero ahora mismo tenían otras preocupaciones.

—¿Habéis visto cuántos son? —gimoteó alguien.

—Cientos, joder.

—Cientos y cientos y cientos y…

—No estamos aquí para detenerles —gruñó Curly—. Sino para ralentizar su avance, eliminar a unos cuantos y darles algo en lo que pensar. Después, cuando no quede más remedio, retrocederemos hasta los Niños.

—Retrocederemos —repitió alguien, como si le pareciera la mejor idea que había oído en su vida.

—¡Cuando no quede más remedio! —replicó Curly, mirando hacia atrás.

—Los acompañan unos cuantos hombres del Norte —afirmó alguien—. Los chicos del Sabueso, supongo.

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