Se detuvieron bajo la larga sombra de una de las piedras y Wonderful dejó su escudo apoyado contra ella para escudriñar cuidadosamente los alrededores. Sin embargo, todo el mundo parecía tener otras preocupaciones en mente y nadie les estaba prestando atención.
Metió la mano en su abrigo, extrajo algo y se lo puso a Yon en la mano dándole una palmada.
—Aquí tienes lo tuyo —Yon incluso mostró algo parecido a una sonrisa mientras cerraba su gran puño alrededor de esa cosa, en cuyo interior tintineaba algo metálico. Wonderful dejó otra de esas cosas en la mano de Scorry y una tercera se la dio a Flood. Después, le ofreció una a Beck. Era una bolsa. Y bastante llena, además, a juzgar por lo hinchada que estaba. Se la quedó mirando hasta que Wonderful se la plantó debajo de las narices.
—Te corresponde la mitad.
—No —dijo Beck.
—Eres nuevo, muchacho. La mitad es más que justo.
—No la quiero.
Ahora, todos lo miraban con el ceño fruncido.
—No la quiere —murmuró Scorry.
—Deberíamos haber hecho… —Beck no estaba seguro en absoluto de lo que deberían haber hecho—. Lo correcto —concluyó, tímidamente.
—¿Lo qué? —le espetó Yon con una mueca burlona en su semblante—. ¡Esperaba haber oído esa mierda por última vez! ¡Cuando hayas pasado veinte años ejerciendo este maldito oficio sin haber obtenido a cambio nada más que cicatrices, podrás sermonearme acerca de qué es lo correcto!
Dio un paso hacia Beck, pero Wonderful extendió un brazo y lo detuvo.
—Además, ¿cómo es posible que lo «correcto» nos lleve a sufrir aún más bajas? —hablaba con un tono de voz suave, sin el más leve atisbo de ira—. ¿Y bien? ¿Sabes cuántos amigos he perdido en estos últimos días? ¿Qué tiene eso de correcto? Dow estaba acabado. De una manera o de otra, Dow estaba acabado. ¿Crees que deberíamos haber luchado por él? ¿Por qué? Si para mí no era nadie importante. No era mejor que Calder o que cualquier otro. ¿Estás insinuando que deberíamos haber muerto por él, Beck el Rojo?
Beck se quedó momentáneamente con la boca abierta hasta que respondió:
—No lo sé. Pero no quiero el dinero. Además, ¿de quién es?
—Nuestro —contestó Wonderful mirándole directamente a los ojos.
—No me parece bien.
—Eres un hombre de honor, ¿eh? —dijo ella, mientras asentía lentamente y la fatiga se asomaba a sus ojos—. Bien. Entonces, te deseo buena suerte. La vas a necesitar.
Flood tenía aspecto de sentirse ligeramente culpable, pero no pensaba devolver nada. Scorry sonrió mientras dejaba caer su escudo sobre la hierba y se sentaba cruzando las piernas sobre él, tarareando una tonada acerca de nobles hazañas. Yon fruncía el ceño y revisaba los contenidos de su bolsa, mientras calculaba cuánto le había correspondido.
—¿Qué habría dicho Craw de todo esto? —musitó Beck.
Wonderful se encogió de hombros.
—¿A quién le importa eso ya? Craw ya no está. Tenemos que tomar nuestras propias decisiones.
—Sí —replicó Beck, posando su mirada de rostro en rostro—. Sí.
Acto seguido, se alejó de allí caminando.
—¿Adónde vas? —gritó Flood tras él.
Pero no respondió.
Pasó junto a uno de los Héroes, rozó con el hombro esa antigua roca y siguió adelante. Saltó sobre el muro de piedra y emprendió el descenso de la colina en dirección norte, se sacudió el escudo del brazo y lo dejó abandonado entre las altas hierbas. Luego, se encontró con un grupo de hombres que hablaban muy rápidamente. Discutiendo. Uno sacó un cuchillo y otro retrocedió levantando las manos. La noticia se estaba extendiendo y con ella también el pánico. £1 pánico y la ira, el temor y la alegría.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó alguien agarrándolo de la capa—. ¿Ha ganado Dow?
Beck se lo quitó de encima.
—No lo sé.
Siguió caminando a grandes zancadas y casi echó a correr colina abajo. Sólo sabía una cosa. Aquella vida no era para él. Puede que las canciones estuvieran llenas de héroes, pero los únicos que había allí eran de piedra.
Finree había acudido al lugar donde yacían los heridos, para hacer lo que se supone que deben hacer las mujeres cuando termina la batalla. Aliviar las gargantas sedientas con agua que ellas arrimaban a esos labios desesperados. Para tapar heridas con vendas arrancadas de los dobladillos de sus vestidos. Para calmar a los moribundos con dulces canciones que les recordaban a sus madres.
Pero en vez de hacer eso, permaneció en pie observando. Horrorizada por ese constante coro de llantos, gimoteos y lamentos desesperados. Por las moscas, la mierda y las sábanas empapadas en sangre. Por la tranquilidad de las enfermeras, que flotaban entre esos desechos humanos tan serenas como unos fantasmas blancos. Horrorizada más que nada por el número de heridos, que se encontraban tumbados en filas sobre camastros o sábanas, o directamente tirados en el suelo. Ahí había compañías enteras. Batallones enteros.
—Hay más de una docena —le comentó un joven cirujano.
—Hay centenares —replicó ella con voz ronca, a la vez que hacía un gran esfuerzo para no taparse la boca ante el hedor.
—No. Quiero decir que hay más de una docena de tiendas como ésta. ¿Sabe cómo cambiar un vendaje?
Si de verdad existían las llamadas heridas románticas, allí no había sitio para ellas. Cada venda que retiraba era un grotesco striptease que revelaba una pesadilla supurante por debajo. Un culo abierto por un hacha, una mandíbula destrozada a la que le faltaban media lengua y la mayor parte de los dientes, una mano limpiamente cortada a la que sólo le quedaban el pulgar y el índice, un vientre perforado del que chorreaba la orina. Uno de esos hombres había recibido un corte en la nuca y no podía moverse, sólo era capaz de permanecer tumbado de lado, resollando levemente. Sus ojos la siguieron al verla pasar y su expresión le provocó un escalofrío. Ahí había cuerpos despellejados, quemados y desgarrados en ángulos extraños, que mostraban sus secretas entrañas al mundo a modo de espantosa violación. Unas heridas que arruinarían el resto de sus vidas a sus víctimas. Que arruinarían las vidas de aquellos que los amaban.
Finree intentó mantener la vista clavada en lo que hacía, mientras se mordía la lengua y se esforzaba por controlar sus temblorosos dedos mientras ataba nudos y ponía imperdibles. Mientras procuraba no escuchar esos susurros con los que le pedían auxilio que no sabía cómo atender. Que nadie podía atender. Los nuevos vendajes se manchaban de rojo antes incluso de que hubiera terminado de ponerlos, empapándose cada vez más hasta que el punto que tenía que obligarse a contener las lágrimas y a reprimir las ganas de vomitar para poder pasar al siguiente herido, al cual le faltaba el brazo izquierdo por encima del codo; además, tenía la parte izquierda del rostro cubierta de vendas y…
—Finree.
Alzó la mirada y se dio cuenta, sintiendo un horripilante escalofrío, de que se trataba del coronel Brint. Se miraron mutuamente durante lo que se les antojó una eternidad, en medio de un espantoso silencio, en aquel espantoso lugar.
—No sabía que… —había tantas cosas que no sabía que apenas supo cómo continuar.
—Ayer —dijo él, sencillamente.
—¿Está…? —poco le faltó para preguntarle si estaba bien, pero consiguió morderse la lengua a tiempo. La respuesta era espantosamente evidente—. ¿Necesita…?
—¿Has sabido algo de Aliz? —la mera mención de su nombre bastó para que se le revolvieran las tripas a Finree aún más mientras negaba con la cabeza—. Estabas con ella cuando os capturaron. ¿Adónde os llevaron?
—No lo sé. Me colocaron una capucha. Después, nos separaron y a mí me enviaron de vuelta —oh, cómo se alegraba de que hubiese sido Liz quien había quedado abandonada a su suerte en la oscuridad en vez de ella—. No sé dónde estará ahora —aunque podía imaginarlo. Quizá Brint también podía. Quizá ahora se pasaba todo el tiempo imaginando qué podía haberle pasado.
—¿Dijo algo?
—Fue… muy valiente —Finree consiguió esbozar en su cara algo parecido a una sonrisa de un modo forzado. Eso era lo que se suponía que debía hacer, ¿verdad? Mentir, ¿no?—. Dijo que te amaba —le puso una mano sobre el brazo con el fin de consolarlo. Sobre el que todavía tenía entero—. Dijo que… no te preocuparas.
—Que no me preocupara —musitó él, mirándola con un ojo inyectado en sangre. Finree era incapaz de saber si se sentía consolado, escandalizado o simplemente no se había creído ni una sola de sus palabras—. Si al menos pudiera saber qué le ha pasado.
Finree no creía que saber lo ocurrido fuera a servirle de gran ayuda. A ella desde luego no la estaba ayudando.
—Lo siento muchísimo —susurró, incapaz de seguir mirándole a la cara—. Lo intenté… Hice todo cuanto pude, pero… —al menos eso último sí era cierto. ¿No? Entonces, le dio un último apretón a Brint en el brazo—. Tengo que… ir a por más vendas.
—¿Volverás?
—Sí —contestó Finree, poniéndose en pie, no del todo segura de si aún seguía mintiendo—, por supuesto que sí —en ese instante, estuvo a punto de tropezar consigo misma en su premura por querer escapar de aquella pesadilla, mientras les agradecía una y otra y otra vez a los Hados que hubieran escogido salvarla a ella.
Harta de tanto sentirse culpable, Finree optó por ascender el sendero que llevaba hacia el cuartel general de su padre. Pasó junto a un par de cabos que bailaban una ebria jiga al compás de un violín chillón. Junto a una hilera de mujeres que lavaban camisas en un arroyo. Junto a una fila de soldados que hacían cola impacientemente para recibir el oro del rey de manos de un pagador, cuyos dedos cargados de relucientes monedas pudo vislumbrar entre la multitud ahí congregada. Un pequeño y parlanchín grupo de vendedores, estafadores y proxenetas se había reunido junto al extremo más alejado de la cola, como una bandada de gaviotas que se cernían sobre un montón de migas, sabedores, sin lugar a dudas, de que la paz pronto acabaría con su negocio al darle a la gente honesta una oportunidad de prosperar.
A escasa distancia del granero se cruzó con el general Mitterick, que iba acompañado por unos cuantos oficiales de su plana mayor y la saludó asintiendo solemnemente. Finree sintió de inmediato que algo iba mal. Normalmente, hacía gala de su intolerable jactancia de una manera tan natural como que debe amanecer todos los días, pero, en esta ocasión, no fue así. Entonces, vio salir a Bayaz y la sensación de inquietud empeoró. El Mago se echó a un lado para dejarla pasar con todo el engreimiento que le había faltado a Mitterick.
—Fin —su padre, que se encontraba solo en la penumbra, le ofreció una sonrisa desconcertada—. Bueno, ya está.
Acto seguido, se sentó en una silla, suspiró, se estremeció y se desabotonó el botón superior de la chaqueta. En veinte años, Finree jamás le había visto hacer eso durante el día.
Volvió a salir al exterior a grandes zancadas. Bayaz no había avanzado más de un par de docenas de pasos y hablaba en voz baja con su esbirro de pelo rizado.
—¡Bayaz! ¡Quiero hablar con usted!
—Bueno, da la casualidad de que yo también quiero hablar con usted. Qué feliz coincidencia —el Mago se volvió hacia su sirviente—. Llévale el dinero, pues, tal como acordamos y… envía a los fontaneros —el sirviente hizo una reverencia y se retiró respetuosamente—. Y, ahora, ¿qué puedo hacer por…?
—No puede relevarle.
—¿Se puede saber de quién estamos hablando?
—¡De mi padre! —le espetó Finree—. ¡Como usted bien sabe!
—No he sido yo quien le ha relevado —daba la impresión de que a Bayaz le hacía gracia esa situación—. Su padre ha tenido el buen gesto y el buen tino de dimitir.
—¡Es el mejor para ocupar ese puesto! —tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no agarrar al Mago de su calvo cráneo y morderlo—. ¡Es el único que ha hecho algo para acabar con esta inútil matanza! ¡Ese necio engreído de Mitterick provocó la muerte de la mitad de su división ayer! El rey necesita hombres que…
—El rey necesita hombres que lo obedezcan.
—¡No tiene usted la autoridad necesaria para hablar así! —exclamó Finree, a quien se le estaba quebrando la voz—. ¡Mi padre es un Lord Mariscal y ocupa un sillón del Consejo Cerrado, sólo el rey en persona puede cesarle!
—¡Oh, qué lástima! ¡Me veo contrariado por las mismas reglas de gobierno que yo personalmente redacté! —Bayaz hizo un mohín con el labio inferior mientras metía la mano en su bolsillo y extraía un pergamino sellado con un grueso lacre rojo—. Entonces, supongo que esto tampoco tendrá ninguna validez —dijo desenrollándolo con un ligero crujido.
Finree se percató que se había quedado repentinamente sin aliento mientras el Mago se aclaraba la garganta.
—Por real decreto, se restituye a Harod Dan Brock en el asiento que ocupaba su padre en el Consejo Abierto. Parte de sus fincas familiares situadas en Keln le serán devueltas, junto a ciertas tierras cercanas a Ostenhorm desde las que, es de esperar, su esposo desempeñará sus nuevas responsabilidades como gobernador de Angland —Bayaz le dio la vuelta al papel y se lo acercó. Los ojos de Finree saltaron sobre los párrafos exquisitamente caligrafiados igual que los de un mendigo sobre un joyero—. ¿Cómo no se iba a ver conmovido el rey por semejante lealtad, semejante valentía, semejante sacrificio como el demostrado por el joven
Lord
Brock? —Bayaz se acercó más aún—. ¡Eso por no mencionar el coraje y la tenacidad de su esposa, la cual, tras haber sido capturada por los hombres del Norte, se enfrentó nada menos que a Dow el Negro exigiendo la liberación de sesenta prisioneros! Cielos, Su Augusta Majestad tendría que haber sido de
piedra
para no sentirse conmovido. Y no lo es, en caso de que se lo esté preguntando. Todo lo contrario, de hecho. Lloró cuando leyó el despacho en que se describía el heroico asalto al puente llevado a cabo por su esposo.
Lloró
. Después, ordenó la redacción de este decreto y lo firmó en menos de una hora —el Mago se pegó de tal manera a Finree que ésta casi pudo sentir su aliento sobre el rostro—. Me atrevería a decir… que si alguien fuese a inspeccionar atentamente este documento… podría ver las marcas de las sinceras lágrimas de su Majestad… en la misma vitela.
Por primera vez desde que Bayaz lo había extraído, Finree fue capaz de apartar los ojos del pergamino. Estaba lo suficientemente cerca como para ver todos y cada uno de los canosos pelos de la barba de Bayaz, cada lunar de su calva, cada profunda y marcada arruga en su piel.