Los héroes (43 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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Tunny lo miró fijamente.

—Usted encarna la definición de ese término —le espetó, aunque Yema pareció sentirse halagado incluso—. ¿Aún no se sabe nada de Ahívalavirgen?

—Lederlingen, cabo Tunny.

—Sé su nombre, Worth. He decidido hacer una broma con él porque me divierte.

El cabo hinchó los carrillos y resopló. El listón de lo que encontraba divertido o no había bajado peligrosamente desde que esa campaña había comenzado.

—No lo he visto —afirmó Yema, a la vez que contemplaba con tristeza la loncha de beicon abandonada.

—Eso es algo, al menos —entonces, ambos muchachos se le quedaron mirando con gesto inexpresivo—. Leprosingen fue a decirles dónde estamos a esos tipos a los que tanto les gusta jugar a los soldaditos. Casi seguro que será él quien nos comunique las nuevas órdenes.

—¿Qué órdenes? —inquirió Yema.

—¿Cómo voy a saber en qué consisten esas órdenes? Además, recibir órdenes siempre es algo malo —Tunny contempló ceñudo los árboles. No podía ver mucho más tras esa espesura de troncos, ramas, sombras y niebla, pero sí pudo escuchar el murmullo de un arroyo distante, que discurría caudaloso debido a que había recogido la mitad de la llovizna que había caído la noche anterior. La otra mitad parecía hallarse en su ropa interior—. Quizá nos ordenen atacar. Que crucemos ese arroyo y arremetamos contra los hombres del Norte por el flanco.

Worth dejó la sartén con sumo cuidado en el suelo mientras se agarraba el estómago.

—Cabo, creo que…

—Pues no quiero que lo haga aquí, ¿entendido?

Worth se adentró a todo correr en la maleza envuelta en sombras, al mismo tiempo que intentaba desabrocharse con torpeza el cinturón. Tunny apoyó la espalda sobre un tronco, cogió la petaca de Yema y le dio un sorbito.

Yema se relamió sus pálidos labios.

—¿Puedo…?

—No —Tunny contempló al recluta con los ojos entornados mientras daba otro trago—. A menos que tenga algo con qué pagarme —silencio—. Pues nada, entonces.

—Una tienda podría ser ese algo —susurró Yema con un tono de voz casi demasiado suave como para ser escuchado.

—Sí, podría, pero las tiendas están con los caballos y el rey ha estimado adecuado suministrar a sus leales soldados un nuevo modelo espectacularmente ineficaz que tiene goteras por todas partes —lo cual había provocado que surgiera un lucrativo mercado donde se trapicheaba con las tiendas antiguas del que Tunny había sacado un buen provecho en dos ocasiones—. Además, ¿cómo iba a traer una tienda hasta aquí?

Entonces, se retorció sobre aquel árbol de modo que la corteza le rascó los omoplatos, que le picaban.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Yema.

—Nada en absoluto, soldado. A menos que reciba instrucciones específicas y precisas en sentido contrario, un buen soldado lo único que debe hacer siempre es no hacer nada —en un estrecho triángulo conformado por varias ramas negras, el cielo mostraba un leve y muy débil atisbo de luz. Tunny esbozó un gesto de contrariedad y cerró los ojos—. Lo que la gente que se queda en casa no sabe que la guerra es un aburrimiento.

Y, sin más, se volvió a quedar dormido.

Calder tuvo el mismo sueño de siempre.

Se encontraba en el Gran Salón de Skarling en Carleon, que se hallaba sumido en la penumbra, el murmullo del río que discurría en el exterior penetraba a través de las altas ventanas. Todo esto sucedía años atrás, cuando su padre era aún el Rey de los Hombres del Norte. Estaba observando a su yo joven, sentado en la Silla de Skarling con una sonrisa de suficiencia en los labios. Sonreía a Forley el Flojo, quien se encontraba atado de pies y manos, Malasangre estaba de pie sobre él con el hacha preparada.

Calder era consciente de que era un sueño, pero sintió el mismo gélido espanto de siempre. Intentaba gritar, pero su boca no respondía. Intentaba moverse, pero estaba tan atado como Forley. Atado por lo que había hecho y lo que no había hecho.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Malasangre.

Y Calder respondió:

—Mátalo.

En cuanto descendió el hacha, se despertó sobresaltado, enredado con las mantas. La habitación se hallaba sumida en una oscuridad absoluta. No sintió esa sensación cálida de alivio que a uno le invade cuando se despierta de una pesadilla. No, en absoluto. Calder se levantó de la cama y se frotó las sudorosas sienes. Había dejado de intentar ser un buen hombre hacía mucho, ¿verdad?

Entonces, ¿por qué seguía soñando como si lo fuera?

—¿Soñabas con la paz? —Calder alzó la vista sobresaltado, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Una gran silueta se encontraba sentada en una silla, en un rincón. Una silueta más oscura que la oscuridad—. Recuerda que fuiste desterrado por defender la paz.

Calder respiró aliviado.

—Buenos días a ti también, hermano.

Scale iba ataviado con su armadura, pero eso no le sorprendió. Calder empezaba a sospechar que dormía con ella puesta.

—Creía que tú eras el hermano listo. A este paso, acabarás volviendo al barro gracias a tu inteligencia y me arrastrarás contigo, y adiós al legado de nuestro padre. ¿Cómo se te ocurre hablar de paz en un día victorioso?

—¿Viste sus rostros? Muchos de los que acudieron a esa reunión están dispuestos a dejar de luchar, y les da igual que éste sea un día victorioso o no. Vendrán días mucho más duros y, cuando eso ocurra, muchos más verán las cosas como nosotros…

—Como

—le espetó Scale—. Yo tengo una batalla que luchar. Un hombre no llega a ser considerado un héroe por sólo hablar.

Calder apenas puedo disimular en su tono de voz el desprecio que sentía por él.

—Quizá lo que el Norte necesita sea menos héroes y más gente con cabeza. Más gente que construya y no destruya. Quizá nuestro padre sea recordado por sus batallas, pero su legado son los caminos que levantó, los campos que despejó, las ciudades, las forjas, los muelles y…

—Construyó esos caminos para que sus ejércitos los recorrieran. Despejó esos campos para alimentarlos. Las ciudades engendraron soldados, las forjas fabricaron espadas y a los muelles llegaron armas.

—Nuestro padre luchó porque no le quedó más remedio, no porque…

—¡Esto es el Norte! —exclamó Scale, cuya voz hizo temblar esa pequeña habitación—. ¡Aquí todo el mundo tiene que luchar! —Calder tragó saliva; de repente, ya no se sentía tan seguro de sí mismo e incluso estaba un poco asustado—. Lo quieran o no. Tarde o temprano, todos tienen que luchar.

Calder se relamió los labios, no estaba dispuesto a admitir una derrota.

—Nuestro padre prefería obtener lo que quería mediante palabras. Los hombres le escuchaban…

—¡Los hombres le escuchaban porque sabían que
tenía agallas
! —Scale propinó un fuerte puñetazo al brazo de la silla y la madera se quebró, lo volvió a golpear hasta romperlo, hasta que acabó rodando con estrépito por los tablones del suelo—. ¿Sabes qué es lo que recuerdo que solía decirme? «Consigue lo que puedas mediante la palabra, porque hablar es gratis, aunque las palabras de un hombre armado siempre suenan mucho mejor. Siempre que vayas a hablar, lleva tu espada contigo» —entonces, se puso en pie y lanzó algo al otro lado de la habitación. Calder chilló y la agarró cuando le golpeó en el pecho de manera dolorosa. Era dura y pesada, estaba hecha de un metal que brillaba tenuemente. Era su espada envainada—. Sal de ahí —Scale se puso en pie de manera amenazante—. Y trae tu espada.

Fuera de la destartalada granja apenas había un poco más de luz. El primer destello del alba podía divisarse en el plomizo cielo al este, resaltando a los Héroes en la cima de aquella colina con un negro solemne. El viento, que levantaba olas en la cebada, iba cobrando fuerza y azotaba los ojos de Calder, que se abrigó tiritando. Un espantapájaros, cuyos guantes desgarrados no cesaban de indicar a algún compañero que se acercara, danzaba un baile enloquecido sobre un poste situado cerca de la casa. El Muro del Clail era un montón de musgo que le llegaba a uno a la altura del pecho y que recorría esos campos desde más allá de una elevación situada a su derecha hasta alzarse un buen trecho por el empinado flanco de los Héroes. Los hombres de Scale se hallaban acurrucados a su socaire, la mayoría todavía envueltos en sus mantas, exactamente donde a Calder le hubiera gustado estar. No recordaba la última vez que había visto el mundo a una hora tan temprana y parecía un lugar mucho más feo de lo habitual.

Scale señaló hacia el sur, a través de un agujero que había en el muro, por el que se divisaba un basto sendero salpicado de charcos.

—La mitad de nuestros hombres se esconden cerca del Puente Viejo. Cuando la Unión intente cruzarlo, detendremos a esos cabrones.

Calder no quería llevarle la contraria, por supuesto, pero tenía que preguntárselo.

—¿Cuántas tropas de la Unión hay ahora al otro lado del río?

—Muchas —Scale lo miró como si lo estuviera retando a decir algo, pero Calder se limitó a rascarse la cabeza—. Te quedarás aquí, en la retaguardia, con Pálido como la Nieve y el resto, tras el Muro de Clail —Calder asintió. Quedarse tras un muro le parecía perfecto—. Aunque lo más probable es que necesitemos tu ayuda tarde o temprano. Cuando te la pida, acude a mi llamada. Lucharemos juntos —Calder hizo una mueca de contrariedad bajo aquel viento. Eso no ya le parecía tan perfecto—. Puedo confiar en que lo harás, ¿verdad?

Calder miró ceñudo de soslayo.

—Por supuesto —el príncipe Calder, siempre digno de confianza—. No te decepcionaré —añadió el valiente, audaz y buen príncipe Calder.

—Pese a que hemos perdido mucho, aún nos tenemos el uno al otro —Scale colocó su enorme mano sobre el hombro de Calder—. Ser hijo de un gran hombre no es fácil, ¿verdad? La gente tiende a pensar que eso acarrea toda clase de ventajas… que uno se aprovecha de la admiración y respeto que se ganó su padre. Pero, en realidad, nos sucede lo mismo que a las semillas de un gran árbol que intentan crecer bajo su asfixiante sombra, muy pocas logran alcanzar la luz del sol.

—Ya.

Calder no mencionó que ser el hijo menor de un gran hombre era el doble de duro, pues uno tiene dos árboles que talar antes de poder extender sus hojas bajo la luz del sol.

Scale asintió en dirección hacia el Dedo de Skarling. Unos pocos fuegos todavía centelleaban en los flancos de la colina donde los hombres de Tenways habían instalado sus campamentos.

—Si no podemos detenerlos, Brodd Tenways nos ayudará.

Calder arqueó las cejas.

—El mismísimo Skarling cabalgaría en mi ayuda antes que ese viejo cabrón.

—Entonces, tendremos que depender el uno del otro. Quizá no siempre estemos de acuerdo, pero somos familia —Scale le ofreció la mano y Calder se la estrechó.

—Sí, familia.

A medias, en realidad.

—Buena suerte, hermano.

—Lo mismo digo.
Medio hermano
. Calder observó cómo Scale se subía a su caballo y se alejaba presuroso por el camino que llevaba al Puente Viejo.

—Tengo la sensación de que hoy necesitará algo más que suerte, alteza —comentó Foss Deep, quien se hallaba bajo un porche medio derruido, por el que se colaba la lluvia; acto seguido, se desvaneció tras el desgastado muro situado detrás con su desgastada ropa y su desgastado rostro.

—No sé qué decirte —Shallow se encontraba sentado, envuelto en una manta gris, de tal modo que sólo su cabeza sonriente, que parecía carecer de cuerpo, era visible—. Quizá le baste con una enorme montaña de buena suerte.

Calder se alejó de ellos, sumido en un silencio mohíno, y observó con el ceño fruncido esos campos en dirección sur. Tenía la sensación de que podían estar diciendo una gran verdad.

No fueron los únicos que tuvieron que revolver la tierra. Unos cuantos heridos más debían de haber muerto esa noche. Uno podía ver los pequeños grupos de gente, encorvada por la pena bajo la llovizna, o más bien por la autocompasión, que te deja el mismo aspecto y sirve de igual modo en un funeral. Se podía escuchar cómo los jefes soltaban sus vacuos balbuceos, cómo todos ellos intentaban hablar con el mismo tono de pena. Pezuña Hendida era uno de ellos, se encontraba sobre la tumba de uno de los Grandes Guerreros de Dow, a no más de veinte pasos de distancia, despidiéndolo con ojos llorosos. Aunque no había ni rastro de Dow. A él sí que no le pegaba tener los ojos llorosos.

Entretanto, las tareas normales del día dieron inicio sin que nadie reparara especialmente en ellas, tan invisibles como los espectrales cortejos fúnebres. Los hombres se quejaban mientras abandonaban a su pesar las mojadas camas, lanzando juramentos porque tenían la ropa empapada y secaban las armas y armaduras, mientras salían a buscar comida, orinaban, se rascaban, apuraban las últimas gotas de las botellas de la noche anterior, comparaban trofeos que le habían robado a la Unión y reían alguna chanza u otra. Se reían muy alto porque todos sabían que les esperaba un día sombrío y que había que aprovechar para reír cuando todavía se podía.

Craw miró a los demás, todos tenían la cabeza gacha. Todos salvo Whirrun, que estaba arqueado hacia atrás, al mismo tiempo que sostenía al Padre de las Espadas entre sus brazos cruzados y dejaba que la lluvia tamborileara sobre su lengua. A Craw eso le enfadaba un poco e incluso le daba cierta envidia. Le hubiera gustado que lo consideraran un loco para no tener que someterse a esas vacuas rutinas. Pero hay una forma correcta de hacer las cosas y no podía buscarse excusas.

—¿Qué hace que un hombre sea un héroe? —inquirió al aire húmedo—. ¿Sus grandes proezas? ¿Su gran reputación? ¿La gloria y las canciones? No. Supongo que consiste en apoyar a tu grupo —Whirrun asintió con un gruñido y, acto seguido, volvió a sacar la lengua—. Brack-i-Dayn bajó de las colinas hace quince años y luchó a mi lado catorce de ellos, y siempre puso los intereses del grupo por delante de los suyos propios. He perdido la cuenta de las veces que ese cabronazo me salvó la vida. Siempre tenía una palabra amable, o graciosa. Creo que incluso logró que Yon se riera una vez.

—Dos veces —dijo Yon, con una expresión más severa que nunca. Si se hubiera vuelto un poco más dura, habría podido arrancar trozos de los Héroes a golpes con ella.

—Nunca se quejó. Salvo cuando no había mucho que comer —a Craw le falló la voz por un momento y soltó una especie de gallo. Algo que quedaba estúpido en un jefe, sobre todo en un momento como ése. Se aclaró la garganta y prosiguió hablando—. Aunque Brack nunca consideraba que tuviera suficiente para comer. Murió… en paz. Supongo que le habría gustado acabar así, a pesar de que le encantaban las buenas peleas. Morir mientras duermes es mucho mejor que morir con un trozo de acero clavado en las entrañas, por mucho que digan las canciones.

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