El sacristán pareció entrar en razón, se detuvo dubitativo y esperó a su amigo. Cuando Galión le dio alcance, insistió con tono fatigado:
—¡Anda, ven a mi casa! Yo también necesito una copa de vino. Hazlo por mí, amigo mío.
Con voz casi imperceptible, Podalirio asintió al fin.
—Está bien, iré, pero sólo un rato…
Animado al oír estas palabras, el procónsul le echó cariñosamente el brazo por encima y ambos emprendieron el camino de regreso, escoltados por los guardias.
En la fría noche, en medio de una gran oscuridad, Podalirio caminaba por la orilla del mar, con el alma sumida en las sombras y el corazón acongojado. Las negras aguas enviaban olas encrespadas que amenazaban tragarse la tierra. Presa del terror, el llanto se apoderó de él. Nunca antes en su vida se había sentido tan solo, tan abandonado. O tal vez sí: aquel día lejano que su padre le entregó a los sacerdotes de Epidauro, después de navegar por el mar de Jonio y atravesar la Argólida, cuando todavía era un pobre niño de seis años. Ahora, toda aquella angustia parecía retornar de nuevo, desde las tenebrosas profundidades del mar agitado, como si la misma muerte abriera las fauces frente a él.
En tal desolación, se acordó de su madre. Volviendo a ser aquel niño de entonces, la llamó a gritos:
—¡Madre! ¿Madre, dónde estás? ¿Por qué no vienes a socorrerme?
Entonces, como si su clamor fuera escuchado inmediatamente, se calmaron las olas y el mar se tornó manso y luminoso. La espuma blanca le acariciaba los pies. Podalirio sintió que, cruzando esas aguas, encontraría a su madre, que le aguardaba para abrazarle y colmarle de cuidados. Sin pensarlo, se puso a nadar, convencido de que lograría llegar a Siracusa para encontrarse con ella.
Pero, a medida que se adentraba más y más, iba sintiéndose agotado e incapaz de cubrir tal inmensidad. De nuevo acudían las sombras y la hondura resultaba insondable, amenazante bajo su cuerpo. Lanzaba brazadas que luchaban contra un agua densa, como una masa que le impedía avanzar, e iba aprisionándolo, tragándoselo, mientras sus piernas se agitaban en imposibles movimientos.
En ese momento, acudió a él el recuerdo de su padre, sacerdote de Apolo, que cayó en la noche al oscuro mar en el puerto de Ortigia, donde se hubiera ahogado de no ser por la intervención misericordiosa del dios. Alentado por el ejemplo, Podalirio oró a Asclepio, reclamando su ayuda:
—¡Señor, salvador hijo de Apolo, socórreme! ¡Soy servidor tuyo!
Las aguas se removieron en las profundidades. Pero no acudieron sino peces extraños y monstruosas criaturas enviadas por Posidón, las cuales le miraban con ojos distantes e indiferentes, sin detenerse, siguiendo el curso de las corrientes, abandonándolo a su suerte.
Podalirio, extenuado, dejó de bregar y se hundió al fin. Su cuerpo descendía lentamente, mientras contenía la respiración y apretaba con fuerza los párpados para no ver lo que había en el abismo tenebroso. Entonces supo que iba a morir, porque sintió la presencia fría e invisible de Hades.
Cuando sus pies tocaron el fondo cenagoso del mar, creyó haber llegado a los infiernos.
Pero allí le habló una voz conocida:
—Aquí puedes respirar, Podalirio.
La silueta de una mujer se aproximaba. Iba distinguiendo sus formas. Se alegró inmensamente al encontrarse con Eos, que tenía la presencia amorosa de Afrodita y le pareció más bella que nunca. Ella le abrazó con ternura.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó él.
Eos no respondió, sonreía y le prodigaba caricias y besos.
—¿Qué haces tú aquí? —insistía Podalirio—. ¿Por qué has bajado al lugar de los muertos?
Ella le tomó la mano y la atrajo hacia su pecho sin dejar de sonreír. Podalirio miró los senos, que se veían firmes y deseables bajo la tela del peplo. Los acarició con placer, aunque sin dejar de preguntar:
—¿Tú qué haces aquí? ¿Cómo has descendido de la montaña sagrada de la Citera?
Eos le selló los labios con un beso y aproximó aún más su cuerpo sensual y férvido. Podalirio sintió entonces el contacto tan agradable de la piel suave y afirmó aún más la presión de su mano en los pechos espléndidos.
—¡Te quiero tanto! —exclamó—. ¡Gracias a Dios te tengo a ti!
Ella habló al fin:
—Quisiera ayudarte, amigo, hermano, amante…
—¿Y por qué no lo haces? —preguntó él—. Te necesito, amiga, hermana, amante…
—Estoy aquí porque me han llamado —dijo ella, con pena—. Vine a este lugar porque debo estar en el Hades. Pero tú vas a regresar…
En ese momento, sus pechos se endurecieron y se volvieron fríos como mármol.
—Pareces una estatua —observó él, apartándose.
Eos palidecía y su imagen se tornaba blanca, y después transparente, mientras parecía hacer un gran esfuerzo para hablar.
—Tienes que irte… —balbucía—. No puedes seguir aquí conmigo…
—¡No! —trató de retenerla él, asiéndola fuertemente por las ropas—. ¿Por qué he de dejarte aquí sola?
Cada vez más fría y lejana, ella decía:
—Tu mujer viene a por ti. Nana te llama. Ahora debes regresar con ella.
Podalirio sujetaba el peplo con todas sus fuerzas, para no separarse, y apretaba a la vez los párpados. Mientras tanto, otra voz le llamaba:
—¡Podalirio!
—¡No, no iré! —respondía él.
—¡Podalirio! ¡Podalirio! ¡Podalirio…!
Abrió los ojos al sentir que le agitaban violentamente y gritó una vez más:
—¡No, no iré! ¡No quiero ir!
Nana estaba delante de él con cara de espanto y los cabellos revueltos, sosteniendo una lámpara encendida. En la oscuridad de la noche, la llama oscilaba y creaba sombras que se movían.
—Podalirio, ¿qué te sucede? ¡Qué cosas tan raras dices! ¿Adonde no quieres ir?
El se dio cuenta de que acababa de despertar de una pesadilla. Estaba envuelto en frío sudor y el corazón le palpitaba de tal modo que parecía querer salírsele del pecho. Sus manos se aferraban a las sábanas con fuerza, tirando de ellas, remangadas, dejando al descubierto medio cuerpo hacia abajo. Tenía las piernas y los pies helados.
Nana le miraba asustada sin saber muy bien qué hacer.
—¡Oh, querido, estabas soñando! Gritabas espantosamente. Todos en la casa nos hemos sobresaltado.
Podalirio tiritaba y jadeaba, notando aún la presencia de la muerte.
—Me siento muy enfermo —balbució.
Su esposa le pasó la mano por la frente.
—¡Qué frío estás! —exclamó preocupada mientras le cubría con las mantas.
Él se incorporó y le rogó:
—Dame agua, tengo la garganta seca.
Ella fue hasta el extremo de la habitación y encendió un par de lámparas de aceite que estaban dispuestas sobre un mueble. A un lado había una jarra. La cogió y se la llevó a su esposo.
Podalirio bebió con sorbos rápidos, ansiosos, y se sintió algo reconfortado cuando la luz creció en la estancia. Pero seguía teniendo la mente en sombras y el corazón muy agitado.
Nana, que le miraba intranquila, arrugó de repente la nariz y la boca y observó con desagrado:
—¡Qué olor a vino rancio!
Paseó después sus ojos escrutadores y descubrió algo en la cama y en el suelo:
—¡Oh, estás envuelto en vómitos! ¡Madre de los dioses! ¡Qué asco! ¡Podalirio, sal enseguida de la cama!
Él percibió también el olor nauseabundo y recordó haberse despertado a media noche para vomitar, sin que le diera tiempo a levantarse. Después se había dormido de nuevo.
Nana le ayudó a ponerse en pie. Él, desnudo y aturdido, sintió el frío contacto de las baldosas.
En ese momento, se abrió la puerta e irrumpió en la alcoba su hijo Egimio, trayendo otra lámpara.
—¿Qué sucede? Abajo estamos preocupados…
—¡Nada, una simple borrachera! —respondió Nana—. A tu padre le ha dado ahora por entregarse a Dioniso, ¡en la vejez! Lo que no ha hecho nunca antes en su vida… ¡Ay, qué demonio se le habrá metido en el cuerpo últimamente! No teníamos bastante con la hieródula ésa del monte y ahora esto…
—Padre, ¿te encuentras bien? —preguntó respetuosamente el joven.
—Sí, hijo. He tenido pesadillas. Estuve en casa del procónsul y… bebí algo más de la cuenta. ¡Ya sabéis cómo es Galión…!
—¡Sí, échale la culpa a Galión! —refunfuñó Nana.
—No estoy acostumbrado —aclaró a modo de excusa Podalirio—. ¡Tanta comida y tanto vino!
—Pues bien te podrías haber acostumbrado ya —replicó ella—, porque llevas dos semanas dedicado a esas juergas. ¡Quién lo hubiera dicho! Con lo estricto que has sido siempre para tales cosas. Pero se ve que últimamente le has caído en gracia al Liber dispensador de la locura y se ha propuesto robarte el buen juicio.
—Un poco de alegría a nadie le viene mal —repuso él.
—¿Un poco de alegría? —señaló ella los vómitos con el dedo—. ¡Mira qué cantidad de alegría hay desparramada por aquí!
—Madre, déjale, acaba de salir del sueño —terció el hijo en favor de su padre—. Necesita descansar. Puede ir a dormir conmigo mientras tú pones en orden todo esto.
—¡No! —negó con firmeza la madre—. Tu padre dormirá hoy conmigo, como debe ser.
—Bien, pero no le exasperes más —le rogó Egimio.
Nana fue a por la jofaina y el jarro y se dedicó con diligencia a asear a su esposo. Después le puso un camisón limpio, le perfumó con esencia de lavanda y se le quedó mirando con una irónica sonrisa.
—¿Dormirás hoy en mi alcoba, Podalirio? —le preguntó.
—Claro —asistió él con un suspiro.
Ambos bajaron por la escalera cogidos del brazo y entraron en el dormitorio de Nana. Su bella nieta, una rubia niña de cinco años, estaba sentada en la cama, con ojos somnolientos.
—Anda, mi amor, ve esta noche a dormir con tus padres —le dijo con dulzura su abuela.
La niña puso cara de fastidio, pero se levantó obediente, los besó y se marchó de la alcoba.
—¿En qué lado me acuesto? —preguntó con un hilo de voz Podalirio.
—¡Qué pregunta! —contestó ella.
Se acostaron el uno al lado del otro. Nana sopló la llama de la lámpara y, en la oscuridad, dijo:
—Si me lo cuentan, no me lo creo… A tu edad, estas aficiones nuevas… ¡Como no teníamos bastante con los amoríos de la Acrocorinto…!
Él se movió sin decir nada.
Nana, displicente, hacía esfuerzos para no rozarle siquiera. Pero, finalmente, sintió lástima y le aproximó sus pies.
—¡Estás helado! —exclamó.
Podalirio se volvió y buscó refugio en los brazos de su mujer. Ella entonces le cubrió de besos, como una madre grande y compasiva.
—¿Qué hago contigo? ¡Qué desastre eres! Como un niño… —decía con ternura—, mi vida… ¿qué te ha sucedido? ¿Quieres desahogarte con tu Nana?
—He soñado con Hades —respondió él con voz tenue—. Parecía que la misma muerte me envolvía…
—Eso te pasa por hacer tonterías. ¡Si no estás acostumbrado a juergas, Podalirio! Anda, duerme, mañana me lo contarás…
El procónsul Galión se ausentó temporalmente de Corinto, para ocuparse de las cosas de su gobierno en la provincia. Entonces, cierta normalidad retornó a la vida de Podalirio, que se alegró en el fondo por el cese de las fiestas y por la vuelta a la rutina de sus tareas en el templo. Sin embargo, en el Asclepion ya nada volvió a ser como antes. Desde el incidente de las habas, el hierofante le negó la palabra y le esquivaba, huraño. Cada uno hacía las cosas propias de su oficio, pero ambos procuraban no encontrarse cara a cara. Esta situación resultaba tensa y a veces desagradable, pero al menos se habían acabado las disputas. Por el momento, Epafo dejó de dar voces por cualquier motivo y se mitigó algo su carácter intempestivo. Incluso Podalirio llegó a pensar que tal vez lo sucedido le había servido de escarmiento, y albergó cierta esperanza de que, con el tiempo, se disolvieran los rencores. Aunque a la vez se daba cuenta de que esas ilusiones tenían un poderoso enemigo: las malas artes de Erictonio y la influencia que ejercía en su amo.
Ya Nana, que era más malpensada, o que juzgaba la situación con mayor realidad, afirmaba desde hacía mucho tiempo que estaba segura de que el esclavo del hierofante ambicionaba en el fondo ocupar el cargo de sacristán. Ella estaba persuadida de que Erictonio iba a ser emancipado y que, una vez libre, no se conformaría con cualquier cosa. Podalirio consideraba absurdas tales lucubraciones de su esposa. Para él, una maldad como ésa no era concebible; jamás sería capaz de albergar sospechas de esa clase.
Pasados un par de meses, ya en plena primavera, el sacristán creyó llegada la mejor ocasión para hacer las paces con Epafo: las fiestas de Higea, que se celebraban a finales de abril, muy poco antes de que se abrieran los puertos y Corinto se viera, como cada año, inundada por extranjeros e inmersa en su febril agitación comercial.
De manera sinuosa, con encogimiento y cortedad, Podalirio buscaba la ocasión oportuna para dirigirse al hierofante. Pero consideró prudentemente que sería mejor hacerlo cuando no estuviese presente Erictonio. Lo cual era bastante difícil, dado que el esclavo no se apartaba de él ni a sol ni a sombra, seguramente por el temor que tenía a que se solucionaran las cosas entre ambos servidores del templo.
Después de esperar, una mañana temprano Podalirio consideró llegado al fin el momento, cuando vio desde la terraza que el esclavo iba en su asno cabalgando solo camino del mercado. Descendió con prisa hacia el patio del Asclepion con el fin de esperar pacientemente a que apareciese por allí el hierofante. Pero, cuando pasaba por delante del laurel sagrado, se llevó un gran susto al encontrárselo allí medio escondido.
Los dos estuvieron mirándose a la cara durante un instante, sin hablarse, y el sacristán comprendió que el sacerdote también había estado buscando el encuentro. Así que le dijo con franqueza:
—Epafo, necesitaba verte para hablar contigo, puesto que se aproximan los días de Higea.
El hierofante, ajustándose el manto a los hombros, comentó con brusquedad:
—¡Ah, de eso precisamente quería yo tratar!
Podalirio se sintió muy aliviado por esta pronta respuesta. Parecía que se ponía fin a los días de tensión y a las noches de pesar, aunque todavía se apreciaba una cierta distancia de trato en Epafo. Para acortarla, el sacristán dijo como si tal cosa:
—Solicito tu permiso para bajar a la hija de Asclepio de su pedestal y colocarla en el atrio, como solemos hacer durante las fiestas. Pronto empezarán a acudir los fieles para hacer sus ofrendas y deben encontrar todo en orden.