—¡Gracias! —le gritó Podalirio antes de perderse por entre las callejuelas que conducían hacia la salida de la Acrocorinto.
—¡Sé feliz! —contestó Eos con un alegre movimiento de brazos.
Mientras descendía por la calzada, abandonando la cima del monte, el sacristán iba como purificado. Sentíase ahora plenamente exhausto, como si acabara de expulsar un veneno de su cuerpo. Exaltado por el encuentro con ese cortejo de belleza y verdad que suponía Eos para él, en paz, vivo y con una cierta sabiduría que le reconfortaba.
Cuando llegó a su casa, Podalirio encontró a Nana, a su hijo y a su nuera que le miraban en silencio y con lástima. Su esposa tenía los ojos enrojecidos por haber estado llorando mucho. Él se aproximó y se sentó junto a ella sin decir nada.
Nana explicó, preocupada:
—El hierofante está en cama. Al parecer enfermó a causa del disgusto y no ha vuelto a levantarse desde el día que… ¡Oh, no sabes qué mal lo hemos pasado!
El hijo de Podalirio era serio y sensato, a pesar de su juventud. Se llamaba Egimio y había heredado la estatura y la fortaleza de su madre, aunque poco se parecía a ella en el carácter. Lleno de comprensión hacia su padre, dijo:
—Déjale ahora, madre, ¿no ves que viene cansado?
Ignorando esta recomendación, la mujer prosiguió con sus quejas:
—Esas dos cotillas de las dichosas habas han pregonado por todo Corinto lo que sucedió… No creo que se hable de otra cosa en el mercado… Justo lo que nos faltaba!
—Calla, madre, ¡por Zeus! —le rogó Egimio una vez más.
Ella se puso en pie y se enfrentó a su esposo:
—¿No dices nada? ¡Oh, madre de los dioses! ¿Por qué nos tratas así?
El fuego estaba encendido y Podalirio miraba las brasas con expresión ausente. Empezó a sentir calor y entonces se dio cuenta de que aún llevaba el manto de Eos sobre los hombros. Echó de menos la Acrocorinto y lamentó haber tenido que regresar tan pronto.
Como si estuviera adivinando sus pensamientos, Nana le reprochó:
—¿De dónde demonios has sacado ese manto…? No hace falta que respondas; sé muy bien dónde has estado… ¿Es que no tienes mejor manera de solucionar nuestros problemas que ahogarlos en placer?
Podalirio miró a su familia y habló con serenidad:
—Los peores problemas son los que se crea uno mismo. En efecto, he cometido errores. Nunca debí insultar a mi superior de esa manera. Os ruego que no toméis ejemplo de tan necia actitud. Y tú, Nana —se dirigió a su esposa con tono humilde—, perdóname por haberte causado sufrimientos que no te mereces… Comprende que estoy atravesando una mala racha…
Se miraron todos, inquietos y preocupados. El hijo tomó la palabra y le dijo con cariño:
—Nadie en Corinto dudará de ti, padre. Sabes que la gente te respeta y está agradecida por tus desvelos en el Asclepion. El hierofante sería capaz de acabar con la paciencia del propio Diogenes. ¿Quién no comprendería que te sacó de quicio esa mañana?
—Tienes razón, hijo mío. Por eso, ahora mismo iré a casa de Epafo y le pediré perdón. Todo ha sido por mi culpa. Así que debo asumir las consecuencias.
Nana agitó las manos y explicó exaltada:
—¡No sabes cómo está la mujer del hierofante! ¡Está ofendidísima! Y el amante de Epafo, ese maricón de Erictonio, que no se aparta de la cama de su amo, sería capaz de clavarte las uñas nada más verte.
Podalirio pensó unos instantes y luego dijo, tranquilo y resuelto:
—No será para tanto. Conozco muy bien a Epafo y sé que se le pasará el sofocón en cuanto yo le dé las explicaciones oportunas.
Dicho esto, se marchó de la estancia. Entonces Nana le siguió irritada, gritándole:
—¡Adonde vas con ese manto! Anda, coge el tuyo. Si se dan cuenta de que llevas la prenda de una hetera se ofenderán aún más. ¡Podalirio!
Él dejó el manto sobre un poye te y prosiguió su camino, desoyendo las recomendaciones de su mujer.
Cuando llegó a la casa del hierofante estaba temblando, a pesar de haber hecho concienzudos esfuerzos para calmarse y meditar muy bien todo lo que pensaba decir. La criada que le atendió en la puerta parecía preocupada y le miró muy fijamente, antes de comunicarle con una voz cautelosa:
—Mi amo está en cama…
—Lo sé, por eso vengo a verle.
—¡Señora! —gritó la criada hacia el interior de la vivienda—. ¡El sacristán está aquí!
Podalirio se estremeció. La esposa del hierofante se presentó enseguida, con el gesto ceñudo y torvo. Enfrentó su mirada fiera y dijo con retintín:
—Vaya, ya era hora. No hace falta que expliques dónde has estado durante estos tres días; se comenta en todas partes que has andado por la Acrocorinto.
—Vengo a suplicar perdón —contestó llanamente él—. No hayjustificación alguna para mi comportamiento. Aunque, si puede servir de algo, le diré al hierofante que fue un arrebato de locura. Bien sabes que siempre le he respetado y que le tengo aprecio; nada malo le deseo. ¿Puedo pasar?
No terminaba de decir esto Podalirio cuando se oyó gritar a alguien desde dentro de la casa:
—¡Que pase! ¡Déjale que pase!
Erictonio, el esclavo del hierofante, de quien todo el mundo decía que era su amante, apareció con pose estirada, tan alto y seco como era, antipático, sinuoso y áspero.
—¿Por qué no va a entrar, si viene a pedir perdón? —añadió—. ¡Que pase!
La mujer se apartó, como obedeciendo a alguien que mandaba más que ella en la casa. Podalirio avanzó entonces y se dirigió hacia el interior. Detrás de él, con susurrante y desagradable voz, el esclavo le iba reprochando:
—No sabes lo mal que ha estado. Poco más y lo matas del disgusto. ¿Es que no te das cuenta de lo sensible que es? Él te aprecia, Podalirio, y tú has sido muy desagradecido esta vez, seguramente para ganarte a esas dos mujeres romanas tan poderosas. ¡Oh, Asclepio, qué injusto has sido con Epafo!
—Lo siento, Erictonio, de veras lo siento —repetía entre dientes el sacristán—; no era mi intención…
Al llegar al dormitorio, encontró el gran bulto del cuerpo del hierofante completamente tapado por las mantas, emitiendo una respiración estentórea entre gemidos. El aire de la estancia estaba saturado de olores a orines y emplastos herbáceos, que el calor de un gran brasero avivaba. A un lado se encontraba dispuesta una mesa repleta de alimentos a medio consumir. Al menos, el enfermo no había perdido el hambre, pensó el sacristán.
—¿Epafo, duermes? —preguntó con delicadeza.
Los quejidos y los jadeos se intensificaron.
—Epafo, he venido a verte. Estoy aquí para pedir perdón —insistió Podalirio.
El hierofante se removió y respondió con una fría vocéenla, casi infantil:
—¡Ay, qué pena tan grande! ¿Cómo has podido hacerme esto?
—Son cosas que pasan… Un demonio me poseyó… No sé qué decir, la verdad… Epafo, te ruego que lo olvides.
La cabeza del hierofante surgió bruscamente de entre las mantas. Tenía el cabello grasiento, enmarañado, sin los habituales ricitos que imitaban los de las estatuas de Asclepio; tampoco llevaba las mixturas ni los polvos con los que se blanqueaba el rostro. Sus labios abultados, brillantes de babas, se contraían en una mueca de rabia.
—¡Que lo olvide! —exclamó—. ¡Ay, esto es el colmo! ¡Cómo voy a olvidarlo!
—Epafo, fue un error, una locura… —dijo Podalirio, con un hilo de voz.
—¡Señor de la salud! —rugió el hierofante—. ¿No te acuerdas de lo que me dijiste ese día? «Vieja plañidera»… y… ¡«culona»! ¿Qué querías decir con eso, Podalirio? ¿Es eso lo que en realidad piensas de mí? ¡Oh, dioses! ¡Qué injusticia! Yo que te he tratado como a un hijo… Y así me lo pagas. ¡«Culona»! «Culona» me llamaste delante de esas arpías romanas… ¡Y todo por unas cochinas habas! —sollozó.
—¿He de arrodillarme ante ti? —le preguntó Podalirio.
El hierofante le miró con ojos angustiados inundados en lágrimas. Se mordió el labio y luego contestó como en un lamento:
—¿Y de qué serviría? ¡Me has desgarrado el alma…!
Podalirio comenzó a angustiarse al ver que sus intentos de aplacarle se estrellaban una y otra vez contra la obstinación del sacerdote.
—¿Qué puedo hacer entonces? ¿Cómo puedo arreglar el daño que te he hecho?
Durante unos instantes reinó un gran silencio en la alcoba. Después el hierofante inició nuevamente su estentórea respiración y sus gemidos. Y Podalirio se sintió como prisionero en una absurda escena.
—Dime qué puedo hacer —insistió.
Entonces el esclavo, que hasta el momento había permanecido algo retirado, se aproximó a la cama y se sentó en el borde. Extendió una larga y sarmentosa mano y acarició los cabellos apelmazados de su amo. Arqueó las cejas y miró muy fijamente al sacristán.
—Yo te aconsejaré lo que puedes hacer por Epafo: coge a tu mujer y a tus hijos y márchate de Corinto —dijo ladinamente.
El semblante de Podalirio se demudó.
—¿Qué quieres decir?
—Lo has oído muy bien —aclaró con desfachatez Erictonio—. Sólo si te marchas podrás restablecer la honra y el buen nombre de mi amo. Esas romanas han estado alborotando por ahí y contando su propia versión de lo que pasó. Al parecer, hay en la administración algunos funcionarios que quieren aprovechar este incidente para quitar de en medio a Epafo y proponerte a ti en su lugar.
El hierofante soltó un gemido, pero indico con un gesto a su esclavo que continuase. Éste prosiguió:
—No quisiéramos llegar a pensar que tú andas detrás de eso. Todo el mundo en Corinto sabe que eres íntimo amigo del gobernador Galión y que en su círculo de romanos, impíos, estoicos y ateos, estarían encantados con tener en el Asclepion un hierofante afín a sus ideas. ¡Apolo los castigue!
Epafo chilló, revolviéndose en el lecho nerviosamente:
—¡Quieren arruinarme! ¡Se han propuesto robarme toda una vida de sacrificios y entrega al dios!
Podalirio, paralizado por la sorpresa, escuchaba atónito, sin ser capaz de decir nada.
Erictonio siguió hablando:
—Por eso debes irte cuanto antes, si de verdad quieres servir a Asclepio siendo consecuente y justo. Si no lo haces, habrás tomado parte en una sucia conjura, de la que tarde o temprano tendrás que rendir cuentas.
El sacristán suspiró.
—¡No exageres!
Epafo empezó a sollozar de nuevo, agitándose en la cama.
—¡Es la pura verdad! ¡Quieren destruirme! ¡Pretenden acabar conmigo! ¡Oh, Asclepio, ven en mi ayuda!
Podalirio se dirigió a él, tratando de hacer uso de toda la serenidad que podía hallar dentro de sí.
—¡Eso es una locura! Jamás he pretendido usurpar tu puesto, Epafo. Y te juro por la sagrada clemencia del dios que no he tenido conversaciones de este tipo con Galión ni con nadie en Corinto. ¡No sé de dónde habéis sacado todo eso!
—¿Lo ves? —replicó el esclavo—. ¡No estás dispuesto a reconocerlo!
—¡Estoy hablando con Epafo! ¡Así que cállate tú! —exhortó al fin con firmeza Podalirio.
Erictonio se asió con firmeza a su amo, fingiendo terror, mientras gritaba:
—¿Te atreves a mandarnos callar de nuevo?
—¡No hablo contigo! ¡Hablo con él!
El hierofante se alzó y pareció salir de su congoja y postración.
—¡Eres una fiera, Podalirio! ¡Márchate y déjanos en paz! ¿Qué demonio se te ha metido dentro últimamente? ¿Es esto acaso lo que aprendiste en la sagrada casa de Epidauro? ¡El dios te castigará!
Podalirio estaba atrapado. Debía luchar para defenderse, pero ya no sabía qué decir.
—¿Qué locura es ésta…? —balbució, suspirando para mantener la serenidad—. No quiero nada para mí… ¡Repito que no quiero ser hierofante de Corinto!
—¡Mientes! —gritó Erictonio clavándole sus ojos llenos de odio.
—¡Vete! ¡Vete de Corinto! —lloriqueó Epafo—. ¡Sólo si te vas podré creer que no buscas mi puesto!
Después de escuchar todo lo que Podalirio le contaba desolado, Nana se quitó el gran delantal que le apretaba el pecho y se sentó en una silla pequeña, dejando caer las manos sobre las rodillas.
—¿Irnos de Corinto? —se lamentó como para sí—. Eso no es posible…
Él recorría la estancia, nervioso y cariacontecido.
—Un día tuvimos que abandonar Epidauro para venir aquí… Quizás el dios quiera que vayamos a alguna otra parte.
Ella posó en él unos ojos tristísimos.
—Ya no somos unos niños. Nuestra vida está aquí. ¿Crees que podríamos empezar de nuevo en cualquier otra parte?
—Pienso que no tenemos más remedio. El hierofante no está dispuesto a entrar en razón y me temo que será incapaz de perdonarme. Ya sabes que Erictonio nunca me ha tragado y…
—¡Ese maricón! —exclamó ella, golpeándose el muslo fuertemente.
Podalirio permaneció callado, mientras se armaba de paciencia. Luego dijo:
—La vida es así, Nana. Es imposible estar siempre sin problemas.
Ella se levantó y se fue hacia una alacena de donde extrajo una cacerola de barro. Durante unos instantes no dijo nada, fingiendo estar muy atareada preparando un cocimiento de hierbas.
Mientras tanto, Podalirio añadió:
—Estas cosas pasan. No te preocupes, ya encontraremos la manera de salir adelante en otra ciudad. Los templos de Asclepio proliferan en Sicilia.
Nana le miró sin ocultar su angustia.
—¿En Sicilia? ¡Por las Moiras! ¿Precisamente en Sicilia…? ¿Ahora piensas en Sicilia?
—He hablado por hablar. No tenemos por qué abandonar Grecia.
Ella le alargó un tazón humeante, diciendo enojada:
—¡No tenemos por qué abandonar Corinto! Anda, bebe esto; te tranquilizará.
El sonrió con desgana y cogió el tazón. Ella añadió con firmeza:
—Podalirio, creo que ha llegado el momento de tomar una determinación. Nunca he pensado que seas un hombre de poco temperamento. Y no me parece que sea verdad eso de que cada hombre posee ciertas cualidades o ciertos defectos definitivos: que sea listo, torpe, enérgico, apocado, fuerte, débil… Me da la sensación de que, como es norma en ti, por esa dichosa manera de ser tuya, te has estado sujetando durante años para no enfrentarte con el hierofante. Hasta que…
Ella calló. El se quedó esperando a que terminara de hablar, con gesto interpelante:
—¿Hasta qué…? ¿Qué quieres decir, Nana?
Ella le acarició cariñosamente el cabello, como quien se dirige a un niño:
—Hasta que te faltó la paciencia. Ese día el hierofante puso la gota que desbordó la vasija. ¡Estaría bueno que te pasaras la vida aguantando a ese loco!