Los milagros del vino (4 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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Podalirio se detuvo para recobrar el resuello y no pudo sustraerse al deseo de lanzar una mirada hacia la omnipresencia de la Acrocorinto, que se alzaba como una mole, enviando su oscura sombra de invierno sobre el pie de las laderas.

Dejándose llevar por el arrebatado impulso que persistía en él, se puso de nuevo a caminar, ahora en dirección a la montaña, con pasos si cabe más apresurados, por una pedregosa vereda que serpenteaba en pronunciada pendiente, entre ásperos roquedales y arbustos espinosos que le desgarraban la túnica. Más arriba, alcanzó al fin un camino más ancho que trepaba por los barrancos hacia la cima.

Como la distancia era grande y la pendiente muy dura, el corazón le palpitaba con fuerza y necesitaba respirar violentamente. Así anduvo un buen trecho, como llevado en volandas primero, fatigándose después, hasta alcanzar una considerable altura. De nuevo hubo de detenerse, esta vez junto a una fuente. «No he de beber alocadamente —se dijo—, pues estoy sudoroso y agotado». En ese momento, reparó en que el raciocinio parecía regresar a él. Se refrescó la frente y el cuello. Cuando su pecho se tranquilizó algo, bebió con pequeños y lentos sorbos, disfrutando del agua fría que, como un bálsamo, le ayudaba a serenarse.

Sentado en un peñasco, lanzó una ojeada hacia el pie de la sierra y contempló a lo lejos las murallas, los templos y los tejados de Corinto. No le fue difícil descubrir la blanca y diminuta presencia del Asclepion, en el extremo norte de la ciudad, cerca del anfiteatro, entre los bosquecillos de oscuros cipreses. «¡Qué pequeño resulta todo desde aquí arriba! —suspiró—. ¿Tiene sentido sufrir por tal poquedad?»

Más allá se extendía la llanura y luego el gran golfo, donde se veían los puertos sin movimiento alguno de naves en invierno. Muy por encima del ancho mar azul oscuro, el Parnaso coronado por la nieve pura dominaba las montuosas tierras de Delfos, el lugar donde Apolo desvelaba el porvenir de los hombres.

Podalirio se acordó entonces del oráculo y se despertó en él una especie de ansiedad, el deseo de conocer el sentido de todo lo que le estaba ocurriendo últimamente. Mas enseguida le afligió el presentimiento de que tal vez los dioses no estuvieran dispuestos en absoluto a desvelárselo. Entristecido por estos pensamientos, sintió que se le apretaba un nudo en la garganta y fue incapaz de reprimir un desconsolado llanto.

Con los ojos nublados por las lágrimas, trataba de ver el camino de Istmia, hacia el oriente, donde se yergue el gran santuario de Eleusis. Allí se celebraban los misterios sagrados, por ser el lugar donde Demeter, diosa de la tierra nutricia, entregó el primer grano de trigo al rey Keleos, enloquecida de alegría por haber encontrado a su amada hija Perséfone después de verse obligada a recorrer todo el orbe en su busca. Pero nadie sabía en el fondo adonde conducían aquellos secretísimos misterios de Eleusis, por mucho que prometieran la vida feliz y perdurable en otro mundo distinto de éste, siempre que se siguieran los pasos y los ritos necesarios.

Más desasosiego le causaba aún a Podalirio lanzar la mirada hacia el sur, por donde se extendía la península de Argólida, boscosa, agreste y recóndita, en cuyas tierras zigzagueaba el viejo camino que conduce a Epidauro, casa principal de Asclepio.

En medio de su llanto, le dio por pensar: «¡Hay que ver cuántos dioses! No obstante, ¡qué solo y desvalido está el hombre!»

Enfrascado en estas meditaciones, reinició la marcha dispuesto a llegar a la cima. ¿Qué secreto anhelo le impulsaba a completar tan duro ascenso? ¿Quizás alcanzar el templo de Afrodita que se encontraba en lo más alto? Pero Podalirio no iba en busca de dioses ni de diosas.

Remontó al fin la primera cumbre rocosa, coronada por las murallas de la antiquísima acrópolis, y se encaminó por la calzada empedrada que conducía a la puerta. Estaba exhausto y el sudor que le corría por la espalda empezaba a enfriársele a causa del viento helado que soplaba en las alturas. Sin embargo, en su interior parecía haberse encendido un fuego de ardiente deseo que le empujaba a seguir adelante, adentrándose por un dédalo de fortificaciones y casas de piedra, dejándose guiar por el pálido resplandor de las teas recién encendidas, pues atardecía y el cielo empezaba a adquirir un tono azul turquesa. No se veía a nadie; el invierno tenía a la gente metida en las casas.

A pesar de haber alcanzado los primeros edificios, todavía debía seguir ascendiendo hacia el núcleo principal de la arcaica ciudadela. Doblando una esquina tras otra, en el complicado laberinto de callejuelas, atravesando arcos, cruzando puertas y subiendo peldaños y cuestas, fue a dar al fin con el agora. Las ruinas del Sisifeo, el antiquísimo palacio de los reyes de antaño, conferían al lugar un aspecto un tanto fantasmagórico: los techos derrumbados dejaban ver el cielo a través de las ventanas.

Detrás, en un segundo nivel, se alzaba el soberbio templo de Afrodita, altísimo y en extremo elegante. Un postrimero y tímido sol enviaba desde el ocaso sus rayos, que lamían con dorados reflejos los aleros, los remates del frontispicio y las acroteras que se recortaban en el firmamento cada vez más oscuro y distante.

Podalirio, sobrecogido por la contemplación de tan sugestivo lugar, hubo de inspirar profundamente para liberarse de la tensión que acumulaba su pecho. La visión de aquella última ráfaga de luz solar, acariciando lo más elevado del santuario, se le antojaba ser un capricho de Helios, el poderoso astro protector de la Acrocorinto, como si un delicado obsequio de divinidad, enviado desde los confines del mundo, lamiese la cima de la sagrada montaña donde moraba Afrodita. Extasiado, como petrificado al sentirse envuelto por tanta quietud y silencio, permaneció durante un rato mirando hacia las alturas; tiempo suficiente para percibir el último destello. Luego Helios desapareció por completo. Entonces el firmamento despejado empezó a mostrar miríadas de estrellas rutilantes, como si alguien las fuera sembrando y esparciendo.

De entre todas destacaba una: Venus, la más hermosa, fogosa en medio de las demás, argéntea, azulada a veces y destellante de luz clara, que, cual si fuera una punta de lanza, hendía el pecho de los hombres para inflamarlos de pasión. Pues Afrodita era la diosa que reinaba allí mismo, en el misterioso templo que coronaba la cima de la Acrocorinto; la hermana, esposa y madre, ¡Afrodita!, la reina que seguía los pasos del sol, encendida por el fuego vivo del amor.

Entusiasmado, Podalirio fue bordeando los muros del ruinoso Sisifeo y se dirigió aprisa al santuario. Ya en las escalinatas sus pies tropezaron con restos de algunas ofrendas: tiestos rotos, vasijas con alimentos, haces de hierbas aromáticas, lucernas… Penetró en el cálido ambiente del templo y percibió el aire denso, perfumado por las esencias que se derramaban a los pies de la diosa. Frente a él, bajo el ara, las ascuas incandescentes brillaban rojas, chisporroteando a causa de la sal centelleante que lanzaba a puñados una sacerdotisa. El velo permanecía corrido y la gran estatua no podía verse, pero había más de un centenar de mujeres mirando hacia el altar, cubiertas con claros mantos. Las siluetas y las sombras proporcionaban una visión inquietante, entre las llamas oscilantes. El murmullo de las plegarias y algunos cantos taimados acentuaban la atmósfera misteriosa y sacra.

Cuando las hieródulas comenzaron a encender las lámparas de aceite, la luz fue en aumento y se hicieron visibles los contornos del templo. Entonces Podalirio supo que se iba a desvelar el rostro de la diosa. Sólo faltaba ya que fueran prendidas las grandes antorchas que, dispuestas junto a los espejos, debían dar forma al halo luminoso de la imagen. Una vez logrado satisfactoriamente el efecto deseado, se descorrió la enorme cortina y apareció la estatua: Afrodita estaba representada de pie, vestida con solemne túnica y tocada con un dorado yelmo de encrespado penacho; a sus pies resplandecían la loriga broncínea, el escudo y las armas. A un lado, un poco retirado, Adonis miraba al frente desde un semblante asombrado, mientras sostenía su arco de manera amenazante. Un frontón cubierto de oro dominaba el conjunto sobre la hornacina, en el cual parecía flotar una grácil estatua de Helios, aureolada su cabeza de bruñidos rayos.

Con fervor, las hieródulas iniciaron el canto del himno a la diosa:

Cantemos a la reina que nació

de la espuma de las olas
;

cantemos al linaje de la madre
,

de donde parten los deseos alados e inmortales
.

Aquellos que traspasan las almas con sus dardos

invisibles y las hieren con el aguijón de la nostalgia
;

incitándolas a ascender hacia lo alto
,

buscando ardientemente volver a ver
,

resplandecientes como las llamas del fuego
,

las sagradas habitaciones de la diosa

Arrebatado por la fuerza de estas palabras, que parecían ser cantadas expresamente para él, Podalirio entrelazó las manos y las apretó contra su pecho. Sentía los pies helados, aunque le ardía el alma. Con pasos cansados, lentos, pero decididos, avanzó por la nave hacia la celia. Las mujeres le miraban atónitas o cuchicheaban entre ellas, sorprendidas por la presencia del sacristán de Asclepio en su templo a esas horas.

Pero él, presa de su arrobamiento, se abrió paso hasta los pies de Afrodita y, con voz experta en recitar plegarias, exclamó extendiendo las manos:

¡
Óyeme, y condúceme, oh Venerable
,

con la ayuda de tus impulsos más justos
!

¡
Endereza el penosísimo camino de mi dolorosa vida

borrando de mi alma el frío impulso

de los deseos no divinos
!

Se hizo un gran silencio bajo la bóveda y las mujeres permanecieron muy quietas. Entonces la hieródula encargada de hacer la ofrenda vertió una libación de aromático vino sobre las ascuas. Pareció rugir el fuego ardiente y se elevó una nube densa de vapor impregnado en el dulce perfume. Momento en el que volvió a correrse el velo y desapareció la imponente presencia de los dioses.

Se pudieron escuchar algunos suspiros, antes de que las mujeres prorrumpieran en un rumor sordo de voces contenidas y bisbíseos. Después Podalirio sintió cómo se iban retirando hacia la salida, pero no las veía, por estar de espaldas a ellas, fija la mirada todavía en la cortina. Entonces, alguien le puso por detrás delicadamente la mano en el hombro y le habló con dulzura:

—Podalirio, hijo de Asclepio, ¿qué te trae a la cima de la Citera?

Él se estremeció y llevó sus dedos ateridos hacia aquella mano cálida que empezaba a trepar por su nuca y sus cabellos. Al volverse, una dicha esperada se apoderó de él, pues conocía bien esa presencia y esa voz: ante sí tenía a la que era para él la criatura más deseada y cuya proximidad le comunicaba energía y gozo. Estuvo mudo durante un instante, hasta que exclamó:

—¡Eos!

La belleza de la mujer que Podalirio contemplaba ahora embelesado, apenas a un par de palmos de él, parecía haber sido creada para arrebatarle la razón. Por eso, como le había sucedido tantas otras veces al encontrarse con ella, necesitaba algo de tiempo para acostumbrarse, antes de poder pensar o hablar. De momento suspiró profundamente, sintiendo renacer la paz y la tranquilidad en su pecho pletórico de sentimientos de libertad.

Tampoco ella decía nada, sólo le miraba fijamente, con brillo seductor en sus ojos verdes. Era una mirada audaz, que parecía escrutar sus pensamientos. A la luz de las lámparas, la piel de su rostro, dorada por el aire y el sol de la montaña, y brillante por alguna mixtura aceitosa, parecía bronce. Sonreía levemente, con extasiada expresión. Un manto cubría sus hombros, dejando al descubierto el cuello esbelto y el busto firme. El cabello castaño claro se recogía en una trenza que descendía, larga y poco apretada por delante, envuelta en un cordón de seda blanca.

Ante esta visión encantadora, Podalirio se reafirmaba en lo que pensó la primera vez que vio a aquella mujer: la mitad de la belleza otorgada al mundo estaba depositada en Eos; la otra mitad se repartía entre el resto de los mortales.

La luz del santuario empezó a disminuir cuando las esclavas sagradas apagaron las lámparas.

—Es la hora de cerrar el templo —dijo la hermosa mujer en un susurro, sin dejar de mirar a los ojos de Podalirio.

—¿Puedes darme algo de comer en tu casa? —preguntó él venciendo su timidez.

—Claro, ¿cómo no? —contestó ella, acariciándole levemente el rostro con el dorso de los dedos—. ¡Vamos!

Salieron al exterior. La noche era muy fría y el viento ululaba entre las rocas y los viejos edificios. Las estrellas palidecían en el negro firmamento. Eos caminaba delante, muy decidida, dejando atrás a las otras hieródulas, que se dispersaban perdiéndose por las callejuelas. Podalirio apretaba el paso tras ella, fijos los ojos en el blanco manto que resaltaba en la oscuridad.

Llegaron hasta un caserón después de subir varias cuestas. Eos golpeó la puerta con los nudillos mientras le explicaba:

—Ya no vivo donde antes. Hace un par de meses me mudé aquí, a la parte más alta de la acrópolis. Esto es más saludable. Como ves, es una casa grande, mucho mejor que la otra.

—Todo el mundo tiene derecho a prosperar —comentó él.

Al otro lado de la puerta, alguien descorrió el cerrojo y después abrió. Apareció una mujer diminuta sujetando una lámpara encendida. La luz iluminaba su rostro pequeño y agradable. Al ver a Podalirio, exclamó sonriente:

—¡El siervo de Asclepio! ¡Cuánto tiempo!

Él también se alegró al ver a la enana. Descendió hasta su altura y le besó en la frente con mucho cariño.

—Mi querida Nice —dijo—, eres un encanto.

Entraron los tres en la casa. Un agradable calor reinaba dentro y de una olla puesta en el fuego emanaba el apetitoso aroma de un guiso.

—Tendrás hambre —le dijo Eos—. La subida a la Acrocorinto despierta el apetito.

—No he probado bocado en todo el día —respondió él—. Hoy me han pasado muchas cosas…

—Luego me contarás —indicó ella, levantando la tapa de la olla y asomándose dentro—. Nice ha preparado unas legumbres con pierna de cabra.

—¡Humm…! —exclamó el sacristán con el rostro iluminado.

Eos le miró con expresión benevolente y preguntó maternalmente:

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