—¿Cómo es que has venido sin manto? ¡Estamos en febrero!
—Ya te he dicho que hoy ha sido un día difícil…
—Anda, acércate al fuego mientras Nice tuesta el pan. Tienes pinta de estar helado.
Podalirio se aproximó a las brasas y extendió las manos para calentárselas. Sonreía triste y avergonzado, sin poder apartar sus ojos de la belleza reconfortante de Eos, sintiendo cómo aquella atmósfera estaba cargada de amor. Entonces estuvo a punto de derrumbarse y de permitir que el llanto le dominara como a un niño perdido que acabara de regresar a casa. Pero se contuvo pensando: «¡Qué magia la del amor! Ahora ella está aquí y todas las preocupaciones se han desvanecido».
La pequeña Nice sirvió la mesa: tortas de pan, vino caliente especiado y un suculento pedazo de carne. También sirvió un plato de negras habas guisadas. Al verlas, Podalirio dio un respingo y exclamó:
—¡Por Zeus! ¡Habas!
—¿No te gustan? —le preguntó Eos algo contrariada.
Él se la quedó mirando con pavor y luego contestó:
—No es que no me gusten… Pero… ¡Precisamente habas!
—El esclavo de unas ricas mujeres de Corinto las trajo como ofrenda esta misma mañana —explicó ella—. Serían una docena de sacos o tal vez más. Supongo que no habrá hieródula hoy en este monte que no cene habas.
—¡Dios Asclepio, precisamente habas! —refunfuñó de nuevo el sacristán.
—¿Se trata acaso de una superstición? —le preguntó con ironía Eos—. No creía que tú, Podalirio, siervo de Asclepio, dieras importancia a esas tonterías…
Él venció su inicial desconcierto y después se puso a comer, haciendo ver que no pasaba nada. Pero no tomó ni una sola de las habas. Entonces Eos le besó en la frente y después le acercó su propio vaso de vino a los labios. Con avidez, Podalirio bebió con grandes tragos, sintiéndose más reconfortado aún.
—¡Qué mal día he pasado hoy! —suspiró—. Si supieras…
—Ahora come y bebe —le dijo ella cariñosamente—. Puedo ver en tus ojos que has sufrido. Pero después podemos hablar de ello.
La pequeña Nice se dio cuenta de que estaba allí de más y dijo:
—Yo ya cené hace un buen rato. Ahora, si me perdonáis, me iré a dormir. También ha sido un día largo para mí. Hube de cargar con el pesado saco de las habas desde el templo y tengo la espalda hecha polvo.
La vieron ascender trabajosamente hacia el piso alto por una escalera de palos, tan menuda como era. Parecía un ser de otro mundo, con la cabellera gris revuelta y larga hasta la cintura, asomándole desde un abultado gorro de lana.
—¡Qué buena es! —comentó Podalirio, encantado de que los dejara solos.
—Nadie lo sabe mejor que yo —repuso Eos—. Nice es para mí la mujer más grande del mundo.
Él devoraba la carne, con la torta, bebía y, entre bocado y bocado, sonreía contento mirando a Eos, que le contaba cosas sin importancia, mientras, delicadamente, tomaba del plato algunas habas con los dedos y se las llevaba a la bonita boca.
—Anda, prueba al menos una —le decía, acercándoselas a él—. ¡Son deliciosas!
—No, hoy no —negó frunciendo el ceño Podalirio—. Mañana tal vez. Hoy, precisamente, se me indigestarían.
Ella se rió y volvió a besarle en la frente. Él sintió aquellos labios ardientes, impregnados de aromático vino, y quedó encendido de deseo. Quiso abrazarla, pero Eos le apartó con dulzura.
—¡Todos los hombres sois iguales…! Come primero y recobra el calor. Aún estás helado.
Cuando hubo acabado con toda la carne, Podalirio mojó un pedazo de pan en miel. Lo saboreó largamente y después le pidió:
—Déjame ahora contarte todo lo que me ha pasado hoy. ¡Estoy tan desolado!
Eos le cogió la mano y le atrajo hacia unas pieles que estaban extendidas en el suelo, no lejos del fuego. Desprendiéndose del manto, se lo echó a él por encima. Podalirio se inclinó y la besó en la mejilla:
—Menos mal que te tengo a ti… —le susurró al oído.
Ella se apartó y le miró interrogante.
—¿Me contarás de una vez lo que te ha sucedido?
Podalirio inició su relato, con voz triste, sin omitir ningún detalle: cómo había soñado gritarle al hierofante, su violento despertar con la inoportuna visita de las devotas mujeres, la disputa a causa de las habas, la imposibilidad de llegar a un acuerdo y el lamentable desenlace final, con los insultos.
Ella le escuchaba atenta, con los enormes ojos verdes muy abiertos. Luego estalló en una tormenta de sonoras carcajadas. Se retorcía de risa y repetía:
—¡Vieja plañidera! ¡Vieja plañidera y…! ¡Y culona! ¡Ja, ja, ja…! ¿Todo eso le dijiste?
—¡Eli, no te rías, por favor! —le rogó él con amargura—. ¡Fue horrible! No puedes imaginar la cara del hierofante, espantado al oírme insultarle de aquella manera.
—¿Que si me lo imagino? ¡Claro que me lo imagino! Ja, ja, ja…! ¡Es lo más gracioso que he oído en mi vida! ¡Culona! Ja, ja, ja…! ¡Qué risa!
En ese momento, Podalirio sintió que se aflojaban todas sus fuerzas. Al verla reír de aquella manera se contagió y le invadió una maravillosa sensación de felicidad. Pensó: «Ella es un ser tierno, lleno de amor; tiene derecho a reír cuanto quiera». Allí, aislados de todo, también para él el hierofante se convertía en un ser risible, en una máscara cómica que en nada podía perjudicarle.
Se miraron: ella muerta de risa; él lleno de deseo. La atrajo hacia sí, la envolvió con sus brazos y la besó. Entonces, Eos, cogiéndole las manos entre las suyas, le dijo sonriente:
—¿Por qué te preocupas por tan poca cosa? Todo el mundo discute a diario y no pasa nada. Tú, Podalirio, eres demasiado sensible.
Dudando, él sonrió también y contestó:
—Me apena mucho que la gente pueda ser infeliz por mi causa. Pero ahora únicamente me importa estar aquí contigo. ¿Me comprendes?
Ella asintió haciendo un levísimo movimiento con la cabeza.
—Quizás…
Él la apretó contra su pecho y la retuvo así, olvidándose de este modo de sus problemas y entregándose a su amor.
Podalirio despertó envuelto en el suave y cálido contacto de las pieles. Durante un instante estuvo sumido en la confusión, sin saber dónde se hallaba, aunque no añoraba ningún otro lugar. Abrió pesadamente los párpados, cuando la luz del día se filtraba a través de la ventana cerrada, y descubrió a Eos sentada a un lado mirándole fijamente; sus bellos ojos brillaban de alegría. Él sonrió feliz y comentó en voz baja:
—Sigues siendo la misma mujer de hace veinte años. La diosa ha decidido conservarte.
Ella respondió con indiferencia:
—¡Qué tontería!
—He dicho la verdad… No sería capaz de engañarte.
Eos se acercó y le besó dulcemente en la frente.
—¡Qué bueno eres! —suspiró—. La Citera permite que me veas con los ojos de Adonis. Pero nada me importa confesarte que esta piel, estos cabellos, estos pechos… ¡este cuerpo ya no es lo que fue! Somos mortales y, frente a eso, nada puede hacerse.
Podalirio, cogiéndole la mano entre las suyas, le preguntó:
—Dime, ¿te preocupa mucho envejecer?
—¡Qué pregunta! —contestó ella con vehemencia—. ¿Acaso hay alguien que no tema aproximarse al abismo? Aquí en la Acrocorinto hay más de dos centenares de mujeres viejas que ya no pueden descender a la ciudad o a los puertos. Sus vidas se consumen sin mejor ocupación que cocinar para las jóvenes, lavarles las ropas o barrerles las casas. Un día fueron hermosas y recorrían la ciudad exhibiendo con orgullo sus bonitos cuerpos envueltos en sedas y alhajas. En cambio, hoy nadie las tiene en cuenta. Sólo les quedan los recuerdos…
Podalirio se incorporó y la besó en la mejilla, mientras decía:
—A ti no te pasará eso. Tú eres diferente. Además de ser la más bella hieródula de la Acrocorinto, posees algo que no tienen otras.
Eos le miró interrogante:
—¿Y qué es ese algo?
—Está aquí —le acarició la cabeza—. Eres una mujer muy inteligente y sabrás salir adelante mientras te quede un soplo de vida. Mi querida Eos, alguien tan fuerte como tú no debe temer nada. ¡Me hace tan feliz estar aquí, a tu lado!
La apretó contra su pecho tan apasionadamente como apasionadas eran sus palabras, y la retuvo así, entre sus brazos, mientras seguía diciéndole frases esperanzadas.
Ella se rió entonces, a pesar suyo, y replicó medio en broma, medio en serio:
—Resulta que has venido para recibir consuelo y ahora te dedicas a animarme a mí. No te preocupes, amigo, sabré encontrar la
Se besaron largamente. En el hogar ardía un grueso tronco de pino y llegaba hasta ellos el olor de la leña quemada que se mezclaba con el aroma perfumado de Eos. Podalirio sintió estar en brazos de la felicidad.
Cuando se reunía con ella, cosa que solamente sucedía de tarde en tarde, le parecía encontrarse con lo mejor de sí mismo, unificarse y hallar la paz, el sosiego que no podía otorgarle nada en este mundo. Pero, de la misma manera que le llegaba la dicha, empezaba pronto a escapársele, como si en alguna parte de su alma se abriera una fisura y en el hueco se fueran instalando de nuevo, poco a poco, las dudas y las preocupaciones.
Siempre era así. Aunque al principio, cuando se conocieron allí mismo, en la Acrocorinto, todo resultó apasionado e ingobernable. Eso sucedió la primera vez que Podalirio subió para hacer la ofrenda en el templo de Afrodita, protectora de la ciudad, recién llegado a Corinto. Siempre que se encontraba con ella recordaba aquel día, como si sólo hubieran transcurrido unas semanas, a pesar de que hacía ya más de veinte años.
Fue en primavera, pero se avecinaba el verano, cuando el joven sacristán de Asclepio se adaptaba todavía a la vida corintia, tan tumultuosa y ardiente. Para un muchacho criado en un santuario del que apenas había salido un par de veces, todo lo que sucedía a su alrededor en la bulliciosa ciudad resultaba asombroso. En Epidauro sólo reinaban el silencio y la calma. Aquí, en cambio, la vida cosmopolita y exaltada deparaba constantemente las mayores sorpresas.
Cómo iba a olvidar pues Podalirio aquella tarde de junio, calmosa y radiante de luz, en que alguien llegó muy exaltado al Asclepion y avisó a voces:
—¡Las mujeres de la Acrocorinto van hacia el mar para despedir a Adonis! ¡No te lo pierdas, Podalirio!
Dejándose guiar por quien anunciaba el acontecimiento, corrió por el camino del Lequeo, unido a una multitud curiosa y enfervorizada.
—¡Por allí! —señaló alguien hacia la lejanía—. ¿Las veis?
Podalirio oteó el camino del puerto. En efecto, como a cinco estadios contados desde la puerta norte de la ciudad, una concurrida procesión de mujeres iba en dirección al mar. A cierta distancia, les seguían tropillas de muchachos alborotados que parecían desearlas y temerlas a la vez. La brisa traía el agudo sonido de las flautas junto al jaleo de las voces.
—¡Vamos allá! —gritaban los curiosos que se iban reuniendo para contemplar el cortejo femenino desde la distancia—. ¡Esto es digno de verse!
Contagiado por la agitación de las gentes, Podalirio echó a andar apresuradamente, dispuesto a enterarse de qué era todo aquello. Estaban ya muy cerca del mar cuando dieron alcance a la procesión, en las proximidades de un pequeño templo que se alzaba junto a la playa. También los hombres del puerto se iban reuniendo y los pescadores se aplicaban al remo y se dirigían hacia la orilla.
Abriéndose paso entre el gentío, el sacristán estuvo al fin cerca del lugar donde se celebraba el rito. Entonces quedó sobrecogido al tener ante sí un curioso espectáculo: centenares de mujeres de todas las edades, metidas en el agua casi hasta la cintura, gemían y lloriqueaban fijos sus ojos en la inmensidad del mar, donde, meciéndose en las olas, se alejaba una especie de balsa en la que yacía la figura de un joven entre flores, a modo de lecho mortuorio. Otras, a bordo de una barca, arrastraban la balsa mar adentro y trataban de hundirla empujando con los remos y echando encima pesados pedruscos.
—¡Ya va al fondo del mar! —gritaban fuera de sí—. ¡Y se sumerge en el Hades! ¡Oh, qué pena tan grande! ¡Ay de nosotras!
Por fin naufragó la balsa con la imagen y, al verla desaparecer, cesaron los lamentos. En el silencio, una gruesa mujer gritó con potente voz:
—¡Ha muerto, Citera, el tierno Adonis! ¿Qué podríamos hacer? ¡Rasgad vuestras túnicas y golpearos el pecho!
Obedeciendo a esta imprecación, las mujeres se desgarraron los peplos, de manera que se quedaron todas con el busto desnudo y entonces comenzaron a propinarse fuertes y sonoros golpes, alternando una y otra mano sobre los pechos.
Podalirio contemplaba con asombro el insólito rito, como el resto de los hombres que allí estaban, aunque sin participar, sólo como espectadores, absortos, excitados, paralizados casi, a pesar de haberlo visto repetirse cada año desde que eran niños, porque nadie podría sentirse indiferente ante algo así.
Como todo el mundo, el joven sabía interpretar lo que contemplaba. Difícilmente se hallaría a alguien que ignorara el hecho de que en primavera se celebraban los cultos de Adonis, en los calores de junio. No formaban parte estas fechas del calendario oficial de las ciudades griegas, pero no había mujer que no se sintiera arrastrada por esta devoción misteriosa y febril, que exaltaba la muerte y la resurrección del joven héroe amado por la diosa Afrodita hasta la locura.
Las fieles devotas plantaban macetas con semillas de hinojo, lechuga y avena, hierbas todas ellas que germinaban muy rápidamente, regadas con esmero, bajo los soles de abril y mayo, en las terrazas de las casas. Estos efímeros jardincillos secábanse en pocos días, llegado el fuego de junio, justo cuando Adonis iba a morir en el ciclo repetido cada año.
Era ése el momento en que se exponían imágenes del divino pastor, en su ataúd, esperando a ser llevadas en procesión hasta el mar, en cuyas profundidades se perdían, quedando en brazos de la oscura muerte. Las mujeres se lamentaban entonces a gritos, con el pecho descubierto, golpeándoselo hasta amoratarlo en un frenesí violento que, para los hombres, mudos observadores, estaba cargado de embriagadora sensualidad.
Fue en medio de toda esta excitación cuando Podalirio vio por primera vez en su vida a Eos, cuando estaba, como las demás, con el pecho descubierto, enrojecido y firme, apuntando hacia el mar; pero ella, en vez de llorar, sonreía extrañamente, con los hermosos labios entreabiertos, el rostro brillante por el sudor y una expresión soñadora en los ojos fijos en las aguas que acababan de tragarse a Adonis. Sin duda resaltaba en medio de las otras, por su perfecto cuerpo, por el pelo castaño claro resplandeciente, ondulado, delicadamente agitado por la brisa. Él ya no pudo apartar la mirada. La observaba, encantado por cada movimiento y por la fuerza de su expresión extasiada e incluso arrogante.