Los milagros del vino (34 page)

Read Los milagros del vino Online

Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
2.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Después de decir esto, Podalirio experimentó cierta conciencia de culpa. ¿Iba a castigarle Apolo, padre de Asclepio, por esta irreverencia? ¿Enviaría Zeus un rayo fatal para fulminarle en ese momento? ¿Se convertiría su vida en un penoso suplicio, como sucedió con Prometeo, condenado a que el águila le devorase las entrañas?

Entonces se entristeció al darse cuenta de que no conocía a ningún dios que estuviera dispuesto a favorecerle gratuitamente por nada. Y pensó que los dioses que conocía eran más bien enemigos que le dominaban y que se servían de él, tratándolo como a un esclavo. Incluso Asclepio, el bondadoso, era un ser frío y distante que exigía sacrificios, ofrendas, exvotos, incienso… «¡Así son todos!», concluyó. Y los hombres que se creen divinos los imitan y arruinan a la gente, alimentándose de ella, haciéndose adorar y servir.

A Podalirio le dio por pensar en lo que haría él si fuese un dios: se pondría del lado de los hombres y lucharía contra los dioses. Pero, al mismo tiempo, no pudo evitar sentir que, si eso en verdad ocurriese, habría tenido que ser como los demás; es decir, habría tenido que comportarse como un dios y vivir a costa de los que fueran más débiles que él. Pues no se puede ser dios sino a costa de los hombres. Entonces le recorrió un desagradable escalofrío.

Estos pensamientos horrorizaron a Podalirio. Se sintió culpable, fracasado, rebelde y lleno de miedos. Paseó la mirada por el templo y descubrió el vacío de una vida estéril. Sintió absurda toda su paciencia de años soportando las veleidades de Epafo. Consideró infundadas sus esperanzas en una existencia plena y dichosa. Renegó de sus empeños en darle sentido a las ceremonias y los ritos. Se avergonzó de haber suscitado en la buena gente la fe en el dios, el temor a los demonios, el anhelo de sanación, el consuelo de los remedios, la catarsis de las plegarias… Y le embargó una especie de repugnancia, una náusea por haber estado tanto tiempo rodeado de superstición e hipocresía.

Entonces le asaltó el deseo de esparcir las brasas que se consumían delante del altar y prender fuego a todo el santuario. «Eso debería hacer ahora mismo —se dijo—; quemar todo esto, igual que hace Nana con las pieles de oveja».

Pero Podalirio no era un hombre tan valiente y decidido para hacer una cosa así. En su mente no cabían las soluciones drásticas; mucho menos las locuras. Además, estaba Egimio; ¿qué iba a hacer si se quedaba sin el Asclepion? ¿Adónde irían Nana, su hijo y su nieta? ¿Dónde vivirían y de qué, precisamente ahora que él se marchaba de Corinto?

Luchar con los dioses parece, en efecto, grandioso. Pero es imposible concebir una verdadera victoria. Porque los dioses que el hombre se ha hecho a su imagen llevan en su propia realidad todas las exigencias tiránicas creadas en torno a ellos.

Capítulo 35

En el puerto de Cencreas amanecía un luminoso y azul día septembrino. El mar estaba extrañamente puro y hermoso, y el aire, ligero, en la fresca claridad de la mañana. La llanura de Sición se extendía resplandeciente entre Corinto y el golfo, y se adivinaba emergiendo desde la bruma el esplendor sagrado del Helicón y del Parnaso. En las atarazanas del puerto reinaba el ajetreo de los marineros, entre las voces y el ir y venir de pertrechos y viajeros.

Podalirio estaba a punto de subirse al barco y, en la emoción del momento, sentía en el corazón una especie de juventud dorada y tranquila, como el ave que se dispone a lanzarse a su primer vuelo, sabedora del poder de sus alas, no obstante el vacío de la altura. Porque Podalirio había reservado siempre en la hondura de su alma, como un presentimiento, el deseo y la añoranza de este viaje que ahora se disponía a emprender.

Junto a él estaban Nana y Egimio. Los tres, de pie en el muelle, se miraban en silencio y de vez en cuando alguno de ellos sonreía forzadamente, para espantar la pena de la despedida. Los ojos les brillaban al contener las lágrimas.

Uno de los marineros descendió del barco por la pasarela y se dirigió directamente hacia ellos. Les avisó:

—La partida se demorará algunas horas. Hay que afianzar la carga y todavía no han llegado un par de pasajeros de Istmia. Podéis ir a dar una vuelta. Yo me encargaré de subir el equipaje a bordo.

—Hemos madrugado demasiado —comentó Podalirio—. Ya me advirtieron de que no se zarparía hasta media mañana.

—Mejor ha sido venir con tiempo —repuso Nana—. No tenemos nada mejor que hacer que esperar.

Podalirio suspiró impaciente y propuso con fastidio:

—Vamos a sentarnos. ¡No vamos a estarnos aquí de pie todo el rato!

Buscaron la sombra de un emparrado junto a una taberna vieja del puerto, desde donde podían observar lo que sucedía en el barco. Pero, apenas se habían sentado cuando vieron que se acercaba un grupo de hombres y mujeres cabalgando a lomos de borricos por el camino de Corinto.

—¡Oh, es Ródope con nuestros amigos! —exclamó Nana.

Los hombres eran Titio Justo, Saoul y Lucius; y las mujeres, Ródope y su esclava. Podalirio se quedó maravillado y, antes de que desmontaran, les preguntó:

—¿Por qué habéis venido? Ya nos despedimos ayer.

Ródope contestó en nombre de todos:

—Te hemos traído algunas cosas para el camino: pasteles, carne seca, vino y uvas pasas.

—Llevo de todo eso —repuso Podalirio.

—Ya lo suponíamos —observó Titio descabalgando—. Aun así, en los viajes siempre es mejor llevar comida de sobra. Lo sé por experiencia. En cierta ocasión viajé a Samos y el tiempo no fue favorable. La travesía se demoró varias semanas más de lo previsto.

Nana se llevó las manos al pecho y exclamó desesperanzadamente:

—¡Oh, no me pongáis el corazón en un puño!

Ródope se bajó del asno y se fue hacia ella para consolarla. Le acarició la mano y le dijo:

—Nada va a pasar. No te preocupes.

Saoul fue a sentarse junto a Podalirio y le manifestó:

—Los regalos que te traemos son un mero pretexto. Queríamos estar contigo una vez más, antes de que embarcases.

—Lo sé, y ello me hace feliz —expresó él, complacido.

Lucius también se sentó cerca de Podalirio y le preguntó:

—¿Llevas la carta que te di?

—¡No iba a olvidarla! Además, he copiado todas tus instrucciones y, por si acaso, he memorizado concienzudamente las ciudades por donde he de pasar, así como los puertos, los caminos y los nombres de las personas.

—Has hecho muy bien —dijo Lucius—. Nunca se sabe lo que puede suceder; mejor llevarlo todo en la cabeza. Del mismo modo, te ruego una vez más que escribas acerca de lo que allí encuentres de interés. Con los testimonios que yo recogí en mi viaje y lo que tú reúnas se podría componer un nuevo y ordenado relato de aquellos acontecimientos.

Podalirio meditó y luego habló:

—Puedes estar seguro de que investigaré cuanto me sea posible. Si hay algo de verdad allí, yo lo sabré. No me mueve otro interés en este viaje que descubrir qué se esconde tras lo que se cuenta en ese «buen anuncio». Me he pasado la vida escuchando a la gente: sus enfermedades, sus miedos y problemas; a mí no es fácil engañarme. Si eso en que creéis es pura invención, yo lo sabré. Y, si ocurrió realmente, regresaré con esa historia puesta por escrito con detalle.

No había terminado de decir esto cuando se oyó estrépito de cascos de caballos aproximándose. Entonces vieron llegar por el camino el ostentoso carro del procónsul y su escolta.

—¡Galión viene! —exclamó con entusiasmo Podalirio.

Corrió a recibirle mientras los demás se quedaban mirando asombrados bajo el emparrado.

El gobernador descendió sonriente del carro y abrazó a Podalirio.

—¡Amigo mío! No podía consentir que te marcharas sin venir a despedirte al puerto. Daré orden al capitán de ese barco para que te traten como mereces.

—Ya me procuraste los salvoconductos y las cartas con recomendaciones para las autoridades —repuso Podalirio—. ¿Por qué te molestas más?

Galión esbozó una sonrisa benevolente.

—Me he pasado estos días pensando en muchas cosas, Podalirio.

—¿Qué cosas?

—En todo eso que hablábamos tú y yo. Ahora, amigo mío, me doy cuenta de que voy a echarte mucho de menos. ¿Con quién iré a conversar junto a la tumba de Diógenes?

Podalirio respondió irónicamente:

—¿Y a quién emborracharás ahora?

Galión soltó una seca carcajada, que quedó sofocada cuando sus ojos se enrojecieron y se echó a llorar.

—¡Es triste tener que separarse!

Podalirio, abatido, le reprochó:

—¿Un estoico derramando lágrimas?

El procónsul le echó su pesado brazo por encima y le rogó, avergonzado:

—Apartémonos de aquí; no quiero que nadie me vea de esta manera.

Caminaron rodeando la taberna y anduvieron después por en medio de unos huertos abandonados, donde las calabazas amarillas, secas, asomaban medio enterradas en la arena. Podalirio sentía sobre sí el peso del dolor de su amigo y, aunque también él estaba muy conmovido, observó con forzado ánimo:

—Volveremos a vernos. No pienso estarme por ahí toda la vida. Si Dios quiere, regresaré en primavera.

—Tú regresarás —repuso Galión, seguro y a la vez apenado—; pero yo no.

—¿Qué quieres decir? —preguntó extrañado Podalirio.

—Que no estaré ya en Corinto cuando vuelvas de Oriente.

Podalirio irguió la cabeza y le miró directamente a los ojos.

—¿Te vas tú también?

—Sí. El emperador Claudio me llama de nuevo a Roma. ¡Así es la política!

Podalirio se mordió el labio entristecido y luego sentenció:

—La vida sigue su curso…

—En efecto —asintió Galión, taciturno, y después se puso muy solemne—. Y por eso hay que ir con la vida hacia delante. Los dioses se comportan bondadosamente con nosotros; y, si sabemos utilizarla, será larga. No nos quejemos ahora, ¡por Júpiter! No nos comportemos como hombres necios que no saben vivir: a unos los agobia una avaricia insaciable, a otros la exigente diligencia en mil trabajos inútiles; éste rebosa de vino y placeres, aquél está paralizado en la actividad; a muchos les fatiga su ambición, y sufren a causa de las opiniones de los demás; y a no pocos el denodado afán de comerciar los conduce alrededor de toda la Tierra, por todos los mares, con la sola esperanza de lucro… Y a la mayor parte, que no persiguen nada en concreto, la ligereza inconstante y vaga los precipita en el tedio; la muerte los sorprende entorpecidos, bostezando.

Mientras reflexionaban los envolvió una calma soñadora, de la que los sacó una voz:

—¡Podalirio!

—Me parece que debes subir al barco —dijo Galión—. Tu mujer te llama.

Nana esperaba a la vuelta de la esquina de la taberna. Al verlos llegar apresurados, anunció:

—El barco tardará todavía un poco en zarpar, según ha dicho el piloto. Por eso, antes de que se marche, quiero hablar con mi marido a solas.

—Es todo tuyo —otorgó Galión con respeto.

Nana se encaró entonces con Podalirio y le pidió muy seria:

—¿Por qué no vienes ahora conmigo a un sitio?

—¿A un sitio? ¿Ahora?

—Vamos, Podalirio, no remolonees. Ese lugar está cerca de aquí y, según lo que me ha dicho el piloto del barco, nos dará tiempo.

Él se encogió de hombros y miró a Galión con gesto resignado.

—Iré con ella.

Nana y Podalirio se alejaron del puerto hacia el este, apretando el paso, por una especie de desierto arenoso entre montículos poblados de arbustos resecos.

Ella se detuvo de repente y, sin mirarle, como si hablara consigo misma, dijo:

—Tú eres un hombre bueno, Podalirio; eso lo sé yo mejor que nadie. Te he visto día tras día, año tras año, atender a la gente… ¡Eres tan sensible ante el sufrimiento humano! Durante todo este tiempo te he observado y me he dado cuenta de que ningún dolor, ningún padecimiento te es ajeno. Tu alma es grande y compasiva. Incluso Epafo y los suyos, ¡que tanto nos hicieron sufrir!, no eran enemigos para ti, sino pobre gente afligida por causa de sus propios demonios. Si por ti hubiera sido, los habrías seguido aguantando…

Él la miró muy conmovido. Luego respondió:

—Siento mucho haberte hecho sufrir, Nana. Nadie tiene derecho a que los demás soporten la forma de ser de uno, sus caprichos, sus egoísmos, sus veleidades… ¡Perdóname!

Ella sonrió maternalmente, le envolvió en sus brazos y le cubrió de besos. Después le cogió de la mano y le pidió:

—Ahora ven, te mostraré algo.

Remontaron un altozano arenoso y caminaron un poco más. Apareció ante ellos un templo pequeño, rodeado por una amplia cerca de piedra, en cuyo interior se veían columbarios y sepulturas, distribuidos por un terreno irregular y montaraz. Entraron y llegaron frente a un sepulcro excavado en la pedregosa pendiente de una ladera, cuya puerta estaba sellada con una lápida de mármol que tenía esculpido un relieve.

Podalirio se estremeció al ver las imágenes representadas: una mujer joven postrada en adoración con las manos extendidas hacia la diosa Isis, la cual permanecía hierática bajo la luna llena mientras una pequeña golondrina, perfectamente tallada en la piedra, alzaba el vuelo.

—¡Es el sepulcro de Eos! —exclamó acongojado.

Nana se apartó trémula y le dejó solo allí durante un rato, entregado a sus pensamientos.

Al cabo de un momento, volvió y le dijo:

—Regresemos ya al puerto; el barco va a partir pronto.

Retornaron al puerto caminando en silencio. Podalirio se detuvo y miró a su mujer con ojos que expresaban su enorme agradecimiento.

—No merezco tanto amor —dijo—. ¡Cómo podré pagarte…!

Ella le puso los dedos en los labios.

—¡Démonos prisa, es tarde!

Al verlos llegar a la dársena, el piloto gritó con energía:

—¡A bordo todo el mundo!

Entre abrazos apresurados y nerviosos, Podalirio se despidió de su familia y amigos. Después subió y se colocó muy emocionado en la borda.

Galión se aproximó al muelle y le gritó:

—¡No olvides beber el buen vino de Galilea a mi salud! ¡Es el mejor vino del mundo, según dicen!

El barco empezó a retirarse, y las velas se hincharon al tiempo que los remeros lo hacían avanzar veloz con rítmicas paladas. Salir del puerto de Cencreas y dejar atrás Corinto y el golfo Sarónico, con la enormidad de la Acrocorinto detrás, era una imagen que difícilmente se podría olvidar; mientras, se iban haciendo pequeños Nana y los demás, con sus manos alzadas agitándose.

Other books

Wolf's Holiday by Rebecca Royce
The Charnel Prince by Greg Keyes
Christmas Daisy by Bush, Christine
Emotional Intelligence 2.0 by Bradberry, Travis, Jean Greaves, Patrick Lencioni
My Fierce Highlander by Vonda Sinclair
Undue Influence by Steve Martini
The Happy Hour Choir by Sally Kilpatrick
The Trilisk Supersedure by Michael McCloskey