—Claro —otorgó él—, eso ya lo sé. Pero debí haberme callado, para no causar estos problemas.
—No, Podalirio, nada de eso. Tú mismo lo dijiste hace un momento: son cosas que pasan. Creo sinceramente que ese estallido tuyo no fue sino porque Apolo te poseyó, para que, de una vez por todas, pusieras en su sitio a ese necio hierofante que no es sino el pelele que maneja el maricón de Erictonio. Eso es lo que pienso.
Podalirio se llevó el tazón a los labios, sopló el caldo hirviendo y bebió unos sorbos. Después sentenció con pena:
—No arrebataré el puesto a Epafo. Yo no soy de esa clase de hombres.
Ella sonrió y meneó la cabeza con aire de reproche.
—Pues nunca serás nadie en la vida, esposo mío. Así no iremos a ninguna parte.
Él se entristeció mucho más.
—No me digas esas cosas…
—Debo decírtelo, Podalirio, pues eres como un niño indeciso e incapaz de resolver tus graves asuntos.
—¡Otra vez con esa historia! —respondió él con fatiga—. La vida es corta, Nana, y no estoy dispuesto a causar a nadie sufrimientos innecesarios. Cualquier tipo de codicia acaba llevando al hombre al desastre. No usurparé el puesto de Epafo, ya te lo he dicho.
—¡Qué poca cosa eres! —le espetó ella.
Él se volvió suspirando hacia la salida y musitó:
—Dios soberano, ¿quién enderezará esto?
Nana se apresuró a situarse entre él y la puerta para cerrarle el paso:
—¡Esta vez no! ¡No irás a la Acrocorinto para olvidar tus responsabilidades!
—No comprendes nada… —dijo Podalirio, como si estuviese agotado por luchar con una enorme fuerza—. Nadie comprende nada…
—¿Ella sí te comprende, verdad? —sollozó Nana—. ¿De qué manera te ayuda ella? ¿Qué te da esa mujer además de su cuerpo? ¿Qué más hace por ti esa hetera?
Él se acercó y la abrazó.
—No soporto verte tan triste. ¡Oh, Asclepio! ¿Qué puedo hacer?
Estuvieron así un rato, abrazados y llorando ambos. Luego ella se apartó y se secó las lágrimas con la manga. Tras observarle unos instantes, le aconsejó con resolución:
—Podalirio, te conozco mejor que a mí misma. Y sé lo que debes hacer en este momento. Lo sé como si el propio dios me hablara directamente. ¿Me dejas que te lo diga?
Él asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Bien, te lo diré. Pero siéntate antes —le recomendó ella.
Podalirio se sentó junto al fuego y se quedó mirando a su mujer con expectación.
Nana se sentó también, a su lado, le tomó la mano y le habló serenamente:
—El gobernador Galión te estima como a nadie en Corinto…
—¡No acudiré al gobernador para pleitear con Epafo! —replicó él—. ¡No conspiraré en su contra!
—Por favor, no me interrumpas —le rogó ella—. No voy a pedirte que hagas eso. Sólo quiero aconsejarte que acudas al gobernador, no como autoridad, sino como amigo. Creo que él podrá decirte mejor que nadie lo que hemos de hacer en estos momentos de duda. Tú mismo repites una y otra vez que Galión es un hombre prudente, muy sensato, cuyas palabras encierran siempre gran sabiduría. Creo que ni yo, ni esa mujer de la Acrocorinto…, ni nadie podrá escucharte y ayudarte a encontrar la solución a nuestros problemas mejor que Galión.
Podalirio permaneció en silencio durante un rato, meditabundo, dando vueltas en la cabeza a los consejos de su mujer. Pensó: «Galión es en efecto un amigo sensato y sus sabias opiniones podrán aportar algo de luz en todo esto. Además, tal vez pueda él convencer al hierofante de que no hay maniobra sucia alguna para arrebatarle el cargo».
Dio un gran suspiro y le dijo a Nana:
—¡Tienes razón! En estos momentos necesito un buen amigo. Iré a ver qué opina Galión.
Al oírle decir eso, ella desplegó una enorme sonrisa de satisfacción y se echó sobre él para comérselo a besos.
—¡Menos mal! ¡Ahora todo se arreglará!
Podalirio aceptó las manifestaciones de cariño de su esposa, a la vez que se sentía aliviado al verla tan contenta. Aun así, le advirtió:
—Nana, no iré sin que te enteres antes muy bien de que no aceptaré el cargo de hierofante, por mucho que Galión insista. No cargaré toda la vida con el remordimiento que me causaría una acción así. De manera que no te hagas ilusiones.
Ella se apartó bruscamente, exclamando:
—¡Madre de los dioses, yo sólo quiero que seas feliz!
Él la atrajo hacia sí y le pidió:
—No hables con nadie de estas cosas, te lo ruego. Los dimes y diretes de la gente no harán sino empeorar la situación. ¿Comprendes a qué me refiero?
Nana asintió dándole un efusivo beso en la frente.
—Anda, confía en mí. ¡Y ve cuanto antes a casa del gobernador!
Podalirio guardó silencio durante un rato, con los ojos brillantes fijos en las ascuas que proporcionaban una débil luz a la estancia. Luego dijo con displicencia:
—Hoy no iré a ver a Galión. Iré mañana. Me siento muy cansado, tengo hambre y… además he de poner en claro mis ideas. Hace varios días que no entro en el templo. Cuando haya descansado, iré y ofreceré un sacrificio a Asclepio. También hay que contar con los dioses en cualquier problema de la vida.
Nana comentó enternecida:
—Me parece muy bien. Ahora mismo te prepararé la comida y ordenaré a la esclava que te encienda un brasero en el dormitorio.
Corinto pertenecía a la provincia romana de Acaya, la región más importante de Grecia. Situada al norte de Peloponeso, posiblemente no había otra ciudad en el mundo más célebre por su libertad de costumbres, ni más sorprendente. Gran encrucijada entre la vieja Grecia y la poderosa Roma, enlace de las vías marítimas que discurrían entre el Mediterráneo oriental y el occidental, se convirtió desde muy antiguo en lugar de paso obligado para gentes de todas partes. Podía decirse verdaderamente que era una ciudad entre dos mundos. Y precisamente, por ser enclave libre y de paso, reunía dentro de sí una población abigarrada, frivola en extremo y turbulenta. Todo en Corinto pretendía ser novedoso, flamante y transitorio, como el amor al dinero y el siempre despierto deseo de placer.
Aunque bien sabía Podalirio que esta Corinto no era la de antaño; aquella que estuvo asentada en la parte norte de una elevada ciudadela, que ahora se llamaba Acro-corinto, donde ya solamente moraban Afrodita y sus mil hieródulas. La montaña que, desde la más remota antigüedad, fue conocida como ciudad de comercio y goce carnal. Pero esa vida agitada se trasladó después al pie de la colina sagrada, para estar más cerca de sus dos puertos: Cencreas, a cinco millas al sureste, y Lequeo, a poco más de dos millas al norte.
Precisamente por su riqueza y por ser conocida como
bimaris Corinthus
, «Corinto entre dos mares», resultó ser muy apetecible para los ambiciosos romanos. Las legiones mandadas por Lucio Mumio la conquistaron y saquearon. Todos sus tesoros fueron enviados a Roma. Después quedó despoblada y abandonada durante más de un siglo.
El poeta Antipater de Sidón cantó la tragedia en sus célebres versos:
¿
Qué pasó con tus muros, Corinto
?
¿
Dónde están tus fortalezas
?
La guerra lo destrozó todo
,
con su obscena rabia
…
Pero cuando Podalirio llegó para ocupar el puesto de sacristán en el Asclepion, la reconstrucción de la ciudad ya estaba terminada hacía mucho tiempo. Corinto había adquirido el estatuto de colonia, con el pomposo nombre de Laus Iulia Corinthiensis, capital de la provincia senatorial de Acaya y sede del procónsul romano. Para llevar a buen término esta obra que duró décadas, fue preciso recurrir a una multitud de esclavos venidos de todas las regiones. Se había formado pues una urbe grandísima, poblada por más de medio millón de habitantes, que no sólo vivían dentro de las murallas, sino en la Acrocorinto, en los puertos, en el golfo y en Istmia, donde desde hacía más de seis siglos se celebraban cada dos años, en primavera, unos juegos casi tan afamados como los de Olimpia. Ya había sido centro de la vida política, antes de la conquista de la confederación egea y de la destrucción de la ciudad por Lucio Mumio. Augusto hizo de ella una provincia senatorial independiente y estableció en Neocorinto la sede del gobernador.
Por aquel tiempo, el cargo de procónsul lo ejercía un romano originario de Hispania, de nombre Lucio Aneo Novato, hijo del équite e influyente
rethor
Marco Aneo Séneca. Aunque el gobernador de Acaya no llevaba estos apellidos, al haber sido adoptado por un acaudalado senador que le introdujo en la vida política. En Corinto, todo el mundo le conocía como Lucio Junio Galión.
Podalirio y el gobernador Galión se hicieron amigos muy poco tiempo después de que este último llegase para tomar posesión de su cargo, en el duodécimo año del reinado del emperador Claudio. Debía recorrer el procónsul todos y cada uno de los templos de Corinto para hacer sus ofrendas e invocar la protección de los dioses, como primera obligación de su gobierno. Cuando le correspondió ir al Asclepion, participó en los ritos correspondientes y después manifestó con sinceridad que, de entre todas las divinidades, era precisamente Asclepio el que mayor devoción despertaba en su alma. Esta declaración hizo feliz al hierofante y, en un arrebato de agradecimiento, invitó al gobernador a que acudiera de nuevo durante las fiestas del dios, que estaban próximas. Galión aceptó la proposición y acudió en la fecha prevista acompañado por toda su familia. Fue precisamente ese día cuando Podalirio y él pudieron conocerse y descubrir que compartían muchas afinidades, la más notable un gusto pronunciado por la filosofía.
Galión era un hombre tranquilo, lleno de prudencia y capaz de dispensar un trato afable a todo el mundo. Pero resultaba especialmente encantador con sus amigos. Quien tuviera la suerte de contarse entre éstos, podía sentirse plenamente seguro y confiado, pues el gobernador sería capaz de hacer cualquier cosa para beneficiarlos.
Por eso Podalirio se dirigió hacia el pretorio aquella mañana muy esperanzado, sabiendo que podría descubrirle a su amigo todos los temores que albergaba su alma ensombrecida, y con la plena certeza de que al menos él le comprendería.
Atravesó la puerta sin que los guardias le dijeran nada, por ser conocido, y en el atrio del grandioso edificio un funcionario le saludó y se prestó con amabilidad a acompañarle. Subieron por la suntuosa escalera y se dirigieron hacia la puerta en cuyo frontón estaba grabado el nombre del procónsul, Lucio Junio Galión. El funcionario abrió y rogó a Podalirio que se acomodara en una enorme antesala.
No tardó en aparecer uno de los secretarios del procónsul, un viejo de cabello blanco y largo.
—¡Oh, Podalirio! —exclamó—, ¡qué grata sorpresa! Galión se alegrará por esta visita, pues precisamente esta mañana ha mencionado tu nombre en relación a no sé qué asunto.
El sacristán, con un temor que no conseguía disimular en el rostro, preguntó:
—¿Ha venido alguien con algún cuento?
El funcionario arqueó las cejas.
—¿Algún cuento…? ¡Ah, claro, esas mujeres!
El semblante de Podalirio se ensombreció aún más y dijo con ansiedad:
—He de ver al procónsul. ¿Está ocupado?
—Puedes pasar, se alegrará mucho —otorgó el secretario.
En el despacho de Galión había, a la derecha, un gran armario, luego varias mesas dispuestas para los escribientes y, al final de la amplia estancia, una especie de estrado, con otra mesa mucho más grande abarrotada de legajos, cálamos, tinteros y rollos de pergamino. Casi enterrado entre tantas cosas, asomaba Galión, estirando el cuello, sonriente, feliz, en efecto, al ver aproximarse hacia él a Podalirio. Era el procónsul un hombretón de cabello negro con hilos de plata en las sienes, bien afeitado, con ojos redondos y bondadosos, movimientos lentos, ceremoniosos, y habla pausada. Con entusiasmada voz, exclamó:
—¡Qué pronto te han avisado de que quería verte, amigo mío!
Podalirio se detuvo a un par de pasos de la mesa, miró a un lado y a otro con nerviosismo y, a pesar de que había allí dos escribientes, contestó:
—Nadie me ha avisado. Vengo por propia iniciativa. Aunque… me temo que me trae el mismo asunto por el cual me reclamas tú.
Galión se puso en pie, descendió del estrado y ordenó a sus subalternos:
—Dejadnos solos.
Salieron los escribientes cerrando la puerta tras ellos. Se hizo entonces un espeso silencio, mientras el sacristán y el procónsul se miraban, como queriendo adivinarse los pensamientos.
Galión habló:
—No te preocupes, amigo mío; esa denuncia no podrá causarte mal alguno.
El corazón de Podalirio latió con fuerza.
—¿Denuncia? ¿Qué denuncia?
Los redondos ojos del procónsul se abrieron aún más, denotando sorpresa.
—¿No sabes acaso que el hierofante ha acudido a este tribunal para acusarte por insubordinación, graves injurias, desacato e irreverencia para con las cosas sagradas?
El sacristán meneó el cabeza, consternado. Con el rostro demudado por la preocupación y las cavilaciones, como se había hecho habitual en él durante los últimos días, respondió dolorido:
—Era lo que me faltaba…
Galión se aproximó a él esbozando una sonrisa tranquilizadora. Le puso la mano en el hombro y le dijo:
—No te preocupes, amigo mío. Epafo acudió aquí en estado de delirio, babeando por la rabia, acompañado por ese esclavo suyo. El mismo magistrado que le atendió se dio cuenta enseguida de que se trataba, una vez más, de una de sus locuras. ¿Sabes cuántas denuncias ha hecho en los últimos meses…? En este tribunal estamos acostumbrados ya a abrir y cerrar las causas que interpone el hierofante constantemente. Con seguridad, mañana mismo se arrepentirá y vendrá a retirar los cargos.
Con el corazón encogido por la angustia, Podalirio apenas prestaba atención a las consoladoras explicaciones de su amigo. No le causaba tanto desasosiego el hecho de la denuncia como el encadenamiento de circunstancias adversas que se estaba produciendo en torno a él últimamente.
Al verle tan disgustado, Galión añadió:
—¡Anda, no te lo tomes así! Esto es algo que se veía venir. Hace ya mucho tiempo que la gente murmura acerca de las locuras de Epafo. Tú eres un hombre virtuoso, resignado, que ha sabido aguantar todos sus caprichos y estupideces. Pero la paciencia tiene un límite. No pienses siquiera que en este tribunal vamos a considerar las acusaciones del hierofante. Hay testigos suficientes para contradecirle. Ya prepararemos concienzudamente tu defensa.