Caía la tarde cuando las mujeres regresaban a Corinto, impregnadas aún las almas por el entusiasmo del rito, agotadas, roncas las voces de tanto gritar. Los hombres las seguían, con cierta envidia inconfesable por sentirse tan ajenos a aquella locura liberadora. Mientras que ellas parecían ignorarlos y sólo dirigían la palabra a sus compañeras.
Podalirio apresuraba los pasos en pos de la cabellera inconfundible que, descollando entre el grupo, pertenecía a la bella muchacha que acababa de apoderarse de su alma. De vez en cuando, con sumo disimulo, se ponía cerca y admiraba loco de deseo sus hombros firmes, redondeados, rosados por el sol del día. La adelantaba y le dirigía furtivas miradas al cuello, al talle, a los pechos desnudos golpeados, rojos, que se agitaban por su gracioso contoneo. Ella iba a lo suyo, sonriente, con enigmática expresión y esa especie de luz propia que emana de ciertas bellezas.
La multitud llegó a la ciudad, atravesó las puertas y avanzó por la calzada del Lequeo hacia el interior. El muchacherío, sobre todo, no perdía ripio, puestos los libidinosos ojos en los bustos magullados. Al cruzar el arrabal, los ancianos judíos que estaban delante de sus casas se apresuraron a encerrar a sus nietos, para que no vieran lo que para ellos era un sucio comportamiento.
Llegadas al agora, las mujeres fueron hasta la fuente de Anfitrite, donde tenían por costumbre aliviarse de los calores y apagar la sed después de tan ajetreada jornada. Entonces los tenderos, que no habían podido disfrutar del espectáculo por tener abiertos sus negocios, salieron encantados a verlas y estuvieron jaleándolas con guasa. También acudieron muchos funcionarios romanos, legionarios y otros forasteros que, muy sorprendidos por el jolgorio, se admiraban una vez más por las cosas propias de Corinto.
Podalirio se aproximó cuanto pudo a Eos y la observó sin disimulo ya, unido a los de su género, arropado por la multitud congregada. A su lado, un conocido comerciante del agora también tenía puestos los ojos en ella, preñado de deseo, como a buen seguro muchos otros hombres que estaban allí encandilados.
—¡Qué mujer! —exclamó entre dientes—. ¡Por Júpiter que no hay otra como ella en la Acrocorinto!
—¿Te refieres a ésa del peplo color azafrán? —le preguntó Podalirio—. ¿A la del cabello claro?
—¿A quién si no?, muchacho.
—¿Y dices que vive en la Acrocorinto?
—Eos se llama. Pero, como veo que estás poco enterado, te advierto que no es asequible. Si subes a lo alto del monte y piensas solicitarla, lleva oro… ¡Ja, ja, ja…! —rió con desagradable estruendo—. ¡Lleva oro en cantidad, muchacho!
Se apartó Podalirio del lado de aquel hombre lenguaraz y buscó otro lugar desde donde seguir contemplando a la muchacha. Pero, en su traslado, la perdió de momento, y tuvo que recorrer con la vista el grupo de mujeres, porque, de repente, ella había desaparecido. Y entonces se produjo el milagro: lajoven estaba a unos pocos pasos, a un lado, observándole con curiosidad. Cuando sus ojos se encontraron, él no pudo soportar la impresión y tuvo que desviar la mirada, azorado.
Eos le preguntó para su sorpresa con soltura:
—¿Crees que no me he dado cuenta de que andas siguiéndome?
Muchos a su alrededor rieron, y alguien dijo fanfarronamente:
—Anda, hijo de Asclepio, ¿vas a ignorarla?
Se volvió Podalirio hacia ella y, casi temblando, la miró con interés y admiración. Ella estaba como sorprendida, con una media sonrisa y exclamó:
—Así que… ¡servidor de Asclepio! Veo que eres nuevo aquí.
—Sí —contestó él tímidamente—. Acabo de venir de Epidauro; apenas llevo un mes en Corinto.
—¿Un mes y no has subido a la montaña sagrada para hacer tu ofrenda a la Citera? Debes de tenerla muy enojada.
Podalirio se encogió de hombros.
—No he tenido todavía ocasión…
—Es lo primero que hace cualquier hombre que viene a Corinto.
Él dejó escapar su alocado deseo:
—¡Quiero ir! ¿Cuánto me costará hacer una ofrenda que sea acorde con mi condición?
Ella rió divertida.
—Sube mañana y no te preocupes por eso. Pregunta por Eos en la puerta. Yo misma te atenderé.
Amanecía el tercer día, después de permanecer Podalirio dos noches en la Acrocorinto, refugiado en los brazos de Eos, consolándose de su desafortunado disgusto con el hierofante del Asclepion, y como no podía quedarse allí toda la vida decidió, remoloneando, que era ya hora de regresar a su casa. Pero, antes de despedirse, su amada le propuso acudir al extremo norte de la montaña para ver salir el sol.
Caminaron por el borde de la muralla cuando todavía reinaba la oscuridad, siguiendo al grupo de hieródulas a quienes les correspondía cantar el himno a Helios al alba. Cada día cumplía esta tarea una de las mujeres que vivían en la montaña sagrada, para complacer al dios protector de la ciudad, llevando antorchas encendidas que tendrían que ser apagadas en el momento en que despuntase el sol en el horizonte. Iban en completo silencio, pisando la hierba mezquina, mojada y fría que crecía en las alturas. Las llamas oscilantes creaban sombras en las rocas y en los muros. Sólo se escuchaba el jadeo en las pendientes y el sordo ruido de los pasos femeninos.
Se detuvieron bajo un arco que se abría hacia el oriente. Entonces apareció la claridad incipiente en la lejanía del mundo. Aguardaban sin decir nada, en una especie de asombro devoto.
Cuando brotó el sol de entre las neblinas y trazó un sendero en medio del mar, abajo en el golfo, las mujeres prorrumpieron en un gran grito de júbilo, al que siguió el himno:
Óyenos, oh rey del fuego inteligible
,
titán de dorados frenos
,
óyenos, oh custodio de la luz, señor
que posees la llave de la fuente inicial
de la vida, y que derramas sobre los mundos materiales
,
desde lo alto, una copiosa armonía
…
Las antorchas apagadas fueron arrojadas al barranco, como ofrenda. Ninguna llama de este mundo podía competir con el fulgor del astro; de la misma manera que ninguna virtud o cualidad humana puede enfrentarse a la divinidad.
Concluidos sus cánticos armoniosos, melancólicos, las mujeres retornaron al silencio. El alba rompía ya sobre la montaña sagrada y los dorados rayos recién despertados lamían delicadamente las murallas y las alturas de los templos. Era el momento de retornar al interior de la Acrocorinto. Allí mismo se dispersaron las hieródulas. Sólo Eos y Podalirio, muy juntos, se quedaron contemplando la maravillosa visión que tenían delante: el esplendor del Helicón y del Parnaso, donde el amanecer jugaba con mil cumbres nevadas, y la gran llanura verde al pie de los montes; la resplandeciente bahía parecía avanzar hacia la alegre Corinto.
Exultaban de felicidad los ojos y los labios de Eos cuando, mirando hacia aquella inmensidad recién iluminada, dijo:
—El invierno ya tiene los días contados. Pronto se abrirán los puertos y los barcos traerán sus riquezas desde todas las tierras. ¡Mira, el mar se ve maravilloso!
Podalirio sonrió.
—Tienes razón. Hay tantas cosas buenas: el aire puro, el cielo transparente y azul, el bullicio de la ciudad, el silencio de los campos, las sensaciones placenteras… ¡Qué bella sería la vida si no existiera el hierofante Epafo!
—¡Podalirio! —le gritó ella, poniéndole la mano en la boca—. No digas eso. Todo el mundo tiene derecho a existir. Zeus puede castigarte por hablar así.
—Tienes razón —murmuró él—. Pero comprende que ahora tengo que bajar hasta Corinto y enfrentarme de nuevo a las veleidades de ese hombre. ¡Me amarga tanto su estupidez!
—No seas quejica. Valora lo bueno que hay en tu vida: eres sabio, todo el mundo te respeta, no podemos decir que seas rico, aunque tampoco eres pobre. Y a fin de cuentas, ¡para qué las riquezas! Tienes a Nana, que te ama y te cuida; es una esclava entregada enteramente a ti. También tienes a tu hijo y una nieta preciosa. ¿Qué más puedes pedir?
—No te tengo a ti siempre que quisiera —repuso él con tristeza.
—Anda, Podalirio, hijo de Asclepio —replicó ella burlona—, te conozco demasiado bien. Si me tuvieras siempre a tu lado acabarías convirtiéndome en otra Nana. Y yo no he nacido para eso.
Fastidiado, él frunció el ceño.
—Una vez más veo que no me amas tanto como yo quisiera. Cuando dos personas se quieren de verdad desean permanecer siempre juntas y no separarse por nada del mundo.
Ella movió la cabeza con gesto serio.
—¿Y tú precisamente me echas eso en cara? Podalirio, he conocido pocas almas tan libres como la tuya. Bien sabes que no podrías pertenecer a nadie mortal. Yo acabaría importunándote y eso me haría infeliz también a mí. ¿No estamos mejor así? Puedes tenerme cuando quieras; basta con que subas aquí. ¿No te he recibido siempre con los brazos abiertos desde que, hace más de veinte años, viniste por primera vez?
—Estaba más asustado que un niño —confesó él.
Eos le miró con cariño, le acarició el rostro y exclamó:
—¡Qué hermoso eras, hijo de Asclepio! Cuando te vi aquella tarde junto a la fuente de Anfitrite, percibí con plena clarividencia que había encontrado a mi Adonis. Venía pidiéndole a Afrodita que me permitiera enamorarme… —Los ojos le brillaron y se le escapó un lágrima—. Y me concedió ese deseo… ¡Qué maravilla haberte conocido!
—Eso que dices me entristece aún más —respondió Podalirio con amargura—. Siento que se nos ha escapado lo mejor de la vida en un torpe juego. Sigo pensando que deberíamos haber obrado de otra manera.
—¿De otra manera? ¿Y qué podíamos hacer? Mi lugar está aquí arriba, junto a la diosa, y el tuyo en el Asclepion. Nadie puede escapar al destino que le tienen señalado… puesto que todo obedece a un orden que es mejor no violentar. Mira esos campos de ahí abajo: ahora están verdes, pero pronto será la primavera y las rojas anémonas salpicarán la llanura como la sangre de Adonis. Después llegará el verano y la Citera habrá de llorar nuevamente a su amado, cuando se seque la hierba. Sin embargo, es reconfortante saber que el ciclo habrá de completarse una y otra vez, infinitamente. También en nuestros encuentros hay una cualidad de permanencia, como en las cosechas que retornan cada año, en los jardines que florecen una y otra vez o en las estrellas que acuden a ocupar su lugar en las fechas previstas. Por lo tanto, no vivimos en un universo arbitrario. Ni tú ni yo podemos hacer sencillamente lo que nos venga en gana.
Podalirio no quería rebatirle sus palabras. Tampoco podía hacerlo, porque Eos hablaba con firmeza y convencimiento. Así que se conformó con observar circunspecto:
—No es posible llegar a comprender lo que es transitorio, aquello que nace pasa fugazmente por la vida y después desaparece para siempre. Cierto es que no podemos hacer lo que querríamos. Pero al menos somos libres para amar… Precisamente por eso, empiezo a estar cansado de este orden de cosas. Quiero que sepas que últimamente no amo mi vida. ¡La detesto!
Eos le puso las manos sobre los hombros y le dijo, con tono esperanzado:
—No pienses en eso. No creo que lo que te ha sucedido con el hierofante vaya a causarte mayores problemas. Todo el mundo en Corinto sabe que Epafo está loco como una cabra.
—No me refiero a Epafo. Es por todo lo que me rodea. Me siento oprimido, prisionero de esta existencia monótona en la que no pasa nada excepcional. Además, creo que estoy perdiendo la fe en los dioses.
Ella sacudió la cabeza, asombrada.
—¡Por las Moiras, Podalirio! ¡Vives al servicio de Asclepio! ¿Qué te sucede? Me preocupa mucho eso que dices.
—Es como un aburrimiento —explicó él—. Diariamente acuden al templo enfermos de todo tipo. Yo los atiendo, les aplico los cuidados prescritos y les hago dormir el sueño sagrado como está mandado. Algunos se alivian de sus males, no lo voy a negar, pero no ocurren milagros verdaderos. ¿Dónde está el dios? Asclepio presta muy poca atención a los sufrimientos humanos.
—Hablas como los cínicos —dijo Eos.
—Posiblemente —asintió él—. Hace tiempo que me planteo ciertas cosas. No puedo apartar de mí la idea de la muerte, mientras me fatiga esta vida absurda, entregada a la superstición. Al menos los cínicos son consecuentes y se hacen preguntas.
Eos rió divertida.
—¡Será posible, Podalirio! Me parece que pronto te veré descalzo, con la barba crecida, provisto de báculo y alforja y vistiendo el raído manto cínico, mientras vas por ahí predicando los ideales de una nueva moral…
—No llegaré a tanto —repuso él—. ¡Y no te rías de mí, por favor! Sólo necesito desahogarme, decirle a alguien lo que siento. Tú siempre me has comprendido…
—Claro, amigo mío —otorgó ella, compadecida—. Ya sabes que conmigo puedes manifestarte libremente.
—Siento decirlo en este lugar —expresó él—, pero ya no necesito acudir a la existencia de los dioses para explicarme los mecanismos del mundo. Ello me ha provocado un gran vacío, una gran soledad, pero también una gran libertad en el alma. Por eso, siento que necesitaría irme a otro lugar, tener la valentía suficiente para escapar de cuanto me oprime.
—Pero… ¿Y el templo? ¿Y Nana, los tuyos, tu vida…? Me entristece eso que me cuentas, Podalirio. ¿No puedes acaso ser mínimamente feliz? ¿Adonde vas a ir ahora, a tu edad?
Podalirio calló mientras pensaba en una respuesta adecuada, pero ella se le adelantó:
—A ninguna parte, hijo de Asclepio. Anda, deja de hacerte preguntas y regresa a tus ocupaciones. Creo que ha llegado el momento en que tú y yo debemos separarnos. A ti te espera una vida ahí abajo y yo he de continuar con la mía aquí en lo alto.
Podalirio suspiró y la abrazó.
—Tienes razón —le dijo al oído—. No me hagas caso… Me marcho y ya pienso en regresar…
—¿Volverás por las Adonías?
—¡Antes! —respondió él—. En las Dionisias me tendrás aquí. Si es que acaso no me hicieras falta más pronto…
Se besaron. Después Podalirio hizo ademán de quitarse el manto que ella le había prestado. Pero Eos replicó:
—No, llévatelo. En la umbría del camino hace frío. Ya me lo devolverás en mayo.
—¿Y tú?
—Tengo un par de mantos mejores que ése.
Él sonrió agradecido. La besó de nuevo en los labios y se despidió. Eos se quedó allí con alegre expresión en el rostro, disimulando su pena para no hacerle más daño.