Penetró en el santuario y fue hasta la celia, donde se vio envuelto en el cálido y aromático ambiente proporcionado por las muchas lucernas encendidas. La estatua del dios parecía poner en él su mirada más dulce y compasiva, a la vez que absorta en sus pétreos ojos. El sacerdote quemó incienso delante del ara y rezó desde lo más hondo de su corazón:
—No me abandones, señor de la salud. Vela por mí, ¡oh, piadoso!
Podalirio despertó de súbito pero permaneció con los ojos cerrados, completamente inmóvil. La luz se filtraba a través de sus párpados y por ellos supo que el día estaba avanzado. Del patio llegaban las voces de una violenta disputa entre mujeres. Entonces comprendió que ésa debía de ser la causa por la que acababa de soñar que discutía acaloradamente con el hierofante. No era la primera vez que tenía esa pesadilla, pues su superior, el supremo sacerdote del culto de Asclepio de Corinto, era un hombre vehemente, complicado, cuyo trato propiciaba constantemente motivos de contienda. Lo cual no quería decir, ni mucho menos, que Podalirio se pasase la vida discutiendo con él. En vez de ello, prefería callar y soportar pacientemente las veleidades absurdas del hierofante, con lo que se ahorraba muchas complicaciones.
No obstante, en este último sueño parecía haber tenido licencia para echarle en cara a su superior lo que pensaba sobre esto o aquello. Como si el dios mismo le permitiese desahogarse en el sagrado territorio que se nos abre cuando dormimos. «Los sueños son otra cosa —pensó—, son el venerable dominio de Asclepio».
En el patio los gritos parecían ir aumentando.
—A ver, ¿dónde está tu marido? —preguntaba insistentemente una de las voces de mujer—. ¡Que salga! ¡A ver si resolvemos de una vez este asunto!
—Eso, ¡que salga el sacristán! —exclamaba otra de ellas—. ¿Acaso aún está en la cama? ¡Por las Moiras! Todo Corinto despertó hace horas…
Podalirio seguía inmóvil en su cama. Todavía estaban vivas en su mente las imágenes del sueño que acababa de tener. Incluso parecía sentir cierto escozor en la garganta, como si verdaderamente hubiera estado increpando al hierofante, con voces encolerizadas, más fuertes y agresivas que las de esas mujeres que estaban en el patio, quienesquiera que fuesen. Y ello le provocaba un cúmulo de remordimientos.
Ahora oyó cómo alguien subía con decisión por la escalera que conducía al piso alto de la casa. Eran pasos firmes y sonoros que hacían crujir los peldaños de madera, pasos que Podalirio conocía bien, porque eran los de su esposa. Aunque tenía los ojos cerrados, le parecía verla con nitidez, acercándose, gruesa y sulfurada, agarrándose las faldas para no enredarse en ellas. Vendría enfadada, totalmente dispuesta a proporcionarle un brusco despertar y amargarle la mañana. Pero, igual que hacía habitualmente con el hierofante, se aguantaría sin rechistar. ¿Para qué violentarse? ¿Qué sentido tendría discutir a primera hora del día, por esto o por aquello?
—¡Podalirio! —gritó ella todavía afuera. Luego empujó con brusquedad la puerta e insistió—: ¡Podalirio, despierta de una vez! ¡Qué hombre tan dormilón!
El abrió los ojos y fingió despertar en ese momento. Se enfrentó al desagrado de la repentina luminosidad exterior y a la áspera y desapacible presencia de su mujer, grandona, fuerte, viril, que se abalanzaba hacia la ventana para dejar pasar mayor claridad aún, junto al aire frío de febrero. A pesar de tanto fastidio, Podalirio continuó yaciendo inmóvil. Aunque percibió que se intensificaban algo los latidos de su corazón y una leve presión en las sienes; sutiles señales de asomo de la cólera que merecía tal atropello. Pero, como era norma en él, reprimió el impulso que le incitaba a gritarle a ella con la misma rabia y descaro con que en el sueño le había gritado al hierofante. Por ser muy consciente de que se hallaba ya en la vigilia, donde las riendas de su alma las gobernaba él y no el dios.
Con los brazos en jarras, su mujer seguía refunfuñando:
—Si te acostaras a la hora de todo el mundo no tendrías este sueño y esta pereza… ¡Es media mañana! Ahí abajo unas mujeres te buscan… Han pasado no sé qué cosas en el Asclepion y están hechas unas fieras… ¿No te inmutas…? ¡Podalirio!
Él la miraba fijamente. Ella llevaba el pelo alborotado y las canas de las sienes se destacaban entre la maraña de cabellos muy negros. Los ojos, grandes, oscuros y bellos, estaban encendidos, y las gruesas cejas arqueadas. La barbilla, redondita, le temblaba mientras proseguía con su retahila de reproches:
—Por la gloria y la sabiduría del dios, que no hay quien te entienda, Podalirio. ¿A qué estarte ahí toda la noche en las terrazas cogiendo frío? A buen seguro habrás enfermado… ¡Estamos en invierno! ¿Quién anda en estas fechas por las alturas, como los buhos? ¡Salve, señora del monte, qué hombre éste! Anda, levántate y ve a ver qué quieren esas locas.
Él respondió con una mueca de disgusto. La mujer entonces palmeó y le apremió una vez más. Luego pareció enternecerse y dejó escapar una sonrisa.
—¡Ay, qué hago con este niño! —exclamó maternalmente—. ¡Más de cuarenta años tienes, Podalirio, un hijo y hasta una nieta…! ¿Cuándo nacerá el hombre que llevas dentro? Tantos libros, tanta sabiduría, tantos misterios, tanta conversación, tanta meditación… ¿para qué? ¡Ay, si no fuera por mí!
Él retiró perezosamente las sábanas e hizo ademán de levantarse. Entonces ella se llevó las manos a la cabeza y gritó:
—¿Con la túnica nueva te has acostado? ¡Habrase visto!
—Hacía frío.
—Hacía frío, hacía frío… La has dejado como un guiñapo. Ahora tendré que ir a lavarla. ¡Anda, sal de una vez de esa cama y deja que te adecente un poco! Ésas de ahí abajo no deben verte con esta pinta.
La mujer le quitó la túnica y le dejó desnudo mientras iba a por el jarro y la palangana, que estaban en un rincón. Después estuvo aseándole: empapaba la esponja en el agua fría y se la pasaba por la frente, el rostro, el cuello, las axilas, el pecho, el vientre… Lo hacía sin demasiada delicadeza, con movimientos rápidos y enérgicos.
—¡El agua está helada! —protestó Podalirio.
—Está helada, está helada… —repitió ella con retintín—. ¿Y anoche no estaba helada la terraza? —Le atusaba, derramando aceite perfumado por el cabello y de vez en cuando se retiraba de él un poco para observar con algo de distancia los efectos de sus cuidados. Todo ello sin dejar de relatar—: ¿Qué harías tú sin esta pobre esclava? ¡Oh, estos pelos los tienes ya muy crecidos! Hoy te cortaré un poco. Con esas greñas pareces un cínico…
¡Por las Moiras!, hay que darse prisa, esas arpías deben de estar impacientándose. Anda, ponte una túnica limpia mientras voy yo a entretenerlas.
Podalirio estaba totalmente acostumbrado a la voz fuerte, imperiosa, de su mujer, a sus interminables refunfuños, a las excesivas y empalagosas atenciones y a su permanente manía de organizarle la vida. Seguramente era cierto —como tanto repetía ella— que necesitaba a aquella mujerona a su lado, porque era dominadora, segura de sí, ordenada y feroz defensora de la casa. Precisamente todo lo que él no había sido nunca. Pero ahora, sin saber por qué, empezaba a brotarle a Podalirio cierto amago de cansancio. No es que la hubiera aborrecido, pues no le causaba rechazo su proximidad ni le desagradaba su cuerpo, su piel, su olor… Tal vez era porque tal omnipotencia, protección y solícitos cuidados le hacían seguir sintiéndose como un niño. Y eso acaba cansando. Todo ser necesita madurar.
Llevaban casi treinta años juntos, desde que Podalirio cumplió los diecisiete y el gran sacerdote de Epidauro estimó que era suficientemente hombre para tomar esposa. El muchacho fue hasta el puerto de Nauplia acompañado por el maestro de los misterios y permaneció allí el tiempo necesario para encontrar la mujer que buscaba.
Recordaba aquella cabeza de cabellos negros, brillantes y lisos, el talle esbelto y el busto apenas formado. Ella se llamaba Nana, como la hija del dios Sangario, y tenía entonces sólo catorce años, aunque era ya grande, de largos brazos y piernas. Alegre, sonriente, vocinglera, como siguió siéndolo toda la vida, a Podalirio le encantó nada más verla y le rogó al maestro que pagase el precio que pedían por ella. La boda fue al día siguiente frente al tholos del santuario.
Desde aquel momento, Nana empezó a encargarse de casi todo. A pesar de ser una adolescente, no era nada atolondrada. Después fue robusteciéndose más y más, y engordó al mismo tiempo que se adueñaba de Podalirio. Él nunca habría sido capaz de mandar en nadie, mucho menos en aquella muchacha rebosante de salud y de energías.
Cuando hubieron cumplido ambos los veinte años, después de tener a su hijo, llegó el momento de abandonar Epidauro. El sacristán del Asclepion de Corinto había muerto recientemente y el puesto estaba vacante. La decisión la tomó ella. «Aquí nunca serás nadie —le dijo—. Así que mejor busquemos donde ser cabeza de ratón en vez de cola de león».
Nana tenía razón. En Epidauro había centenares de jóvenes iniciándose en los misterios y varias decenas de sacerdotes aspirando al supremo cargo de hierofante. ¡Demasiadas intrigas y disputas! El temperamento de Podalirio, ensimismado y meditabundo, no servía para ninguna clase de guerra. Cuando murió el gran maestro Asopo, que siempre le protegió como a un hijo, se sintió huérfano. Era el momento de irse, aunque le doliera en el alma dejar atrás la solemne quietud de los enormes pinos, el grato aroma a resina, la grave presencia de los templos, el teatro, las fuentes, las termas… ¡Y tantos recuerdos!
Se instalaron en Corinto, de donde ya no volvieron a moverse. No era mal lugar para vivir y el Asclepion proporcionaba pingües beneficios, por acudir mucha gente, comerciantes ricos, funcionarios de los puertos y romanos de la administración. Podalirio asumió el cargo de sacristán y se instaló con su familia junto a la fuente de Lerna, en una sobria casa cuya puerta principal daba al gran patio con columnas que precedía a la entrada del templo. Nana estuvo encantada y pronto se adueñó del patio, de la fuente y de los huertos. Prosperaron al abrigo del santuario y adquirieron prestigio y amigos. Aunque no puede decirse que se vieran libres de inconvenientes: el hierofante de Corinto era un hombre extraño, voluble e irresoluto que a veces podía llegar a resultar exasperante.
Seguramente esa mañana habría surgido algún problema. Por eso Nana apremiaba manoteando a su marido para que acudiera cuanto antes al patio.
—Vamos, vamos, Podalirio, date prisa; parece que aún estás más dormido que despierto.
Él fue hacia el arcón y sacó la primera túnica que encontró, muy bien doblada, blanca, limpísima, y que desprendía aroma de lavandas.
—¡Ésa no, Podalirio! —gritó ella—. ¿No ves que es la de lino? Coge la azul de lana, que estamos en invierno…
—Es la primera que está aquí puesta —replicó él en un susurro.
—¿No ves la de lana debajo…? —refunfuñaba ella mientras desdoblaba la túnica de lana gruesa y comenzaba a enfundársela a su marido con prisas—. ¡Déjame hacer a mí, que estás aún adormilado! ¡Mete el brazo por aquí, hombre! ¡Qué modorra! ¡En qué estarás pensando…!
Abajo, en el patio, las otras mujeres se impacientaban:
—¡Nana! ¿Va a bajar tu marido de una vez?
—¡Ya va, ya va…!
Podalirio, una vez vestido, se asomó a la balaustrada que rodeaba el pequeño patio de la casa. Las dos mujeres estaban junto al pozo, visiblemente agitadas. Él las conocía muy bien: eran matronas de familias potentadas romanas; dos benefactoras del templo que solían acudir a solicitar el auxilio del dios en sus enfermedades y que contribuían con generosos donativos. La mayor de ellas, de nombre Samia, tendría unos sesenta años y sufría parálisis en un lado de su cuerpo, por lo que se apoyaba en un bastón que sujetaba con la mano derecha, mientras agarraba con la izquierda el brazo de la otra mujer, más joven, altiva y muy enjoyada.
Al mirar hacia arriba y ver a Podalirio, ambas empezaron a hablar al mismo tiempo.
—Sacristán, mira lo que nos ha pasado —explicaba la de la parálisis—. Vinimos temprano, como solemos hacer, para traer nuestras ofrendas…
—¡El hierofante está imposible, insoportable! —le interrumpió la otra agitando acaloradamente los brazos cubiertos con brillantes brazaletes y pulseras, que tintineaban lanzando destellos—. Vinimos esta mañana, pensando encontrarnos contigo, pero resultó que no estabas. El sacerdote nos atendió y nos ha tratado muy mal. ¡Ese hombre es el summum de la antipatía!
Mientras descendía por la escalera, Podalirio trataba de calmarlas:
—Bueno, bueno, señoras, no me habléis al mismo tiempo. Vayamos por partes.
—Eso —dijo la que era mayor—. Déjame a mí, Rene, yo se lo explicaré todo al sacristán.
—Señoras, sentaos —les ofreció Podalirio, señalando un banco bajo la galería.
Nana se apresuró entonces a colocar una piel de cordero sobre la fría piedra. Ambas mujeres se acomodaron. Un poco más tranquila, la del bastón comenzó su relato:
—Ya sabes, sacristán de Asclepio, lo que he padecido desde que un demonio me acometió, robándome la fuerza de este brazo y de esta pierna. Se me paralizó también la boca y ni hablar podía. ¡Ay, lo que llevo pasado! —sollozó—. ¡Dios soberano, qué desgracia la mía!
Podalirio se aproximó a ella compasivamente y le puso la mano en el hombro:
—Vamos, Samia, a qué esas quejas. ¡Si has mejorado mucho! Mírate, ya hablas perfectamente. Y al menos puedes caminar. Acuérdate del tiempo que estuviste postrada en cama…
—¡Oh, Asclepio bondadoso! —exclamó ella—. ¡Claro que me acuerdo! Estoy mucho mejor y por eso no dejo de venir al templo a traer ofrendas. Mira —dijo señalando hacia la puerta—: Afuera tengo a un esclavo aguardando con un asno cargado con tortas, albaricoques secos, lentejas, aceite, vino y… —sollozó de nuevo—. ¡Y habas! Las mejores habas que puedas ver; escogidas una a una en los huertos de nuestras propiedades. La última cosecha fue extraordinaria.
—¡Ahí está el meollo del asunto! —saltó la más joven—. ¡En las cochinas habas! ¡Asclepio me perdone!
—¿En las habas? —intervino Nana—. ¿Pues qué les pasa a esas cochinas habas?
—¡Un momento! —protestó la de la parálisis, visiblemente ofendida—. ¡De cochinas nada! Ya digo que son las mejores habas que puedan verse. —Los ojos se le inundaron en lágrimas y arrugó los labios acongojada—. ¡Que son para el dios!
—No acabo de comprender entonces qué pintan esas habas en todo esto —observó la mujer del sacristán—. Si no os explicáis con claridad, no sabremos por qué estáis tan agraviadas.