—¿Por qué no me lo dijo? ¿Por qué no me lo dijiste tú, antes de que hiciera esta locura?
Nice murmuró:
—¿Y qué hubieras podido hacer? Ella no quería que supieras nada… Aunque esperaba que subieras a la Acrocorinto, para verte por última vez…
—¡Pensaba ir! —gritó él—. ¡He tenido complicaciones! ¿Por qué no me esperó?
—Se sentía mal. Ya le daban mareos y vomitaba todo lo que comía. Temía mucho estropearse… ¿Comprendes? No quería perder su belleza antes de… ¡Oh, qué lástima!
Podalirio estuvo llorando durante un rato. Un violento torbellino de reproches, de remordimientos, dudas y rabia se agitaba en su mente.
Nice continuaba con sus lamentaciones:
—¡Qué tristeza! Ella era un ser tan especial… No era alguien común y corriente… ¡No, Eos era única! Pero ya todo para ella se acababa… Sentía que era el final. Me lo venía diciendo desde hacía tiempo. Pero yo no le hacía caso. «Todo se acaba», decía. En las pasadas Adonías, cuando se secaron los jardines de Adonis, me miró con ojos extraños y me dijo: «Éstos son los últimos, Nice…» ¡Qué pena tan grande!
—También a mí me lo hizo saber de algún modo —dijo Podalirio—. Aunque entonces yo no fui capaz de comprenderlo. Pero ahora me doy cuenta… ¡Qué necio he sido! Nunca podré perdonármelo…
Nice suspiró profundamente.
—¡No te atormentes! No debes tener esos sentimientos… Ella lo hubiera hecho de todas formas. Ni tú ni nadie podría haberlo impedido… La vejez no estaba hecha para Eos. ¡Su alma era tan joven!
—¡Y tan hermosa! —añadió él—. ¡Oh, dios, cuánto le debo! ¡Cómo pagar tanto amor desinteresado! ¡Qué poco he hecho yo por ella!
Callaron los dos y, al cabo, Nice habló de nuevo:
—Ahora puedes hacer algo por Eos.
—¿Yo?
—Sí, ella ya te lo pidió.
—¿Qué?
Nice, volviéndose hacia la carreta, respondió:
—Quería ser embalsamada. Me contó que tú lo sabías, que ya había hablado de todo esto contigo y que estaba segura de que le harías ese último favor.
Aterrado, Podalirio exclamó:
—¡No puedo hacer eso! No sé embalsamar cadáveres y, aunque lo supiera, ¿crees que podría hacerlo con ella? ¡Es una locura! ¡Cómo pensó que…! ¡Oh, Asclepio! ¿Quién le metió eso en la cabecita?
Después de mirarle compasivamente durante un momento, Nice dijo con una extraña calma:
—No se trata de eso, Podalirio; ella jamás te pediría tal cosa. ¿Acaso no la conoces bien? Te lo explicaré. Eos ya se encargó de todo en vida: dispuso lo que había de hacerse después de su muerte; encargó el trabajo a un experto, pagó por adelantado el precio que le pidieron y compró además el lugar donde debía reposar su momia. Pero quería estar segura de que no la engañarían y sabía que sólo podía confiar en ti para una cosa como ésa. Pues a nadie más tenía en el mundo, excepto a ti y a mí. Y yo sólo soy una esclava enana a quien nadie tendría en cuenta.
—No comprendo nada —contestó Podalirio—. ¿Qué debo hacer?
—Está muy claro. El hombre ese a quien Eos le encargó que embalsamara su cuerpo es un egipcio, un experto en ese arte que tiene su negocio en el puerto del Lequeo desde hace más de treinta años, con numerosos ayudantes y aprendices. Los romanos de Alejandría y Egipto, y últimamente mucha gente, son devotos de Isis y desean enterrarse según los ritos antiguos de la diosa. Eos hizo un contrato y pagó lo que se pide para esa forma de sepultura. Pero temía que, una vez muerta, se quedasen con el dinero y se deshiciesen del cuerpo. Se había enterado de que son frecuentes esa clase de estafas. Por eso quería que tú, un hombre honrado y digno de todo respeto, cumplieras con los trámites. Es decir, llevar el cuerpo al egipcio y dar fe de que todo se cumpliría tal y como ella tenía dispuesto. Ahí en la carreta hay una copia del documento donde están las estipulaciones del contrato y todo lo que debe hacerse conforme a lo que ella concertó. ¿Comprendes?
Los ojos de Podalirio brillaban inundados de lágrimas al contestar:
—¡Oh, no puedo hacerlo! Soy débil…
—Ella te lo pidió. Era su última voluntad. No debes defraudarla.
—Nunca le prometí que haría eso por ella.
—Estaba segura de que le harías el favor. ¡Confiaba tanto en ti! ¡Te amaba!
Podalirio gritó acongojado:
—¡Haría cualquier cosa por ella! ¡Pero en vida! ¡No soy un sacerdote de muertos! ¡Lo mío es la salud! ¡No sirvo para las cosas de difuntos! No soportaré ver cómo vacían y secan el cuerpo de alguien a quien tanto he amado. ¡Me moriría yo!
En esto, salió repentinamente Nana de la casa y se puso frente a ellos.
—Yo llevaré el cuerpo de esa desdichada al egipcio —afirmó con gran entereza—. Y puedes estar seguro de que me encargaré de que haga todo como es debido.
—Pero… ¿qué sabes tú de esto? —balbuceó Podalirio completamente confundido.
—No te preocupes —contestó Nana con serenidad—. La enana ésa me lo contó todo antes de que vinieras. Además, no me importa decirte que he estado escuchando desde detrás de la puerta entreabierta.
Podalirio miró interrogativamente a Nice. Ésta explicó:
—Tu esposa me vio llegar con el cuerpo y me pidió explicaciones. No me quedó más remedio que contarle todo… En tales circunstancias, no estaba yo con ánimo para mentir…
Podalirio se echó a llorar de nuevo con desconsuelo.
—¿Por qué quieres hacerlo? —le preguntó sollozando a su mujer.
—Esto también es asunto mío —respondió Nana—. Además, te conozco bien y sé que no estás en condiciones de hacer nada; cuanto menos algo así. Debo hacerlo yo. De todas formas, ¿qué otro remedio nos queda? Es septiembre y todavía hace calor; esa mujer lleva muerta más de un día y pronto… ¡En fin, hay que tomar una determinación!
Podalirio posó en ella unos ojos transidos de tristeza y agradecimiento.
Con resolución, Nana le dijo a Nice:
—Anda, engancha el asno a la carreta. Debemos irnos cuanto antes, pues pronto se hará de noche. Supongo que el egipcio ése estará acostumbrado a que le lleven el trabajo a cualquier hora, pues nadie puede prever estas cosas.
Después de decir esto, entró en la casa para llamar a su esclava de mayor confianza.
Podalirio se aproximó entonces a la carreta y contempló en silencio por última vez el cuerpo de Eos. Imágenes llenas de vida y felicidad pugnaban con aquella presencia inmóvil y pálida que parecía una muda estatua. Como un engañoso presentimiento, incluso le asaltó durante un instante la idea de que ella se iba a levantar de un momento a otro para abrazarle y decirle que todo era una macabra broma.
Entonces Nana le habló a la espalda:
—No la mires más. Es mejor que la recuerdes viva. Anda, entra en la casa, que refresca y puedes enfriarte aquí, sin manto.
Él no obedeció al consejo de su esposa. Se quedó allí lleno de aflicción, viendo cómo partía la carreta, acompañada por el caminar triste de las tres mujeres, y cómo el fúnebre cortejo que componían se perdía por entre los negros cipreses en dirección al morado crepúsculo.
La noche todavía estaba entera. Una luz apacible y tenue se filtraba por entre las nubes blancas, dejando adivinar la majestad plateada y redonda de la luna. En la llanura que se extendía entre los muros de Corinto y el fosco mar se alzaban de rato en rato las arenas aventadas por los primeros aires de otoño. Las rocas se aborregaban en las laderas y se perfilaban las serenas copas de los pinos. Una lechuza comenzó a despedirse con un siseo quejumbroso, repetido como el estribillo de una tosca canción que fue cesando hasta hacerse inaudible. Entonces los cerros devolvieron los aullidos de un lobo.
Podalirio se hallaba sentado en el suelo de la terraza del Asclepion, esforzándose en desterrar de su corazón anegado de amargura tantos y tantos recuerdos mientras se sumía en la contemplación de los tejados, las solemnes fachadas de los templos, las callejuelas desiertas, la quietud de los campos, la negrura de los cipreses y la grandeza del Parnaso, al norte, que señalaba, como una presencia imposible de ignorar, el deseo de los hombres de comunicarse con la divinidad invisible y misteriosa.
El cielo se abrió repentinamente y la luna llena apareció brillantísima en el firmamento, rodeada por un blanco anillo de nubes. Podalirio se estremeció y lanzó una mirada melancólica hacia las alturas de la Acrocorinto, donde las murallas resplandecieron con plateada luz. La montaña sagrada se había convertido para él en un lugar lejanísimo, frío y poblado sólo por la ausencia.
No podía el sacerdote de Asclepio dejar de sentir que, en tanto Eos se disolvía en las sombras del Hades, él se hallaba preso de la confusión y la tristeza más espantosa. Un fantástico torbellino se había levantado dentro de su cabeza, confundiendo todas sus ideas, sin que fuera capaz de abarcar su mente otras certezas más allá de la soledad y el vacío.
Con el alma en suspenso, ni siquiera ya pensaba, por extraño que parezca. Toda su fe estaba puesta en la nada; mientras, como una burla, de vez en cuando le sobrecogían las súbitas imágenes de Eos que retornaban a su mente; fugaces e inaprensibles destellos: sus verdes ojos, su cabello claro, su sonrisa, el color de su piel, el timbre de su voz, su risa… Mas, igual que llegaba, se iba; se borraba y sólo dejaba detrás de sí la pena más grande del mundo.
Empezaba a sentir frío en la espalda cuando, de repente, alguien le echó delicadamente un manto por encima de los hombros. Sintió entonces la presencia grande y amorosa de Nana. Pero ella no podía sanar su nostalgia.
Podalirio ni siquiera se volvió para agradecer con un simple gesto la solícita atención de su esposa. Tal es el egoísmo del dolor.
—¡Ojalá pudiera hacer algo por ti! —le susurró Nana al oído, con voz sinceramente compadecida—. Al menos baja y toma algún alimento. Llevas tres días sin hablar, sin comer, sin… ¡Oh, madre de los dioses, vas a acabar conmigo!
Podalirio, en vez de tranquilizarla, se apartó de ella y se aproximó al antepecho, alzando los ojos al firmamento, como si quisiera aprehender y meter dentro de sí toda la bella luz de los astros. Suspiró profundamente.
Nana no pudo evitar acercarse de nuevo a él y le envolvió en sus brazos, como queriendo abarcar esos sentimientos incomprensibles para ella.
—¡Por el dios, dime algo! —le suplicó—. Quizás yo pueda…
Una vez más suspiró Podalirio, y esta vez habló al fin, con la claridad lunar prendida en el semblante. Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba muy honda y tenía el timbre quebrado por la emoción:
—Todos estos días, anoche, esta mañana, aún esta tarde, he estado recordando muchas cosas…
Nana gimió y se le escaparon las lágrimas, agradecida de que él comunicase al fin algo de lo que sentía.
Podalirio prosiguió, ajeno a lo que en ella pudieran suscitar sus palabras:
—Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida… ¿Podrá alguien llegar a comprender lo que hay dentro de mí? ¿Sabes que hoy estuve en la botica? Fíjate qué tontería: he ensayado con todos los jugos de las plantas, he cocido membrillo maduro, he añadido el más dulce vino, puse jazmines de septiembre… Pensé que podría reproducir aunque fuera lejanamente algo del aroma de su cuerpo. Pero todo me sale muerto. Nunca podré hacer algo que se asemeje a la alegría amarilla de la genista, ni al perfume del bosque profundo y sereno, ni a la azul belleza del cielo… ¡Quién puede explicar la hondura y la grandeza del mar! ¡Y esa luna…! Nadie puede crear una sonrisa, sino en el tosco barro, en el frío mármol o en la reseca madera… ¿Tú crees, Nana, que se puede hacer otra naturaleza como esta que conocemos y que tanto nos impresiona?
Ella no entendía nada, pero le miró con ojos inundados de amor; como si tuviera la obligación de ser infatigablemente condescendiente ante lo que sólo le parecían las locuras de un corazón destrozado.
—¡Nadie hay que comprenda esto! —exclamó él—. No puedo dejar de pensar en ello…
—Estás helado —le dijo ella, palpándole los brazos—. Debes de tener hambre y llevas aquí toda la noche, sin dormir. ¿Por qué no bajas y te acuestas? Cuando sea de día verás las cosas con mayor claridad.
Podalirio movió la cabeza con tristeza.
—Esas cosas me dan igual: comer, dormir… ¿Qué importa eso?
Nana trató de convencerle, pero nada podía frente a su descorazonamiento. Así que, finalmente, acabó reprochándole:
—¿Tan poca cosa eres, Podalirio? ¿Es que los demás no te importamos? ¿Sólo existía para ti en el mundo esa mujer?
Podalirio no parecía enfadarse. Se quedó en suspenso y cohibido. Ella entonces le recordó:
—Esa mujer de tus sueños ya logró lo que deseaba. Murió cuando le dio la gana y está embalsamada, descansando en el lugar que dispuso. ¡Yo me encargué de ello! ¡Es el colmo! Yo tuve que ocuparme de eso… ¡Encima de todo lo que he sufrido por su causa! ¿Crees acaso que soy de piedra? No fue un plato de gusto todo esto para mí…
Y tú aquí ¡pensando! ¿Qué hay que pensar tanto? ¿Por qué no piensas aunque sea un poquito en mí, Podalirio?
El asintió con tristeza.
—Sé que sufres por todo esto… No soy tan insensible.
Y quiero que sepas que te estoy muy agradecido. De ninguna manera pienses que mi alma está pendiente de aquel cuerpo… ¡Nada me dice esa momia! No creo en esa clase de ritos y, si por mí hubiera sido, habría llevado el cadáver a que lo quemasen en una pira, para que se consumiese y no quedase de él ni el más mínimo asomo de corrupción. Son otras las cosas que me tienen confundido…
Nana le abrazó, exclamando:
—¡Dime qué puedo hacer por ti! ¡Te amo tanto!
Podalirio acogió el abrazo momentáneamente, pero pronto se apartó y, poniéndose de nuevo de cara a la luna, dijo:
—Debes tratar de comprenderme, Nana. Aunque sé bien que no podré explicarme de forma completamente clara, pues ni yo mismo soy capaz de abarcar todo lo que pasa por esta cabeza mía. ¡Ojalá pudiera!
Ella dijo con pena:
—Eso no importa. Yo sé que no eres un hombre común y corriente. ¿Olvidas que llevamos más de treinta años juntos? No quiero que me trates como a una muchachita enamorada… No es eso lo que me desazona. No está bien que yo lo diga, pero soy sensata y me doy cuenta perfectamente de que me voy haciendo vieja… Pero yo no me beberé un veneno para escapar de mí misma… ¡Eso nunca! Y te ruego que no me trates como a una tonta.
Podalirio le dirigió una mirada llena de comprensión. Quiso decirle a su esposa que estaba agradecido, pero no encontró las palabras oportunas. Sólo le expresó su cariño apretándole fuertemente la mano.