Al repetir la exclamación, volvió a vibrarle el crespo tocado. Podalirio no pudo evitar mirar y esta vez ella sonrió levemente.
—Corrimos mi esposo y yo a ver qué estaba sucediendo. Nos unimos a una multitud que iba como en procesión, siguiendo al gran sacerdote del templo de Júpiter que llevaba consigo a todos sus acólitos, vestidos como él, con suntuosos ropajes de ceremonia y guirnaldas de flores, y que conducía una manada de bueyes para ofrecérselos en sacrificio a los dioses. Todo el mundo iba como en trance, entre cantos y plegarias. También las autoridades y la gente importante acudía, muy sorprendida al ver que nada menos que el sumo sacerdote del mayor culto de la ciudad estaba seguro de que tan extraordinario acontecimiento era cierto. El miedo y la devoción se habían apoderado de Listra. Y eran centenares los hombres, mujeres y niños que aseguraban haber visto a Zeus y a Hermes con sus propios ojos. ¡Estábamos con los pelos de…!
Podalirio escuchaba con asombro el relato. Ródope no parecía ser una mujer fantasiosa ni dada a inventar historias. Por el contrario, era célebre por su cordura y discreción. Él había conversado con ella en otras ocasiones y la consideraba sensata, comedida y, sobre todo, muy inteligente. Igual que su esposo, Titio Justo, que era un hombre cultísimo, versado en leyes, amante del buen teatro y fiel cumplidor de sus obligaciones. Tal era la buena fama que tenían en Corinto. Por ello, este extraordinario suceso que ella le contaba ganaba en valor justo por salir directamente de su boca.
—Sigue, por favor —le rogó él muy interesado—. Me tienes en ascuas. ¿En qué quedó todo eso?
Ella apuró el refresco y después prosiguió, con sus vivos ojillos negros brillando, entusiasmada al ver que el hierofante seguía con tanto interés el hilo de su historia.
—Cuando todavía íbamos de camino hacia el lugar donde decían que estaban los dioses, la multitud iba gritando en licaonio, el dialecto de la gente de allí. Mi esposo y yo preguntamos a unos magistrados qué es lo que gritaban. Y éstos, que conocían esa lengua además del latín y el griego, nos lo tradujeron. Los licaonios iban proclamando a voces que se había cumplido una antiquísima profecía que vaticinaba la bajada a la Tierra de Zeus y Hermes. Era algo que siempre se había contado, de generación en generación, y que ahora por fin se hacía realidad. También decían que los dioses habían obrado un milagro grandísimo en un pobre hombre, cuyos pies y piernas, imposibilitados, secos desde el vientre materno, habían sanado, recobrando el vigor y la forma completa; de tal manera que el que antes era cojo había corrido y saltado delante de los ojos de todos. ¡Un prodigio!
«Llegarnos al fin al ágora, llenos de ansiedad. Allí estaba ya reunida otra multitud, exaltada y enfervorecida como la nuestra. Se contaban cosas asombrosas. La gente preguntaba a gritos por los dioses, pero nadie sabía a ciencia cierta dónde estaban. Crecían la expectación y la impaciencia. Entonces, algunos, que no se habían movido de allí desde que Zeus y Hermes aparecieron, dijeron haber visto el lugar donde habían entrado para hospedarse. Y aunque temían ofender la sagrada discreción e intimidad de los dioses, ante la insistencia de las autoridades, no les quedó más remedio que señalar la casa. Todo el mundo fue a la puerta. No voy a ocultar que teníamos miedo, además de curiosidad.
»El sumo sacerdote se atrevió a llamar y solicitó con gran humildad y reverencia la presencia de Hermes, en primer lugar, por ser el mensajero del gran Zeus. Se hizo un silencio tan grande que podría haberse oído caer un alfiler al suelo. Conteníamos el aliento y temíamos incluso que un rayo devastador nos fulminase a todos.
»Se abrió la puerta de la casa aquélla y salieron dos apariencias humanas de muy diferentes figuras y presencias: el uno, alto, fuerte, musculoso, barbado y de sereno rostro; el otro, pequeño de estatura, con muy poco cabello, flaco, ágil y de mirada muy penetrante. Sin duda se trataba de Zeus y Hermes, que habían tomado apariencia de hombres. Así lo entendieron todos los presentes. Un murmullo de temor y admiración se propagó por la multitud. Mi esposo y yo no dábamos crédito a lo que veían nuestros ojos. Pero mayor fue el pasmo cuando apareció por allí, correteando como en éxtasis, el cojo que había sido curado, al cual conocíamos bien por haberlo visto mil veces pidiendo limosna en el ágora.
Podalirio se removió con inquietud en el asiento. Dudó un instante y le preguntó:
—¿Estás segura de que, efectivamente, era el que estaba cojo y no otro?
Ella contestó con seguridad:
—¡Era él! Tan cierto como que tú y yo estamos aquí y que el sol luce ahí fuera.
Podalirio la miró sombrío y no pudo evitar hacer un gesto de duda.
—¿No me crees? —dijo ella con obstinación—. ¡Yo lo vi! Y mi esposo también… Y mis hijos y varios centenares de personas más…
Podalirio arguyó con cálida sinceridad:
—Debes comprender que me cuentas algo extraordinario. Sé que estás en tus cabales y en absoluto se me ocurriría pensar que mientes… ¿Qué motivo tendrías para hacerlo? Pero, por favor, sigue con tu historia. Me interesa muchísimo.
Ródope recobró el entusiasmo y prosiguió con su elocuencia de antes:
—El sacerdote de Júpiter se había situado delante de la casa donde se hospedaban los dioses y tenía muy bien distribuidos a sus acólitos con los bueyes dispuestos para el sacrificio. El silencio era grande y la gente esperaba a que los dioses dijeran algo. Pero no hacían sino mirar con asombro aquella multitud que estaba tan pendiente de ellos.
»El sumo sacerdote hizo las plegarias y se aprestó a dar comienzo a las libaciones. Entonces, el más bajo de los dos hombres, el que decían que era Hermes, se adelantó con ademanes bruscos, dando la sensación de estar muy indignado, y gritó: «Amigos! ¿Por qué hacéis esto?»
»La gente se apartó con temor y alguien de entre las masas contestó: «¡Aceptad nuestros sacrificios, divinos Zeus y Hermes! ¡Compadeceos de nosotros, pobres servidores vuestros!»
»Al oír esto, los que creíamos firmemente que eran dioses se horrorizaron, como si se les injuriase gravemente; arrojaron sus mantos al suelo y se rasgaron las túnicas de arriba abajo, quedándose en cueros. Y de esta manera, desnudos, corrieron por en medio de la multitud estupefacta gritando: «¡No somos dioses! ¡Nosotros somos hombres de carne y hueso como vosotros! ¡Miradnos!»
Podalirio, que escuchaba admirado lo que tan expresivamente le contaba Ródope, la interrumpió para preguntar:
—¿Y cómo eran sus cuerpos? ¿Qué apariencia tenían?
—Bueno —respondió ella con naturalidad—, a decir verdad, eran como hombres normales y corrientes, sin tener en sus cuerpos la belleza y la majestad de las estatuas divinas. Pero había algo en ellos… Manifestaban tal energía en sus gestos, en sus voces… O serían nuestros espíritus apasionados que nos hacían percibirlos de aquella manera…
Podalirio trataba de imaginarse lo que ella le contaba. Estaba mudo de asombro.
Ródope prosiguió el relato:
—El más menudo de los dos, el cual creíamos que era Hermes, tomó entonces la palabra con mucha autoridad y se dirigió al gentío dando grandes voces que se pudieron escuchar en todas partes: «¡Somos hombres como vosotros! Pero cierto es que hay un dios vivo al que queremos mostraros para que salgáis de estas vanidades —dijo señalando los toros y las guirnaldas de flores—. Ese dios ha hecho todo esto y no necesita nada; suyo es el cielo, el mar y todo lo que hay en ellos. Él ha permitido estos cultos y nuestra creencia sincera en otros dioses, porque ha dejado que cada pueblo siguiera libremente su propio camino. En todo eso estaba él, y en las cosas buenas de esta vida ha dejado los vestigios de su divinidad. Jamás nos dejó sin su presencia misteriosa, sin el testimonio de sí mismo. Porque siempre envió las lluvias desde el cielo y el paso de las estaciones fértiles, con sus frutos, colmándonos de bienes y de momentos felices en que se llenan de alegría nuestros corazones».
»Al escucharle hablar de tal manera, con tanta sabiduría y elocuencia, los que allí estábamos comprendimos que, si bien no eran dioses aquellos dos hombres, eran sus mensajeros directos. Ese convencimiento se propagó entre la multitud y también el sumo sacerdote de Júpiter estuvo persuadido de ello. Entonces se dio inicio a los sacrificios y la gente suplicó a los enviados divinos que profirieran sus oráculos. Pero éstos, muy enojados, se negaban a aceptar las ofrendas y se retiraron de nuevo al interior de la casa donde se hospedaban.
»Mi esposo y yo permanecimos allí todo el día, unidos a la muchedumbre, que esperaba ansiosa nuevos acontecimientos. Unos decían una cosa y otros lo contrario. Reinaba una gran confusión y nadie hallaba una explicación que pusiera en orden nuestros espíritus desconcertados.
»A la caída de la tarde se presentó un nutrido grupo de judíos de las vecinas ciudades de Antioquía e Iconio y empezaron a proclamar a gritos que esos dos hombres, a los que considerábamos mensajeros de Zeus, no eran sino unos judíos embusteros que buscaban la confusión de las buenas gentes para sacar provecho; es decir, hábiles embaucadores que ya habían estado en otras ciudades con sus engaños.
»Se armó un gran alboroto. La multitud estaba dividida. Unos daban crédito a los recién llegados y otros seguían convencidos de que allí dentro estaban los enviados de los dioses. Se discutía a voz en grito por todas partes, y mi esposo y yo ya no sabíamos ni en qué creer ni qué pensar de todo aquello. Así que nos fuimos a casa, temiendo que las cosas fueran a mayores y el tumulto acabase en pelea.
»Durante esa noche no pudimos dormir. Estábamos agitados, nerviosos, y en nuestras mentes seguían muy vivas las escenas de tan extraña jornada: el gentío, los sacrificios, las voces, el discurso de aquel misterioso hombre, las discusiones de unos y otros… Titio, que es muy sensible en ese aspecto, estaba aterrorizado y le asaltaron funestos presagios.
»Por la mañana, muy temprano, fuimos de nuevo al ágora y supimos que, tal y como temimos la tarde anterior, se había organizado un gran altercado. Los judíos llegados desde Antioquía e Iconio lograron persuadir a una parte de la muchedumbre, entraron en la casa y sacaron al más elocuente de aquellos dos misteriosos hombres, lo apedrearon y lo arrastraron fuera de la ciudad. Pero otro numeroso grupo, partidarios de que era en efecto mensajero divino, corrieron a defenderlo y evitaron que le dieran muerte.
»Mi esposo, muy preocupado, quiso saber más tarde dónde estaban esos enviados de Zeus, o lo que quiera que fuesen. Se enteró de que se habían ido a Derbe y corrió en su busca. Yo me quedé en casa, pues ya me resultaba difícil creer que aquello fuera cosa de dioses, después de todo lo que había pasado.
Ródope pareció tomarse un descanso, dejando la mirada perdida en el vacío.
Podalirio meditó.
—Ciertamente, se trata de un suceso extraño… —comentó—. ¿Encontró tu marido a esos dos misteriosos hombres?
—Titio estuvo fuera de casa durante una semana. Cuando regresó, al contrario de lo que yo había supuesto, venía completamente convencido de que los dos hombres eran ciertamente enviados de la divinidad. No tenía la menor duda. Los encontró en Derbe, estuvo con ellos durante todo ese tiempo y le habían llenado la cabeza de cosas tan raras que llegué a pensar que le habían hecho un sortilegio. Hasta tal punto se habían ganado su voluntad que se los llevó de nuevo a Listra. ¡Con todo lo que había pasado!
»Estuvieron en nuestra casa tres días, en los que no dejó de entrar y salir gente. ¡Una locura! Hablaban y hablaban sin parar. Yo no comprendía nada. Pero luego, a solas, Titio me explicaba todo: que era el tiempo en que los dioses se comunicaban con los hombres, en presencia humana; que todo eso que conocíamos sólo en imágenes ahora se convertía en realidad; que era el final de la muerte y que ya viviríamos para siempre… ¡Ay, qué cantidad de ideas raras! Mi pobre cabeza no podía más…
»Los dos hombres se fueron al fin. Pero mi esposo ya no volvió a ser el mismo. Se despreocupó de todo y sólo pensaba en todo lo que le habían dicho. Incluso el viaje a Corinto, que tanto habíamos deseado, ya no le hacía ilusión. Sólo quería estar con judíos y hablar con ellos de esas cosas… Y cuando yo intentaba reclamar su atención para otros asuntos, él me decía que nada ya le importaba; que este mundo iba a pasar con sus sombras y que se avecinaba otra vida, diferente, con los muertos vueltos del Hades… ¡Qué espanto!
«Después, con el tiempo, la cosa se fue calmando. A Titio le llegó la jubilación y cobró el aguinaldo. Entonces aceleramos los preparativos y nos deshicimos de todos los bienes que teníamos en Listra. Emprendimos el viaje y nos instalamos aquí, en Corinto, en esta casa. Con las obras, las compras y la adaptación a la nueva vida, parecía que mi esposo se olvidaba de aquello. Pero no volvió a ser el mismo. Se le iba el alma a las nubes de vez en cuando y miraba a los cielos, como esperando algo…
«Nuestra vida aquí ha sido cómoda. Ya sabes que acudíamos al templo y procurábamos cumplir con los dioses, como siempre hemos hecho. Nosotros somos gente piadosa y de orden. Aquí no hemos tenido mayores problemas. En fin, nunca los hemos tenido. Lo más raro que nos ha pasado es todo eso que te he contado.
Ródope empezó a ponerse nerviosa de nuevo, se frotó las manos con ansiedad y prosiguió:
—Pero ¿quién nos iba a decir que, pasados los años, íbamos a encontrarnos de nuevo con uno de aquellos extraños hombres, mensajeros de los dioses o lo que quiera que fueran? ¡Casualidades de la vida! ¡O capricho divino! Aquel pequeño hombre calvo que creíamos que era la voz de Hermes está aquí, en Corinto, desde hace un par de meses. Ahí, al lado de esta casa, como has visto, está la sinagoga de los judíos. Pues ahí está mi esposo ahora mismo, ¡dale que dale!, con todo eso de que los muertos resucitan. Porque no puede dejar de escuchar a ese hombre y le tiene sorbidos los sesos.
»Y el caso es que yo también empiezo a estar obsesionada y me cuesta pensar en otras cosas. Por eso te he buscado. Porque necesito que alguien me aconseje. Tú me pareces un hombre sabio y paciente, y sé que no nos juzgarás a la ligera, sino que sabrás comprender mis razones y mi desconcierto. Te ruego que hables con mi esposo y, con tus muchos conocimientos, descubras si ha caído en poder de demonios o si tal vez han hecho sobre él un sortilegio esos judíos tan persuasivos.
Podalirio tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular que, en el fondo, estaba algo confundido, abrumado por toda esa información que trataba de retener y ordenar en su mente. Guardó silencio durante un largo rato, mientras ella le miraba apremiante, y luego dijo: