—¿Por qué no habría de estarlo? —replicó ella sulfurada—. ¿No acabo de decirte que se hospedan en nuestra casa? ¿Te decides a venir o no?
Podalirio intentó apaciguarla con una sonrisa forzada.
—Vamos allá —dijo, echándose a andar con pasos decididos y rápidos por el sendero.
La mujer le siguió, hundiendo sus pequeños pies descalzos en el barro, alzándose la abigarrada falda, contenta y jadeante, con el pelo crespo agitado y los pendientes oscilando.
Cruzaron bajo el arco de piedra, atravesaron murallas, bordearon el anfiteatro, se adentraron por un dédalo de callejuelas que hervían de gentío a esas horas, entre puestos de verduras, frutas, pescados, carne, dulces…, pasaron por delante de la sinagoga y llegaron al fin frente a la elegante casa de Titio Justo. Los emparrados del pequeño jardín que se extendía delante de la puerta se veían saturados de uvas en sazón que pendían en grandes racimos.
Antes de entrar, Ródope se detuvo y le dijo en voz baja a Podalirio:
—No te preocupes. Mi esposo sabe que he ido a buscarte. Nadie en la casa se sorprenderá por tu presencia, puesto que les dije que entre tú y yo hay cierta amistad.
Podalirio la miró taciturno y advirtió:
—Conste que vengo a escuchar y nada más. No discutiré con nadie acerca de estas cosas. Esa no es mi manera de ser. Estaré muy atento a lo que esos hombres tengan que decirme y haré las preguntas que considere oportunas. Después, y sólo en privado, te diré las conclusiones que he sacado y procuraré aconsejarte al respecto.
—Me parece muy bien —asintió muy seria Ródope—. Es justo lo que yo pensaba que debía hacerse. ¡Vamos dentro!
Nada más abrirse la puerta, les llegó el rumor de voces y risas provenientes de las estancias interiores, lo cual desconcertó a Podalirio, que esperaba encontrarse la vivienda tal y como la recordaba de la última vez: cerrada, oscura y silenciosa.
Ródope adivinó la extrañeza de su invitado y explicó sonriente:
—Mi esposo ha mandado que se dé hoy un banquete. Con la preocupación de llevar los gallos al Asclepion y mi empeño en convencerte para que vinieras, olvidé decírtelo. Pero supongo que será mejor así. Te quedarás a comer con nosotros y el ambiente distendido propiciará la conversación. ¿No te parece?
A Podalirio aquello le desconcertó. Comentó, algo contrariado:
—No soy aficionado a simposios ni festines.
Ródope, asustada, le suplicó:
—¡Por favor, no te eches atrás ahora! No encontrarás aquí nada que ofenda las buenas costumbres o tu dignidad. Esos hombres, no obstante sus creencias, son gente normal y corriente.
Podalirio sonrió para tranquilizarla y dijo amigable:
—Está bien, mujer. Vamos allá. La verdad es que estoy deseando ver a esa gente.
Atravesaron el atrio y un largo corredor les condujo hasta el patio interior, grande y soleado, rodeado de columnas y galerías con tejadillos, bajo los cuales conversaban animadamente varios hombres y mujeres. En un lateral, al aire libre, un criado avivaba con un soplillo las ascuas de un fuego sobre el que se asaban en parrillas algunos pescados y pedazos de cordero.
La presencia grande y elegante de Titio Justo resaltaba en medio de sus invitados. El intendente romano, a pesar de estar jubilado, tenía un aspecto jovial y parecía disfrutar alegremente haciendo de anfitrión con una copa de vino en la mano.
Al aproximarse a ellos Podalirio, se hizo un silencio respetuoso.
—Amigos —le presentó Ródope—. He aquí al hierofante del Asclepion de Corinto.
Todos le miraban con curiosidad y veneración. Titio Justo exclamó en tono alegre:
—¡Menos mal que te has decidido a venir!
Podalirio desplegó una sonrisa complacida, elevó discretamente la mano y saludó con corrección. Luego paseó la mirada por la concurrencia.
El dueño de la casa presentó a sus invitados:
—Éste es Saoul —indicó, refiriéndose a un hombre pequeño de estatura, de tez blanquecina, mirada penetrante, viva; barbado, calvo y con el pelo ralo en las sienes y la nuca.
Por el nombre, Podalirio comprendió que ése era el judío del que tanto le había hablado Ródope. Pero apenas tuvo tiempo para fijarse en él con detenimiento, porque Titio dijo enseguida:
—Y éste es Lucius —señaló a un hombre más joven, de rostro agradable, delgado, ojos grises y perspicaces, y un inconfundible aspecto de griego de buen linaje—. Es asclepiada, como tú.
Podalirio se alegró al saber esto. Miró al tal Lucius, denotando su complacencia, y le preguntó:
—¿Dónde te iniciaste en los misterios de Asclepio?
—En Antioquía —respondió el joven médico—. ¿Y tú?
—Yo en Epidauro.
—¡Oh, Epidauro! —exclamó con admiración Lucius—. Estuve allí hace cuatro años visitando el santuario. ¡Qué maravilla! Saludé al sumo sacerdote Tereo y a sus sabios acólitos. ¡Cuánto conocimiento se atesora allí! ¿Quiénes fueron tus maestros?
—Soy de los tiempos de Asopo —respondió con modestia Podalirio—. Después de su muerte me vine a Corinto y, aunque apenas hay dos días de viaje desde aquí, sólo he regresado a Epidauro en tres ocasiones.
Con tono amable, Titio Justo interrumpió la conversación:
—Tendréis todo el día para hablar de las excelencias del santuario. Ahora, permitidme que siga con las presentaciones.
De soslayo, Podalirio dirigió una rápida mirada hacia el judío Saoul y observó:
—A decir verdad, estoy deseoso de conversar con vosotros.
Entonces Ródope, muy nerviosa, intervino para indicar:
—Y éstos son Aquila y su esposa Pristila —señaló al hombre y a la mujer que quedaban por presentar: él, muy moreno, serio y discreto; ella, de ojos avispados, alegres, largo cuello y cabellos prematuramente encanecidos—. Son compañeros de trabajo de Saoul.
—Bien —dijo Titio—, ya que nos conocemos todos, comamos, amigos.
Se desvaneció la poca curiosidad que albergaba el alma de Podalirio cuando terminó de comprobar que los huéspedes de Ródope eran gente corriente, en cuyo aspecto y manera de comportarse no se veían signos fuera de lo normal: comían, conversaban, reían y pasaban el rato como cualquiera. Entonces se desilusionó y se enfureció consigo mismo por haber siquiera acariciado el sueño de verse las caras con verdaderos enviados de los dioses. En aquella reunión todo era vulgar y nada novedoso. No pudo evitar cierta indignación.
Entonces, y tal vez porque le viera reservado y observador, Ródope le llevó disimuladamente aparte y le preguntó en un susurro:
—¿Qué piensas?
Podalirio contestó muy serio, refiriéndose al judío Saoul:
—No sé qué habéis podido ver en ese hombre. Y no comprendo por qué tu marido los ha tomado por enviados celestes. ¿No te das cuenta de que son hombres corrientes y molientes? Nada divino observo en ellos por más que lo intento.
La cara de Ródope se tornó grave y triste:
—Y yo no sé lo que les pasa precisamente hoy. Por lo general no paran de hablar sobre todo lo que te conté. Me doy cuenta de que están algo cautelosos. Será por tu presencia.
—Pues yo no he venido a perder el tiempo —repuso con enojo Podalirio—. Quiero escuchar todo lo que tengan que decir antes de que me vaya. Ya te hice saber que no soy aficionado a festines.
Titio Justo se percató de que su mujer y el hierofante parecían discutir en un rincón y se aproximó a ellos.
—¿Qué sucede? —les preguntó sosteniendo una forzada sonrisa—. Os veo algo inquietos.
Podalirio le miró directamente a los ojos y le dijo, molesto:
—No he venido a tu casa a comer y beber. Cuando tu mujer fue en mi busca, me dirigía a la biblioteca. Valoro mucho mi tiempo y, si he de ser completamente sincero, debéis saber que no tengo ningún deseo de divertirme… Necesito pensar en mis cosas…
—¡Por favor, no te marches de esta manera! —le rogó Ródope a punto de llorar.
—Déjale ir —repuso, no obstante, su esposo—. No me parece bien que se quede forzadamente.
Podalirio les dirigió una mirada comprensiva.
—Ya que estoy aquí, no despreciaré vuestra generosa hospitalidad. Pero insisto en que debo escuchar lo que vuestros invitados, y en especial ese tal Saoul, tengan que decirme. ¿No es acaso justo lo que pido? ¿No he venido a vuestra casa para eso?
—Sí —asintió Titio respetuosamente—. Ellos hablarán, pues están deseosos de ello; puedes estar seguro. Pero tengamos paciencia.
Mientras discutían, se había hecho un gran silencio a su alrededor. Saoul, Lucius, Aquila y Pristila los miraban con desconcierto. Podalirio se dio cuenta y se volvió hacia ellos para hablarles directamente.
—¿Qué os traéis entre manos? —les preguntó esforzándose en serenar la voz—. ¿A qué habéis venido aquí, a Corinto? ¿Qué intención os mueve? Os pido que, ¡por todos los dioses!, me digáis de una vez qué oscuros motivos os mueven a confundir las almas de estos buenos ciudadanos llenándolas de raras ideas e infundadas esperanzas en seres celestiales, muertos y resucitados y extrañas deidades.
Saoul se adelantó y posó en él unos agudos ojos, encendidos de interés:
—¿Por qué piensas que tenemos oscuros motivos para engañar y confundir a esta familia?
—Porque así me lo parece —contestó con sinceridad Podalirio—. Titio Justo y su esposa Ródope son descendientes de romanos y griegos de antiguo linaje, en cuya casa se ha adorado siempre a los dioses, como mandan nuestras venerables tradiciones. Pero ahora veo que andan soliviantados, confundidos y con las almas a merced de las historias que les habéis contado.
El asclepiada Lucius le miró asombrado, se aproximó a él y, con delicadeza, observó:
—Nosotros no tenemos intención de engañar a nadie, ni buscamos beneficio alguno. Saoul, Aquila y Pristila fabrican y reparan tiendas de campaña; viven de su trabajo, que desempeñan acudiendo a mercados, fiestas y puertos. Como yo, que soy médico, igual que tú. Ninguno de nosotros va por ahí, como los cínicos, soltando discursos para ablandar los corazones y obtener las limosnas de la gente.
Dudó Podalirio un momento y luego preguntó, extrañado:
—¿Sirves a Asclepio? ¿Cumples los sagrados juramentos hechos al dios según los misterios de Epidauro?
Lucius exhaló un profundo suspiro, trató de sonreír y respondió, convencido:
—No creo en Asclepio. Debo decirte la verdad, ya que me lo has preguntado.
Podalirio se le quedó mirando sin decir nada, pero la palidez de su rostro denotaba su malestar.
Lucius continuó con tono serio:
—Ejerzo la medicina que aprendí en el Asclepion de Antioquía; procuro curar a la gente siguiendo esos conocimientos que adquirí, y a los cuales estoy agradecido. Pero nada tengo ya que ver con las cosas del dios.
—Pero… ¿cómo es que…? —balbució confuso Podalirio—. ¿Abandonaste tu consagración? ¿Dejaste a Asclepio?
—Sí —respondió con rotundidad Lucius—. Todo eso suponía una pesada carga para mí; me liberé de aquellos ritos y ya ves que aquí estoy. Ni Apolo me ha castigado ni he sufrido mayores perjuicios que los propios que la vida depara a los hombres, crean o no en los dioses.
Aquella sinceridad abrumaba a Podalirio. Todos le observaban callados y eso le tranquilizó un poco. De repente sonrió y exclamó con el rostro iluminado:
—¡Ahora lo comprendo todo! ¿Eres acaso estoico? ¿Epicúreo tal vez?
—No —negó Lucius, devolviéndole la sonrisa—. No soy ni una cosa ni la otra.
—¿Entonces? —murmuró Podalirio—. No comprendo nada…
—Ya no creemos en los dioses de nuestros antepasados —confesó Titio Justo con afectada seriedad.
Ródope se fue hacia su marido y le suplicó:
—¡No digas eso!
Titio replicó, enfadado:
—¡Sí lo digo! ¡Lo proclamo tranquilamente! En esta casa ya no se cree en los dioses. ¡Tampoco tú crees ya en ellos, Ródope! ¿Por qué temes decir la verdad?
Ella contestó con voz llorosa:
—No puedo expresar con palabras todo lo que siento… ¡Oh, definitivamente me volveré loca!
Podalirio, atónito, les pidió a los presentes:
—Hablad de una vez. Yo soy un hombre de mente abierta. Nada debéis temer de mí. Conozco las ideas de los epicúreos y de los estoicos, y no me sobresaltan las locuras de los cínicos… Decidme ya qué es lo que os ha hecho desconfiar de los dioses y apartaros de las antiguas tradiciones. Podéis estar seguros de que haré cuanto pueda para tratar de entenderlo.
Titio Justo tomó la palabra y le respondió con cierta emoción:
—Eres una persona inteligente. Yo no dudo de que puedas aportar luz en este asunto. Ya que estás aquí, debemos, en efecto contártelo todo. Y creo que es Saoul el que ha de hablar. ¿Estáis de acuerdo? —les preguntó a los demás.
Todos asintieron muy conformes. Entonces Ródope soltó una nerviosa carcajada y propuso, sonriente, como tratando de distender el ambiente:
—¡Que hable Saoul, amigos! Pero, por favor, sentémonos bajo la galería: hay ahí dispuesta una mesa con copas de vino y dulces… ¡Despojémonos de esta tensión y tomemos esto con la calma que requiere! ¿No os parece?
A Podalirio le pareció bien y fue a sentarse. También lo hicieron los demás. Ródope sirvió el vino y todos se quedaron expectantes, con los ojos fijos en Saoul. Este bebió un par de sorbos y después se dirigió directamente a Podalirio:
—Creo, amigo, que como dijo el bueno de Titio Justo hace sólo un momento, eres un hombre inteligente. Todos los que estamos aquí lo sabemos, pues los dueños de esta casa nos han hablado largamente de ti e incluso nos han contado que en Corinto se te tiene por sacerdote sabio, prudente y capaz de expulsar demonios.
Podalirio acogió estas palabras con rostro complacido. Se hizo un silencio en el que sólo se oía el ruido que producían al comer los dulces crujientes de harina y miel. Saoul dejó la copa en la mesa e inició su discurso:
—Yo soy judío, como bien sabes, pero soy originario de Tarso y ciudadano romano. Me he pasado la vida entre gentes a quienes los judíos consideramos «gentiles»; es decir, idólatras, paganos. Últimamente he recorrido el corazón de Grecia y no hace mucho que estuve en Atenas, antes de venirme aquí, a Corinto. Hay muchas cosas de los griegos que me sorprenden sobremanera. Me doy cuenta de que aquí, en vuestras tierras, sois muy religiosos bajo todos los aspectos. Porque al pasear he entrado en los templos, he contemplado las imágenes de vuestros dioses y me he fijado con gran atención en vuestros objetos de culto. Ello me ha enseñado que veneráis a la divinidad en todas sus formas y manifestaciones. Hay aquí dioses que sirven para explicarlo casi todo. Tú, por ejemplo, sirves en el Asclepion al dios de la medicina, hijo de Apolo y de Corónide; al buen Asclepio, de quien contáis que adquirió tal habilidad en el arte de sanar que llegó hasta el extremo de descubrir la manera de resucitar a los muertos. En efecto, según me hizo saber mi amigo Lucius, que es médico como tú, Asclepio recibió de Atenea las sangres vertidas de las venas de la Gorgona; las cuales, mientras las del lado izquierdo esparcían violentos y mortales venenos, las del lado derecho eran salutíferas y capaces de devolver la vida. Con esta sangre, Asclepio resucitó a incontables muertos. Eso contáis de él, pero ¿ha visto alguien alguna vez a esos muertos vueltos a la vida por el dios? ¿Hay constancia fehaciente, allí en Epidauro, supremo santuario de la salud, de esas resurrecciones?