Podalirio atravesó la ciudad con rápidos pasos, absorto en sus pensamientos. Descendió por el barrio de los judíos, cruzó uno de los arcos de la primera muralla y luego torció a su mano izquierda, en dirección al gran edificio del teatro. Pasó bajo un segundo arco y, completamente ajeno al gentío que aguardaba el permiso para entrar en el mercado, se abrió paso entre los mercaderes, esclavos, animales, fardos y carretas. El griterío hería sus oídos.
Después fue serenándose poco a poco, una vez que se adentró por el camino, en medio de los almendros que se extendían antes de llegar al Asclepion.
—¡Nana, ya estoy aquí! —anunció con forzado entusiasmo delante de su casa.
Su esposa salió al momento. Le miró con ojos acusadores y le espetó con sequedad:
—¡Qué mala cara traes, Podalirio! Tienes la túnica sucia y arrugada… ¿Dónde has pasado la noche, sin manto ni nada, con lo que refresca?
—Necesito comer algo y descansar —contestó él.
Nana puso una cara rara y, en vez de apresurarse a atenderle, le dijo con tono sombrío:
—Tengo que darte una mala noticia.
Podalirio se quedó pensativo y desconcertado. Pero enseguida reaccionó:
—¿Qué ha pasado?
—El hermoso muchacho ése, a quien el demonio acosa… —Nana hizo una pausa, moviendo la cabeza con tristeza.
—¿Qué? —exclamó Podalirio, apremiante—. ¡Habla de una vez, mujer!
—Ayer cayó en poder del espíritu mientras nadaba en la playa de Cencreas… Se ahogó.
Podalirio se derrumbó.
Al verle tan pálido y vencido por el dolor, Nana se compadeció.
—Anda, entra en casa. Te prepararé un caldo.
—¡Podalirio!
A pesar de la estridencia del grito de su esposa, Podalirio no se alteró. Llevaba ya un buen rato despierto en la cama, con los ojos cerrados y completamente inmóvil, mientras la luz se filtraba a través de sus párpados, por lo que sabía que el día estaba avanzado. Todavía permanecían en su mente, como una enredada madeja, las ideas y las imágenes que le habían mantenido en estado de desazón y ansiosa vigilia durante las largas horas de la noche que precedieron a un breve, aunque profundo, sueño del que hubiera preferido no despertar. Ahora acudían a él funestos presagios indeterminados, sin forma ni claridad, que le hacían estremecerse. Por eso estaba muy quieto en su lecho, sin dejar que se le escapara el más leve movimiento que pudiera provocar su nerviosismo. Sentíase acosado por algo impreciso, amenazador y cruel, algo que en el fondo era un todo inabarcable. Razón por la que, como una criatura que presagia, en medio del bosque, la presencia invisible y silenciosa de una fiera, permanecía más paralizado por el miedo que por la consciente voluntad de ocultarse para no ser descubierto.
Oyó cómo Nana subía con decisión por la escalera que conducía al piso de arriba. En el fondo, esperaba que esos pasos firmes y sonoros, que hacían crujir los peldaños de madera, se pusieran en movimiento. Tampoco le sorprendió otro fuerte grito ya en la misma puerta de la alcoba:
—¡Podalirio!
El no abrió los ojos y siguió muy quieto. No obstante, le parecía verla con nitidez acercarse, gruesa y sulfurada. Estaría enfadada y dispuesta a proporcionarle un brusco despertar.
—¡Podalirio! —gritó ella todavía afuera. Luego empujó con destemplanza la puerta e insistió—: ¡Podalirio, despierta de una vez! ¡Qué hombre tan dormilón!
El abrió los ojos, fingiendo despertar en ese momento. Se enfrentó al desagrado de la repentina luminosidad exterior y a la áspera y desapacible presencia de Nana, grande, poderosa, que se abalanzaba hacia la ventana para dejar pasar mayor claridad. Pero Podalirio decidió continuar yaciendo inmóvil. ¿Para qué violentarse? ¿Qué sentido tendría discutir a primera hora del día por cualquier motivo? Aun así, no pudo evitar que se intensificaran los latidos de su corazón y una cierta presión en las sienes; sutiles señales del asomo de la cólera que, muy en su interior, pugnaba por estallar en una violenta tormenta de insultos y reproches. Pero, como era norma en él, reprimió ese impulso y la miró sin expresión alguna en el adormecido semblante.
Con los brazos enjarras, Nana seguía refunfuñando:
—Si no anduvieras por ahí perdido, por los puertos y las playas, con esa mujer loca del monte, no tendrías este sueño y esta pereza… ¡Es media mañana! Ahí abajo te buscan con urgencia. No para de llegar gente al templo y tu hijo Egimio no da abasto para atenderlos.
Podalirio le lanzó una mirada interrogante desde su creciente desagrado.
Ella se fue entonces hacia el arcón y, mientras rebuscaba entre las ropas de su esposo, explicaba:
—El soldado ese al que le faltan las piernas, Cranón creo recordar que se llama, llegó esta mañana muy temprano con sus familiares y esclavos. Han traído al Asclepion un toro enorme, un carnero de muy buen tamaño y un cerdo gordísimo. ¡Viene a lo del sacrificio, ya sabes! Están esperando ahí abajo y no paran de beber vino. Preguntaban con tanta impaciencia por ti que no me ha quedado más remedio que subir a despertarte… Aunque supongo que seguirás cansado…
Podalirio retiró con pereza las sábanas, con una mueca de disgusto grabada en el rostro. Dijo con desgana:
—Era lo que me faltaba… ¡hoy precisamente! Que no tengo yo cabeza para eso.
—¡Pues no te queda otro remedio que bajar! —contestó ella—. ¡Cualquiera le dice ahora a esa gente que se vaya!
Nana acercó el jarro y la jofaina, que estaban en el rincón. Vertió agua en la esponja y estuvo aseando a su esposo con rápidas y enérgicas frotaduras, en la frente, el rostro, el cuello, las axilas, el pecho, el vientre…
—¡Ya! ¡Ya está bien, mujer! —rogó él.
—¡Oh, no, nada de eso! ¿No ves que tienes arena y suciedad adherida al cuerpo? Has de ponerte hoy la mejor túnica y no consentiré que salgas sin estar limpio. Ahora subirá la esclava con más agua.
—¿Más?
—¡No protestes, por las Moiras! ¡Pareces un niño consentido!
—¿Por qué he de ponerme la mejor túnica?
—Porque ha venido un montón de gente importante, romanos influyentes, militares, funcionarios, comerciantes ricos… Me han dicho que incluso es posible que se acerque por aquí el procónsul. Por muy amigo tuyo que sea… ¡Hay que estar presentable, Podalirio!
—¿Galión? ¿Qué se le ha perdido a Galión en este sacrificio?
Nana movió la cabeza repetidamente, advirtiéndole:
—Hay mucha curiosidad en torno a lo de las piernas de ese centurión. Al parecer, lleva días de taberna en taberna, contándole a todo el mundo que tú vas a hacer ese sacrificio porque Asclepio le prometió a él en sueños devolverle las piernas. A la gente le encantan esas historias.
Él la miró alarmado, preguntándose si estaría en sus cabales. Furioso, le espetó:
—¡Qué tonterías estás diciendo, mujer!
Nana estaba desdoblando una túnica nueva, azulada, con bordados de oro en los extremos de las mangas. Con indiferencia ante el reproche de su esposo, siguió:
—No me
invento
nada de lo que digo. Mientras andabas por ahí, haciendo locuras de chiquillo por la costa, ha venido mucha gente al Asclepion. No han parado de llegar devotos para enterarse de lo que se estaba preparando. La noticia ha corrido por la ciudad, en los mercados, en las plazas, en las calles, en las tabernas… Ya sabes que en Corinto se te considera mucho y, después de lo de los demonios de Epafo, mucho más. Es normal que ahora, si vas a ofrecer ese gran sacrificio al dios para reclamar las piernas de ese pobre hombre, crezca la expectación. Yo no me invento nada…
Una angustia como nunca había sentido se apoderó de Podalirio.
—¡Oh, dios! ¿Qué voy a hacer? —gritó.
Nana le miró preocupada. Cogió con energía las manos de su esposo y las elevó para enfundarle la túnica. Mientras, le dijo:
—No tienes más remedio que hacer el sacrificio. Toda esa gente no entenderá que desatiendas los deseos de ese pobre soldado sin piernas.
—¡Es una locura! —replicó él—. ¡Es una soberana estupidez! La medicina de Asclepio no tiene nada que ver con ese tipo de cosas. ¡Cranón lo ha confundido todo! Que tuviera aquel sueño no significa que el dios vaya a devolverle las piernas. Yo mismo tuve que amputárselas y le salvé la vida. Él le debe a la medicina de Asclepio estar ahora vivo. Pero en ninguna parte se ha oído decir que el dios devuelva los miembros perdidos…
Ella se encogió de hombros, despreciativa.
—¿Un hombre tan sabio como tú se va a arrugar ante un problema tan sencillo? Ve y haz esos sacrificios, recoge los donativos y las ofrendas y déjalo todo en manos del dios.
—Pero… Nana, ¡las piernas no le crecerán…!
—No creo que haya muchos ahí afuera que piensen ver salir caminando a Cranón —contestó ella con una sonrisa irónica—. Pero a la gente le gustan estas cosas… Anda, ve de una vez y haz lo que debes hacer. Si le prometiste a ese centurión cumplir sus deseos, no será conveniente desairarle, o… ¡entonces sí que tendremos serios problemas! ¿No te acuerdas ya de las intransigencias de Epafo?
Podalirio respondió furioso:
—¡Esa no es mi manera de hacer las cosas! ¡Nunca le prometí a Cranón que saldría del templo con piernas! ¡Y tú no te metas en esto! A buen seguro habrás estado ahí abajo chismorreando con unos y con otros sobre este asunto… ¡Oh, Asclepio! ¡Y yo ajeno a todo!
Nana se defendió.
—¡Ay, si no fuera por mí! Y por el pobre de nuestro hijo Egimio, que hace lo que puede. Tú te vas por ahí a tus devaneos místicos con la hieródula ésa y desapareces abandonando tus responsabilidades…
—¡No empecemos! —vociferó él—. ¡Estoy más que harto de todo eso!
Ella le lanzó una mirada llena de desconcierto.
—Está bien, me callaré. Pero tú baja de una vez al templo y compórtate como un hombre…
Dicho esto, Nana no volvió a abrir la boca. Perfumó a su marido y le ungió el cabello y la barba con aceite de romero. Después le besó en la frente y salió de la alcoba.
Cuando Podalirio llegó al templo, la expectación era enorme. La gente se amontonaba alrededor de los animales que esperaban para el sacrificio. Charlas y risas se cruzaban entre todos, y unos chiquillos correteaban por el patio chillando. Al pasar el sacerdote, muchos se apartaron y él pudo ver al centurión en su carrito, con una guirnalda de flores ciñéndole la cabeza y la barba brillándole por los ungüentos. Manoteaba expresivamente y daba explicaciones a todo el mundo.
—¡Eh, hierofante, ven a ver! —vociferó Cranón cuando se percató de que Podalirio ya estaba allí—. ¡Apartaos de ahí! —les gritó a los que rodeaban a los animales.
Cuando la gente se hizo a un lado, Podalirio se quedó atónito al ver un enorme toro de piel rojiza, de cuyos cuernos pendían unas piernas de plata de tamaño real.
—¿Qué te parece? —dijo ufano Cranón—. Mis hombres han recorrido toda la Argólida hasta que han dado con lo que yo quería.
—¡Es formidable! —exclamó Podalirio con una sonrisa forzada.
Tampoco el carnero era menudo, y al cerdo casi no se le veían las patas asomar bajo la enormidad de su carne.
—¿Has visto? —preguntaba con orgullo el centurión—. ¿A que no han entrado en este templo víctimas como éstas?
—La verdad es que no —respondió timorato el sacerdote.
En ese momento llegó el procónsul Galión acompañado por un grupo de funcionarios. También fueron llegando altos cargos del ejército, magistrados y prohombres de la ciudad. El ambiente era festivo y distendido.
Sólo en el corazón de Podalirio anidaba el temor. Pero, haciendo un gran esfuerzo, lo ocultó y se dirigió al procónsul:
—Amigo Galión, ¿puedo hablar un momento en privado contigo antes del sacrificio?
Entraron los dos amigos solos en el templo y se encerraron en la botica. Sin preámbulos, Podalirio le dijo:
—¡Esto es una locura! Debí poner freno a este disparate…
Animoso, Galión le contestó:
—No temas, hombre, toda esa gente de ahí está contigo. ¿Crees que alguien se cree las fantasías del borracho de Cranón?
Podalirio replicó desalentado:
—Sí, pero todo esto es un espectáculo ridículo que deteriora la buena imagen del Asclepion. ¡Epafo no lo hubiera permitido!
—¿Ahora te acuerdas de Epafo? ¡Epafo se enfurecía con el paso de una mosca!
Frotándose unos enrojecidos ojos, Podalirio exclamó con profunda tristeza:
—¡Esto no está hecho para mí! Empiezo a darme cuenta definitivamente de que me asfixio en medio de estos ritos…
Galión le puso la mano en el hombro y le apretó fuertemente.
—¿Y qué vas a hacer, amigo mío? Anda, sal ahí y haz ese sacrificio lo más dignamente que puedas. Después tú y yo nos iremos al puerto a divertirnos y a olvidarnos del mundo.
El sacerdote suspiró y le clavó unos ojos llenos de indignación.
—¡Ni me hables del puerto! Todavía me duele la cabeza.
De repente, se oyó un gran tumulto de voces, ruidos violentos y precipitados pasos.
—¡Algo pasa ahí afuera! —exclamó Galión—. ¡Vamos!
Salieron de la botica y se toparon de frente con una visión espantosa: el toro había entrado desbocado en el templo y embestía cuanto encontraba a su paso; cabeceaba con furia a un lado y otro, golpeándolo todo con las piernas de plata que le colgaban de los cuernos. Algunas estatuas rodaban por el suelo y el velo que cubría la imagen de Asclepio se había desplomado sobre las ascuas del ara y ardía desprendiendo una gran humareda. Para colmo, el aceite de las lámparas, derramado a raudales por el suelo, resultaba muy resbaladizo, tanto para la bestia como para quienes intentaban sujetarla.
—¡Pero esto qué es! —gritó Podalirio sin salir de su asombro.
Al comprender el peligro en el que se hallaban, Galión tiró fuertemente de él y volvieron al interior de la botica. Por una pequeña abertura de la puerta veían la escena: una veintena de rudos hombres intentaban inmovilizar al toro y sólo conseguían ponerle más furioso, embestía, daba coces, chocaba contra las paredes y derribaba exvotos y estatuas.
—¡Destrozará la imagen de Asclepio! —gritó Podalirio.
Temiendo que sucediera eso, Galión se apresuró a asomarse a la ventana que daba al patio y dio orden a los soldados para que entrasen a matar al toro.
Varios legionarios irrumpieron en el templo, provistos de lanzas y flechas, y empezaron a asaetear al animal por todas partes. Algunos hombres estaban malheridos y el fuego comenzó a propagarse. Dentro casi no se veía nada y fuera la gente había enloquecido de terror y gritaba despavorida.