Todos miraban a Podalirio. Éste, con sinceridad, comentó:
—En Epidauro, ciertamente, se transmite de generación en generación que el número de personas resucitadas por Asclepio de este modo fue considerable. Entre ellas se cuenta a Capaneo y Licurgo, que probablemente murieron durante la guerra contra Tebas; y también a Glauco, hijo de Minos, y al más citado de todos, Hipólito, hijo de Teseo. Pero, como muy bien dices, no hay allí constancia alguna de muertos devueltos a la vida. He de decirte con sinceridad que siempre he pensado que se trataba de leyendas y nada más. Nadie ha regresado jamás después de la muerte. Pero, continúa, te lo ruego; me interesa muchísimo todo eso que cuentas.
Saoul desplegó una enigmática sonrisa. Sus ojos brillaban cuando prosiguió con el discurso:
—Como te decía, querido Podalirio, cuando estuve en Atenas me dio por pasear recorriendo los sagrados templos griegos, los cuales visité con curiosidad y asombro. ¡En verdad hay mucha belleza en la manera griega de contemplar la divinidad! Y, de entre todas las devociones, una llamó mi atención más que ninguna: encontré un viejo altar, algo apartado y más descuidado que los demás, en el que podía leerse una extraña dedicatoria que decía: «Al dios desconocido». ¡Cuánta sabiduría descubro en esas palabras! Los griegos veneráis cuanto hay en el cielo y en la Tierra: el firmamento, los astros, el sol, la luna; el viento que no se ve, pero cuya voz ulula misteriosamente mientras su fuerza hace moverse los árboles y alzarse las olas en el mar; las profundidades marinas, peces y criaturas del dominio de Posidón; las montañas y las altísimas colinas del Olimpo y el Parnaso, morada de los dioses, según decís; los seres invisibles y los visibles; vuestros héroes, antiguos reyes y grandes hombres… ¡Todo es divino, en efecto, para vosotros los griegos! Y esa manera vuestra de escrutar las profundidades de la divinidad os ha llevado incluso a venerar aquello que para vosotros ahora está escondido: lo desconocido, el misterio en sí mismo, al que también llamáis dios. De esta manera, no permitís que nada, absolutamente nada, escape a vuestra asombrada inteligencia. Ese altar dedicado al dios desconocido se me antoja que no es un mero capricho, una originalidad más entre tantas. ¿Hay aquí en Corinto altares como ése?
—Sí —respondió Podalirio—. Esa devoción «al dios desconocido», según parece, proviene de los tiempos de Epiménides de Creta, el cual mandó edificar altares para sacrificar a los dioses cuya realidad aún no se ha hecho presente entre nosotros. Pues, como bien has explicado, los griegos sabemos que no todo nos es accesible de momento y que el conocimiento se va adquiriendo con el paso del tiempo.
Saoul, al escucharle decir aquello, se puso visiblemente contento. Apuró un par de tragos de vino y, alzando los ojos al cielo, prosiguió en todo apasionado:
—¡Es maravilloso! ¡El dios desconocido! Pues bien, lo que ahora vosotros, griegos, veneráis sin conocerlo, es lo que nosotros hemos hallado. El dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, este autor del cielo y de la tierra, no habita en templos construidos por la mano del hombre. Ni es servido por manos humanas, como si necesitara de algo; sino que más bien es él quien da a todos la vida y el aliento y cuanto es necesario… Porque sólo él preserva el cosmos, el universo, lo que entendemos como mundo ordenado, y lo gobierna. Él hizo toda la raza humana que habita en la faz de la Tierra, de un mismo tronco y origen. De manera que nada nació por casualidad. Él estableció las fechas y las épocas de la humanidad… Y los límites del tiempo que fluye… Para que la gente pueda buscarle a través de los siglos, incluso a tientas, y finalmente lo hallen… Aunque realmente no se encuentra lejos de cada uno de nosotros… Pues en él vivimos y nos movemos y existimos…
Saoul se quedó en silencio, como esperando a ver la reacción de Podalirio, que le miraba con gran atención. Pero nada dijo éste, sino que permaneció pensativo.
Entonces tomó la palabra Lucius y apostilló:
—Ya algunos de nuestros poetas proclamaron cosas como estas que dice Saoul. ¿Recuerdas los versos del gran Arato de Cilicia?
Podalirio apenas tuvo que hacer memoria; como si pensara en voz alta, contestó citando al poeta:
—
…del que todos somos linaje
…
—En efecto —sentenció Saoul—. El dios no está lejos de nosotros, porque somos también linaje suyo. Y si todos venimos de él, no debemos pensar que la divinidad es como una estatua de oro, de plata o de piedra; obra del arte y la fantasía humana.
Podalirio frunció el ceño al escucharle decir aquello. Se incorporó y replicó con cierto enojo:
—¡No me toméis por un ignorante! No se me ocurriría ni siquiera pensar que los dioses se parecen en algo a las imágenes que nos hacemos de ellos, ni que se conforman con vivir en los pobres templos que les edificamos. Ya hace mucho tiempo que nuestros filósofos nos enseñaron a razonar sobre estas cosas. Zenón dijo: «No deberían construirse templos a los dioses». Y, al hablar de esta manera, no hacía sino repetir como un eco aquel fragmento de Eurípides: «¿Qué casa creada por constructores puede albergar entre sus paredes la forma divina?» Yo sirvo a Asclepio en un templo, pero no creo de ninguna manera que allí se guarde la realidad del dios y mucho menos que aquella pobre estatua sea él. Las edificaciones sagradas y las imágenes son sólo manifestaciones, formas de representar lo que de suyo es invisible.
—¡Eso es! —asintió Saoul en tono apasionado—. Dios puede muy bien haber pasado por alto aquellos tiempos de ignorancia y, en las generaciones pasadas, permitió que cada pueblo siguiera su propio camino. Pero ahora ha hablado directamente por medio del hombre que ha designado y acreditado ante toda la humanidad, resucitándolo de entre los muertos.
Podalirio, que seguía con atención el discurso, cuando oyó lo de la resurrección de entre los muertos, se rió con sarcasmo. Después suspiró y, poniéndose en pie, dijo con desgana:
—En fin, he de irme. De esto me hablaréis en otra ocasión. Ahora es ya tarde.
Todos se incorporaron en sus asientos. Y Ródope le rogó, preocupada:
—Por favor, aguarda sólo un momento más.
—No insistáis —contestó Podalirio—. He de regresar a casa.
Salió de la reunión acompañado por Titio Justo y se despidió de él en la calle. Anduvo después por delante de la sinagoga de los judíos, desazonado y caviloso, antes de encaminarse en dirección al anfiteatro.
—¡Podalirio! —le gritó alguien a la espalda cuando se disponía a cruzar el arco para adentrarse entre los almendros por el sendero que conducía al Asclepion.
Se volvió y vio acercarse hacia él al asclepiada trayendo algo en la mano. Le esperó.
Cuando estuvo junto a él, Lucius le entregó un rollo de pergamino y le dijo con humildad:
—Amigo, lee esto.
—¿Qué es? —le preguntó extrañado Podalirio.
—Es un escrito que copié en Antioquía. No he inventado nada de lo que ahí se cuenta: es el testimonio de todo lo que sucedió… Es la vida de ese hombre del cual queríamos hablarte. Te alegrarás de haberlo leído, te lo aseguro.
Podalirio cogió el rollo, miró al joven asclepiada a los ojos y contestó:
—Lo leeré.
La noche avanzaba y el aceite se agotaba en las cuatro lámparas que iluminaban el rincón de la alcoba donde Podalirio leía ensimismado. Sus fatigados ojos estaban muy fijos en las negras letras, que parecían bailar sobre el fondo ocre y opaco del pergamino. Era la cuarta vez que completaba la lectura de lo que allí se contaba y, no obstante, seguía emocionado. De repente, las lágrimas se le deslizaron por las mejillas, aliviando la tensión de sus párpados pitarrosos, y se estrellaron sobre el manuscrito en gruesas gotas, que se apresuró a secar delicadamente con la manga de la túnica. Después, alzó la mirada y la dejó descansar en la profundidad oscura, estrellada, del firmamento, al cual se abría la única ventana de la estancia.
Se puso a meditar en las bellas palabras de aquel maravilloso texto, sin poder evitar una extraña e incomprensible sensación: que gran parte de lo que en él se narraba ya estaba escrito misteriosamente en su alma. Y esto no le causaba confusión alguna, sino que, por el contrario, parecía aportar luz al enigma de sus pensamientos más íntimos. Aunque no pudiera explicárselo, eso ya estaba antes ahí, como una intuición, en su mente inquieta y permanentemente asaltada por la duda. Podalirio, en efecto, acababa de releer la más hermosa manifestación de sus propios sueños; y ello le provocaba una enorme impresión, la sacudida de un estremecimiento y el inmensurable consuelo, el bálsamo liberador, del llanto alegre, como un don inesperado. Y, mientras lloraba, se preguntaba para sus adentros: «¿Y si todo esto que hay aquí escrito fuera verdad? ¿Y si esta historia, la más maravillosa que se haya podido contar jamás, hubiera sido cierta? Porque, a fin de cuentas, ¿qué mejor cosa podemos esperar en esta vida, después de tantos sufrimientos, que hacer realidad nuestros sueños?»
En esto, irrumpió de repente Nana en la estancia y le descubrió en tal estado; bañado en lágrimas, como en éxtasis, a la luz de las oscilantes llamas de las lucernas. El se volvió hacia su esposa y la miró con ojos transidos. Ella movió la cabeza y le preguntó muy preocupada:
—¿No puedes dormir, Podalirio? ¿Es a causa del recuerdo de esa mujer que te atormenta? ¿Sigue embargándote la melancolía?
El tragó saliva y contestó:
—¡Oh, Nana, si pudieras comprender…!
Ella atisbo ansiosamente la oscuridad circundante. La noche se asomaba en la ventana, negra y constelada de estrellas lejanas.
—Sí que comprendo —dijo con pena—. Estás aquí, sin dormir, leyendo cosas que te acabarán volviendo loco. ¿Por qué no apartas de una vez los recuerdos? ¿Por qué piensas tanto, Podalirio?
El suspiró profundamente.
—¡Oh, Asclepio! Creo que nunca antes había estado tan emocionado como en este momento… ¡Ojalá pudiera transmitirte mis sentimientos!
Nana le miró inquisitiva, sorprendida al no apreciar en su voz enojo ni molestia.
—Tienes más de cuarenta años y lloras de noche como un niño. Las pesadillas te impiden descansar y encima te pasas las horas leyendo. Lo que yo digo, Podalirio: enloquecerás y nos volverás locos a los demás.
El repitió con una voz muy débil:
—¡Ojalá pudiera expresar mis sentimientos!
—Ahora mismo iré a despertar a nuestro hijo Egimio y le pediré que te prepare una jarra de flor de artemisa —sugirió Nana.
—No es eso lo que necesito —contestó él con la voz enronquecida por la congoja—. Ha llegado el momento en que he de tomar una determinación…
—¿Una determinación? ¡Podalirio, no me asustes!
El añadió débilmente:
—He de emprender un largo viaje…
El lamento de Nana retumbó en la oscuridad:
—¡Madre de los dioses! ¡No, por favor, marido mío! ¡No te quites la vida como esa loca! ¡Piensa en mí! ¡Piensa en tu hijo! ¡En tu nieta…!
Él la miró con extrañeza.
—¡Nana, no grites! Ni se me ha pasado siquiera por la cabeza suicidarme. No he hablado en sentido figurativo: me refiero a un viaje de verdad, un viaje por mar…
—¡Oh, no! ¿Adónde piensas ir?
—A decir verdad, no lo sé a ciencia cierta. Pero lo averiguaré. ¡He de ir allí!
—¡Definitivamente, estás más loco que una cabra! —gritó Nana—. ¡Por las Moiras! ¿Qué demonios tendrá ese dichoso Asclepion que os hace perder la cabeza? Resulta que antes era Epafo el chiflado y ahora… ¡Ahora tú, Podalirio!
—Te he dicho que no grites. Vas a despertar a todo el mundo.
Nana se echó sobre la cama y sollozó durante un rato con la cara entre las manos. Luego se volvió hacia su marido y le dijo, llorosa:
—Creo que deberías envolverte en una piel de oveja y dormir el sagrado sueño del dios… ¡Bajemos ahora mismo al templo!
A Podalirio le entró una risa imposible de contener. Y Nana, al verle reaccionar así, volvió a cubrirse el rostro con las manos y lloró de nuevo con amargura.
—¡Dios soberano, socórrenos! ¡Líbranos de estos espíritus perturbados que nos atormentan!
Entonces él, compadecido, se aproximó a ella y le acarició el pelo dulcemente.
—Vamos, tonta, no te preocupes —le dijo con cariño—. ¿No ves que son mis dudas de siempre?
Nana gimió.
—¡Qué hombre tan raro eres, Podalirio! Si llegaras tú a comprender lo que me haces padecer…
Podalirio sintió lástima de su mujer. Le acercó los labios a la frente y la besó con ternura. Se dio cuenta en ese momento de que ella ya no era una mujer joven; tal vez ese cambio había sucedido desde hacía tiempo delante de sus ojos sin que fuera capaz de apreciarlo. Así que, con tono animoso, le dijo:
—Anda, vete ya a dormir. Yo me acostaré ahora mismo y trataré de olvidar mis cosas…
—¡No las olvidarás! —replicó ella con vehemencia—. A ti, Podalirio, no hay quien te haga cambiar.
—Ve a dormir —insistió él con calma—. ¿No te he dicho que no te preocupes por mí?
Nana se levantó remoloneando, le besó mortecinamente y se despidió lanzando a su marido una extraña y perdida mirada.
Podalirio iba a meterse en la cama. El escrito que había suscitado en él tanta emoción estaba ahí, extendido todavía junto a las lucernas encendidas. Una vez más sintió deseos de releerlo. Pero, por la promesa que le había hecho a su mujer, apagó las llamas y se acostó. A pesar de tener el espíritu agitado, pronto se sumió en una especie de calma feliz y se durmió como un niño.
—¡Padre, despierta! —exclamó la voz de Egimio.
Podalirio abrió los ojos. La luz entraba a raudales por la ventana abierta; era completamente de día. Su hijo estaba a los pies de la cama visiblemente preocupado y repetía:
—¡Padre! ¡Padre, despierta!
—¿Qué sucede? —le preguntó Podalirio sobresaltado.
Egimio, rascándose nervioso la cabeza, respondió:
—Madre se ha envuelto en una piel de oveja y está echada en la yacija del Asclepion. ¡No sé qué le pasa! Por más que le pregunto, me contesta diciendo cosas acerca de los espíritus y no hay manera de convencerla de que salga de allí.
—¡Vamos! —exclamó el padre, saltando de la cama.
Fueron al templo. Podalirio entró en el cuarto de la incubación y vio a su mujer tendida en la yacija, envuelta en la piel, tal y como le había dicho Egimio.
—¡Nana! —le gritó—. ¿Se puede saber qué haces?