Los milagros del vino (30 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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—¡Déjame en paz! —contestó furiosa—. ¡Estoy tratando de librarme de los malditos demonios!

—Pero… ¡Mujer, sal de ahí de una vez! ¿Qué locura es ésta?

Ella asomó unos ojos delirantes por entre la piel y explicó con voz llorosa:

—Ahora me doy cuenta de que aquellos espíritus que salieron de Epafo, de su mujer y de Erictonio se han metido en nuestra vida, Podalirio. ¡Antes éramos tan felices!

Podalirio replicó en tono angustiado:

—¡Tonterías! ¡Aquí no hay demonios de ninguna clase! ¡Sal de ahí, mujer! ¡Compórtate con cordura!

Ella, con un hilo de voz, contestó:

—No saldré. Y además pienso que tú y Egimio deberíais echaros aquí, a mi lado, envueltos también en pieles.

—¡Oh, dioses! —gritó Podalirio—. ¡Qué he hecho yo para merecer esto, precisamente ahora!

Egimio, algo apartado, miraba a sus padres sin salir de su asombro. Dijo con ansiedad:

—Me voy a preparar un cocimiento de flor de artemisa.

Podalirio sacudió a su mujer enérgicamente y trató de desliar la piel de oveja.

—¡Vamos, Nana, déjalo ya! ¡Esto es absurdo!

—¡He dicho que no saldré!

Enfadado, él le espetó:

—¡Haz lo que quieras! Pero entérate bien de que todo eso de los demonios son pamplinas.

—Sí que hay demonios —replicó ella—. Y tú lo sabes mejor que nadie. Aunque no quieras reconocerlo, esos espíritus que todo lo embrollan te persiguen y nos hacen la vida imposible.

Capítulo 29

Podalirio apretó el paso al cruzar la calle por delante de la sinagoga. Entonces vio entrar a unos judíos ancianos con sus blancos mantos de oración, seguidos por un enjambre de niños silenciosos. Vaciló antes de llegar frente a la casa de Titio durante un breve instante y estuvo a punto de darse la vuelta para regresar al Asclepion. Pero, finalmente, una especie de impulso interior le animó a meterse por entre los emparrados del jardín. Llamó a la puerta y una voz femenina contestó desde el interior.

—¡Que pase quien sea! ¡Está abierto!

En el atrio, los vivos ojos de Ródope brillaron por la sorpresa.

—¡Podalirio! —exclamó sonriente.

Él manifestó sin rodeos:

—He venido a hablar con ese hombre.

—¿Con Saoul?

—No. Es a Lucius a quien quiero ver.

Ella respondió con emoción:

—Pues no podrías haber venido en mejor momento. Saoul ha ido a la sinagoga; hoy es el día de Saturno y los judíos descansan y se dedican a orar. Pero Lucius se ha quedado aquí y ahora está entretenido, escribiendo en el despacho de mi marido.

—¿Vamos, pues? —le pidió con impaciencia Podalirio.

En el escritorio de Titio Justo, Lucius retiró la mirada del pergamino, soltó el cálamo y se dibujó una alegre expresión en su rostro al verlos.

Podalirio llevaba consigo el manuscrito que había leído la noche anterior y se lo devolvió, diciendo:

—De veras te agradezco que me lo prestases. Es una historia apasionante.

—¿Sólo eso? —preguntó Lucius frunciendo el ceño.

—Desde luego que no; ¡es mucho más! Y necesito hablar de ello contigo. ¿Tienes un momento para mí?

—Claro, amigo. Siéntate y conversaremos.

Podalirio miró con nerviosismo a Ródope.

—Preferiría ir a dar un paseo —dijo—. Hay un bonito sendero que parte desde la puerta de Fliunte y va a parar al lugar donde dicen que está la tumba de Diógenes. Te encantará.

El tocado crespo de Ródope se agitó cuando exclamó, contenta y prudente:

—¡Qué buena idea! ¡Así estaréis más tranquilos! Además, hace un precioso día de septiembre. Yo me quedaré aquí y así podréis hablar de vuestras cosas con mayor confianza.

El calor del verano permanecía prendido en las copas de los pinos y el aroma de éstos descendía impregnado en resina. Todo era tranquilo y la tarde empezaba a ser dorada en las montañas y en las rocas aborregadas de las laderas. El mar a lo lejos estaba extrañamente bello y puro, y el aire, ligero. Caminaban atravesando olivares, entre bosquecillos de higueras o manzanos, por en medio de irregulares campos donde la sagrada vid mostraba sus orgullosos racimos al sol, por el sendero que se estrechaba entre arbustos cuajados de espinas. Más adelante reinaban el ciprés y el mirto, en el lugar misterioso que conservaba el túmulo de Diógenes, entre zarzales y frescas sombras.

Allí se detuvieron, guardando silencio, como si parecieran estar de acuerdo en permitirse un rato de contemplación antes de dejar que brotasen en palabras sus pensamientos.

Al cabo, Podalirio habló emocionado, un poco atropelladamente:

—Quiero decirte que, después de leer y releer concienzudamente el manuscrito, se han despertado en mi alma ciertas intuiciones; como percepciones instantáneas, íntimas, acerca de ideas que ya venían rondándome de un tiempo a esta parte. Y, de alguna manera, pienso que es providencial que, siendo tú griego y asclepiada como yo, hayas puesto en mis manos ese escrito… No puedo evitar tener la sensación de que se trata de algo más que una pura y simple casualidad. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—¡Y tanto! —respondió Lucius, haciendo visible su interés—. Eso es lo mismo que me sucedió a mí cuando esa historia cayó en mis manos.

Hicieron una pausa, mirándose a los ojos, como si buscaran leerse mutuamente los pensamientos. Después sonrieron denotando una especie de complicidad asumida. Podalirio exclamó, excitado:

—¡Oh, es impresionante! Cuando empecé a leerlo, quedé al principio un poco desconcertado, pero después, a medida que avanzaba la historia, un entusiasmo inusitado, como una especie de emoción antes desconocida, se iba apoderando de mi alma. La vida de ese hombre me cautivaba y sus palabras cobraban cada vez más sentido… ¡Qué maravilla! Esta historia es tan diferente a todo lo que he leído antes… ¿Me entiendes?

—¡Claro! —comentó Lucius con expresión triunfante—. Por eso el título del manuscrito es
El buen anuncio
; se refiere a algo ignoto para la humanidad, una manera absolutamente diferente, novedosa, de mirar hacia lo divino. Aunque bien es cierto que, al mismo tiempo, parece tratarse de algo esperado, previsto, presentido por todos los tiempos… Por eso tú, como yo, has experimentado esa especie de agitación interior; esa emoción.

Podalirio estaba deseando expresar todo lo que llevaba dentro.

—En efecto —dijo—. Anoche, después de haberlo leído, estuve pensando mucho. Entre otras reflexiones que me suscitó su lectura, recordé los escritos de Hesíodo, en los que se representa y aprueba el orden olímpico, en el que el gran Zeus reina con poder absoluto sobre los demás dioses, como un padre celoso que no tolera el más mínimo intento de contravenir su voluntad; ¡ni los pájaros pueden trinar sin su permiso! Ese Zeus no pudo consentir que Asclepio librase a los hombres de la muerte mediante la sangre de la Gorgona, porque a duras penas tolera al hombre y el mundo del hombre… ¡Si no es capaz de dejar ni a las flores mirar al sol sin su anuencia! Tampoco dejó que Prometeo llevase el fuego a los hombres y éste tuvo que robarlo, pues no había otro modo en que poder obtenerlo del dios. Zeus se vengó de él de la manera que ya todos conocemos perfectamente: le encadenó en las altísimas montañas del Cáucaso, enviando un águila que le devorara el hígado, el cual se regeneraba una y otra vez. ¡Qué espanto! En estas historias de nuestros antepasados, aunque sean bellas, subsiste siempre esa tiniebla, esa visión opresiva y culpable del mundo, de la vida y del amor… Vivir es como un castigo, una esclavitud en la que el hombre gira sin escapatoria, abocado a la muerte…

Lucius añadió con el rostro iluminado:

—Sin embargo, ahí, en
El buen anuncio
, el hombre es oído y sabe que puede esperar dones del cielo; es el triunfo de la vida contra la inercia y la oscuridad; de la misericordia y el amor frente a la tiranía; de la humanidad contra la crueldad y la violencia arbitraria… ¡La victoria de la vida frente a la muerte!

—¡Y qué me dices de los milagros! —exclamó Podalirio con ojos soñadores—. Durante toda mi vida he oído hablar de los milagros. En Epidauro se contaban muchas cosas maravillosas de curaciones sorprendentes… Yo mismo he visto a gente sanar. Pero lo que se cuenta en esa historia es diferente… Los sufrientes ahí son liberados de verdad, son curados de todos sus males. Se relata cómo los hombres poseídos por espíritus impuros se ven completamente libres de ellos. ¡Siempre he añorado eso! Los demonios se hacen dueños de nuestras vidas y las someten a sus veleidades por medio de la confusión, las ideas fijas, la opresión, las manías y el sufrimiento. Esos malos espíritus nos poseen y ya no nos dejan ser nosotros mismos; nuestra mente se ve agitada por los celos, los prejuicios, las sospechas, el miedo… de manera que perdemos nuestra identidad y nos hacemos incluso extraños a nosotros mismos. ¡Perdemos nuestros sueños! Los demonios nos roban las esperanzas. Pero ahí, en ese libro, se explica maravillosamente cómo ese hombre, o tal vez dios, o semidiós o lo que fuese, curaba a las buenas gentes que acudían a él, de tal manera que eran capaces de volver a ver con claridad, liberados de toda esclavitud de los demonios.

—Me encanta oírte decir eso —observó con espontaneidad Lucius—. Porque confirma mis propias apreciaciones. Ambos somos médicos y hemos dedicado nuestras vidas a curar a los hombres; yo soy algo más joven que tú, pero pertenecemos al mismo mundo, a la misma civilización y cultura: tú y yo somos griegos, Podalirio, y por ese motivo podemos vibrar y emocionarnos al leer una historia como ésta. Aunque cada día estoy más convencido de que lo que ahí se cuenta no es patrimonio exclusivo de nadie, sino que pertenece a toda la humanidad. No me cabe la menor duda de que ese «buen anuncio» se extenderá por la inmensidad del orbe.

—Necesito una copia —le pidió Podalirio—. Te ruego que me lo prestes todavía durante unos días para que pueda copiarlo.

—Puedes quedarte con el manuscrito —respondió generosamente Lucius.

—¡Oh, no puedo aceptarlo! —replicó Podalirio.

—Sí que puedes. Te lo regalo encantado. A mí me lo entregaron en Antioquía y me he encargado de mandarlo copiar. Por lo tanto, tengo más ejemplares. Ahora, yo mismo estoy reescribiendo de nuevo toda esa historia. Me siento obligado a hacerlo, puesto que muchos han intentado componer un relato de aquellos acontecimientos que ahí se cuentan, siguiendo lo que han contado los que fueron testigos oculares de ellos. También a mí me ha parecido oportuno escribir sobre ello, después de haberme informado exactamente de todo desde los orígenes. He tenido la suerte de conocer en persona a muchos de aquellos hombres y mujeres que estuvieron presentes cuando todo sucedió y he recogido numerosos testimonios… Todavía queda mucho por contar…

Podalirio se le quedó mirando con ojos llenos de emoción e interés. A pesar de que hacía poco tiempo que se conocían, Lucius le inspiraba confianza porque ambos estaban unidos por las sagradas enseñanzas de Asclepio, por la medicina y el conocimiento de la antigua sabiduría. Con seriedad, como en una súplica, le preguntó:

—Dime la verdad, Lucius, ¿tú crees que eso ha podido suceder en realidad? ¿Crees que ese hombre muerto y vuelto a la vida existió? ¿O acaso es una historia más de las muchas que los hombres inventan para formular sus sueños? Te ruego que seas completamente sincero conmigo; como si tuvieras que responder conforme a tus venerables juramentos.

Lucius sonrió, le sostuvo la mirada y contestó con rotunda convicción:

—No me cabe la menor duda. Yo viajé a Palestina hace un par de años y hablé con unos y con otros. Apenas habían transcurrido dos décadas desde aquellos hechos y se cuentan por centenares las personas que fueron testigos. Tanta gente no pudo haber estado engañada al mismo tiempo… ¡Eso es imposible!

—Pero tú no viste nada… Todo te lo han contado.

—En efecto. Están esos testimonios, como te digo. Conocí allí a personas que me contaron cosas increíbles. Yo ya no volví a ser el mismo desde entonces… Y hoy ya no podría tornarme sobre mis propios pasos. Por eso abandoné a Asclepio y no me pesa en absoluto. Hoy me siento un hombre nuevo y no tengo remordimientos ni temores.

Podalirio se quedó pensativo, y se puso a caminar con la mirada perdida en dirección al túmulo de mármol. Apoyó la mano en él y meditó durante un largo rato, ante los atentos ojos de Lucius. Al cabo, dijo con un hilo de voz:

—No sabría explicar por qué, pero siento que yo también he de ir allí; debo emprender ese viaje y escuchar yo mismo todo eso.

—¡Ve, amigo mío! —le animó el asclepiada—. Y cuando te digo esto, soy consciente de que te estoy dando un gran consejo. He comprendido que tienes un alma inquieta que no cesará su búsqueda hasta que no halle su razón de vivir. Yo ya he pasado por eso…

Podalirio se volvió hacia él, implorante:

—¡Por favor, dime cómo he de ir hasta allí!

—Es sencillo. Embárcate y ve a Cesárea y después, en apenas un par de jornadas de camino, estarás en Judea. No te resultará difícil llegar a Galilea, donde hay muchos hombres y mujeres que fueron testigos de aquellos acontecimientos.

—¿Y una vez allí… ?

—Antes de que emprendas el viaje, te daré la dirección de alguien en cuya casa podrás presentarte en nombre mío. Te acogerá. Con lo que allí descubras será suficiente…

—¿Suficiente? ¿Qué quieres decir?

—Que no necesitarás recorrer amplios territorios para obtener mayor información. Allí te lo contarán todo y lo comprenderás.

—¡Iré! —afirmó lleno de convencimiento Podalirio—. Ya hace tiempo que mi corazón me decía que debía partir. Aunque, hasta hace unas semanas, no sabía hacia dónde debía encaminar mis pasos. Ahora siento haber recibido una especie de señal. Iré a Palestina. Debo comprobar por mí mismo si es cierto todo lo que se cuenta en ese «buen anuncio».

—Pues apresúrate —observó Lucius—. Estamos en septiembre y pronto cerrarán los puertos…

Capítulo 30

Podalirio caminaba por el extremo oriental de Corinto, fuera de las murallas, absorto en su honda preocupación, ausente y triste. Sus pensamientos y su voluntad le habían sido arrebatados. La nostalgia se adueñaba de su corazón y deambulaba errático, sin cordura, entre olivares, por senderos que se alejaban subiendo y bajando cerros poblados de arbustos y peladas rocas. Era completamente de noche y sólo la luna llena reinaba en el firmamento negro. De repente, iluminada de luz plateada, apareció la omnipresencia fabulosa de la Acrocorinto. Miró hacia la montaña y percibió el frío de la separación.

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