Los milagros del vino (24 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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—Todo eso que me has contado es en verdad muy raro. Comprendo que estés atemorizada, pues no se trata de algo muy normal. He oído hablar de esos líos que se traen los judíos con su religión y de su empeño en reducir la divinidad a una unidad creadora y eterna. Todo eso es muy sugerente y, por lo visto, empieza a ganar adeptos por todas partes. Los hebreos son gente exaltada y, para colmo, están empeñados en que poseen la única verdad. ¡Pura superstición!

—Eso pienso yo —comentó ella—. Pero, a veces, me entran dudas. Sobre todo con lo de los muertos que resucitan y con la rotundidad con que aseguran que un dios se ha hecho presente y que ha obrado grandes milagros a los ojos de muchísima gente. ¿Tú crees que los dioses pueden bajar a la Tierra, ser vistos y hablar con los hombres?

Brilló el interés en los ojos de Podalirio, pues no podía quitarse precisamente esa pregunta de la cabeza, pero respondió con sencillez:

—Es muy difícil contestar a tu pregunta. He leído antiguas leyendas, historias de dioses con apariencia humana… Pero hace ya muchos años, tal vez siglos, que no hay certeza alguna al respecto.

Con ansiedad, Ródope añadió:

—¿Y aquel hombre cojo de nacimiento, completamente imposibilitado, que echó a andar delante de todo el mundo?

—Puede ser que no se tratase de un mismo hombre el cojo y el que después saltaba. Hay embaucadores capaces de urdir los más sorprendentes engaños…

Ella replicó impulsivamente:

—¡Yo lo vi! ¡Mi marido también! ¡Era el mismo!

—Hay gente que se parece mucho…

—¡Oh, no! En este caso, no. Pues yo había visto a ese cojo un día y otro mendigando; igual que, después, le vio todo el mundo, día tras día, de acá para allá, loco de contento.

—No sé —contestó con circunspección Podalirio—. Ya te digo que todo esto es muy raro. Necesitaría estudiar a fondo las circunstancias del hecho y recabar otros testimonios. No voy a ocultarte que se me ha despertado una gran curiosidad…

—¿Lo ves? —exclamó ella—. ¡Es para volverse loco!

Él asintió con la cabeza. Después preguntó con comedimiento:

—¿Y dices que tu esposo está con ese extraño judío ahí, en la sinagoga?

—¡A todas horas!

Podalirio frunció el ceño, pensativo.

—Pues me gustaría hablar con él.

—¿Con Titio?

—Sí, con él… Pero también con el judío…

—¡Oh, pídele a Asclepio que no te vuelvan loco también a ti! —exclamó ella, agitando de tal manera la cabeza que los pelos crespos llamaban la atención de Podalirio.

—Yo estoy curado de espanto —repuso él.

Dicho esto, se puso en pie para marcharse. Pero, antes de salir de la estancia, Ródope le rogó con insistencia:

—Por los dioses, no le cuentes a nadie todo esto. Aquí somos gente respetada.

—Descuida —contestó Podalirio con una sonrisa tranquilizadora.

Ya en la puerta, miró hacia la sinagoga. Los hebreos salían y no se adivinaba nada anormal en ellos, salvo sus atavíos tan curiosos, los largos ropones, las barbas luengas con tirabuzones, las filacterias y los rostros transidos de misticismo a esa hora del sábado.

Capítulo 22

«Allá en las lomas de Frigia hay una encina contigua a un tilo, rodeados ambos de una pequeña cerca: yo mismo he visto el lugar, pues Piteo me envió a los campos de Pélope en los que en otro tiempo reinó su padre. No lejos, hay un marjal, otrora tierra habitable, pero ahora convertida en aguas frecuentadas por los somorgujos y las negretas de los pantanos. Allí se presentó Júpiter en figura mortal, junto a su hijo, el Atlántida portador del caduceo, que se había quitado las alas. Se dirigieron los dioses a mil casas en busca de alojamiento para descansar; y todas las puertas les fueron atrancadas con cerrojos. Pero una, en cambio, los recibió. Era una cabaña pequeña, cubierta de paja y de cañas. En ella, los piadosos ancianos Baucis y Filemón habían estado juntos desde los años de la juventud, y en ella envejecieron, soportando su pobreza de buen grado. Inútil era buscar allí señores o criados. La casa entera estaba construida por los dos ancianos; los que obedecen y mandan allí. Y así, cuando los dioses alcanzaron aquel humilde hogar, y pasaron, inclinando la cabeza, por la exigua puerta, el viejo los invitó a dar descanso a sus miembros, preparándoles asiento; Baucis extendió solícita una tosca funda y, apartando en el fogón la ceniza tibia, atizó el fuego de la víspera, lo alimentó con hojas y corteza seca, y con su soplo de anciana lo acrecentó hasta producir llamas. Luego Filemón, bajando del tejado teas astilladas y ramitas secas, las desmenuzó y las acercó a un pequeño caldero; descabezó, despojándolo de las hojas, un repollo que su esposa había traído del bien regado huerto; él, con una horquilla de dos puntas, alcanzó en vilo un lomo ahumado de cerdo colgado de una viga ennegrecida, y cortó un trocito de su carne curada y añeja, que coció en el agua hirviente. Mientras tanto, entretenían con su charla las horas que faltaban y les impedían a los dioses darse cuenta de la espera. Había también allí una artesa de madera de haya, colgada de un clavo por sólida asa, la cual, una vez llenada de agua tibia, recibió los miembros de los viajeros para tonificarlos. En el centro de la choza había un colchón de blandas juncias, sobre un lecho de armadura y patas de sauce, lo cubrieron de ropas que no solían extender más que en días de fiesta, pero incluso esta ropa era mísera y vieja, impropia de un lecho divino. Recostáronse los dioses, mientras la anciana, temblorosa y con la ropa recogida, colocaba la mesa y la limpiaba con unas matas de verde menta. Sirvieron allí el fruto bicolor de la casta Minerva, cerezas de cornejo del otoño cubiertas de líquidas heces de vino, escarola, rábano, queso fresco y huevos ligeramente pasados por un rescoldo no muy fuerte; todo ello en cacharros de barro. Y después de poner también un barreño cincelado en plata y copas talladas de haya embadurnadas de rubia cera por su parte cóncava, poco hubo que esperar hasta que el fuego del hogar les mandó la comida bien caliente; y se escanció un vino no muy viejo, el cual fue a continuación retirado por breve tiempo para ceder su lugar al segundo plato: éste consistió en nueces, higos mezclados con arrugados dátiles, ciruelas, fragantes manzanas en anchos cestos y uvas de color púrpura recién recogidas de un viñedo. En el centro de la mesa resplandecía un panal de dulce miel. A todas estas delicias se añadían rostros amables y una buena voluntad que no era interesada. Entretanto veían con admiración los ancianos que la crátera de la que tantas veces se había sacado licor se estaba volviendo a llenar por sí misma, y que el vino subía de nivel por propia iniciativa. Tanto Baucis como el apocado Filemón quedaron espantados, atónitos ante lo inaudito del suceso, y con las manos levantadas pronunciaban plegarias y pedían perdón por la insignificancia de la colación y del servicio
.

Como guardián de la humildísima granja tenían un solo ganso. Se dispusieron sus dueños a sacrificárselo a los dioses que eran sus huéspedes; y el animal, veloz por sus alas, cansó y burló durante largo tiempo a los ancianos, lentos por su edad; hasta que al fin pareció que se refugiaba junto a los dioses mismos; los cuales prohibieron que se le matara
.

Después sentenciaron los divinos huéspedes: «Somos dioses, y esta comarca impía va a pagar el castigo que merece. A vosotros se os concederá quedar a salvo de esta catástrofe; abandonad al punto vuestra morada, seguid nuestros pasos y venid con nosotros a lo alto de la montaña». Obedecieron ambos ancianos y, precedidos por los dioses, ayudando con sus bastones a sus miembros, se esforzaban en avanzar por la interminable cuesta. Distaban de la cima tanto como puede alcanzar una flecha disparada
.

Volvieron la mirada y advirtieron que todo había quedado sumergido bajo una laguna, a excepción de su casa, que era lo único que estaba a salvo. Y mientras se asombraban de aquello y lloraban la destrucción de sus vecinos, su vieja choza, pequeña hasta para sus dos dueños, se convirtió en un templo: el lugar de los soportes ahorquillados vinieron a ocuparlo columnas, la cubierta de paja empezó a amarillear, y resultó un techo de oro, unas puertas esculpidas y un suelo recubierto de mármol
.

Entonces, el Saturnio, con plácido semblante, pronunció estas palabras: «Decid, buen anciano y mujer digna de su justo esposo, qué es lo que deseáis». Filemón habló brevemente con Baucis y, a continuación, manifestó a los celestes la unánime decisión de ambos: «Pedimos ser vuestros sacerdotes y guardar vuestro santuario, y, puesto que hemos pasado juntos y en paz nuestros años, que una misma hora nos lleve a los dos; que no vea yo nunca la tumba de mi esposa y que tampoco tenga ella que enterrarme a mí
».

La petición fue atendida y realizada: fueron a partir de ese momento ellos la custodia del templo, mientras se les dio vida. Y ya exhaustos por los muchos años, encontrándose un día delante de la sagrada escalinata, hablando de sucesos que la ocasión les evocaba, vio Baucis que a Filemón le salían hojas y el viejo Filemón vio que le salían a Baucis. Y cuando la copa arbórea iba creciendo e invadiendo ya los dos rostros, se dirigían la palabra mutuamente mientras aún podían, y al mismo tiempo dijeron los dos: «Adiós, consorte» y entonces la vegetal corteza cubrió e hizo desaparecer sus bocas
.

Todavía los nativos de Bitinia enseñan allí dos troncos vecinos que salen de un doble tocón. Esto es lo que me contaron ancianos nada frívolos, y no había motivo para que tuvieran intención de engañar. Y desde luego yo vi unas guirnaldas colgadas de las ramas, y yo mismo puse otras nuevas diciendo: «Reciban culto los que lo rindieron y fueron objeto de la solicitud de los dioses
».

Después de haber leído con absoluta concentración este relato de
Las metamorfosis
de Ovidio, Podalirio retiró la mirada del libro y alzó sus ojos maravillados hacia la inmensa bóveda de la biblioteca, en la que todo era belleza y color, merced a las fantásticas pinturas que representaban un cosmos ideal, en un firmamento azul: el sol, la luna, las constelaciones; los dominios de Posidón, los mares y los puertos; la grandeza y el poder de Júpiter, padre de los dioses, en las alturas, sobre el monte Olimpo; la profundidad insondable y misteriosa de los abismos, territorios del Hades… Más abajo, y extendiéndose desde el suelo hacia arriba en una considerable altura, descansaban en los estantes centenares de libros, un tesoro de sabiduría de valor inestimable. Las luces de las lámparas se mezclaban con la claridad que penetraba por los amplios ventanales y los reflejos de los vidrios parecían perseguirse, matizándose en los parteluces de mármol, en las columnas y en las brillantes solerías. Los aromas del conocimiento, el suave perfume de los papiros, el más serio de los pergaminos, y la alegría de las tintas frescas acentuaban el ambiente casi sacro, en el que, llenándolo todo, reinaba el silencio, esa quietud tan necesaria para la lectura pacífica y sosegada.

«¡Qué misterio! —pensó Podalirio—. ¿Y si hubiera algo de verdad en esta historia de dioses venidos a la Tierra?»

Entonces recordó los escritos de Hesíodo, cuya
Teogonia
le causaba tanto asombro cuando era proclamada por el lector en el teatro de Epidauro. Tras contar las guerras de Zeus contra los titanes y describir los confines del mundo en que éstos vivían, el gran poema se refiere a Tifón, el monstruo abominable hijo de Gea, la madre de la tierra, y del Tártaro, el infierno, que se opone al dominio de Zeus, lanzando silbidos ensordecedores y furiosos rugidos con sus cien cabezas de serpiente. Pues Tifón quería reinar sobre mortales e inmortales, por encima de cualquier dios. El mundo entonces se estremeció y se echó a temblar; tierra y mar gemían, invadidos por las sombras de la muerte; hasta Hades sentía temor, como Crono y los titanes en su interior. Pero el poderoso Zeus abrasó al monstruo y lo golpeó con sus rayos, haciéndolo caer ardiendo envuelto en su fuego terrible al abismo del infierno.

¿Podía creerse todo esto alguien que se considerase mínimamente sabio? ¿Existían en realidad tales seres o eran sólo metáforas? Concluía Podalirio que esas historias eran como sus pesadillas: meras imágenes guardadas en ninguna parte, como los recuerdos de lo que ya no existe por ser pasado. Los sueños, en efecto, pueden aparecer colmados de un sentimiento desquiciado. Aunque bien es cierto que pueden ser veraces, incluso cuando contienen las quimeras más increíbles. Como el demonio repugnante, mudo, sordo y sin piernas con el que había luchado en las inmediaciones de la playa. Pero, de la misma manera que Sócrates y Platón, quienes aconsejaban a sus discípulos reconsiderar los mitos como simples metáforas, Podalirio hacía tiempo que tenía claro que las imágenes de los dioses no eran otra cosa que tentativas humanas para encontrar una forma visible que penetrara en el corazón de la realidad. Comprendía muy bien que eran representaciones ingenuas, que mostraban a los dioses como si se tratara de hombres con la imposible finalidad de percibir lo intangible y manifestar lo impronunciable.

Y si las historias sobre los dioses eran puros cuentos y sus imágenes pobres intentos de representar lo invisible, mucho más absurdo era creerse que las divinidades pudieran tomar forma humana y aparecer en la Tierra.

Estaba Podalirio absorto en estas cavilaciones cuando sintió a sus espaldas los delicados pasos del bibliotecario. Se volvió y le vio acercarse hacia él, con cuidado, muy sonriente. No había nadie más excepto ellos dos, en la biblioteca, a pesar de lo cual este anciano y discreto hombre habló con voz casi inaudible:

—¿Te ha servido de algo ese libro? —le preguntó a Podalirio.

—Sí —contestó él—. Es sumamente interesante.

Sin dejar de sonreír, el bibliotecario explicó:

—Cuando esta mañana me pediste algo que tratara sobre esa antigua leyenda que se refiere a la presencia de los dioses Zeus y Hermes en Frigia, enseguida recordé lo que había escrito al respecto Publio Ovidio Nasón. Ese libro que tienes entre las manos lleva aquí más de dos décadas. Lo trajo un romano que me ofreció un buen lote a un precio elevado para entonces. Pasado el tiempo ha ganado en valor. Pero, de entre todos los libros de ese escritor, el que más solicitan es el que lleva por título
El arte de amar
, un ingenioso tratado sobre las mañas de la seducción y los caprichos propios de los enamorados. ¿Quieres leerlo?

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