Él la cogió por la muñeca y, apretando fuertemente, le advirtió:
—Lo que he dicho ahí en el templo hace un rato iba también por ti, Nana. No quiero que me hables ni una sola palabra de este asunto. ¿Comprendes?
Ella expandió una sonrisa picara y respondió:
—Naturalmente, cariño mío. Será lo que tú digas.
Dicho esto, se colgó del cuello de su esposo y añadió:
—¡Ay, madre de los dioses, éste es mi hierofante!
Esto terminó de enervar a Podalirio. La apartó bruscamente y, de camino hacia la puerta, dijo:
—¡Me voy!
—¿Adónde?
—Estaré fuera durante tres días. Necesito pensar.
—¿Pensar? —replicó ella con retintín—. ¿Vas a pensar con esa hetera en lo alto del monte…? ¿Y me dejas ahora sola? ¿Y si esos espíritus siguen todavía por ahí?
Sin hacerle caso, él salió apresuradamente de la casa.
—¡Podalirio! ¡Podalirio, el manto! ¡Podalirio, que hará frío allá arriba por las noches! ¡Podalirio…!
Eos fijaba sus bellos ojos verdes, brillantes de admiración, en el rostro de Podalirio. Ambos estaban sentados en la hierba fresca, junto a las altas murallas de la Acrocorinto, en cuyas piedras habían apoyado las espaldas para contemplar desde allí la inmensidad del mundo. Era por la mañana y el sol de abril hacía brillar el mar allá abajo.
—A mí no me extraña nada todo eso que me has contado —le dijo ella, con un espontáneo movimiento de cabeza que agitó su cabello.
—¿Por qué?
—Porque los espíritus saben bien cuándo se hallan ante un ser superior. Tú tienes un alma pura y bondadosa. Eso no quiere decir en absoluto que seas un hombre apocado, como pueden llegar a pensar algunos. Tal vez es lo que se creían Epafo, su mujer y su esclavo. Paciencia no quiere decir cobardía. Los demonios que poseían a esos tres, y que te estaban amargando la vida, huyeron en el momento que vieron agotarse tu paciencia. Digamos que salió a relucir tu espíritu bueno y fuerte.
Él suspiró y luego dijo con fastidio:
—¡Vamos, Eos, te he contado todo tal y como sucedió! ¿También tú te crees lo de los demonios?
En los ojos de ella relució una mirada de sorpresa.
—¿Es que acaso no crees tú en ellos? ¿Precisamente tú que obraste con tanta sabiduría en el exorcismo?
—No —negó él con rotundidad—. Nunca pensé que aquello fuera cosa de espíritus.
—¿Entonces?
—Fue algo que se me ocurrió de repente. Digamos que fue una salida para librarme del problema en aquellos angustiosos momentos en los que no podía hacerles razonar de ninguna manera.
—¿Quieres decir que te lo inventaste todo? ¿Que mentiste? —le preguntó ella inquisitiva y preocupada.
Podalirio tragó saliva.
—Sí, en efecto, mentí.
Eos meneó la cabeza con ansia.
—Entonces… ¿Cómo es que les salieron los demonios del cuerpo? Todo el mundo lo vio… Había allí muchos testigos…
Él dejó que su mirada se perdiera en la lejanía, trasluciendo un alma pensativa. Luego explicó calmadamente.
—El hierofante no es más que un pobre loco, supersticioso, arrogante y demasiado acostumbrado a satisfacer todos sus caprichos. Ya hacía mucho tiempo que me había dado cuenta de que tenía el vicio de discutir. La mínima excusa le resultaba buena para enzarzarse con cualquiera en absurdas disputas. Yo simplemente le seguía la corriente y es verdad que a veces él lograba arrastrarme a ese inútil juego: donde yo decía «blanco», él rápidamente contestaba «negro»… ¿Comprendes? El caso era salirse con la suya y descargar su agresividad, o demostrar que en todo, absolutamente en todo, él llevaba la razón. En fin, algo que ya me estaba resultando insoportable.
—Lo sé —asintió ella—. Te he oído quejarte muchas veces de ello. Epafo te hacía la vida imposible.
—Pues bien —prosiguió él—, el vaso se colmó un día y estallé. Eso me ocasionó muchos remordimientos, pues ya sabes que no me gusta discutir…
Tras dudar un poco, Eos dijo:
—Pero lo habías soñado antes… El día que te enfrentaste a Epafo y le insultaste lo habías vaticinado anteriormente en un sueño. Me lo contaste… ¿Recuerdas? ¿Cómo no pensar que todo es cosa de espíritus?
Podalirio musitó, indeciso:
—Sí, es cierto que lo soñé… Pero eso no tiene nada que ver… Todo es muy normal. Se trata de simples discusiones; la vida misma… Hay gente que no puede vivir sin estar siempre a la gresca… Pero de eso… ¡a pensar en demonios…!
—¡Qué incrédulo eres! —replicó ella con vehemencia—. ¿No eres capaz de ver el lado sobrenatural?
—¿El lado sobrenatural de esto? ¿Qué quieres decir?
—Pues eso mismo. No todo es tan lógico, tan racional. Hay presencias invisibles que actúan. ¿Cómo tú, un sacerdote de Asclepio, no cree en esas cosas? En verdad que no te comprendo, Podalirio…
—No he dicho que no crea en espíritus. Sencillamente he explicado que no creo que obrasen dentro del hierofante. He sido sincero al contarte que mentí haciendo creer a todo el mundo que se trataba de demonios a los que había que expulsar; cuando no había allí más espíritus que el alma complicada y veleidosa de Epafo.
—¿Y su mujer? ¿Y el esclavo Erictonio? —repuso Eos.
—¡Oh, es lo mismo! —contestó Podalirio con enojo—. Ella es una antipática insatisfecha y el otro un simple esclavo que se ha buscado la manera de sobrevivir amablemente calentándole la cama a su amo. Eso… ¡la vida misma!
—Pues yo no lo veo de esa manera —apartó la mirada ella, confusa—. Tú hiciste un exorcismo y, aunque no creyeras en lo que hacías, el caso es que los demonios se fueron. ¿O no?
Podalirio asintió con la cabeza y agregó:
—Lo hice siguiendo el ritual de Epidauro: les envolví en pieles de ovejas sacrificadas al dios y les hice dormir el sueño sagrado. Pero lo hice con la única finalidad de mortificarlos. Les apliqué un castigo, porque me tenían harto.
—¡Y resultó! Lo importante es que surtió efecto —contestó ella con obstinación—. Se fueron a casa muy conformes y dispuestos a no crearte más complicaciones. Pues eso mismo: ¡un exorcismo! Lo que en verdad estaban necesitando esos tres.
Él la miró sombrío.
—No me crees, Eos. Y no puedo conseguir que me creas. Ahora me doy cuenta de que ya tendré que cargar siempre con ser el que echó a los demonios del Asclepion. Cuando eso no es otra cosa que una mentira.
Ella sonrió compadecida y después le abrazó.
—¡Qué buena persona eres! En el fondo, Nana tiene razón: eres como un niño. ¡Cómo te quiero! Eres uno de esos hombres que, si se encontraran un tesoro escondido en el campo, serían capaces de ir pregonándolo por ahí, para buscar al dueño y devolvérselo. ¿No eres acaso capaz de descubrir tus propios méritos?
Podalirio la besó, enternecido por esas palabras. Luego le dijo al oído.
—Sólo quiero vivir en paz. Y aquí, junto a ti, es el único lugar donde la encuentro.
—Pues es una lástima —repuso ella en tono de broma—. ¡Por qué no te puedes quedar a vivir aquí!
—¡Ojala pudiera! Sería capaz de dejarlo todo para pasarme la vida contigo. Tú eres ese tesoro del que me hablas.
—Y tengo dueña —observó ella—. Pertenezco a la diosa… Igual que tú perteneces a Asclepio. Y ahora podrás hacer muchos beneficios, con esa fuerza que el dios ha depositado dentro de ti. Podrás curar a muchos enfermos, expulsar demonios, solucionar problemas y hacer feliz a la gente.
Podalirio se apartó y la miró a través de las lágrimas. Se dio cuenta de que necesitaba escuchar algunas palabras como ésas y lloró agradecido.
—¡Oh, mi amor! —añadió Eos—. ¿Tan poca cosa crees que eres? Tienes un alma enorme, Podalirio. Sé que estás llamado a encontrar esa verdad que tanto buscas. Sí, la encontrarás. No sé cuándo ha de ser eso, pero encontrarás tu verdad. El dios te ayudará. ¿No crees en eso?
Él, entristecido y lleno de sinceridad, respondió:
—No sé. Al menos hoy día creo que no me ayuda nada toda esa superstición en la que vivo. A diario acuden al templo pobres gentes enfermas y atenazadas por sus problemas. No puedo hacer otra cosa por ellos que ofrecer sacrificios y lanzar plegarias a los cielos. Pero empiezo a sospechar que esas oraciones se pierden en el vacío infinito…
—Ahora podrás ayudarles —dijo ella—. Tu momento ha llegado. Hasta ahora, ese hierofante endemoniado te impedía realizar tu misión, tus buenos anhelos. Pero has sido capaz de echar a los malos espíritus y también serás capaz de hacer todo lo que quieras. De eso no me cabe la menor duda.
Sonrió él a su bellísimo rostro, consolándose así de sus malos pensamientos, y musitó:
—¡Eres maravillosa!
Eos soltó una carcajada cuyo eco se distribuyó por las murallas. Le miró con ojos llenos de ternura y le instó:
—Anda, vámonos ya a comer algo a mi casa. También nos tomaremos una copa de vino a la salud del procónsul Galión, que tan buenos consejos te da.
Se adentraron en la resplandeciente Acrocorinto, tomados de la mano, como alegres chiquillos. Los jardines de Adonis ya habían reverdecido en las terrazas y la brisa de la montaña arrancaba en ellos los perfumes de las hierbas aromáticas. El gran templo de Afrodita estaba abierto de par en par y la diosa acicalada brillaba. También la imagen de Helios lanzaba destellos.
Cuando llegaron a la casa de Eos, la enana Nice les abrió la puerta gritando:
—¡Ya sabe todo el mundo aquí en el monte lo de los espíritus! ¡Las heteras que regresaron hoy de la ciudad trajeron la noticia! ¡En Corinto ya no se habla de otra cosa! ¡Y aquí todos están deseando verte para contarte sus males!
A mediados de mayo se presentó en el Asclepion un emisario venido de Epidauro. Nana le recibió y se sobresaltó mucho. Subió aprisa y se lo comunicó a su esposo:
—Ahí hay un hombre misterioso que dice venir del santuario de Epidauro.
Podalirio palideció. Preocupado, masculló:
—Ya han ido allá con el cuento…
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó ella.
—Ir a hablar con él. ¿Qué otra cosa cabe?
Los ojos de Nana se dilataron. Asustada, le reprochó:
—Ahora serás capaz de decirle a ese hombre todo eso que te ha dado por pensar; que no había demonios ni nada, que te lo inventaste…
Él la miró con desaprobación, y ella, con un temor que no conseguía disimular, añadió:
—Podalirio, como te dé por decirle esas cosas a los de Epidauro se pondrán de parte de Epafo y tendrás serios problemas.
Podalirio arguyó con sinceridad:
—No te pongas en lo peor. No creas que voy a permitir que Epafo vuelva a mandar en el Asclepion. Bajaré y dejaré conforme a ese mensajero. No te preocupes.
Nana, un tanto más calmada, dijo:
—Menos mal… Si acaso tuviéramos que dejar Corinto yo me moriría. Ahora precisamente que presiento avecinarse los mejores años de nuestra vida.
El emisario era un hombre muy delgado, pulcro, con la barba negra recortada uniformemente y la piel oscura. Como había dicho Nana, su aspecto resultaba en general misterioso. Estuvo mirando muy fijamente a Podalirio y después le preguntó con voz profunda:
—¿No me recuerdas?
Podalirio hizo memoria. Pero no lograba saber de qué conocía a aquel hombre, por mucho que le observara.
—Eres más joven que yo —dijo como excusa—. Si estabas en Epidauro al mismo tiempo que yo, es difícil que te recuerde. Es más fácil para quien entonces era un muchacho recordar a los mayores.
—En efecto —asintió el emisario—. Soy uno de los muchachos que ingresó en el santuario cuando tú estabas a punto de marcharte para venir aquí, a Corinto. Allí se hablaba mucho de ti por entonces. Se decía que llegarías alto, por tu inteligencia, tu serenidad y por los muchos conocimientos que ya atesorabas. Pero han pasado más de veinte años… —enmudeció, como temiendo decir más de lo que debía.
—Y no he pasado de simple sacristán del Asclepion de Corinto —añadió Podalirio.
El emisario desvió la mirada y sentenció misteriosamente:
—¿Quién puede saber lo que depara el futuro?
Permanecieron en silencio durante unos instantes, como si esa pregunta los hiciera meditar. Mientras tanto,
Podalirio escrutaba el rostro de aquel hombre. Entonces empezó a recordar vagamente.
—¡Ah, eres…! ¡Eres Auxo, el ateniense!
—En efecto, soy ateniense —repuso él—, pero mi nombre es Axión. No andas descaminado. Tú me adiestrabas en la carrera. Gané tres veces los juegos Eleusinos y dos los del Istmo, gracias a ti. Ya antes habías ganado tú esas competiciones y yo seguí tus pasos. Fue una pena que te marcharas.
—Sí —dijo Podalirio—. Me casé y tuve hijos. Era el momento de dejar el santuario. Pero veo que tú sigues allí. ¿Qué función tienes encomendada?
—Soy el primer ayudante del gran hierofante —respondió Axión.
—¡Apolo! —exclamó Podalirio—. ¡Me alegro muchísimo!
Axión sonrió al fin, aunque muy levemente.
—Hay muchos sacerdotes que merecen ese puesto más que yo —afirmó con modestia—. Hago lo que buenamente puedo.
Podalirio le acomodó en la mejor estancia de la casa, mientras Nana iba a sacar agua fría del pozo para preparar un refresco con fresas silvestres.
Axión se sentó con la espalda muy recta y dijo con reserva:
—Supongo que te imaginas el porqué de mi visita.
Podalirio le miró con cara resignada.
—Naturalmente. Alguien ha debido de contar allí lo que sucedió en este Asclepion a finales de abril.
—En efecto. El procónsul fue en persona a Epidauro y hemos sabido por él que Epafo ha enloquecido.
—¿Galión estuvo en el santuario? —exclamó sorprendido Podalirio.
—Sí. Le debía una visita al sumo sacerdote y, como andaba recorriendo la provincia, se acercó hasta allí.
Podalirio guardó silencio un rato, apretando los labios, pensativo. Después preguntó sin rodeos:
—¿Y qué es exactamente lo que le ha contado Galión al gran hierofante?
Axión contestó muy serio:
—El procónsul romano presentó un informe detallado sobre este Asclepion. Hizo saber al gran hierofante y al consejo de Asclepio que Epafo tenía muy descontentos a los fieles devotos, que constantemente se excedía en sus caprichos y arbitrariedades, lo cual le había creado una enorme mala fama. También contó que tiene un esclavo, a quien todo el mundo considera su amante, que lo manipula y va adquiriendo cada vez más poder en el templo.
El enviado calló y se quedó mirando a Podalirio, como esperando a ver su reacción. Éste estiró el cuello hacía él y preguntó: