—¡Vamos! —dijo Podalirio—. Veré qué se puede hacer.
Avanzaban por el jardín, bordeando el muro de la fuente de Lerna, cuando apareció ante ellos Nana agitando los brazos y dando voces, muy alterada:
—¿Adonde vas con esa loca? ¡Ella es la que te solivianta metiéndote pájaros en la cabeza! ¡Yo la mato!
Podalirio se detuvo estupefacto y sin saber qué hacer mientras Ródope echaba a correr despavorida por el sendero, perdiéndose por entre los cipreses. Nana la perseguía alzándose las faldas y gritando:
—¡A ver si te cojo, sinvergüenza! ¡Vete con tus demonios fuera de esta casa, condenada! ¡Te arrancaré uno por uno esos pelos de loca!
Cuando Podalirio pudo al fin reaccionar, corrió también tras ellas.
—¡Nana, detente!
Por fin, a la altura de los almendros, dio alcance a su esposa, que se había detenido por no ser capaz ya de seguir la persecución; y estaba jadeante, lanzando piedras con rabia en dirección a Ródope, que iba veloz a mucha distancia, con el pelo crespo en ristre, como un ave corredora.
—Pero ¿qué haces, mujer? —inquirió Podalirio, sujetándola.
—¡Si le llego a echar mano, la mato! —bufó jadeante Nana.
—Vamos, vamos —dijo él, tratando de tranquilizarla—. ¡Por Asclepio! No saques las cosas de quicio. No busques culpables, Nana. Y ten calma, mujer…
—¿Calma? —replicó ella, sacudiendo las manos con enojo—. ¿Y tú me pides que tenga calma? Aquí a nuestra casa vienen unos y otros con sus complicados asuntos: una enana a traer una muerta para convertirla en momia; fieros toros con piernas colgando de los cuernos; gentes con demonios metidos en el cuerpo… ¡Y ahora esta loca de los pelos de punta! ¿Tú te das cuenta, Podalirio? Y para colmo se te mete en la mollera irte a Judea… ¡Así no se puede vivir en paz! ¡Madre de los dioses! ¿Qué he hecho yo para merecer este suplicio?
Mirando por la ventana con cara de aburrimiento, Galión parecía no prestar ninguna atención a lo que Podalirio, minuciosamente, le explicaba acerca del conflicto suscitado entre los judíos. Cuando el procónsul bostezó largamente, el sacerdote de Asclepio se quedó en silencio un momento y después preguntó, enfadado:
—¿Me estás escuchando?
Galión se volvió hacia él con ojos ausentes, se encogió de hombros y dijo:
—Es la cosa más tonta que he oído en toda mi vida. Sin duda, esos necios judíos son la gente más aficionada del mundo a complicarse la vida. No se conforman con tener una religión agobiante, saturada de preceptos, requisitos y pamplinas; sino que, además, se empeñan en hacernos creer a los demás que tienen la verdad absoluta.
—Creo que no has comprendido lo que he tratado de explicarte —repuso Podalirio—. Empezaré de nuevo. Resulta que ese tal Saoul, del cual ya te he hablado en ocasiones anteriores, es ciudadano romano de pleno derecho. Pero, como también es judío, al parecer las autoridades de su pueblo, que al mismo tiempo son los sacerdotes, han estimado que anda induciendo a la gente a dar culto a su dios de un modo diferente y contrario a lo que prescriben sus leyes…
—¡Basta! —suspiró fatigosamente el procónsul—. Lo he comprendido perfectamente: el tal Saoul predica en la sinagoga de los judíos todo eso del dios venido a la Tierra, muerto y resucitado… ¡Me lo has contado veinte veces, Podalirio! ¡Vaya obsesión has cogido con eso!
Podalirio se quedó pensativo un momento.
—Es que en el manuscrito ese que me entregó el otro, que no es judío, sino griego…
—¡Y dale con el manuscrito! —replicó Galión exasperado—. ¿Cómo te crees esas necedades a tu edad? ¡Olvídalo de una vez y disfruta de la vida, hombre!
—Pero… si tú mismo me aconsejaste que hiciera un viaje a consecuencia de todo esto…
—Sí, porque, precisamente, estimé que debías tomarte un respiro, alejarte y pensar por ti mismo durante un tiempo. Pero nunca sospeché que te envolverían de esta manera con las fantasías del Crestos ése.
Apesadumbrado, Podalirio preguntó con inocencia:
—Entonces… ¿no vas a hacer nada?
—¿Nada de qué?
—¿De qué va a ser? Acabo de decirte que los judíos han apresado al tal Saoul y piensan juzgarlo.
—¡Cuánta locura! —exclamó el procónsul, irritado—. Ahora empiezo a comprender por qué el emperador Claudio echó a esos insoportables judíos de Roma. ¿Vas a dejarte tú, amigo mío, arrastrar por esos fanáticos? ¿Precisamente tú, que siempre has aborrecido los absurdos aspectos de la religión?
Podalirio inclinó la cabeza, ocultando su rostro confundido. En voz baja y visiblemente turbado, comentó:
—Querido Galión, ese manuscrito me ha impresionado mucho. En él se cuentan cosas sorprendentes, cosas que creo que ni siquiera a ti, hombre juicioso, te dejarían del todo indiferente. Deberías leerlo, porque, indistintamente de que se crea o no en lo que ahí se cuenta, en las palabras y los testimonios de ese hombre se observa mucha verdad.
—¿Mucha verdad? —replicó irónico el procónsul—. ¿Y qué es la verdad?
Al oírle lanzar esta lacónica pregunta, Podalirio alzó la frente y se quedó pensativo, con el rostro iluminado. Acercándose más a Galión, añadió:
—¡Otra casualidad! En el manuscrito ese se narra un juicio. Resulta curioso, porque la cosa se parece mucho a esto que nos traemos ahora entre manos. Aunque todo sucede en Palestina, en Jerusalén. Se cuenta que un hombre que no había hecho mal a nadie, sino sólo cosas buenas en favor de la gente, fue llevado ante el gobernador romano por las autoridades religiosas del pueblo que, por fanatismo o tal vez por pura envidia, querían acabar con él. El caso es que, por injusto que parezca, aquel hombre fue condenado y colgado.
—Conozco esa historia —afirmó Galión—. No he leído ese manuscrito, pero sé que me hablas de Crestos otra vez.
—Entonces, ¿vas a dejar que el fanatismo se salga una vez más con la suya?
—Claro que no. Yo no consentiré que se trate de manera injusta a nadie bajo mi gobierno.
Al día siguiente, muy de mañana, un gran gentío se había congregado en la sala del tribunal de Corinto y esperaba a que el procónsul y los magistrados ocupasen el estrado para proceder a un juicio que había despertado gran expectación. Por entonces, el gobernador romano impartía justicia en el lugar conocido como la
bema
; un espacio enlosado con mármol y rodeado de columnas que se encontraba en mitad del lado oriental de la plaza pública. La muchedumbre solía acudir allí para entretenerse con el espectáculo de los interrogatorios, las condenas y los castigos. La población, enterada de que se había suscitado una contienda entre los judíos de la ciudad que podía terminar en una dura pena para el acusado, con azotes y posiblemente la muerte, estaba entusiasmada, pugnando por coger un buen sitio desde donde poder ver y oír todo sin perder detalle. Por eso, la tropa no daba abasto tratando de mantener a raya y en orden a la multitud curiosa y exaltada.
En un lugar destacado y próximo a la presidencia, sentados en las gradas reservadas para los cargos importantes y hombres notables, Podalirio, Titio Justo y Lucius también esperaban, confiados en que Saoul fuera absuelto de los cargos que se le imputaban.
Aparecieron al fin los magistrados, revestidos de dignidad y poder, con sus togas pulcras pomposamente colocadas y llevando en las manos los graves rollos de las leyes. Ocuparon también sus mesas los escribientes, y los funcionarios menores rodearon el estrado. Por último, llegó Galión, muy serio, y se sentó en el sitio preeminente del tribunal. Se proclamaron las fórmulas obligadas y dio comienzo la sesión.
—¡Tráigase al reo a presencia del tribunal! —ordenó el heraldo.
Entraron los guardias con Saoul encadenado y lo condujeron al lugar correspondiente, entre la mofa y el escarnio del gentío, nada predispuesto a la indulgencia.
Podalirio se fijó en el acusado: parecía tranquilo y reconcentrado, incluso ajeno a lo que a su alrededor sucedía.
—Sabrá defenderse —observó Lucius—. Saoul se ha visto ya las caras con el peligro en situaciones mucho peores que ésta.
—Yo también confío en Galión —dijo Titio Justo.
En esto, subió a la tribuna el hombre que presentaba las acusaciones, llamado Sostenes, que era el jefe de la sinagoga, con su gran manto de amplios y abundantes pliegues; alto, barbudo, de expresión hierática y párpados caídos. Comenzó su discurso con voz metálica y tonante:
—Honorable procónsul de Roma, el emperador Tiberio Claudio César Augusto Germánico promulgó un edicto en el cual se manda lo siguiente: «Es justo que los judíos de todo el mundo que están bajo nuestro dominio deban observar sus costumbres ancestrales sin obstáculo alguno. Yo, por este medio, les ordeno también que se aprovechen razonablemente de este favor y no desprecien las creencias sobre otros dioses que tienen las demás gentes, sino que guarden sus propias leyes». Esta justa disposición de nuestro emperador ha tenido en cuenta la legitimidad de la religión judía, la autoridad de sus sumos sacerdotes y la protección de sus leyes y costumbres.
»Pues bien, este hombre que traemos a tu presencia para que lo juzgues, Saoul, siendo judío y ciudadano romano, ha infringido gravemente el edicto que acabo de citar, pues está induciendo no sólo a los judíos, sino a griegos y romanos, a dar culto a dios de un modo contrario a lo que disponen la ley y las venerables costumbres.
Un gran murmullo se levantó del gentío: unos estaban conformes y otros rechazaban estos argumentos de Sostenes. Los lictores tuvieron que intervenir para que se mantuviera el silencio y pudiera proseguirse con el juicio.
El magistrado encargado de hacer las preguntas, dirigiéndose al jefe de la sinagoga, inquirió:
—¿Qué pruebas presentas?
Sostenes, señalando a Saoul con un dedo acusador, explicó:
—Durante muchos días, ha estado yendo a nuestra sinagoga para convencer a los judíos de que se apartasen de nuestras leyes y costumbres. Hasta tal punto han surtido efecto sus prédicas, que incluso el antiguo sumo sacerdote, Crispo, con toda su familia, ha sido convencido para dar culto al dios de esa manera que él pretende. También se reúne Saoul, además de con judíos, con griegos y romanos, y de igual forma los atrae con malas artes hacia sus pretensiones. Entre sus adeptos se cuentan el propio tesorero de Corinto, Erasto, el intendente Titio Justo y su mujer, Ródope, la viuda griega Cloe, el romano Tercio… y hemos sabido que, últimamente, frecuenta sus reuniones el propio hierofante del culto de Asclepio, Podalirio.
La multitud rugió enfurecida y cientos de ojos exaltados buscaron entre los presentes a los citados por Sostenes.
A Podalirio le dio un vuelco el corazón y se revolvió angustiado en su asiento.
Una vez más, los lictores tuvieron que imponer el orden, esta vez con mayor empeño, pues la gente discutía y se acusaban unos a otros en una especie de locura colectiva.
Cuando al fin se logró el silencio, todas las miradas se pusieron expectantes en Saoul, el cual, con serenidad, se había dirigido ya al centro del enlosado para defenderse, atrayendo hacia sí tanto los odios como las simpatías.
Pero, cuando se disponía a hablar, Galión se puso en pie y tomó la palabra anticipadamente, para sorpresa de todo el mundo:
—¡Esto es mucho más de lo que esperaba oír hoy en este tribunal! —exclamó con apreciable enojo, mirando a Sostenes y a los sacerdotes judíos—. Si todo lo que habéis manifestado fueran crímenes o graves fechorías, admitiría, judíos, vuestra queja. Pero veo que se trata de una discusión sobre palabras, títulos y asuntos meramente religiosos. ¡Allá vosotros! Yo rehúso juzgar esos asuntos. Así que dejad libre a ese hombre y que no se os ocurra siquiera ponerle una mano encima, pues este tribunal desestima totalmente la causa que presentáis contra él.
Dicho esto, el procónsul, esbozando una fina y extraña sonrisa, hizo una seña con la mano a los magistrados para que abandonasen el estrado. Salió él en primer lugar y detrás de él los jueces, funcionarios y escribientes. Acto seguido, los lictores empezaron a despejar la sala blandiendo sus varas de forma amenazadora.
También Podalirio, Titio Justo y Lucius tuvieron que salir.
—¡Galión ha estado genial! —exclamó Podalirio con entusiasmo mientras abandonaban el pórtico—. No esperaba menos de él.
En ese momento, ya en el ágora, se formó un gran revuelo: algunos de los griegos y romanos a quienes Sostenes había citado en el tribunal estaban muy ofendidos y, junto con sus familiares y otros ciudadanos, rodearon al jefe de la sinagoga y empezaron a abofetearle mientras, el gentío, deseoso de espectáculo y diversión, estaba de gorja y los jaleaba.
Cuando, al día siguiente a mediodía, Podalirio regresó al Asclepion, después de haber estado dando un paseo por los campos, su hijo Egimio se fue hacia él muy alterado y le comunicó a voces en el jardín:
—¡Menos mal que has vuelto, padre! Madre se ha enterado esta mañana de que en el juicio que hubo ayer en la
bema
citaron tu nombre, poniéndote en evidencia delante de todo el mundo. Se ha enojado mucho y ha ido a la casa de Titio Justo a pedir explicaciones.
—¿A pedir explicaciones? ¿De qué?
—A madre se le ha metido en la cabeza que esa tal Ródope es tu amante y que te ha hecho un sortilegio para enredarte en asuntos oscuros de judíos.
Podalirio miró atónito a su hijo y exclamó con pavor:
—¡Tu madre ha perdido la cabeza!
Egimio estaba muy asustado.
—Sí. Decía que iba dispuesta a hacer una locura, que su paciencia había llegado al límite y que no consentiría que nadie más se metiera en nuestra vida. Cree que esa mujer está detrás del viaje que piensas emprender e incluso sospecha que te irás con ella. Estaba arrebatada por celos infundados y absurdas suposiciones. Intenté calmarla; pero… ¡ya la conoces!
Podalirio gritó acongojado:
—¡Lo va a complicar todo! ¡Qué manía tiene tu madre de meterse en mis cosas!
Y, dicho esto, se dio media vuelta y se encaminó hacia la ciudad a todo correr por entre los almendros.
—¿Voy contigo, padre? —le gritó a la espalda Egimio.
—¡No, hijo! ¡Quédate al cuidado del templo!
Sudoroso, con la mirada llena de espanto, azorado el rostro y rebosante de angustia el corazón, entró Podalirio en la casa de Titio Justo esperándose cualquier cosa. Pero, para su sorpresa, encontró el patio en completa calma. Allí estaban, aparentemente felices, Ródope, su esposo y los huéspedes Saoul y Lucius.