—Tengo la garganta seca y necesito beber un poco de agua —dijo con frágil voz Podalirio.
—Yo te la traeré.
—No hace falta. Voy a levantarme ya.
El criado le estuvo ayudando a vestirse y luego Podalirio fue a la cocina, donde se encontró con un gran jolgorio. Los fuegos estaban encendidos y varias sartenes humeaban puestas sobre los trébedes. El aroma de las frituras era delicioso. Susana, en medio de las mujeres, parecía feliz, entretenida y parloteaba con voz jovial. Al verle llegar, se le iluminó el rostro y exclamó:
—¡Podalirio! Estamos friendo dulces de harina… ¡Prueba uno de ésos, que ya están enmelados y fríos!
Con parsimonia y delicadeza, Susana iba encendiendo de derecha a izquierda con sus largos dedos las nueve velas del candelabro de plata. Mientras, Podalirio saboreaba con gusto uno de los dulces fritos.
—¿Qué es en realidad Janucá? —preguntó—. ¿Qué celebráis en esta fiesta?
Cuando hubo encendido la novena vela, Susana se sentó a su lado y le contó:
—Hubo una época en que la tierra de Israel formaba parte del imperio sirio, cuando estuvo gobernado por la dinastía de los seléucidas. Una estatua de Zeus fue instalada en el Templo de Jerusalén y unos cerdos fueron sacrificados ante él. Algunos judíos acogieron el nuevo orden y voluntariamente abandonaron la religión de sus ancestros. Pero aquellos que no lo hicieron fueron cruelmente castigados. Judah
el Macabeo
, tomó el mando. Él y los hombres que le seguían eran muchos menos que los sirios, a pesar de lo cual vencieron y recobraron el Templo. Ellos lo limpiaron, lo purificaron y lo dedicaron nuevamente a Dios. El candelabro que simboliza la presencia divina volvió a ser encendido. El Señor hizo un milagro y permitió que el aceite durase ocho días sin que se apagasen las llamas. Durante esos ocho días, multitud de judíos celebraron la restauración del Templo. «Toda la gente se postró —dicen las Escrituras en el libro de los Macabeos— venerando y alabando a Dios, ya que su causa había prosperado».
Podalirio cogió otro de los dulces y, antes de llevárselo a la boca, dijo:
—Pero… no acabo de comprender por qué los judíos no querían aceptar la civilización griega, cuando medio mundo estaba encantado con sus ideas… Y no lo digo por ser yo griego… La cultura griega es luminosa y abre la mente de los hombres.
Susana también cogió uno de los dulces y respondió:
—Es muy difícil explicar eso. Pero yo creo entender que la razón está en que lo griego es en realidad opuesto a lo judío. Mientras que los judíos, al menos en sus leyes y normas, mandan llevar una vida austera, dedicada al cuidado del alma, basada en el servicio divino en el Templo de Jerusalén, donde los sacerdotes cumplen minuciosamente los preceptos, y el pueblo se dedica a trabajar la tierra, cuidar el ganado, honrar el Sabbat y las festividades; los griegos, en cambio, buscaban lo excelso, las imágenes, las artes, los dioses con mucha belleza, con poderes e historias medio humanas medio divinas… Por eso, los más celosos de la ley y las tradiciones judías se oponían a todo intento por parte de los helenistas judíos de introducir las costumbres griegas y sirias en su territorio.
—No termino de comprenderlo —dijo con sinceridad Podalirio—. ¿Qué puede haber de malo en admirar la belleza? La belleza es manifestación de la divinidad…
—Sí. Pero la verdad no puede percibirse a partir de una representación superficial. Aunque la figura externa proyecte algo de la esencia de la cosa, no es más que una débil manifestación de su verdadero ser y perfección. La deificación del cuerpo humano puede lleva a ignorar la esencia espiritual de las cosas. Cuando la auténtica verdad de cuanto hay en el cielo y la Tierra es la sabiduría divina que lo sustenta. Y para percibir la belleza verdadera es necesario concentrar la mente en la búsqueda de la sabiduría divina que hay en cada cosa… Si no, te quedas sólo en la superficie. Es necesario buscar la iluminación específica que esa sabiduría puede darte, la manera única en que puede llevarte más cerca de Dios… Porque, de otra manera, te engañarás y te alejarás por caminos perdidos y sin retorno. Con fe puedes percibir esta verdadera y profunda belleza mediante tu mirada interior y maravillarte en su exquisita apariencia. —Susana señaló el candelabro y añadió—: Para conmemorar la victoria sobre las fuerzas griegas de la oscuridad que intentaron separarnos de la luz de la sabiduría, celebramos Janucá y encendemos velas por la noche, mostrando que podemos ver en la penumbra. Podemos encontrar la luz de la verdad, incluso en la oscuridad. Podemos encontrar la gran luz oculta en las velas de Janucá; podemos descubrir la presencia de Dios en la pequeña luz de estas velas y podemos percibir la profunda belleza de su mundo en el parpadeo de sus luces.
—Pero, a veces, en la vida falta la luz —replicó Podalirio—. ¡Y no es tan fácil hallarla! Todo se pone a oscuras… Hay tiempos de gran oscuridad… La noche es cerrada, todas las puertas parecen obstruidas, y uno se siente como atrapado. No puedes liberarte de un sentimiento negativo y te sientes incapaz de pedir ayuda… Separas tus labios para llamar a Dios, pero las palabras parecen trabadas en tu garganta. No puedes siquiera concentrarte, pues estás abrumado por pensamientos de desesperanza. ¡Si al menos Dios te ayudase a salir de esta oscuridad! Pero parece que a Él no le preocupa…
—Todo ser humano llega a sentir eso… —dijo ella—. Porque la luz es la realidad en sí misma, en tanto que la oscuridad, la ausencia de la luz, es un espejismo, una mentira, una ofuscación… Y los demonios se mueven libremente en la oscuridad…
Pensativo, Podalirio se levantó del diván y se acercó a la alacena donde estaban los vasos. Cogió uno y escanció el vino con expresión soñadora.
Susana añadió:
—Nada hay más maravilloso en esta vida que encontrar a alguien que sea luz para ti…
Podalirio bebió, meditó y contestó:
—¡Y que lo digas! Los padres suelen mirar a sus hijos como a su luz… La explicación es simple: la belleza de los niños es reflejo de la pureza de espíritu; actúan de la manera que sienten sin estar influenciados por la falta de sinceridad. En ellos no existe fingir ni aparentar, no existe el engaño, la mentira, la sombra de la duda…
Susana volvió al diván y entrelazó los dedos, sonriendo.
—¡Los niños son maravillosos! Sin duda, en ellos hay mucha luz. Y es necesario no dejar de ser niño nunca para no alejarse de Dios… Porque también siendo adulto se puede tener una total sincronización entre lo externo y lo interno, entre el cuerpo y el alma. Esta clase de belleza no se marchita con la edad, con los trabajos ni los sacrificios… Es una belleza que se cultiva internamente y brilla hacia fuera. Hay hombres y mujeres que, en verdad, poseen luz.
—Tienes razón; ellos nos aportan su luminosidad, que es su amor desinteresado…
Susana le miró fijamente a los ojos y, sin titubear, le preguntó:
—¿Tú has estado enamorado, Podalirio? ¿Has sentido de verdad eso…?
—Creo que sí —respondió él encogiéndose de hombros—. ¡Y he amado mucho, a mi manera…!
—Yo también —contestó ella—. Y he conocido la pasión que se sufre cuando sólo se está pendiente de esa persona a quien se llega a adorar, a idolatrar… Pero eso tiene que ver muy poco con el verdadero amor. Digamos que ese entusiasmo es como una ceguera. Por eso se dice que «el amor es ciego», y lo es cuando se convierte en puro engaño, es decir, en oscuridad… Pero, frente a eso, hay otra manera de amar que es pura luz…
Susana y Podalirio caminaban por un sendero que bordeaba la ciudad de Séforis. Las altas murallas resplandecían por estar edificadas con piedras claras. Era una mañana fría, a pesar de estar el cielo despejado y de un azul intenso. El sol bañaba los valles y brillaban las crestas pedregosas de las sierras.
—¿Por qué dices que Yeshúa fue tu luz? —preguntó Podalirio.
—Porque aquellos tiempos, a pesar de tener el encanto de la juventud, pertenecían a una época oscura en la que se cernían sobre estas tierras poderes diabólicos y proliferaban injusticias y maldades. Estábamos desorientados y caminábamos como a tientas. ¿Cómo saber dónde se hallaban el bien y la verdad?
—Háblame de él, de Yeshúa.
—Fue Juana la que terminó acercándome a él, algún tiempo después de aquella boda donde le vi comer dulces fritos y bailar a la luz de la luna. Pero, antes de contarte cómo fue, déjame que te explique lo que sucedía en Galilea por aquel tiempo…
»Mi amiga Juana era una de esas mujeres a quienes las demás podemos considerar envidiables porque, además de tener completamente dominado a su marido, gozaba del amor de sus cuatro hijos y de la estima y la buena consideración de todo Séforis, sin que ello quisiera significar, ni mucho menos, que fuera un ejemplo de virtud o pureza de propósitos. Yo la conocía muy bien, de toda la vida, como suele decirse. Somos primas lejanas; nuestros bisabuelos eran hermanos. Toda la gente rica de Séforis, por una parte u otra, está emparentada; las familias que prosperaron a la sombra de Herodes procuraban no disgregarse demasiado para que no se dispersaran sus poderes y sus tierras.
»Juana se casó con uno de los hombres más influyentes del palacio de Antipas: Cusa, que gobernaba las despensas reales y los graneros. En un principado insignificante y sometido, como éste de Galilea, los verdaderos ricos han sido siempre un grupo muy reducido que incluía a los grandes propietarios de tierra, los mercaderes importantes de Tiberíades, los cuatro jefes de los recaudadores de impuestos y, en la cúspide, los poderosos oficiales de la corte del tetrarca. Entre estos últimos estaba la familia de Cusa.
»Y ahora déjame que me remonte algo más atrás, para que comprendas bien lo que quiero decirte. Cuando Herodes regresó a Judea, después de ser expulsado por el emperador Augusto, organizó su sucesión por este orden: primero iría Antipatro, el mayor, después Alejandro y, finalmente, Aristóbulo. Pero cometió un gran error al no permitir que su hermana Salomé se casara con Silo, que era nabateo, pues Herodes odiaba a los nabateos. Silo provocó entonces una gran revuelta en Traconítide, al este del río Jordán. Herodes respondió violentamente y masacró a los rebeldes. Esto enojó mucho a Augusto, que era muy celoso de todo lo que sucedía en su imperio.
»En fin, el caso es que Herodes a partir de entonces empezó a sentir terror y sospechaba de cuantos le rodeaban. Llegó incluso a ordenar la ejecución de su hermana Mariamme y de su propia madre, Alejandra. Las intrigas, las falsas acusaciones y los asesinatos se sucedieron. ¡No sabes con qué espanto hablaban mis padres y mis abuelos de aquella época maldita! Toda la familia del rey loco y malvado y todos sus servidores se vieron inmersos en un enrarecido ambiente de violencia, intrigas y mentiras, mientras la envidia y el egoísmo se deslizaban como serpientes venenosas a ras de suelo. ¡Nadie se vio libre!
»Los herederos Aristóbulo y Alejandro también fueron condenados a muerte; su padre no se fiaba ya de ellos. Así que sólo quedaba Antipatro, pero tampoco podía sentirse seguro. Entonces Herodes empezó a mirar hacia el futuro fijándose en sus nietos, huérfanos por su culpa, y los empezó a casar entre ellos, primos con primos, para así rodearse de una familia agradecida y aterrorizada que le protegiera, pues todo en torno suyo le parecía sospechoso.
»Si te cuento esto, es para que comprendas mejor de dónde viene la gente noble y principal de Galilea: somos descendientes de aquellos tiempos perversos, terribles y marcados por el odio. Se trataba de una vida maléfica que proliferaba en torno al palacio, mientras Herodes era ya viejo y estaba comido por las enfermedades y los demonios de su alma. En ese ambiente nos criamos todos.
»Nunca percibí ningún signo de amor, por nimio que fuera, entre mis padres. Eran primos y de edades bien diferentes; ella mucho mayor que él. Por eso me tuvieron sólo a mí. Aunque mi padre sembró de hijos adulterinos Galilea. Con el tiempo los he ido conociendo: pescadores, artesanos, comerciantes, viñadores e incluso esclavos y prostitutas. ¡Mis propios hermanos!
»¡Mis padres se aborrecían! Y yo fui testigo de eso desde que tuve uso de razón. Fue mi abuelo quien se ocupó de mí y, cuando pienso en las palabras «padre» o «madre» me acuerdo de él más que de nadie.
»Pero también mi abuelo era hijo de sus propias circunstancias, del tiempo que le tocó vivir y de las diabólicas influencias de Herodes el Grande. ¿Por qué crees que se empeñó en casarme con aquel pariente viejo y brujo? Mi abuelo me quería, pero él, como la gente de su mundo, confundían amor, dinero, influencias, tierras, herencias… ¡Todo lo confundían! Porque los demonios andaban sueltos y todo era confusión…
»Para que llegues a enterarte bien de cómo era aquel Herodes el Grande, escucha lo que mi abuelo solía contar en la intimidad de la familia.
«Resulta que por entonces vivía este rey en su palacio de Jericó. Bueno, digamos que malvivía, puesto que ya tenía más de setenta años y padecía todas las enfermedades repugnantes que le habían acarreado sus vicios y pecados. Mientras, por aquí, en Galilea, ya se empezaba a respirar cierto alivio por tenerlo lejos. Pero entonces, mientras estaba muñéndose, no se le ocurrió mejor cosa que pedirle a su hermana Salomé que encarcelase a todos los hombres importantes y jefes de los judíos del reino, con la orden de que fueran asesinados nada más conocerse la noticia de la muerte del rey. ¿Con qué fin? Sólo para asegurarse de que la gente tuviese un motivo de duelo y no se alegrase con su muerte. ¿Te das cuenta de la maldad que anidaba en su corazón?
»Y todavía tuvo tiempo Herodes de mandar asesinar a su hijo Antipatro, cuando se enteró de que había intentado sobornar a sus carceleros para salir al saberse que la muerte del rey era inminente.
«Herodes murió sólo cinco días después de la ejecución de su hijo y heredero. El nuevo sucesor, Arquelao, mandó organizar un funeral espléndido: el cadáver fue envuelto en sedas color púrpura y le cubrieron la cabeza con una diadema de oro y rubíes, mientras sus manos sostenían el cetro. Una multitud enorme de parientes, servidumbre y guardia de honor acompañó al féretro hasta el mausoleo del Herodión, que estaba al sur de la pequeña aldea de Belén.
»Mi abuelo me contó en confianza que, aunque se daba cuenta de que se libraba del propio Belcebú, en el fondo de su alma empezó a temer el mismo día del entierro que a este rey le sucediera un demonio aún peor. ¡Así de nefastos eran aquellos tiempos! Se deseaba la paz, pero acudía siempre la turbación. Y si nosotros, los ricos, vivíamos entre sobresaltos y horrores, ¡imagínate los pobres…!