Los milagros del vino (12 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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El sacristán metió la llave en la cerradura con nerviosismo. El bullicio cesó y se hizo un gran silencio. La gente estaba expectante y temerosa. Crujió la cerradura y, al abrirse la puerta, apareció el hierofante despierto, de pie, envuelto en la piel de oveja y maniatado, blanco como la cera, desgreñado y con los ojos fuera de las órbitas.

Se oyó un murmullo de asombradas exclamaciones y suspiros horrorizados.

Epafo miró en derredor, como si tratara de comprender lo que sucedía. Al ver a Podalirio y al magistrado, abrió la boca asustado y permaneció inmóvil.

Al sacristán le embargó un sentimiento de compasión y culpabilidad. Aproximándose al hierofante, alargó la mano hacia él y le dijo:

—No temas, quiero ayudarte.

Epafo balbució palabras incomprensibles, mientras se le descolgaba un hilo de babas desde los labios.

Se hizo el silencio total y el ambiente empezó a cargarse de espanto. La angustia de Podalirio aumentó al ver que el hierofante se tambaleaba con la mirada perdida, a punto de desplomarse. Entonces tuvo que sujetarle. La gente contemplaba con admiración su valentía.

—¿Crees que todavía tiene el demonio en el cuerpo? —preguntó en un susurro el magistrado.

Aunque todo el mundo ponía en él su confianza, el sacristán estaba desconcertado. Miró a un lado y otro y pidió:

—¡Ayudadme a desatarle!

Nadie se atrevía a aproximarse.

—¡Haced lo que dice! —ordenó el magistrado a los guardias—. ¿No oís? ¿Qué hacéis ahí como pasmarotes?

Uno de los soldados sacó la espada y cortó las ligaduras de un tajo.

El hierofante, al verse libre, se echó a los pies de Podalirio sollozando:

—¡Ay, qué desdichado soy! —gimió.

Un nuevo murmullo de asombro brotó de la gente que, aunque temerosa, empezó a aproximarse para ver desde más cerca lo que estaba sucediendo.

—¡El demonio ha salido de él! —gritó una mujer con extasiada alegría—. ¡Mirad, está curado! ¡Asclepio ha hecho un milagro por mano de Podalirio!

Al oírlo, la multitud avanzó aún más, hasta casi echarse encima a causa del empuje de los de atrás. Los guardias tuvieron que poner orden.

—¿Tiene el demonio dentro? —preguntó una vez más el magistrado.

El sacristán aproximó su cara a la de Epafo y le dijo en voz baja:

—¿Estás bien? ¿Te encuentras consciente?

El hierofante alzó unos ojos tristísimos y dijo en un lamento:

—¡Haré lo que mandes! Si es preciso, me marcharé de Corinto… Mi esposa y mi esclavo Erictonio han muerto… Desperté junto a sus cadáveres…

Al oír esto, Podalirio se asustó mucho. Atravesó la puerta rápidamente y fue a ver qué sucedía en el lugar donde había dejado a la esposa y al esclavo. Entonces comprobó que dormían profundamente bajo el efecto de los brebajes y los humos. También las serpientes permanecían aletargadas junto a ellos.

—¡Viven! —gritó desde dentro—. ¡No están muertos!

Nadie se atrevía a entrar. Cuando regresó el sacristán a la puerta, el magistrado inquirió:

—¿Están aún endemoniados?

—No lo creo —contestó Podalirio—. El dios les mantiene todavía sumidos en el sueño sagrado.

—¿Entonces, qué procede hacer ahora? —preguntó el juez.

Temiendo que la presencia del gentío creara mayores complicaciones, el sacristán le pidió:

—Manda que esos curiosos se dispersen y deja esto en mis manos. Necesito tranquilidad para completar el exorcismo.

Pero la gente no quería renunciar al espectáculo y se negaba a irse. Finalmente los guardias tuvieron que hacer uso de sus bastones.

Cuando el recinto sacro estuvo despejado, Podalirio volvió a inspeccionar a los durmientes y luego le dijo pausadamente al magistrado:

—Creo que aquí ya no hay demonios. Asclepio ha obrado compasivamente y ha librado a estos pobres mortales del castigo que sufrían. Ahora yo me encargaré de aplicarles los cuidados necesarios para que recobren la salud cuanto antes. Os ruego que regreséis a vuestras ocupaciones. Yo me basto para poner en orden todo esto.

—Bien —asintió el magistrado—. Mandaré a un escribiente que levante acta. Cuando el procónsul regrese, necesitará puntual información del suceso.

A todo esto, el hierofante, que permanecía en cuclillas lloriqueando como un niño atemorizado, exclamó:

—¡Oh, Asclepio, ésta es mi ruina!

El magistrado miró interrogativamente a Podalirio:

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Tiene todavía el demonio dentro?

—No, no te preocupes —se apresuró a responder el sacristán—. Dice cosas sin sentido porque sigue bajo los efectos de las pócimas.

El juez y los guardias se fueron conformes, escuchando las explicaciones que les daba Podalirio mientras los acompañaba hasta la salida. La gente se mantenía a distancia y algunos también regresaban a sus casas, pues caía la tarde.

Cuando Podalirio estuvo finalmente solo, corrió a buscar a su esposa:

—¡Nana, apresúrate y ven a ayudarme!

Ella acudió con la preocupación grabada en la cara.

—¡Madre de los dioses! ¿Qué ha sucedido ahí?

—Luego te contaré —contestó él—. Ahora ven conmigo al templo.

—¿Para qué? —preguntó ella horrorizada—. ¡Me dan muchísimo miedo los demonios!

—No hay ningún demonio. ¡Ven, necesito tu ayuda!

Ella, aunque temerosa, accedió al fin a acompañar a su esposo.

Llegaron al templo y encontraron a Epafo, postrado y lloroso. Al ver de nuevo a Podalirio, gritó presa del pánico:

—¡Haré todo lo que mandéis! ¡Pero, os lo ruego, no me maltratéis más!

—¡Por Artemis! ¿Qué le pasa a éste? —preguntó Nana extrañada.

—No te preocupes por él, está todavía bajo los efectos de las drogas —respondió Podalirio—. Vamos adentro a ocuparnos de los otros.

Entraron en la cella y fueron hasta el pequeño cuarto donde dormían la esposa y el esclavo. Ambos estaban ya despiertos y también se aterraron. Se pusieron a gritar:

—¡Soltadnos! ¿Qué nos habéis hecho? ¡Dejadnos en paz! ¡Malditos!

Nana miró a su marido y dijo angustiada:

—Creo que estos tienen aún el demonio…

—¡He dicho que no hay demonios! —rugió el sacristán.

—¡Tú sí que tienes un demonio! —gritó Erictonio—. ¡Lo tenías todo tramado! ¡Éste era tu plan para quitarnos de en medio! ¡Suéltanos! ¡Canalla!

Nana se fue hacia él hecha una fiera y comenzó a abofetearle:

—¡Qué dices tú! ¡Ya hemos aguantado bastante! ¡Esto teníamos que haberlo hecho hace mucho tiempo! ¡Yo te mato! ¡Maricón!

—¡Quieta, mujer! —corrió a detenerla Podalirio.

—¡No consentiré que nos vuelvan a dominar! —gritaba ella—. ¡Esto se acabó! ¡Ahora mandamos aquí nosotros!

—¡Silencio! —ordenó Podalirio con autoridad—. ¡A partir de ahora se hará lo que yo diga!

Nana miró con asombro a su esposo, como si le costara creer que se comportara de aquella manera tan decidida y valiente.

—¡Eso! —añadió ella—. A partir de ahora, será Podalirio quien decida lo que hay que hacer aquí.

—¡Cállate tú! —le espetó Podalirio.

Ella replicó desconcertada:

—¡Estoy tratando de ayudarte!

Entonces, al verles discutir, el esclavo Erictonio se animó y forcejeó para librarse de las ataduras. Se puso en pie y, aunque medio envuelto aún en la piel de oveja, trató de escapar. Pero Podalirio saltó sobre él y le derribó.

—¡Estaos quietos! ¡Prestad atención de una vez! Nunca he pensado causaros mal alguno…

—Entonces… ¿por qué nos tratas de esta manera? —le preguntó Epafo, arrodillándose a sus pies.

—Porque quiero aclarar las cosas —contestó con énfasis el sacristán—. A partir de ahora se acabaron los caprichos, las veleidades y las tonterías en esta sagrada casa. Ahí tienes al divino Asclepio, muy quieto, manifestando su conformidad con esta resolución mía.

—Sí, sí, sí…, haremos lo que tú digas —asintió Epafo, abrazándose a sus piernas.

Pero Erictonio no estaba conforme y trató de zafarse otra vez de las ataduras con movimientos bruscos. Chilló:

—¡Nunca! ¡No le hagas caso! ¡Es un malvado! ¡Asclepio le castigue…!

Nana se fue a él y le propinó otra tanda de bofetadas.

—¿No has oído, maricón? ¡Aquí manda ahora Podalirio!

—¡Basta! —gritó el sacristán, sacando fuera toda la ira, el dolor y el remordimiento que había acumulado en su pecho.

Pero Nana descargaba su rabia pegando a Erictonio, que trataba en vano de liberarse, arrastrándose por el suelo, dando puntapiés, sacudiendo la cabeza y gritando:

—¡Socorro, que me mata esta bruja! ¡Aquí no hay más demonio que el que tenéis vosotros en el cuerpo! ¡Asesinos!

De repente, Epafo cobró brío y se fue hacia su esclavo, pero no para defenderle, sino para unirse a Nana en la paliza que le estaba dando, mientras le decía:

—¡Calla, estúpido esclavo! ¿No has oído? ¡Ahora es Podalirio quien manda aquí!

También la mujer del hierofante se volvió desde el suelo, envuelta en la piel como estaba, exclamando iracunda:

—¡Eso tenías que haber hecho hace mucho tiempo! ¡Él tiene la culpa de todo lo que nos pasa! ¡Deberías matarle! ¡Aquí no hay más demonio que el que tiene ese maricón en el cuerpo!

De manera que, en fin, todos parecían ahora dirigir su cólera contra el esclavo. Y éste, viéndose en total inferioridad, adoptó una actitud más humilde y aguantó la paliza sin poder hacer nada por el momento.

Podalirio voceó una vez más, irritado:

—¡He dicho basta! ¿Vais a escucharme, o no?

Todos le miraron sumisamente, dejando el forcejeo.

—No soltaré a nadie si no me prestáis atención —advirtió el sacristán—. Debo aclarar ciertas cosas.

—¡Habla de una vez! —le instó Epafo—. Di lo que quieres de nosotros y no nos tortures más.

—¡Eso, pon las cosas claras! —exclamó airada Nana—. ¡Que terminen de enterarse de quién es aquí el jefe!

—¡Chist! ¡Silencio todo el mundo! —ordenó Podalirio.

Cuando quedaron definitivamente en silencio, fijos los ojos en él, añadió:

—Ahora os soltaremos. Creo que ya he explicado por qué os até y os di las pócimas que provocan el sueño sagrado de Asclepio. Hace tiempo que las cosas no iban del todo bien en este santuario. Hasta el día de hoy, he sufrido pacientemente las consecuencias de un modo de actuar absurdo y arbitrario. A partir de ahora, todo va a cambiar. No quiero aquí disputas, ni alborotos, ni siquiera consentiré una voz más alta que otra. ¿Entendido?

Asintieron los tres con grandes movimientos de cabeza.

—Bien —añadió el sacristán—. Ahora os soltaré. Pero antes debo hacer otra advertencia.

—¡Habla, habla y desátanos ya! —le suplicó Erictonio con voz llorosa.

Podalirio prosiguió con imperioso tono:

—Una vez que mi esposa y yo soltemos esas ataduras, os marcharéis a vuestra casa sin rechistar. Y no volveréis a hablar jamás de este suceso. ¡Con nadie! Lo repito: jamás! ¡Con nadie! No haréis comentario alguno acerca de lo sucedido. La vida debe continuar como si esto nunca hubiera pasado. Pero que quede claro que se acabaron los caprichos, las discusiones, los chismes y todo tipo de complicación. Éste ha de ser un lugar tranquilo, donde los fieles y los enfermos hallen la paz que sus almas necesitan.

A Nana se le iluminó el rostro y exclamó encantada:

—¡Oh, Podalirio, qué idea tan maravillosa!

Él le lanzó una dura mirada, para que se mantuviera callada. Luego le ordenó con firmeza:

—¡Vamos a desatarlos!

Ella observó preocupada:

—¿Y si aún tienen dentro los demonios?

—¿Eres tonta? —tronó él—. ¡Hay que soltarlos!

Una vez libres, la mujer y el esclavo corrieron a reunirse con el hierofante. Temerosos, los tres miraban hacia Podalirio. Éste, muy serio, les advirtió una vez más:

—¡No olvidéis lo que os he dicho! Si os oigo rechistar, aunque sólo sea lo más mínimo, llamaré de nuevo a la gente y les diré que todavía os poseen los espíritus. Entonces acudiré a un remedio aún más doloroso.

—¿Cuál? —preguntó aterrado Epafo.

—Sabes muy bien a qué me refiero, pues eres el hierofante.

Las dos mujeres y el esclavo miraron de manera interrogativa a Epafo. Éste explicó con pavor en el rostro:

—Seremos atados con cadenas de hierro a los pies de la estatua de Apolo y golpeados con varas de olivo mientras se recitan las largas fórmulas de expulsión de los demonios. Eso es lo que manda hacer el más severo de los exorcismos.

—¡Exacto! —afirmó Podalirio—. Espero no tener que llegar a esos extremos. Ya sabéis que el procónsul romano está de mi parte y aprobará sin dudarlo cualquier decisión que yo tome. De manera que no os queda más remedio que hacer lo que mando.

—¡Qué bien lo has tramado todo! —replicó entre dientes Erictonio—. ¡Qué listo eres! ¡Y pensábamos que no eras más que una mosca muerta…!

—Éste tiene todavía el demonio —observó Nana—. ¿Le atamos otra vez? ¡Voy a buscar unas varas de olivo?

—Déjale —dijo Podalirio—. Ésas son las últimas palabras que le consentiré decir. Él tiene mucho más que perder que sus amos. Si se le ocurriera volver a enfrentarse a mí, será el primero en probar el remedio previsto.

Al verle tan firme en su decisión, ninguno volvió a abrir la boca.

—¡Y ahora, cada uno a su casa! —indicó con un enérgico gesto de la mano el sacristán.

El hierofante, su esposa y el esclavo salieron cabizbajos y humillados. Podalirio y Nana recogieron las pieles y las cuerdas que estaban tiradas por el suelo y pusieron en orden el templo. Después, también ellos se fueron a casa.

Se sentaron al amor del fuego sin decir nada. Estaban agotados.

Más tarde, Nana preparó una torta de pan y se la ofreció a su esposo. Él la cogió y sus miradas se encontraron. Entonces Podalirio se dio cuenta de que ella tenía el alma bailando de gozo.

—¿Qué pasa? —le preguntó, desdeñoso—. ¿Por qué sonríes de esa manera?

Nana adornó su admiración con voz melodiosa:

—¡Nunca pensé que guardaras escondido ese temperamento! ¡Resulta que, además de guapo, eres decidido, valeroso…! ¡Oh, Asclepio te guía, amor mío!

Él le clavó unos ojos indignados.

—¿Esto es lo querías de mí? ¿Ahora estás contenta?

La mujer contestó tratando de disimular una expresión maliciosa:

—¡Ahora el Asclepion es nuestro, querido! Podrás al fin hacer realidad todas las buenas ideas que guardas en esa cabecita tan inteligente. ¡Oh, qué maravilla!

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