Aristeo Podalirio, griego de Siracusa, hierofante servidor del dios salvador Asclepio en Corinto, cuya sagrada medicina aprendió en Epidauro a la vez que la gramática y otras ciencias, viajó a la provincia de Siria, a Galilea, en octubre del año de la duodécima investidura con tribúnico poder y la vigésimo sexta aclamación del emperador Claudio. Porque su corazón se había empedernido y comenzaba a despreciar a los dioses, abrumado ante la desmesura de la naturaleza, por la enorme debilidad humana, la moción turbadora y miedosa frente al sufrimiento, la soledad, el dolor y la muerte; ya que, tarde o temprano, todo hombre siente horror ante lo desconocido, ante la suntuosidad e infinitud del firmamento, ante el ingobernable e impredecible futuro y ante la invencible fuerza que arrastra el decurso de la vida hacia su final; y se daba cuenta de que ese terror, nacido de la vulnerabilidad y la incertidumbre, hace soñar a los hombres con los milagros, con otra realidad que resplandece y que palpita en el misterio, en lo impenetrable, lo distinto de lo humano y de todo lo que existe y que, sin embargo, es su más profunda raíz. Pero este Podalirio ya no era capaz de descubrir lo sagrado a su alrededor, y lo divino se le había hecho distante, inalcanzable. Y cuando el hombre se encuentra en este estado turbio es señal de que existe en él una oposición, una lucha que se ha de resolver, y entonces ha de sacrificarse y es preciso invertir los sentimientos, para librarse de la vergüenza, del desprecio o del miedo que le producían sus viejas creencias, y buscar ese misterio íntimo, sacro, divino y puro, como único salvador, liberador y protector.
Con este afán, ansioso e ilusionado, se embarcó en el puerto de Cencreas y navegó hasta Cesárea primero y después, siguiendo la costa, a Tolemaida, donde se puso en camino hacia Séforis, que era el lugar donde le habían indicado que hallaría a una tal Susana, mujer que, según le habían asegurado, había tenido trato con un hombre singular que había muerto, del cual algunos escritos narraban que hizo cosas extraordinarias, que habló con sabiduría y que —lo que más agitaba el alma de Podalirio— ¡había resucitado!, apareciéndose después a muchos de sus familiares y amigos; algunos de ellos vivos todavía hoy, por haber sucedido todo esto sólo veinte años atrás.
Después de una jornada de camino desde el puerto de Tolemaida, el sol declinaba cuando llegó Podalirio al pie de la cumbre donde se asentaba Séforis. Era una ciudad hermosa de estilo griego, con sólidas murallas, palacios y un espléndido teatro. En la misma puerta reinaba el orden y hubo de aguardar su turno para ingresar el denario que se exigía antes de pasar. Pagó el impuesto y se adentró por un dédalo de callejuelas de casas humildes. Los niños y los ancianos disfrutaban de la última hora de la tarde, a pesar de que el viento soplaba cálido desde el oeste y levantaba en las laderas polvo que se metía de manera molesta en los ojos. En una pequeña plaza, los mercaderes estaban ya recogiendo sus tenderetes. Allí mismo preguntó por la tal Susana, aportando todas las indicaciones que le habían dado. Enseguida supieron a quién se refería, y un muchacho se prestó a acompañarle, el cual, por el camino, le preguntó con picara expresión:
—¿Vas a comprar vino?
Como no tenía ganas de dar explicaciones, respondió Podalirio simplemente:
—Sí.
Siguió al muchacho y llegaron a un barrio con edificaciones de mejor fábrica y algunos templos que se alineaban a lo largo de una vía amplia y pavimentada. Allí, el chico se detuvo delante de la fachada de un caserón de dos plantas y le indicó:
—Ésta es la vivienda de Susana. Pero, como vienes a por vino, hemos de dar la vuelta por esa calleja e ir a la puerta trasera, donde se despacha.
Podalirio se dejó llevar. Por detrás la casa resultaba más baja y la calle que la rodeaba era estrecha y de tierra. Cruzaron un arco y accedieron a una especie de patio donde estaban reunidos un buen número de hombres de todas las edades, bebiendo vino, conversando o jugando a los dados. El muchacho preguntó, señalando el equipaje:
—¿Llevas ahí el recipiente para el vino?
A Podalirio le molestó su curiosidad, así que le ofreció un puñado de almendras como propina para que se marchara. Pero el chico se le quedó mirando, guasón, y le pidió:
—Prefiero un trago del vino que compres.
Como viera titubear a Podalirio, corrió hacia un mostrador que había al fondo y estuvo hablando con los que despachaban. Al cabo, un hombretón de cara rojiza y sudorosa se acercó y le preguntó a Podalirio:
—¿Cuánto vino quieres?
—No vengo a por vino —contestó él—. He venido a preguntar por Susana.
—Un momento —respondió secamente el hombretón.
Volvió al mostrador y desapareció por detrás de unas cortinas. Frente a Podalirio, el muchacho se impacientaba:
—¿Y yo qué…? Si no vas a comprar vino, al menos pide un vaso para mí.
Como le estaba importunando tanto descaro, él otorgó:
—Anda y pídelo. Yo lo pagaré.
Se entretenía Podalirio contemplando la animación que reinaba en aquel local cuando regresó el hombretón acompañado por un anciano, que alzó hacia él una cara oscura y una barba muy blanca y le escrutó con sus ojos grisáceos. Luego le preguntó sin preámbulos:
—¿Buscas a Susana?
—Conocí a Lucius en Grecia —explicó Podalirio—. El me dijo que podría presentarme en casa de Susana diciendo sólo que venía de su parte.
El rostro del viejo se iluminó.
—¡Lucius! ¿Qué es de él?
—Le dejé en Corinto. Está muy bien y me pidió que os manifestara su afecto. Supongo que tú eres Gabinio, el tío de Susana; también me habló de ti.
—Entremos en casa. ¡Qué alegría! —exclamó el anciano cogiéndole por el brazo.
Le condujo al interior de la vivienda y mandó al hombretón que se ocupara de su equipaje. Después llenó un vaso de vino y puso encima de la mesa pan y una granada.
—Siéntate, que estarás cansado —dijo amablemente—. ¿Cuál es tu nombre?
—Podalirio. Soy griego, oriundo de Siracusa, pero me crié en Epidauro y he vivido en Corinto. Tengo mujer, un hijo y una nieta allí, en Grecia.
—¡Oh, Grecia! —exclamó el anciano, alzando los ojos hacia el cielo—. ¡Nosotros también somos griegos! Pero nunca hemos estado allí…
—Ya lo sé —manifestó Podalirio—; Lucius me lo contó.
—Lucius —comentó enternecido Gabinio—, nuestro querido médico. Susana se alegrará tanto al saber de él…
—¿Dónde está tu sobrina?
—En el campo. No sé si Lucius te lo diría; tenemos la viña abajo, en el valle. Allí están el lagar y la villa donde solíamos pasar la mayor parte del año. Pero, ya ves, yo soy un viejo y para mí resulta más cómoda la ciudad. Además, ¿quién cuida aquí de la venta del vino? Pero a Susana le gusta aquello…
Podalirio bebió y dijo con cortesía:
—¡Qué bueno es!
El anciano también bebió un trago y sonrió complacido.
—Mañana podrás ver a mi sobrina. La viña no está lejos. Ahora acábate la cena y descansa. Vienes de un largo viaje.
Después de tantos días de viaje, Podalirio durmió como si hubiera muerto. Cuando despertó, al principio no supo dónde se hallaba. Abrió los ojos en aquella alcoba fresca y oscura y tardó un buen rato en ordenar sus pensamientos. Hasta que fue recordando todo lo que le había sucedido desde que salió de Corinto, y entonces se regocijó al darse cuenta de que al fin estaba en su destino. Tendido boca arriba, sentía la espalda adormecida y los miembros doloridos. Algo de claridad se colaba por los laterales del espeso cortinaje que cubría la puerta. Se levantó y caminó con torpes pasos. Luego recorrió un pasillo estrecho, largo y en penumbra, hasta llegar a una estancia más amplia, iluminada, cuyas paredes lucían pinturas de sencillos diseños geométricos en color ocre, sobre fondo ceniciento. Los muebles eran toscos y no había más adorno que un seco haz de espigas de cebada puesto en un jarrón de barro sobre la mesa. A pesar de su aturdimiento y de que la estancia tenía un aspecto diferente a la luz del día, reconoció esa sala como el lugar en el que la noche anterior había estado cenando con el anciano Gabinio.
Aquella parte de la casa comunicaba con el mostrador y con el patio cuadrado donde se despachaba el vino. Salió Podalirio y se encontró con el hombretón de la cara rojiza, que estaba barriendo el enlosado.
—Mi amo está en los huertos —indicó el criado.
Podalirio le siguió por una sucesión de patios de tierra y establos hasta un amplio espacio abierto que el sol deslumbrante bañaba. Los árboles crecían sin orden; higueras, granadas y manzanos, en medio de surcos con chicoria, cardos, legumbres y calabazas, todo rodeado por una cerca alta de piedras.
Allí estaba Gabinio, encorvado, afanándose en abrir surcos en la tierra con un pesado azadón. Pero, como era sordo y corto de vista, no se percató de su llegada hasta que el hombretón le gritó:
—¡Amo, el forastero se ha despertado!
El anciano se volvió y aguzó sus ojillos grisáceos. Soltó la azada y cogió un bastón. Se aproximó diciendo:
—¿Querrás creer que, por más que lo intento, no recuerdo cómo te llamabas?
—Podalirio.
—¡Ah, claro, Podalirio! ¿Has descansado?
—He dormido profundamente.
—Pues ven conmigo —dijo el anciano cogiéndole por el brazo— y te indicaré por dónde has de ir a la viña.
Caminaron despacio hasta el final del huerto y salieron por una puerta pequeña a una calleja que discurría entre casas bajas de adobe. Un arco elevado, flanqueado por dos torres, abría la muralla hacia el sur. Desde allí se contemplaba la amplia extensión que se iniciaba al pie de la colina sobre la que se alzaba Séforis. Eran campos labrantíos de barbecho alternándose con tierras roturadas, olivares y vides.
—Es el Nahal Zippori —explicó Gabinio, señalando en aquella dirección con la punta afilada de su bastón de mirto—. Detrás verás las colinas de Nazaret y algo del valle de Tir'am. Yo ya no soy capaz de ver nada desde aquí, pero sé que se puede distinguir el camino que parte hacia el sur ladera abajo y que se pierde por los campos.
—Veo el camino —afirmó Podalirio.
—Bien. Aunque no hay pérdida posible, pues en todas partes se pueden encontrar campesinos que te indicarían, Filipo te acompañará —dijo refiriéndose al hombretón—. ¡Oh, ya me gustaría a mí ir con vosotros! La vendimia está recogida, las uvas pasas se solean para ser prensadas y los mostos frescos descansan en las tinas; ¡nada como un lagar en este tiempo de otoño!
Podalirio y Filipo montaron en sendas muías, se despidieron de Gabinio y emprendieron el descenso. Pasaron por debajo de un segundo arco y, después de cabalgar por delante de las últimas casas de la ciudad, tomaron un camino empedrado que los llevó pronto al pie de la colina, enderezándose en el llano, donde crecían sicómoros y acacias. Atrás quedaba Séforis, resplandeciendo en la luz de la mañana sobre su promontorio, mientras ellos se adentraban por olivares de viejos y retorcidos troncos y por campos de almendros y albaricoqueros que perdían las hojas.
Más adelante, el camino discurría paralelo a un arroyo seco, en cuyas proximidades ramoneaban rebaños de cabras en busca de los brotes tiernos de los arbustos. Se detuvieron y los pastores les ofrecieron agua fresca de una fuente que brotaba entre las rocas. Con ellos Filipo no habló en griego, sino en la lengua de los judíos de aquellas tierras, pero Podalirio entendió perfectamente que se referían a Susana.
El sendero se estrechó y los condujo a través de un bosque de árboles no muy altos y de zarzales con moras en sazón. El pasto era fino y seco; el suelo, pedregoso unas veces y polvoriento otras. Delante sobresalía la montaña, con peñas grandes en las cimas.
—Ya estamos cerca —indicó Filipo.
Después de bordear un cerro sin dejar el arroyo, apareció un amplio llano poblado de viñas y una villa grande y bella sobre una loma.
—Hemos llegado —dijo el criado.
Los saludaron unos hombres que estaban cortando cañas y los ayudaron a descabalgar junto a un pozo y una noria, donde daba vueltas mansamente un camello. El caserío estaba rodeado por muros de adobe, a los cuales se adosaban los establos.
Cuando Filipo preguntó por la señora, unos muchachos que estaban encerrando a un buey le contestaron:
—El ama ha ido a la casa de la vega del Tir'am a visitar a sus parientes.
Filipo miró a Podalirio encogiéndose de hombros y le dijo:
—Tendrás que esperarla. Yo he de regresar a Séforis para ocuparme de la venta del vino.
Dicho esto, arreó a las muías y se fue con ellas por donde había venido, sin apenas detenerse a descansar un rato.
Durante su espera, Podalirio pudo comprobar lo hospitalaria que era aquella gente: a cada momento le llevaban dátiles, leche, agua fresca, uvas y albaricoques secos. Un criado le lavó los pies y después le condujo a un lugar fresco y confortable de la casa. Allí le procuraron también vino, nueces y pan tierno. Tuvo que hacer un esfuerzo para probar todo, pues no le cabía nada más en el estómago y no quería desairarlos.
Por la tarde llegó el administrador y le dio conversación. Se llamaba Epidio; un hombre delgado, canoso, pálido y de abultados labios, enérgico y nervioso.
—¿Conoces a la señora? —preguntó aguzando sus negros e inteligentes ojos.
—No —negó escuetamente Podalirio.
—¿Estás aquí para hacer negocios? ¿Quieres comprar vino?
—No, no se trata de eso.
—¡Ah, eres vendedor! —sonrió astutamente el administrador.
—No, no vengo a vender.
Epidio se puso serio:
—¿Entonces…? ¿Vienes de parte de algún pariente? ¿De dónde vienes?
—De Grecia.
Epidio arqueó una ceja y se irguió. Moviendo la cabeza, comentó con gravedad:
—Humm… ¡De Grecia!
Podalirio se sintió obligado a dar alguna explicación:
—No soy hombre de negocios y no vengo a pedir ni a ofrecer nada. Conocí en Corinto a cierto hombre que es amigo de Susana y consideré que debía venir a verla. Se trata sólo de eso. Pero no quiero causar ninguna molestia.
Los ojillos del administrador mostraron preocupación y, dejando el vaso de vino encima de la mesa, observó:
—¡Vaya, no hace falta que me digas más! Has venido para curiosear sobre aquello… Lo que te interesa de la señora es lo que sucedió hace veinte años…
—Eso es —asintió con sinceridad Podalirio.