Authors: Chufo Lloréns
Mientras aguardaba a sus visitantes, Mainar repasó mentalmente las vicisitudes por las que había tenido que pasar para la consecución del ansiado caserón. En principio, en el acuerdo tuvo que especificar las condiciones en las que se vendía el inmueble y al fin al que estaba destinado. Su astucia le inspiró el camino a seguir. A requerimiento de Barbany, el notario anotó en el documento que en la casa se alojarían esclavos comprados en las subastas del mercado de la Boquería, cosa que certificó el subastador del mismo; que a aquellos hombres, mujeres y niños se les enseñaría un oficio que les serviría en el futuro para mejorar su condición, que en su posterior venta se incluiría una cláusula para que pudieran adquirir su libertad en el bien entendido que en dicha transacción debería estar incluido el beneficio que Mainar debería percibir por la inversión hecha en sus personas tanto en el momento de la compra como en el de su enseñanza y mantenimiento. Cuando vio que Barbany aceptaba el trato, respiró tranquilo, pues aparte del precio y de aquella sinuosa cláusula las demás condiciones le parecieron un juego de niños.
La casa hacía esquina a dos calles; estaba perfectamente conservada y su fachada exterior apenas necesitó ser remozada; en cuanto al interior realizó las reformas pertinentes para adecuarlo a su idea. La entrada del patio de caballerías y carros fue ampliada y reformada. Tras el portón se abría una sala en cuyas paredes, con anaqueles, los parroquianos debían dejar las prendas y objetos que consideraran innecesarios para su relajo y entretenimiento y, obligadamente, cuchillos, navajas y cualquier arma cortante que pudiera ser peligrosa en caso de una reyerta entre algún que otro achispado cliente que sufriera un ataque de celos o cuyo intelecto se viera turbado por los vapores del vino. Ante los estantes había un largo banco de torneadas patas. Desde esta sala se pasaba a otra donde, alrededor de un tablado parecido al de la subasta de esclavos pero circunvalado por un ruedo de candiles con sus respectivos velones, se habían dispuesto mesas de diversos tamaños con sus respectivos escabeles para acoger a los clientes. Ni que decir tiene que en el susodicho espacio irían apareciendo las desdichadas de las que podrían gozar durante la velada y, si así convenía, adquirir posteriormente. La sala desembocaba en una escalera que ascendía al primer piso: allí se abrían ocho puertas que daban a los consiguientes reservados, debidamente acondicionados con jergones y aguamaniles con sus correspondientes servicios, y desde donde se podía observar a través de un pequeño ventanuco cubierto por una discreta celosía, lo que sucedía en el salón inferior. Tras el escenario había unos cuartuchos sin ventilación donde aguardarían turno las destinadas a mostrarse al público cada noche. En el sótano se encontraban las mazmorras donde deberían dormir los desgraciados habitantes de aquella singular y gigantesca prisión. En cada piso había unos mingitorios destinados a aliviar las necesidades de los parroquianos y en la parte posterior de la planta baja, más allá del gran patio, las cocinas y despensas con todo lo necesario para poder alimentar a los allí alojados y el comedor de los esclavos, además de un gran huerto que abastecía de verduras a todo el personal. Lo circunvalaba un alto muro coronado de puntas de vidrio, cuyo único portalón, destinado a la entrada de mercancías, estaba rematado en cada una de las esquinas por atalayas desde las que se podía vigilar tanto el exterior como el interior, ya que por las mañanas toda la tropa de esclavas era obligada a salir a la luz del sol para conservar su salud y aspecto. Finalmente, junto a las cuadras, había una estancia destinada a los guardianes encargados de mantener el orden en el local; a su alcance, en un armario, un arsenal de porras, bastones y chuzos de asta de madera y afilada punta de hierro dispuestos a disuadir al más revoltoso de los parroquianos. Junto a esta estancia, el dormitorio de los sirvientes.
A la hora acordada, un propio llamó a la cancela de su estancia para anunciarle que los esperados visitantes habían llegado. Mainar se estiró el jubón, se alisó las calzas y tras ajustarse el parche del ojo, ordenó al doméstico que los hiciera pasar sin poder evitar que un nudo atenazara su garganta. Se puso en pie y apoyándose en el ángulo de la mesa, compuso el gesto y enderezó la espalda, dispuesto a causar buena impresión al poderoso caballero. Tras demandar la venia se abrió la puerta y ante él comparecieron Simó, el eficaz subastador del mercado de esclavos, acompañado del mítico Marçal de Sant Jaume, otrora influyente amigo del conde Ramón Berenguer y ahora poderoso intercesor ante el primogénito Pedro Ramón. Los ropajes del caballero sorprendieron a Mainar; no tanto por su estilo, ya que de sobras conocía su costumbre de vestir al modo musulmán, sino más bien por su magnificencia y boato. Se cerró la puerta tras ellos y ambos hombres se miraron con curiosidad. Simó esperaba en la puerta, cabizbajo.
—Bienvenido a esta humilde morada, señor, habéis tomado posesión de vuestra casa —saludó Mainar.
El de Sant Jaume calibró con la mirada al medio enmascarado anfitrión, jugueteó indolente con el rebenque que portaba entre las manos y respondió solemne y engolado:
—A mí también me place conoceros. Simó ha sido para vos un buen introductor, mas una vez satisfecha mi curiosidad, por mi conveniencia y por la vuestra, pocas serán las veces que nos veamos: la corte tiene ojos y oídos por todas partes y no sería procedente entorpecer lo que promete ser un pingüe negocio por una imprudencia. Nuestro vínculo será como siempre el gordo Simó —añadió, con el tono de desdén que dedicaba siempre al subastador de esclavos.
—Sea siempre como gustéis, señor.
El caballero de Sant Jaume paseó indolente su mirada curiosa por toda la estancia.
—A fe que estáis bien instalado, soy buen conocedor de distintas costumbres y me place que los ambientes correspondan a los negocios que en ellos se desarrollan.
—He procurado, señor, que en toda la casa presida la alegoría del placer común en lugares lejanos, como bien sabéis, y tan denostado, en cuanto a lo público se refiere, por nuestra Iglesia.
—De lo cual se infiere que el islam es mucho más respetuoso con la naturaleza del hombre que nuestra religión. Ved que su paraíso habla de huríes vírgenes y de cópulas infinitas en prados verdes surcados por riachuelos, en tanto que al nuestro nos lo pintan, aparte de asaz monótono, difícil de alcanzar.
—Señor, todo lo que vaya en contra de las leyes del instinto de procrear está condenado al fracaso. Por eso este negocio es infalible.
El de Sant Jaume hizo un gesto de asentimiento.
—Abundo en vuestro criterio, pero debo deciros que deberéis pensar en otro sitio para el segundo de vuestros negocios, ya que no me placería tener tal comercio en las cercanías de mi casa. —Luego se dirigió a Simó, que asistía mudo a aquel diálogo—. Creo que en el camino de Montjuïc, a la vera del
raval
del Pi, hallaréis un emplazamiento mejor.
El subastador intervino.
—He pensado, señor, por lo mismo que comentabais hace un instante, que no es bueno para el asunto la vecindad de la iglesia del Pi.
—No seas estúpido. Nada habrá de acaecer contando en palacio con el beneplácito y la protección de quien sabéis.
—¿Y si algún clérigo inoportuno mete las narices?
—Será que se siente atraído por el olor a mujer y entonces sabremos satisfacer su necesidad —respondió Marçal, socarrón.
Mainar, que lo último que deseaba era contradecir a su protector, matizó:
—Será sin duda como gustéis, y ahora si os place os mostraré las instalaciones.
—Aún no. Antes quiero saber el porqué de vuestro extraño aspecto.
Después de invitar a su protector a acomodarse y hacer él lo propio, el tuerto le puso al corriente de sus extrañas andanzas y tuvo buen cuidado de explicar la misma historia que había contado a Simó, que pareció satisfacer al de Sant Jaume. Al punto Mainar mostró las instalaciones al caballero, seguido a unos pasos por Simó, y por la actitud del visitante supuso que el lugar le había complacido en grado sumo.
—El continente parece apropiado; el contenido, Simó, dependerá de ti —advirtió Marçal.
—Os aseguro, señor, que estará a la altura, no tendréis queja.
—Bien está lo que bien acaba; no quiero volver a hablar del asunto.
Luego, el de Sant Jaume, indicando a Simó con un gesto que le siguiera, se dirigió a la salida donde, al pie de la escalinata, sus portadores le aguardaban con las calzas de madera de la silla apoyadas en el suelo.
Cuando ya hubieron partido y en la quietud de su gabinete, el tuerto meditó en voz alta: «Llegará el día que comerás en mi mano».
La botadura
Doña Caterina, traedme a Marta a la biblioteca vestida como corresponde al acontecimiento que hoy vamos a celebrar. Para mí es un gran día, pero para ella tiene que ser inolvidable.
La mujer se retiró apresurada y la voz de Martí Barbany la detuvo en el marco de la puerta.
—Quiero que asistáis todos a la playa, que en la casa se queden únicamente el mayordomo y el jefe de mi guardia con un retén que cubra las puertas y la muralla.
—Como mandéis, señor.
Martí se quedó solo aguardando a su hija y aprovechó aquellos instantes para poner un poco de orden en sus pensamientos. Marta, el centro de su existencia, había cumplido ya once años, y en ella veía reflejadas las virtudes que habían adornado a su amada Ruth. Su imperio económico no había parado de crecer desde la muerte de su esposa, y su gallardete era conocido en todos los puertos del Mediterráneo, así como sus caravanas cargadas de valiosos productos: marfil, espadas, armaduras, trigo, cebada, paños y pieles curtidas, que llegaban y partían de Barcelona tanto hacia la tierra de los francos como hacia los reinos cristianos y moros del resto de Hispania. Un único asunto turbaba su espíritu en el nuevo año y no era otro que el engaño sufrido al vender la casa de la Vilanova dels Arcs a aquel villano que, aprovechando su buena fe, le constaba había establecido, sin que al parecer a nadie importara, un negocio que repugnaba a cualquier conciencia cristiana.
Los pasos ligeros de Marta, acompañada por las voces de doña Caterina, que se fatigaba en extremo al intentar seguir a aquel cervatillo por las escaleras, anunciaron su presencia. La niña se asomó por la puerta y sus vivaces ojos lo buscaron por la estancia. Al ver a su padre instalado en un sillón bajo el ventanal trilobulado, corrió hacia él y se arrojó en sus brazos.
—¡Calma, Marta, doña Caterina casi no te puede seguir!
La mujer llegó sin resuello a la entrada del gabinete.
—Se lo digo una y mil veces, amo: las damas deben caminar con más recato y adoptar un paso pequeño y contenido; Marta ya es una mujercita. —Martí, que ya había renunciado a que el ama Caterina le llamara señor, apoyó su criterio.
—Cierto. Hija mía, ya comienzas a tener una edad y tu comportamiento ha de ser digno de tu condición.
—Padre, es la alegría que tengo cuando consigo veros. Trabajáis tanto y sois tan caro de ver que cuando me hacéis llamar, me olvido de las normas y corro al galope.
—De eso es de lo que me quejo —añadió la vieja aya—. Apenas puedo seguiros y me canso de repetiros lo mismo una y otra vez.
—No se repetirá, doña Caterina, a partir de ahora tendremos mucho cuidado. —Y, dirigiéndose a su hija, añadió—: ¿No es cierto, Marta?
—Tendré mucho cuidado, padre, no volveré a correr dentro de la casa.
—Así me gusta, y vos ama, podéis retiraros.
Padre e hija quedaron frente a frente.
—Ven acá, Marta, siéntate a mi lado.
Recogiéndose la almejía, la muchacha se acurrucó en el sillón al lado de su padre. Lucía una sobreveste de color azul, abierta por los laterales, por los que asomaban las mangas de una camisa blanca que se ajustaban a las muñecas y con el escote ribeteado de pasamanería, cerrado a caja; cubría sus piernas con medias de color añil y calzaba sus pies con sus primeros escarpines de un azul más intenso. Martí la miró con orgullo. Aquella mujercita era su hija.
—Veamos, Marta, el día ha llegado y hoy vas a vivir unos acontecimientos que marcarán tu vida.
—Ya lo sé, padre mío, y ello ha hecho que esta noche el sueño me haya abandonado. No he cerrado los ojos ni un instante pensando en la hermosa jornada que se avecinaba.
—Pues no lo sabes todo, hija mía, y nada te he dicho porque hasta esta mañana no me han confirmado lo que te voy a exponer.
—¿Qué puede haber más importante que presenciar la botadura de un barco que he visto construir durante dos años?
—Pues que la condesa Almodis en persona va a apadrinarlo junto a ti.
Los ojos de Marta brillaron jubilosos.
—Padre, ¿por qué soy tan afortunada?
—Sin duda porque te lo mereces, por buena hija de la Iglesia y por buena hija mía.
—¿Os puedo pedir una cosa?
—Ciertamente.
—Me gustaría que Amina me acompañara.
Martí meditó unos instantes.
—¿Lo crees necesario?
—Padre, cuando llegue no conoceré a nadie.
—Que así sea si así te place, pero ten en cuenta que cuando te presente a la condesa ella habrá de quedar a un lado.
—Os adoro, padre —dijo ella, echándose en sus brazos, antes de ir a comunicar la buena noticia a su amiga del alma.
De camino se cruzó con Ahmed, que pasó casi sin verla. Pensativa, Marta siguió con la mirada la triste figura del joven. Unos meses atrás andaba embobado, con una perenne sonrisa, y sin embargo ahora unas profundas ojeras oscurecían su mirada. La muchacha se dijo que habría dado cualquier cosa por saber qué turbaba esos días el espíritu y los amores de su buen amigo.
La playa situada a la derecha de la puerta de Regomir, donde tenía sus atarazanas Martí Barbany, era un hormiguero de gentes venidas de todos los rincones del condado. La botadura del primer barco de aquel porte no era cosa baladí y para los barceloneses, a pesar del riguroso frío invernal, la ocasión era una fiesta. Aquel navío iba a ser, sin duda, el mayor de la flota del naviero, compuesta ya por sesenta y tres naves de diferentes bordos y calados. En esta ocasión, Martí había coronado un proyecto largamente acariciado y sus carpinteros de ribera, calafates, herreros y en conjunto todos aquellos que dedicaban sus esfuerzos a la construcción de bajeles, habían batido sus anteriores registros. Pese a que lo había visto crecer desde el inicio, Marta, al llegar a la playa, se asombró de la magnitud del que había de ser el buque insignia de la flota de su padre. La acusada quilla del casco del esbelto navío mixto de vela con tres hileras de remos yacía encajada en la hendidura central de una cama de traviesas de madera de haya, que colocadas a tres varas una de otra y embadurnadas de grasa descendían por la playa hasta el agua; sus poderosos flancos descansaban apuntalados desde las amuras hasta las aletas de popa por largas y gruesas pértigas a su vez clavadas en la arena y que, manejadas y sujetas por avezados y forzudos hombres de mar, la acompañarían hasta el agua. La nave era un trirreme parecido a la celandria bizantina de veintiséis filas de tres bancos y de tres galeotes por remo que además iba a aprovechar la fuerza del viento mediante tres velas latinas cuyos palos, trinquete mayor y mesana descansaban en aquellos momentos recostados sobre la cubierta y que se montarían cuando ésta estuviera ya en el agua. El castillo de popa soportaba en su cubierta un timón doble que garantizaría el buen gobierno; bajo él se hallaba, a estribor, el camarote del capitán y a babor, el del armador. A proa un castillo algo menor con otros dos camarotes para pasajeros ilustres o adinerados que los pudieran pagar, y un pequeño cubículo para el físico de a bordo, figura instituida por iniciativa del armador. En el sollado estaban los cois de la tripulación, y más abajo la bodega de carga. Circunvalaba la nave una estrecha pasarela alzada que permitía rodearla por el exterior y desplazarse sin interferir en la boga de los remeros, y por el centro de la nao y de proa a popa y bajo la cubierta, la atravesaba un estrecho puentecillo de madera por el que se podía desplazar el cómitre para, en casos extremos de huida o defensa, estimular con el rebenque a las bancadas de galeotes. En aquel momento tres largas escaleras de mano estaban apoyadas a ambos costados y dos plataformas hechas con tablones de madera con sus respectivas barandillas y amarradas a sus correspondientes polipastos descansaban en la arena junto al barco, preparadas para subir a bordo a los invitados.