Authors: Chufo Lloréns
—No me respondéis, Marta. Voy a ser más concreto; de poder escoger ¿preferiríais regresar a vuestra casa o preferiríais seguir en palacio?
Marta dudó un instante.
—Echo de menos a mi padre, por supuesto… —Al pensar en Bertran, en su compañía, en sus momentos en el invernadero, añadió—: ¡Creo que me gustaría estar en ambos sitios a la vez!
El conde sonrió.
—Pues me temo que pronto tendréis que dilucidar qué queréis hacer. Si mis noticias son ciertas, el barco de vuestro padre rebasó ayer la punta del cabo de Creus y esta mañana estaba a la altura de las islas Medas. Por eso os he mandado llamar.
Marta al momento recordó las palabras de Delfín. Después, sin pensar, se alzó como un resorte y abalanzándose sobre el viejo conde, le echó los brazos al cuello y le besó las barbadas mejillas, ante la asombrada mirada del senescal Gualbert Amat.
Arbucias
Rashid al-Malik despertó de un profundo sueño. Al principio ignoraba dónde se hallaba o cuánto tiempo había transcurrido. Su mente evocaba retazos de imágenes: se veía avanzando por un estrecho pasillo llevado en volandas por dos hombres que se limitaban a obedecer las órdenes que impartía el que iba al frente y ascendiendo por una amplia escalera de caracol… Era lo último que recordaba. Se palpó la cabeza, que seguía doliéndole, pero le sorprendió notar un vendaje. Alguien se había ocupado de su herida.
A duras penas se incorporó de aquel lecho desconocido y se dirigió a la puerta de la estancia, que estaba cerrada. Miró a su alrededor: ese cuarto, que nada le decía, estaba amueblado de manera austera, pero cómoda. Junto a la cama, sobre una mesita, había un plato con comida y, de repente, Rashid se sintió hambriento. Aunque un millar de preguntas cruzaban su mente, comprendió que estaba encerrado, pero que, fuera quien fuese el responsable de su secuestro, se había molestado en curar su herida, proporcionarle una alcoba decente y algo de comer. Probó con cautela los alimentos, por miedo a que pudieran contener algún veneno. Nada percibió, así que comió cuanto había en el plato y luego, aunque fatigado y dolorido, se sintió mejor.
Transcurrieron así varios días, en los que la única persona a quien vio durante su encierro fue a un criado fuerte y corpulento que se ocupaba de llevar y traer la comida; le trataba con deferencia, aunque, aparte de decirle su nombre, Sisebuto, no le ofreció la menor explicación de por qué se hallaba retenido allí. Lo único que podía hacer el anciano era contemplar un desolado paisaje por la ventana de su habitación.
Al cuarto día las cosas cambiaron. Por esa misma ventana vio llegar un lujoso coche con un tiro en consonancia con la categoría del carruaje. Dos alazanes y dos tordos tiraban de él. A lomos del primer cuartago iba un postillón, en el pescante dos aurigas y en la parte posterior y de pie, dos palafreneros. Apenas llegado el coche frente a la entrada de la casa cuando las puertas de hierro de la verja se abrían y cerraban de nuevo. Rashid supo que allí llegaba su destino.
Observó cómo el auriga descendía del pescante y se precipitaba a abrir la portezuela del carruaje en tanto uno de los palafreneros colocaba al pie junto al estribo un pequeño peldaño de madera. Al poco descendieron del lujoso carricoche dos hombres bien vestidos, uno de ellos curiosamente al estilo moruno. Del otro llamó su atención el parche que cubría su ojo izquierdo. Al tiempo que por el caminito de piedra se dirigían a la casa salía de la misma a su encuentro el criado que le atendía. Después se acercaron tanto a la entrada de la casa que los perdió de vista.
Rashid tuvo la certeza de que aquella visita tenía que ver directamente con el hecho de su secuestro, que se reafirmó en cuanto escuchó unos precipitados pasos que se acercaban a su prisión. El criado abrió la puerta y, asomando la cabeza por el quicio, le invitó en su habitual tono educado:
—Señor al-Malik, el alcaide demanda vuestra presencia; si os place, tened la merced de acompañarme.
—Me parece que no tengo elección, ahora os sigo.
En la pieza del alcaide departían tres hombres: Marçal de Sant Jaume, Bernabé Mainar y el anfitrión, Pere Fornells. Éste daba explicaciones a los dos visitantes sobre los pormenores de la estancia de aquel extraño huésped.
—Llegó en un estado deplorable, vuestros hombres tal vez se excedieron, al punto de que el físico tuvo que subsanar el estropicio.
El de Sant Jaume opinó dirigiéndose a Mainar:
—Ya os dije, cuando me lo contasteis, que en mi opinión era un anciano y que no era necesaria tanta fuerza para meterlo en un carruaje y traerlo hasta aquí.
—Quizá fue culpa mía; imbuí a mi gente tal espíritu de responsabilidad que tal vez se sobrepasaron y confundieron diligencia y premiosidad con rudeza. Eso es lo que ocurrió. —Luego se dirigió al alcaide—. Supongo que ahora estará bien.
—El físico hizo un buen trabajo, a lo primero confundía las cosas aunque creo que ahora va mejor; por lo menos así me han dicho.
—¿No creéis que sería mejor interrogarlo a través de un cortinón que le impidiera ver nuestros rostros? —preguntó el de Sant Jaume.
—No, mi señor —respondió Mainar—. Eso le produciría una desconfianza que no nos conviene. Debemos respetar la manera que hemos planeado; no olvidéis que debemos hacerle creer que estamos al servicio de la casa condal, que su invención es demasiado trascendental para que caiga en manos de cualquiera, y que el conde está dispuesto a pagar bien sus servicios. Si se aviene, todo será mucho más fácil. En caso contrario, y de él depende, las cosas se le pondrán muy difíciles.
—Pero habrá visto nuestros rostros.
—Da lo mismo. Lo que únicamente dependerá de su actitud será la forma de morir. Puede hacerlo dulcemente en el lecho mediante un veneno o malamente en una mazmorra suplicando por que le acaben de matar. Como comprenderéis, el hecho de que nos haya visto no tiene la menor importancia… Se irá al otro mundo con nuestro recuerdo.
—Bien, entonces tal vez haya llegado el momento. Si no tenéis inconveniente, querido alcaide, haced que lo introduzcan en nuestra presencia y tened la bondad de dejarnos solos.
Los dos hombres aguardaban la llegada de Rashid en el salón principal de la masía de Arbucias. Fornells, siguiendo la indicación de su señor, había abandonado la estancia. El sonido de unos nudillos en la puerta indicó a ambos hombres que su huésped había llegado.
—Pasad.
La voz del de Sant Jaume sonó autoritaria.
Acompañado del corpulento criado, Rashid al-Malik fue introducido ante sus captores.
Ambos se quedaron en pie junto a la puerta aguardando.
—Puedes retirarte, Sisebuto. Si haces falta ya te avisaremos —ordenó el de Sant Jaume al criado.
El gigantesco individuo, con una tímida inclinación de cabeza, salió del salón.
En el acto Rashid reconoció a los dos individuos que había visto llegar en el carricoche.
Ante su extrañeza ambos se pusieron en pie.
—Acercaos, querido señor, y tomad asiento. No es bueno que en vuestras condiciones permanezcáis de pie.
Rashid se adelantó, extrañado por aquella actitud que no encajaba en absoluto con lo que había imaginado.
El caballero vestido a la moda agarena le indicó con la mano uno de los sillones abaciales que ornaban la estancia.
Rashid tomó asiento y los otros dos hicieron lo propio.
—Lamentamos profundamente la incalificable actuación de nuestros hombres —prosiguió el caballero—, sabed que ya han sido castigados. No hay que confundir la eficacia con la brutalidad. Se os había de invitar en primer lugar a acompañarlos y en caso de que os negarais, desde luego obligaros a ello, no hay por qué negarlo, pero no de la forma que lo hicieron. Os tenemos por hombre inteligente que sabe medir situaciones y no dudamos que nada de lo ocurrido hubiera sido necesario.
Rashid escuchó atentamente la explicación y su avispada mente llegó a dos conclusiones: la primera era que su detención no se debía a un error fatal y la segunda que aquellos hombres querían algo de él.
Otra cosa captó su aguda mente. El tuerto no hablaba y cuando lo hiciera, intuía que no sería en el mismo tono del otro.
—No se me alcanza entender qué asunto no se pueda tratar sin tener que emplear la fuerza —repuso con cautela—. Todos los días se alcanzan acuerdos en Barcelona y creo que sin necesidad de raptar a nadie y mucho menos maltratarlo.
El de Sant Jaume prosiguió:
—Tenéis razón, pero cuando lleguemos al meollo de la cuestión os daréis cuenta de la singularidad de nuestro propósito.
Rashid sentía sobre sí, fija como la de una sierpe, la penetrante mirada del único ojo del tuerto que parecía querer traspasarle y, sobreponiéndose a su miedo, intentó transmitir una sensación de entereza.
—Comenzad por el principio y demos fin cuanto antes a esta mascarada.
El tuerto abrió la boca por primera vez.
—Mascarada que puede devenir en tragedia, no lo olvidéis.
El otro caballero quiso rebajar la tensión.
—No tiene por qué si colaboráis como persona inteligente que sois.
—Está bien, decidme lo que pretendéis de mi persona y no dudéis que si está en mi mano el concederlo, entenderéis que nada de todo esto era necesario. Y ya no hablo de mi daño, sino de la angustia que habréis ocasionado a las gentes de la casa de Martí Barbany, en la que me alojo.
—Somos conscientes de ello, pero en cuanto os percatéis del fondo de la cuestión comprenderéis nuestra forma de actuar y las precauciones que nos hemos visto obligados a tomar.
—Jamás habré escuchado con más atención relato alguno.
—Vamos pues a ello. Nos agradaría, antes de comenzar, deciros que os podéis ahorrar cualquier posibilidad de negar algo. Sabemos muy bien de lo que hablamos y nos guiamos por hechos probados.
Rashid asintió con un gesto. El otro prosiguió.
—Sois casi el origen de la fortuna de vuestro anfitrión y su mano derecha en el negocio del aceite negro. No entramos en ello y por el contrario, lo celebramos. Habéis venido a Barcelona desde vuestro lejano país con el fin de proporcionar a vuestro amigo algo perdido en el arcano de los tiempos conocido en la antigüedad como fuego griego.
Al escuchar el término, en la mente de Rashid se hizo la luz.
—Vais comprendiendo, ¿no es así? Pues bien: nosotros y gentes de muy alto rango opinamos que secreto de tal enjundia e importancia debe pertenecer a un reino, jamás a un particular que podría mediante su uso ilegítimo y deshonesto hacerse con el poder. Nos consta de forma incontestable e irrebatible que sois poseedor de la fórmula y que se la habéis facilitado a vuestro protector. Conocemos hasta la prueba que hicisteis una noche, acompañado de un criado de la casa, en la laguna de la Murtra y su resultado.
Rashid consideró inoperante el negar la mayor.
—¿Qué es lo que pretendéis?
—Lo que es evidente. Como no es posible ir atrás en el tiempo, queremos que el conde tenga al menos el mismo conocimiento de la invención que tiene hoy en día uno de sus súbditos. No se puede tolerar que un ciudadano tenga más poder que su señor natural.
—¿Y por qué no se me ha llamado a palacio y se me ha explicado, a través de quien correspondía, lo que ahora me decís sin tanto trastorno ni perjuicio?
Por segunda vez abrió la boca el tuerto.
—En primer lugar porque no se ha creído oportuno; en segundo, porque el conde tiene cosas más importantes a las que dedicar su tiempo que entrevistarse con un forastero, y en tercero porque ya estamos perdiendo demasiado tiempo en esta historia.
El de Sant Jaume intervino de nuevo para quitar hierro.
—Ved que os conviene colaborar. Cada uno de nosotros tiene su forma de plantear las cosas: yo soy partidario de transitar siempre los caminos más cómodos para todos; sin embargo, hay quien prefiere los más prácticos y directos —dijo esto último mirando a Mainar.
La mente de Rashid galopaba como el viento de la estepa. Si accedía, entregaría el poder omnímodo que representaba el secreto tan celosamente guardado por sus antepasados a unos bellacos que podrían usarlo en su beneficio y hacerse con el condado usurpando cualquier derecho; y si no lo hacía, era consciente de que moriría entre crudelísimos tormentos. Lo que debía hacer era ganar tiempo, para lo que su instinto le aconsejaba hacer creer a sus captores que se negaba en principio a ceder a sus pretensiones.
—Un hombre puede traicionar cualquier cosa menos sus convicciones y yo juré en el lecho de muerte de mi padre que jamás nadie conocería la composición del fuego griego.
—¿Debemos creer entonces que elegís libremente cuándo os conviene hacerlo y cuándo no? Puesto que ya os hemos dicho que inclusive vimos sus efectos.
—Ante una noble causa, cual era el rescate de uno de los barcos de mi amigo y protector y de su tripulación injustamente apresada, creí oportuno hacer una cantidad del producto sin revelar la fórmula a nadie.
—¡No intentéis engañarnos! —le espetó el tuerto—. ¿Pretendéis hacernos creer que a estas horas Martí Barbany no conoce la manera de producir vuestro maldito invento?
—Que lo creáis o no, no es mi problema; la cosa es como os la cuento.
El de Sant Jaume intervino, conciliador:
—Hay leyes que obligan a los súbditos a colocar en primer lugar los intereses de su señor, y vos sabéis que no hay nada por encima de la ley.
—Sí lo hay: la conciencia de cada uno. Yo no puedo faltar a un juramento hecho a mi padre en el lecho de muerte, y además no soy súbdito del conde de Barcelona; por lo tanto sus leyes no me atañen, así que si no tenéis mejores argumentos…
—Mi querido amigo, estamos desperdiciando un tiempo precioso —dijo el tuerto, dirigiéndose al caballero de Sant Jaume—. Creo que mejor haríamos mostrándole nuestros argumentos.
El de Sant Jaume profirió un hondo suspiro.
—Odio estas cosas, pero me temo que vos lo habéis querido.
Poniéndose en pie dio dos fuertes palmadas.
Al instante se abrió la puerta y apareció el inmenso criado en el quicio de la misma.
—¿Tienes preparada tu sala de visitas? —le preguntó Marçal.
—Siempre la tengo en orden, señor, por si se requiere con urgencia.
—Pues vamos allá, para que el señor al-Malik pueda comprobar tu cuidado y diligencia.
Partieron los tres hombres precedidos por el criado, Sisebuto. Rashid caminaba en medio de la comitiva. Descendieron la amplia escalera y siguieron en fila hasta alcanzar el final del pasillo de la planta baja. Al llegar al fondo y antes de embocar la arcada que daba al zaguán de la masía, el criado manipuló un resorte oculto tras una moldura de la pared y ante la sorpresa de Rashid el panel se abatió y apareció una abertura de la que arrancaba una estrecha escalera que descendía, supuso, a los sótanos.