Authors: Chufo Lloréns
—¿Qué crees que le pasa? —preguntó Marta.
—Mal de amores no es; si tal fuera, deambularía por la casa como ido, como hacía antes, una sonrisa imbécil luciría en sus labios en vez de la amarga que los preside, y por el contrario, estaría amable con todo el mundo.
—Debemos hablar con él… ¿Lo has intentado?
—A mí ni me dirige la palabra. Tendríais que intentar encontrarlo en un aparte y hablar con él.
—Déjame a mí, de mañana no pasa.
Las muchachas quedaron un instante en silencio y pensativas.
—¿Por qué no tocas algo, Amina? —le pidió Marta señalando el salterio que había en la estancia.
La muchacha, inclinando su cabeza en señal de asentimiento, se dirigió hacia el instrumento y tomándolo entre sus brazos y sentándose en un pequeño escabel, acarició las tensas cuerdas con las yemas de sus dedos y arrancó de ellas una hermosa y antigua melodía de su lejana tierra.
Marta intentó por todos los medios encontrarse a solas con Ahmed, pero éste parecía intuir que la muchacha le buscaba y hallaba siempre la forma de escabullirse. «No puedo atenderos, tengo trabajo y no puedo perder el tiempo con vuestros juegos de niñas», era su respuesta habitual.
—Únicamente dime una cosa, Ahmed, ¿te he ofendido en algo?
—No me habéis ofendido… Son cosas mías, cosas de mayores; algún día lo entenderéis.
—Me tomas por una niña, Ahmed —protestó Marta—, y ya tengo once años.
Pero, sin añadir ni una palabra, Ahmed dio media vuelta y la dejó desencantada en el banco del jardín.
—¡Pasad!
Martí Barbany, con una voz extrañamente desabrida, autorizó la entrada en su gabinete a la persona que con los nudillos golpeaba su puerta.
Marta, empujando la artesonada cancela, asomó su cabeza por la abertura.
—Soy yo padre, ¿puedo?
Martí enrolló el pergamino sobre el que estaba trabajando y lo guardó en uno de los cajones de su mesa. Cambiando su adusto gesto por una sonrisa, respondió:
—Tú puedes siempre, hija; el que no puede siempre soy yo. Bien a pesar mío, te veo poco; y por cierto, que es ya hora de que me aparte de los negocios y pase más tiempo contigo.
—Esa cantinela ya me la sé, padre, cada año es el año que viene y si no fuera porque en vuestras ausencias os suple mi padrino, el padre Llobet, que por cierto me consiente más que vos, todavía os añoraría más. Pero me conformo si cuando estáis os puedo ver cada día un rato y escucháis mis cuitas.
—Para eso siempre estaré —le aseguró Martí—. Más aún ahora que tus cosas ya no son las de una niña. ¿Qué ocurre? ¿Hay algo que yo deba saber o meramente te preocupe?
—No es a mí, padre, sino a alguien que quiero mucho, que os ha servido fielmente y que, si mi intuición no me engaña, está sufriendo mucho en estos momentos. —Marta miró a su padre, quien apenas pudo sostener su mirada. ¡Dios! Era tan parecida a Ruth…
—¿Y quién es ese alguien?
—A Ahmed le pasa algo, padre. No sé qué.
Martí, en un gesto que le era muy característico, se acarició el mentón suavemente.
—¿Y qué te va a ti en ello?
Como padre, siempre había comprendido y aprobado el profundo afecto que su hija profesaba a Ahmed, pero ahora se daba perfecta cuenta de que Marta comenzaba a ser una mujercita.
—Me va, padre, porque es mi amigo, porque es hermano de mi mejor amiga, porque lo conozco bien y porque sé que lo que le ocurre no es un desvarío, sino algo que entristece su espíritu y que está ahogando su alma.
Martí, tras una pausa, tras tranquilizarse él, sosegó a su hija.
—Despreocúpate, Marta, deja que llegue el sábado y yo me ocuparé de la cuestión. Por cierto, me ha enviado un mensaje tu padrino y el mismo sábado vendrá a comer. Tú lo harás con nosotros en el comedor grande y ocuparás en la mesa el lugar de tu madre.
—Como mandéis, padre. Me hará mucha ilusión.
Ahmed estaba roto. Deambulaba por la casa como alma en pena y el paso de las horas se le hacía eterno. Le costaba un mundo conseguir llegar al final del día, cuando por fin podía acostarse en su camastro y dedicar sus pensamientos a la amada muerta. Una y otra vez daba vueltas en el lecho, insomne, obsesionado por el tema, pues era consciente de que el momento, tarde o temprano, llegaría. Era irremediable que cuantas personas moraban bajo aquel techo se interesaran por su estado. De ser un muchacho alegre, optimista y extrovertido, había pasado a ser un individuo solitario y taciturno. El cambio era evidente y todos podían darse cuenta de que no se trataba de un mal día sino que su cambio de humor era perenne. Desde sus padres Omar y Naima, su hermana Amina, e incluso Marta, a la que pronto debería dejar de tratar como a una niña para hacerlo como a la señora de la casa, Andreu Codina el mayordomo, doña Caterina el ama de llaves y Mariona la cocinera, todos, en una u otra ocasión, le habían preguntado qué era lo que le pasaba. Hasta aquel día había soslayado la respuesta. A unos en un tono respetuoso, respondiendo que «cosas suyas», y a otros con voz más displicente, diciendo que lo dejaran en paz y que se metieran en lo suyo que trabajo tenían. De toda situación había salido con bien, pero no sabía cómo resolver lo que indefectiblemente se avecinaba. Era consciente de que hasta el amo habrían llegado noticias al respecto de su cambio de talante, y que éste, sin duda alguna, tarde o temprano lo llamaría a su presencia. Y ahí radicaban sus dudas. Si le decía la verdad del terrible suceso acaecido, se abrirían dos vías: la primera, que, conociendo el carácter de su patrón era la más probable, fuera a palacio a entrevistarse con la condesa, para intentar saber quién o quiénes eran los culpables y demandar justicia; la otra, que, considerando imposible su reivindicación, optara por no hacer nada.
Ahmed meditaba. Sabía que si optaba por la primera, no solamente nada conseguiría sino que su amo se ganaría la malquerencia de la condesa, Almodis de la Marca, que siempre protegía a sus gentes. Si, por el contrario, Martí nada hacía y dejaba el hecho por imposible, era consciente de que se sentiría defraudado y habría llenado sus noches de insomnio y remordimientos. Ambas posiciones le parecían a Ahmed insoportables.
Y llegó el sábado. Había en las cocinas un trasiego notable; Mariona la cocinera estaba en su salsa, ordenando aquí y allá pues como siempre que venía a comer Eudald Llobet, al que privaba la buena mesa, pretendía lucirse: el hecho de que el clérigo bajara a las cocinas a felicitarla era para ella un timbre de gloria. En tanto, el mayordomo Andreu Codina mandaba a la bodega a dos ayudantes para que subieran botellas de los mejores caldos, Mariona ordenaba a gritos un sinfín de cosas entre una nube de pequeñas plumas que volaban por los aires, pues Gueralda y tres jóvenes criadas estaban en un rincón desplumando aves.
Ahmed estaba trasegando un gran caldero de cobre cuando la voz de Omar, su padre, le llamó desde la puerta.
—Ahmed, adecéntate un poco y ve al gabinete; el amo te aguarda.
Ahmed pensó que el momento había llegado. Dejó en el suelo el caldero, se sacudió las manos, y sin decir palabra se dirigió al lavadero del patio posterior para lavarse la cara y alisarse el pelo. Cuando el reflejo de su rostro en el agua le pareció decente, atravesó de nuevo la cocina y se dirigió a la escalera de servicio para ascender hasta el primer piso donde estaba el gabinete de Martí Barbany. Llamó a la puerta y aguardó a que aquella voz que tan bien conocía diera la venia. Cuando ésta llegó a través de la gruesa madera, Ahmed se introdujo en la estancia. Siempre, desde muy pequeño, había tenido la sensación de que ese gabinete era como un templo. La voz del amo sonó a sus oídos tal vez más amable que nunca.
—Pasa, Ahmed, no te quedes ahí.
Sus pasos le acompañaron en el entarimado suelo con un eco profundo. Llegado a dos varas de la mesa, se detuvo.
Lo que hizo entonces el amo le sorprendió por lo inusual. Jamás había pasado anteriormente. Martí se levantó del sillón de su mesa y dirigiéndose a los bancos que había bajo la ventana le invitó a acompañarle.
—Ven aquí, Ahmed… Hace mucho que no hablo contigo. Hace años siempre tenía un tiempo para dedicarlo a los de mi casa, ahora apenas lo tengo para ver a mi hija. Siéntate.
Ahmed, con un nudo en la garganta, lo hizo y, cruzando sus manos, apretó los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Cuéntame, Ahmed, ¿cómo estás? Por varios sitios me ha llegado la voz de que no eres el mismo. ¿Tal vez algo o alguien te incomoda? Si es así y está en mi mano remediarlo, nada más tienes que decírmelo.
Ahmed, con la mirada baja, guardaba un respetuoso silencio. Martí insistió:
—Vamos, Ahmed, responde. Todos en la vida pasamos situaciones duras, pero bueno es apoyarse en los que pueden ayudarte. Eres para mí como un hijo, y tú lo sabes, y no puedes, con tu silencio, causar preocupación a tus padres y a los que te quieren. ¡Y mírame a los ojos! Todo en la vida tiene remedio.
La voz de Ahmed sonó queda y ronca:
—Todo menos la muerte, amo, eso no tiene remedio y eso a vos os consta.
—Eso, aunque parezca imposible, también tiene remedio. El tiempo cura las heridas y la vida continúa… —repuso Martí, sorprendido ante la mención de la muerte en labios del joven—. Los que aquí quedamos nos vemos obligados a seguir; al principio nos parece que se nos parte el alma, luego nos acostumbramos… No debemos hacer pagar a los nuestros nuestras aflicciones. Cada uno debe pechar con su destino y no es justo que unos paguen por las penas de otros.
Tras una pausa, Martí prosiguió.
—Además, dime, ¿quién se ha muerto?
Ahmed, que ya había preparado sus argumentos, habló con voz tensa y vacilante.
—Veréis, amo, el caso es que me enamoré de una muchacha y este invierno pasado… las fiebres se la llevaron.
Ahmed no se atrevía a alzar la mirada. Intuía que no debía dar muchas explicaciones, ya que de hacerlo el amo le acabaría sacando la verdad.
—¿Y se puede saber quién era la muchacha?
—Una joven criada que servía en casa de un comerciante de las afueras. La conocí en el Mercadal y nos prometimos.
—¿Sin saberlo tus padres?
—Pensaba decírselo cuando la cosa fuera más formal; no hubo lugar. Limpiando las cuadras se hirió con un clavo viejo, le vinieron fiebres malignas y la muerte se la llevó.
Ahmed sudaba al tener que mentir, pero no veía otra salida y había preparado muy bien su embuste.
Martí colocó su mano sobre la del muchacho.
—Sé lo que es eso. Lo siento Ahmed, de haberlo sabido le hubiera enviado el mejor de los físicos.
—Gracias, amo. Fue todo muy rápido y el suyo hizo lo que pudo.
—¿Puedo hacer algo por ti?
Ahmed restó callado y Martí insistió:
—Lo que sea, Ahmed, por aliviar tu pena. Pero, te repito, no hagas pagar a los que te aman el precio de tu dolor.
El muchacho titubeaba. Luego, con un hilo de voz, habló.
—Amo, el año pasado murió el molinero. El molino de Magòria sólo trabaja los días que traen trigo y el resto se queda solo y sin guarda. Las muelas están deterioradas y el óxido se come los herrajes. Me gustaría quedarme a vivir allí y ocuparme del artefacto.
—Comprendo tu pena, Ahmed. Cuando nos dejó la señora, de no ser por Marta, también me hubiera gustado estar solo. Diré a tu padre que dos hombres reparen los desperfectos que pueda tener el molino y que cuando esté a punto te entregue las llaves y te asigne un sueldo.
—Amo, preferiría hacerlo yo mismo —dijo Ahmed—. Los arreglos llevarán tiempo y cuanto antes pueda irme, mejor cuidaré solo de mi dolor.
—Sea, si así lo quieres. Tienes mi permiso desde hoy mismo para marchar. Recuerda que el tiempo pasa para todos. No castigues a tus padres con tu ausencia. Ven a vernos de vez en cuando.
—¡Mil gracias, amo, mil gracias!
Sin que Martí pudiera impedirlo, Ahmed se arrodilló a sus pies y tomándole la diestra, se la besó.
A Martí el gesto del muchacho le sorprendió.
—Álzate, Ahmed, no me agradan los besamanos. Dile a tu padre que venga y mañana por la mañana podrás partir para Magòria. ¡Y no me llames amo!
La mala nueva
Ahmed partió con el corazón henchido de gratitud hacia aquel hombre que para él era el desiderátum de la generosidad y del buen tino, y desde lo más profundo de su ser le agradeció la posibilidad de ocupar la plaza del difunto molinero, en el molino de Magòria; de esta manera, además de estar siempre cerca de su amada, podría alejarse del mundo para paliar su pena. En todo ello andaba su mente al abandonar la estancia y cuando se disponía a buscar a su padre para darle el recado del amo, Omar ascendía precipitadamente las escaleras.
—Padre, el amo os requiere.
Omar, pasando a su lado como el viento, respondió:
—Y yo requiero al amo, Ahmed.
El muchacho intuyó que algo grave pasaba.
—¿Ha ocurrido algo, padre?
Omar, al que los silencios de su hijo habían tenido muy preocupado, estuvo a punto de detenerse para hablar con él. Pero la obligación pudo más.
—Ahora no es el momento, pero sí, ha ocurrido algo grave.
Ahmed se quedó mirando cómo su padre avanzaba por el artesonado pasillo hasta la puerta del gabinete del amo, y sin tener en cuenta el protocolo, a la vez que golpeaba con los nudillos, abatía el picaporte.
—¿Dais la venia, amo?
Martí, al ver que la puerta se abría sin esperar su permiso, sospechó que algo anómalo ocurría.
—¿Qué son esas prisas, Omar?
El hombre avanzó hasta el lugar donde estaba Martí y comenzó a hablar atropelladamente.
—Señor, perdonad mi entrada pero mi urgencia se debe a la gravedad de los hechos.
—Habla, Omar, no te detengas.
—El
Laia
del capitán Jofre, que ya debería haber llegado a Rodas, no lo ha hecho y nadie sabe nada de él.
Martí sopesó unos instantes la mala nueva.
—¿Quién ha dicho eso?
—El capitán Manipoulos es quien me envía. Él está ahora en la playa arreglando la descarga de una saetía y viene de inmediato.
—¿De cuánto es el retraso?
—Lo ignoro, señor.
No era el primer barco que perdiera, si éste era el caso. El mar era un hacedor de viudas y eso iba incluido en el negocio. En aquel instante lo que le desazonaba era la noticia de que Jofre Armengol, uno de sus amigos más queridos y uno de sus mejores hombres junto a Rafael Munt y Basilis Manipoulos, fuera el capitán de aquella nao.