Mar de fuego (28 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Colocó el farol en el suelo e iluminó con su haz el lienzo de la muralla señalado por la alcayata. Contó los sillares que lo formaban y acercó la luz al tercero. Al observarlo detenidamente llegó a la conclusión de que no era de piedra maciza y sólo estaba ensamblado al muro en apariencia. Entonces, tras dejarlo de nuevo en el suelo, tomando el mazo y el escoplo comenzó a romper la argamasa que lo circundaba. Las nubes se habían abierto y la lechosa luz de la luna iluminaba su sudoroso rostro. Las campanas de Santa Maria de les Arenes tocaron a tercias.

Al poco rato la piedra estaba suelta, y con una escobilla de esparto trenzado procedió a limpiar la superficie. Observó cuidadosamente que nada ocurriera y se dispuso a retirarla.

Lentamente, haciendo palanca con dos herramientas, la fue extrayendo poco a poco. Cuando ya dos tercios asomaban del muro la tomó entre sus poderosas manos y tiró de ella. Al poco estaba sobre la hierba. Cogió el farol y examinó el hueco. La sangre le latía en los pulsos. Al fondo del agujero divisó un cofrecillo, lo extrajo, lo depositó en el suelo y, sacando de su bolsillo una llave, intentó introducirla en la cerradura en vano. La tierra había entrado en su interior estropeando el mecanismo.

No lo pensó dos veces: tomó el escoplo y el mazo, reventó el cierre y se dispuso a abrir la combada tapa. En su fondo había tres pequeños sacos: deshizo la lazada que cerraba la embocadura del primero y el espectáculo que apareció ante sus ojos le acompañaría hasta su última hora.

Un montón de monedas de oro resplandeció en la noche.

Bernabé Mainar no perdió ni un instante. Con esfuerzo, volvió a colocar la piedra, cubrió el hueco y procedió a rellenar los intersticios con tierra. Luego introdujo el cofrecillo en el saco y lo transportó junto al torreón. Sus pupilas ya se habían acostumbrado a la noche y la luna seguía en lo alto. Apagó el farol y dejó todo en el suelo, disponiéndose a realizar el último paso. No se molestó en mirar al muerto… Sería otro misterio más de las noches de la ciudad.

31

El entierro

Al anochecer, en el sitio de costumbre, Ahmed aguardaba la salida del carro de los desechos. Lo hacía tras el tronco del árbol que le servía de abrigo desde el primer día. La espera se le hacía insoportable. Su mente viajera flotaba entre los recuerdos de la primera vez que vio a Zahira y el atardecer en que fue suya. Su mirada estaba fija en el gran portalón cuando, por el rabillo del ojo, observó que se abría la pequeña cancela lateral. La figura inconfundible de Pacià apareció en ella mirando a uno y otro lado. Dando un paso al frente, Ahmed salió de la protección del árbol y llevándose dos dedos a la boca emitió un corto silbido. El otro lo divisó al instante y guareciéndose en la sombra que proyectaba el muro, fue hacia él. Ambos se encontraron en un punto muerto fuera del alcance de la visión del vigilante.

—¿Qué nuevas me traes?

En los ojos de Pacià apareció una sombra de conmiseración.

—Me temo que hoy no soy portador de buenas noticias.

—¿La podré ver otra vez? —suplicó Ahmed—. Te pagaré lo que me pidas.

El hombre meneó la cabeza, apesadumbrado.

—No se trata de eso, y el riesgo que corro es inmenso.

Ahmed, dentro del cuidado que debía observar, tensó la voz.

—¡Ya he dicho que no me importa el precio!

Tras una pausa, Pacià replicó:

—Tú la podrás ver, pero ella a ti, no.

—¿Tal vez no pueda bajar y me ha de ver desde una ventana? —inquirió Ahmed, esperanzado.

Pacià emitió un largo suspiro.

—Lo siento. Zahira ha dejado el mundo de los vivos.

Ahmed clavó sus ojos en el hombre, sin comprender.

—¿Qué quieres decir?

—Hubo un percance… la otra noche… cuando yo llegué todo había acabado.

El muchacho sujetó al hombre por la pechera del raído jubón y zarandeándolo, exigió:

—¿Qué ha pasado?

Las fuertes manos de Pacià le asieron por las muñecas y le obligaron a soltarle.

Entonces la voz del hombre sonó baja pero sin embargo tensa.

—No descargues tu ira sobre mí, bastante me juego siendo el mensajero. Te lo repito —terminó con voz seria—: cuando llegué todo había terminado.

Ahmed se contuvo.

—Explícame punto por punto lo sucedido.

—Ayer por la noche, fui llamado a uno de los compartimientos del primer piso: allí estaba mi amo, Bernabé Mainar, su secretario Maimón y Rania la gobernanta; en el suelo y en medio de la estancia, yacía en un charco de sangre tu Zahira.

Ahmed palideció intensamente y tuvo que apoyarse en el muro. El otro, haciéndose cargo de la situación, lo sujetó por el hombro.

—¡Aguanta, por lo que más quieras! Bastante me ha costado avisarte, no compliques las cosas…

El muchacho intentó recomponerse.

Su voz fue un susurro.

—Por favor, ¿qué pasó?

—¿Para qué quieres sufrir más? Ella ha muerto…

—Sea lo que sea, habla. Debo saberlo.

Pacià soltó un suspiro.

—Poco hay que explicar. Como te he dicho fui reclamado y acudí presto. Lo que vieron mis ojos ya te lo he contado… lo demás es lo que circula por la casa. Zahira fue enviada a servir a dos importantes personajes de palacio, uno de los cuales quiso quedarse con ella. Como es óbice la prepararon y engalanaron para la circunstancia. Por lo visto ella se defendió y tal vez pudo herirlo: ello fue su sentencia de muerte. El individuo acabó con su vida de una cuchillada.

Ahmed quedó en silencio, como traspuesto.

Unos golpes dados por la ruda mano de Pacià en su mejilla le devolvieron al mundo real.

—¿Quiénes eran los personajes? —balbuceó Ahmed, con voz entrecortada.

—No se sabe a ciencia cierta… Se dice, se murmura, en fin, todo son rumores y conjeturas, pero nadie habla. Las órdenes son estrictas y el castigo para el que diga algo se anuncia terrible. Al criado que entró en la estancia en primer lugar lo han llevado a otro sitio. Se me ordenó deshacerme de la criatura y, como te conozco, obedecer me pareció un ultraje.

Ahmed echó mano a su escarcela y extrajo de ella un saquito de monedas.

La mano de Pacià lo detuvo.

—No, en esta ocasión no es mi intención tomar tu dinero. Me parece tal desafuero lo ocurrido que intento redimirme de todo lo malo que he hecho en esta vida.

Ahmed guardó su dinero.

—Está bien, ¿qué has hecho con ella?

—Sígueme.

El hombre, pegado a la muralla, comenzó a caminar. Ahmed, sin saber bien lo que hacía, fue tras él. La portezuela del muro había quedado abierta. Pacià, tras comprobar que el muchacho le seguía, se introdujo entre el muro interior y las cañas de las plantas; de esta guisa y protegidos por la oscuridad, llegaron al cuartucho del huerto.

La voz del criado sonó contenida.

—¿Estás preparado?

Con una ligera inclinación de cabeza, Ahmed asintió.

Ambos se introdujeron en el cuartucho, el hombre fue hasta el fondo y, agachándose, comenzó a retirar brazadas de paja. Al poco apareció el cuerpo de Zahira cubierto por un sudario blanco. A la pálida luz de la dama de la noche que entraba por el ventanuco, Ahmed contempló el todavía más pálido rostro de su amada.

El muchacho no pudo contenerse y arrodillándose la tomó entre sus brazos y, juntando su rostro al de ella, comenzó a sollozar agitadamente.

Pacià se llegó a la cancela y ajustó la puerta, respetando su dolor.

Al cabo de un rato y cuando Ahmed parecía ya más sosegado, el criado habló.

—Déjame finalizar mi buena obra. Si me dices adónde debo llevarla, cuando las campanas toquen a ánimas, la sacaré en mi carro, junto con la basura. Al ser cosa que hago todos los días, nadie se interferirá y te podré entregar el saco que contenga su cuerpo. Luego tú verás lo que haces con él.

La luna ya había caminado un trecho considerable en el cielo. Ahmed, acompañado de su amigo Manel, aguardaba en uno de los carros del padre de éste, en la confluencia de la puerta del
Call
con el camino de la Boquería. Había confiado a su compañero el drama por el que estaba pasando. Manel, ante la gravedad de los hechos, embridó uno de los mejores tiros de su padre y lo unció a la lanza de un carruaje de cuatro ruedas que consistía en una plataforma con un alto pescante, decidido a hacer cuanto fuera necesario para aliviar la pena de su amigo. Tras una larga espera divisaron una luz bamboleante que avanzaba por el camino de la Vilanova dels Arcs. Al cabo de un tiempo los dos carros estaban a la misma altura. Ambos amigos saltaron desde el pescante al suelo al tiempo que Pacià hacía lo propio.

—Procedamos con diligencia, y aunque no es probable que fuera de las murallas acuda el retén de guardia, podría suceder si nos demoramos y las consecuencias para mí serían fatales.

Tras decir esto, Pacià se apresuró a retirar los sacos colocados al final de su carruaje.

Mostrando un bulto alargado, apuntó.

—Aquí la tenéis.

Cuando Manel se disponía a tomar el bulto por los pies, Ahmed lo detuvo.

—Déjame a mí.

Y tomando suavemente el rígido cuerpo de Zahira lo trasladó de un carro al otro, depositándolo en la plataforma con sumo cuidado. Luego, dirigiéndose a Pacià, lo apretó entre sus brazos. El carretero, sorprendido, correspondió al abrazo. Manel era mudo testigo de la escena. Al cabo de un tiempo los hombres se separaron.

—Cuenta conmigo para siempre. Lo que hoy has hecho por mí jamás se me olvidará.

La dura expresión de Pacià se suavizó cuando en sus ojos apareció una lágrima.

—Aunque espero no volver a servirte en circunstancia tan amarga, allí dentro tienes un amigo.

Y encaramándose al pescante de su carromato, con un chasquido de su lengua, arreó los caballos y partió.

Ahmed y Manel le vieron perderse en la noche. Luego hicieron lo propio y se dirigieron por el camino de Montjuïc hacia las viñas de Magòria donde su amo, Martí Barbany, poseía muchas tierras y un molino casi abandonado. Llegaron cuando las campanas de Santa Maria del Pi tocaban las completas.

Ahmed tenía en la mente un plan que había confiado a su amigo. Al llegar al molino detuvieron las caballerías y, tras atarlas a un poste, se dirigieron a una barraca donde se guardaban los aperos para el servicio del artefacto. Lo primero fue encender el velón que llevaba en la alforja. Allá dentro se hallaban, perfectamente alineados, picos, azadones, palas, rastrillos, hachas y un largo etcétera. Ahmed tomó una pala, un pico y un azadón, y entregándoselos a Manel le rogó que aguardara afuera; esté obedeció la orden en silencio. Luego Ahmed se dirigió al carromato, tomó en sus brazos el cuerpo de Zahira y regresó al molino colocándolo en una especie de mostrador que servía para trabajar la harina. Al punto se dispuso, según su buen entender, a preparar el cuerpo de su amada para la ceremonia. En la parte baja de la construcción se hallaba un lavadero alimentado por medio caño de mampostería del que manaba continuamente un chorrillo de agua. Ahmed, transido por la emoción, despojó a Zahira del burdo saco que la envolvía y, tras besar su frente, procedió a desnudarla, dejando al descubierto la terrible herida que le atravesaba el pecho. Ahmed se deshizo del costal que llevaba en bandolera y extrajo de él retazos de hilas de lino, una jarra con aceite perfumado y una sábana blanca sin costura, todo ello recogido de su casa antes de ir a buscar a Manel. Sin tener otra opción, ni mujeres que le ayudaran, ni posibilidad de llamar a un imam, procedió, transido por el dolor y deshecho en lágrimas, a cumplir con los ritos funerarios. Primeramente empapó un trozo de lienzo en el aceite y ungió con él el cuerpo, luego taponó con hilas empapadas en aceite perfumado los oídos y los orificios de la nariz de la muchacha y finalmente envolvió su cuerpo en la mortaja blanca que había traído consigo. Luego se inclinó sobre ella y mirando a La Meca, recitó los cuatro
takbir
funerarios que recordaba.

Tras estas operaciones se asomó a la puerta y llamó a Manel. Estaba éste sentado en un banco aguardando las órdenes de Ahmed con los mangos de los aperos junto a sus pies. Al oír la voz de su amigo se acercó hasta él.

—Manel, ayúdame, por favor.

Y tras decir esto se introdujo en el barracón seguido de su amigo.

—Ayúdame a colocarla sobre aquella tabla.

Señaló con la mano un grueso tablón que servía para amasar la harina. Manel se dispuso a tomar el amortajado bulto por los pies en tanto Ahmed lo hacía por los hombros. Cuando tuvieron a Zahira colocada en el tablón al modo de camilla, ambos se dirigieron hacia un punto fácilmente localizable, ya que allí se iniciaba el murete en ángulo que, desviando el agua de la acequia, la obligaba a mover las palas del molino que a su vez hacían girar las muelas de piedra. Llegados al lugar dejaron el cuerpo en el suelo y Manel fue hasta el banco a recoger las herramientas.

—Hemos de cavar una tumba y enterrar el cuerpo de Zahira mirando a La Meca.

Procedieron a ello, bañados por la luz de una luna que ya empezaba a descender.

La tarea fue ardua. Al cabo de un tiempo el montón de tierra acumulado a un lado daba fe de la profundidad del agujero. Tras depositar el cuerpo en su interior procedieron a colocar de nuevo la tierra en su lugar. Finalizada la tarea, Manel miró a su amigo: el rostro sudoroso, desencajado y lleno de tierra le impresionó.

—¿Te encuentras bien, Ahmed?

—No me encontraré bien hasta que haga pagar con la misma moneda al que hizo eso.

Los ojos de Ahmed eran un pozo de odio, desesperación y venganza.

Manel se aterró.

32

Mal de amores

Los meses iban pasando en la casa de los Barbany y Marta seguía preocupada por Ahmed. Su cambio de carácter era notorio y tanto ella como Amina habían intentado averiguar qué le sucedía.

—Te digo, Amina —decía Marta por enésima vez en aquellos últimos meses— que desde hace un tiempo es otra persona. Va y viene como una sombra, apenas habla y jamás sonríe. ¿Te has dado cuenta de que no solamente no cuenta historias sino que apenas nos ve juntas, nos rehúye?

—Eso que no lo veis en sus ocupaciones en la casa… ni os digo lo que ocurre cuando nos retiramos a nuestras dependencias a las horas de comer o de cenar. En la mesa con padre y con madre, ni levanta la cabeza del plato. A veces ni se sienta con nosotros y de cualquier manera, en cuanto hemos terminado, se retira.

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