Mar de fuego (40 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—¡Desmontad y seguidme!

Sin mostrar el menor temor ante la imponente voz del guerrero y ante el asombro de los propios soldados, se escuchó clara y alta la voz del muchacho que montaba el brioso corcel.

—Mi nombre es Bertran de Cardona, señor, os ruego que no lo olvidéis, y gracias a Dios no soy sordo.

45

El paraíso perdido

Magí vivía en un infierno. A pesar del éxtasis que acompañaba sus visitas a Nur, acentuado ahora por las mágicas hierbas cuyo humo ella de vez en cuando le dejaba aspirar, cuando estaba a solas su imagen reflejada en las aguas del estanque o en cualquier superficie bruñida le producía una repugnancia invencible. Magí había recurrido a los más viles medios y abusado de la persona que más le quería, su madre: al no poder sujetar sus instintos de visitar a Nur, la había convencido para que, a través de su vecina, enviara al padre Llobet el recado de que estaba enferma y que precisaba los cuidados de su hijo de una forma continuada. Su mentor, tal y como esperaba, le autorizó a ausentarse del convento cuando fuera preciso, aunque por vez primera asomó al rostro del anciano clérigo la sombra de la duda, no tanto por la enfermedad de la madre de su coadjutor sino por la ansiedad que parecía consumir a éste. El siguiente paso de su ignominia fue comparecer frente a Aser ben Yehudá, respetado cambista y pignorador judío, con la caja de partera de su madre bajo el brazo con el fin de que le diera a cambio de ella los sueldos que le faltaban para poder gozar de Nur. Su madre, al echar en falta aquel, para ella, tan importante medio de subsistencia, rompió en sollozos y maldiciones contra su hijo, que después se transformaron en súplicas. Magí le juró que recuperaría la caja, sabiendo que ello era imposible, mas no sólo incumplió su juramento sino que al cabo de otra semana se presentó de nuevo ante el cambista con la escritura de la tumba donde estaba enterrado su padre y donde en el futuro habría de enterrar a su madre, con la intención de empeñarla.

El judío le interrogó.

—¿Estáis seguro de que queréis empeñar eso?

Magí, insolente, respondió:

—¿Creéis acaso que vendría hasta vuestra casa si no estuviera seguro?

—Es que si no pagáis en el plazo previsto, habrá que vaciar la sepultura, y los huesos del cadáver que allí se encuentren tendrán que ir al osario.

—Creo que cuando se cruza al otro lado, lo que se haga con los restos de uno poco importa.

El judío se encogió de hombros, volvió a leer detenidamente el documento y tras ordenarle que pusiera su señal al pie, le entregó el dinero.

Magí había prometido a Nur que el jueves iría a visitarla, y a la hora en punto, como era su costumbre, su mano obligaba a la aldaba a golpear la gruesa puerta. La espera esta vez fue muy breve, y apenas transcurrido un momento apareció en el dintel el inmenso eunuco.

—No os esperaba hoy por aquí, no acostumbráis a venir los jueves.

—Imagino que vuestros clientes no os dan cuenta de cuándo van o vienen —replicó Magí, incómodo.

—No lo toméis a mal, es por mejor serviros; pero haced la merced de pasar, no es bueno tratar estos negocios en la calle.

Y haciéndose a un lado el eunuco dejó franca la entrada.

Magí se introdujo en el recibidor asediado por un mal presentimiento, y en tanto Maimón cerraba la puerta oyó su voz a la espalda.

—De haberlo sabido, Nur no estaría tomada.

Como cada vez que esto sucedía, un ahogo subió hasta la garganta de Magí.

—¿Qué queréis decir?

—A eso venía mi comentario anterior… —explicó Maimón—. De haber sabido que vendríais, hubiera procurado que estuviera desocupada. Pero pienso que quizá sea mejor que aprovechemos la coyuntura y hablemos un poco. Seguidme si sois tan amable. —Maimón sonrió para sus adentros. Nur estaba más que ocupada con su cliente favorito, un tal Tomeu con el que consumía más tiempo del autorizado, y eso le daba la oportunidad de hablar un rato con el curita.

Magí, tembloroso, intuyendo que algo anómalo ocurría, siguió al hombre; éste le condujo al saloncito que tan bien conocía.

—Tomad asiento ya que, antes de que os ocupéis, he de comunicaros las nuevas normas.

Magí, con un hilo de voz, indagó:

—¿De qué se trata?

—Han subido los precios: el tiempo que acostumbráis vale ahora dos sueldos.

El color huyó del rostro del joven.

—¡Pero eso es casi el doble!

—Son las normas, el negocio no es mío.

Magí meditó un momento.

—No me llegan los dineros, ¿me podéis fiar?

—Lo siento, no puedo; también son las normas.

—¡Pero eso es un atropello! —protestó Magí, casi al borde de la desesperación.

—Yo sólo soy un mandado. El amo dice que entiende que la gente se empeñe para comer, pero que para holgar hay que venir con el dinero en la mano.

—Pero habrá alguien que pueda hacer algo —insistió Magí.

El eunuco hizo como si dudara.

—Sois un hombre afortunado, hoy está aquí el dueño.

—Dejad que lo vea. ¡Si hacéis esto por mí, os quedaré eternamente agradecido!

—No os aseguro nada, voy a ver.

Desapareció Maimón por el cortinón del fondo dejando a Magí con el alma en vilo.

Al cabo de un tiempo que se le hizo eterno, unos pasos anunciaron al nuevo visitante. La cortina se apartó y apareció ante Magí un hombre singular; alto, huesudo, el pelo partido en dos por una crencha blanca y luego recogido en una coleta, ropón de color arena, medias marrones y borceguíes de buen cuero. Sin embargo, lo que más sobresalía del conjunto era el parche negro que cubría su ojo izquierdo.

El hombre se llegó a su lado con parsimonia y le tendió la mano para presentarse.

—Bernabé Mainar, vuestro humilde servidor.

Magí, casi sin querer, se puso en pie y tomó la mano que le tendía el otro.

—Mi nombre es Magí Vallés —mintió.

El tuerto se sentó en el sillón, invitándole a hacer lo mismo.

—Me dice mi hombre que sois buen cliente y que tenéis un problema. Casualmente, estoy hoy aquí para atenderos.

Magí vio el cielo abierto.

—Así es, señor; me comunica vuestro encargado que han subido los precios y me encuentro sin numerario suficiente. Quisiera ocuparme con una de vuestras pupilas. La semana próxima sin falta vendría de nuevo y pagaría mi deuda…

El tuerto hizo como si dudara.

—Pedidme cualquier cosa menos eso. Acabo de establecer una norma y no resultaría serio que me desdijera: son demasiados los que vienen a refocilarse a mi casa y después se olvidan de cumplir su parte del trato. Comprendo que un hombre de bien se empeñe por dar de comer a sus hijos, pero la diversión hay que pagarla. Además, estas cosas admiten espera. Volved mañana y la muchacha que escojáis será vuestra.

Magí sudaba y Mainar se dio cuenta.

—Me es imposible —mintió de nuevo—, soy mercader y mañana parto.

—No hay cuidado, esta casa no va a cambiar de lugar, y si os habéis contenido, a vuestro regreso vuestro placer será más profundo.

—Os ruego que tengáis en cuenta la excepción que os pido —dijo Magí, en tono suplicante—. Paro poco en Barcelona, mi situación familiar es complicada… Tened por cierto que os pagaré; pero os ruego que me dejéis a la muchacha que siempre escojo por esta única vez.

—Perdonadme —le atajó Mainar—, pero esta monserga ya la he oído otras veces. Si no tenéis el dinero, no podréis desahogaros. ¿Sabéis lo que ocurre? Que yo no soy un comerciante al uso al que si no compran una pieza de tela la vuelve a colocar en el estante y santas pascuas. Da la casualidad de que vuestro juguete come todos los días, duerme y se acicala con aceites, pomadas, baños… En fin, todo lo que comporta este negocio para que vos halléis la mercancía en perfecto estado. Y eso cuesta mucho dinero y no admite espera.

Y con estas palabras, Mainar se puso en pie dando por finalizada la entrevista.

Magí hizo lo propio.

—Os lo ruego. ¿No habría manera?

El tuerto pareció atravesarlo con su único ojo y tomó de nuevo asiento como reconsiderando la cuestión.

Magí, temblando, hizo lo mismo.

—Se me ocurre que tal vez podríais pagar en especies.

Magí vio el cielo abierto.

—Lo que sea, dadlo por hecho.

La expresión del tuerto cambió súbitamente.

—Dejémonos de subterfugios, ¿no sois acaso un hombre de Dios y vuestro cargo es el de coadjutor del padre Llobet?

Magí se quedó de una pieza.

—¿Cómo lo sabéis?

—Precisamente eso no viene al caso; yo sé muchas cosas. ¿Pero estáis o no estáis cerca del padre Llobet?

—En efecto, soy su coadjutor.

—Así pues, evidentemente gozáis de su proximidad.

Magí asintió con la cabeza.

—Entonces, creo que os puedo ofrecer un buen acuerdo.

El sacerdote abrió los ojos, esperanzado.

—Fijaos en lo que os propongo. Tendréis acceso a Nur durante un año, claro es, en el caso de que no esté ocupada. El rato que empleéis en el fornicio será cosa vuestra y a cambio llevaréis a cabo una encomienda mía cerca de vuestro protector.

—¿Y cuál será ese encargo? —apenas masculló Magí.

—Primeramente decidme si os conviene o no el trato.

Magí no lo dudó ni un instante.

—Haré lo que me digáis.

Una miríada de arrugas orló el único ojo del tuerto a la vez que amanecía una sonrisa en su boca. Bernabé Mainar se regodeó unos instantes.

—Decidme, ¿vuestro protector sigue cuidando los rosales?

—¿Cómo sabéis eso?

—Es claro, las macetas en el alféizar de su ventana se pueden ver desde la calle. Os pregunto de nuevo, ¿cultiva o no cultiva rosales?

—Es su única afición, señor, lo único que consigue apartarlo de sus obligaciones.

—Lo sospechaba.

Magí se frotó las manos nerviosamente. No entendía a qué venía aquel extraño interrogatorio. Pero Mainar le sorprendió aún más al decir:

—Imagino que debéis de conocer a Martí Barbany; es el mejor amigo de vuestro superior.

—Cierto, lo conozco, lo he visto con él en muchas ocasiones y he llevado mensajes del arcediano a su casa. Creo que está ahora de viaje —añadió, para demostrar que se hallaba bien informado.

El tuerto indagó con curiosidad:

—¿Conocéis su casa?

—No puedo decir que la conozca, ya que no he traspasado la cancela pero conozco a muchas de las gentes que la habitan.

—Bien, vuestro encargo consiste en darme noticia de cualquier cosa que descubráis acerca de él o de cualquiera de esas gentes que decís conocer.

—No os comprendo —dijo Magí, desconcertado.

—Ni falta que hace —replicó Mainar con brusquedad—. Limitaos a cumplir mis órdenes. Si sois eficaz en vuestra tarea, cada vez que os ocupéis con Nur, podréis además disfrutar del humo de la hierba… ya sabéis a lo que me refiero.

Una expresión de felicidad cubrió el semblante de Magí.

—Señor, no tendréis queja de mí.

Mainar sonrió a su vez, y dándole un ligero golpe en la rodilla, comentó:

—Sois un muchacho espabilado y os auguro un brillante porvenir.

Luego dio dos fuertes palmadas.

Maimón el eunuco apareció al instante.

—¿Qué mandáis, señor?

—Dile a Nur que baje.

46

Bertran de Cardona

Los primeros días tras su arribada al palacio condal fueron para Bertran una sucesión de controvertidas sensaciones. De una parte, un odio latente roía sus entrañas al contacto de aquellas gentes que de una u otra forma consideraba enemigos de su casa. Por otra, sin embargo, sus jóvenes años y su curiosidad le impelían a mirar con ojo atento una cantidad de hechos que su cerebro aprehendía pensando que en un futuro podían serle útiles a su padre.

A pesar de que el castillo de Cardona era una fortaleza singular, no podía competir en lujo y grandeza con el palacio condal. Los inmensos salones de artesonados techos, las ricas estancias, los tapices que forraban las paredes, las armas que en panoplias decoraban los salones, los policromados vitrales y sobre todo la cantidad de luces que en candelas, candelabros, lámparas visigóticas de múltiples brazos y ambleos, iluminaban la noche, no podían sino aturdir la imaginación de un muchacho que, aunque de noble cuna, jamás había salido del entorno de los dominios de los Cardona. Los uniformes de la guardia, las gualdrapas y el lujo de los arreos de los caballos, la inmensidad de las cuadras donde se alojaba Blanc y el boato de las vestimentas de las damas, encandilaban su pensamiento.

Sin embargo, a pesar de esa soterrada admiración, Bertran estaba confinado en una de las estancias de palacio, cómoda pero austera, de la que sólo salía para ocuparse de su caballo en las cuadras y para seguir con su entrenamiento en las artes del combate en la sala de armas, y lo hacía con semblante hosco, dejando claro ante quien se cruzara con él su disgusto por la situación en que se hallaba. En verdad, no podía quejarse del trato que recibía, frío pero correcto, aunque en más de una ocasión había percibido la mirada sarcástica de Berenguer, el moreno de los gemelos de los condes.

Esa mañana, una semana después de su llegada a palacio, bajó a las inmensas cuadras, como cada día, para ocuparse personalmente del aseo de Blanc. Tenía a su lado un cubo lleno de agua jabonosa y mojaba en él un cepillo de esparto con el que friccionaba fuertemente la grupa del animal. La piel del caballo se estremecía de vez en cuando agradeciendo los cuidados de su amo. A la vez que realizaba esta operación, el muchacho hablaba quedamente al alazán. De pronto a su lado sonó una voz cantarina que indagaba curiosa.

—¿Os entiende?

Al principio le asaltó la duda si era a él a quien se dirigía. Miró hacia el lugar de donde salía la melodiosa voz y vio a una muchacha, con el brial azul levemente recogido a fin de no manchar su orlado borde en el sucio suelo de la cuadra, que le observaba con semblante curioso.

—¿Os dirigís a mí tal vez?

Marta miró a uno y a otro lado, levemente avergonzada.

—No veo por aquí a nadie más… —Y añadió con un súbito brillo en los ojos—: A no ser que, como vos, hable con los caballos.

El joven se avergonzó un tanto ante la ironía que destilaba el tono de la muchacha, y al mismo tiempo se puso en guardia; al fin y a la postre estaba en territorio enemigo.

—¿Quién sois?

—¿Por qué no respondéis antes de preguntar?

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