Authors: Chufo Lloréns
Ahmed se acercó al lecho y apartando suavemente al ama de llaves, tomó la otra mano de su padre y sin esperanza alguna de que le oyera, habló:
—Ya he llegado, padre, ahora podrá descansar.
Omar, como si retornara del otro mundo, abrió los ojos y pareció reconocerle; luego, con un inmenso esfuerzo, se dirigió a él, quedo y contenido, en tanto una flema espesa obstaculizaba sus palabras.
—Ahmed, esto se acaba, siento dejar sobre tus hombros el peso de nuestra casa. —Se paró para retomar fuerzas y prosiguió—. Agradece al amo todo lo que ha hecho por nosotros, nunca podremos pagarle por más que hagamos; sele fiel hasta la muerte, cuida de tu madre y de tu hermana, busca y encuentra para ella un buen marido… Ahora eres el cabeza de familia.
Aprovechando una nueva pausa, Ahmed intentó consolarlo.
—Es un arrechucho como tantos otros, padre, va a ponerse bien. Se recuperará.
La ronca voz del moribundo le interrumpió de nuevo.
—Escucha, ya no puedo esquivar a la muerte. Estoy preparado desde hace mucho y no temo a la desdentada. He tenido una buena vida y os he visto crecer, cosa impensable dada mi condición de esclavo. Ahora me voy al paraíso a preparar la casa donde, cuando Alá el grande, el misericordioso, lo disponga, os reuniréis conmigo. —Hizo otra pausa para recuperar fuerzas—. No quiero que lloréis por mí, el espíritu no muere nunca… Siempre estaré con vosotros, únicamente voy a cambiar de casa. Me hubiera gustado quedar aquí un poco más para ver crecer a tus hijos o a los de Amina, y ver en ellos los brotes de mi rama… pero el que todo lo puede en su sabiduría lo ha dispuesto de forma diferente. Perdonad todo lo malo que haya podido hacer y despídeme de todos los que fueron mis amigos.
Luego, tras una honda exhalación, se apagó a la vez que lo hacía la llama del candil que sujetaba Mariona, como si un viento mágico hubiera venido a llevarse el alma del padre de Ahmed.
Nobles y plebeyos
Los días se sucedían en palacio con el habitual ritmo y la cotidiana costumbre que, sin embargo, había variado para dos personas, Marta y Bertran. La conciencia de este último estaba hecha un auténtico embrollo. De una parte, el sentido del deber y el orgullo de pertenecer a la familia de los Cardona permanecían intactos; sin embargo, no podía negarse a sí mismo que el tiempo en palacio no le estaba resultando tan desagradable como había previsto a su llegada. Bertran odiaba hacer concesiones a quienes consideraba sus captores, pero no podía negar que los sabios consejos del joven conde Ramón Berenguer habían mejorado en mucho su natural destreza con las armas: en otras condiciones estaba seguro de que ambos habrían sido buenos amigos, ya que los unía el amor por los animales y el valor a la hora de justar. Asimismo, los habituales encuentros con Marta alegraban unos días que antes de conocerla habían transcurrido tediosos e insustanciales. Habían establecido la costumbre de verse prácticamente a diario, después del refrigerio del mediodía, cuando todo el palacio parecía adormecerse, fuera en el invernadero, donde Marta seguía cuidando con esmero los rosales de la condesa, fuera en las cuadras, donde Bertran pasaba muchas horas. Lo cierto era que los escasos días que alguna circunstancia le impedía verla se le hacían largos y desangelados.
Por su parte, Marta aguardaba esos encuentros con Bertran con una ilusión que ni ella misma entendía. Siempre tenía algo que contarle. A veces eran cosas que aprendía en las lecciones con el padre Llobet; otras, comentarios que se hacían entre las damas… aunque Marta se callaba, sin saber por qué, los halagos que dedicaba en privado Adelais de Cabrera al joven vizconde de Cardona. Sí le contó, no obstante, los comentarios cargados de desprecio que Adelais hacía de vez en cuando, en ausencia de doña Lionor, sobre el origen plebeyo de Marta, celosa de los elogios que la condesa Almodis vertía sobre ella, en numerosas ocasiones, al respecto del cuidado de sus rosales.
—Y es cierto, Bertran —le decía Marta un día en que Adelais había vuelto a zaherirla con su proverbial mala intención—. Mi padre no es noble, aunque sí un destacado ciudadano de Barcelona de pleno derecho, y aunque no me agrade decirlo, tal vez sea la persona más rica del condado y más generosa, pues a través de él se pagan obras como la traída de aguas a la ciudad a través del Rec Comptal.
Bertran meditó un momento.
—Cuán distintas se ven las cosas desde fuera. A nadie le cabría en la cabeza que existiera otro poder o influencia que no fuera el conde, el clero o los señores feudales y tú me hablas de ser ciudadano de Barcelona como si de un título de nobleza se tratara.
—Ya se encarga de recordarme Adelais de Cabrera continuamente que no es lo mismo —repuso Marta—. Aunque sinceramente no veo en qué es ella superior a mí sólo por haber nacido en una familia noble… Por lo que sé, su padre se dedica únicamente a haraganear, como tantos otros de su estirpe…
Ahí se encrespó el genio de Bertran, cuya idea de la nobleza pasaba por el tamiz de lo que era y representaba su padre.
—Creo que no sabes lo que estás diciendo. ¿Qué sería de un condado indefenso? Bien es verdad que la tierra la cultivan los campesinos, pero ¿quiénes son los que guardan las fronteras y ofrecen su vida cuando el enemigo amenaza un castillo o invade una pedanía?
—Digamos entonces —razonó Marta— que cada uno cumple con su cometido, lo que no da derecho alguno a unos a abusar de otros en nombre de privilegios habidos por nacimiento.
Bertran asistió atónito al razonamiento de la joven, que chocaba frontalmente con lo que había aprendido desde niño.
—¿Cómo vas a comparar el honor de un caballero con el trabajo de un simple campesino?
—¡Poco honor demuestran los que asolan campos y asaltan casas, los que prenden fuego a las cosechas de quienes no pueden satisfacer sus impuestos condenando al hambre a familias enteras!
—No sabes lo que dices —le espetó Bertran—. Creo que deberías escuchar con más atención las clases del padre Llobet. Dudo que él, a quien tanto admiras, comparta esas cosas que acabas de decir. Claro que es lógico que pienses así… al fin y al cabo no eres más que una joven… —Iba a decir «inocente», pero antes de que pudiera terminar la frase, Marta le miró, furiosa.
—¡Plebeya! Decidlo, vizconde de Cardona. —Hizo una pausa mientras luchaba contra las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos—. No os preocupéis, vizconde, no volveré a importunaros —añadió, recalcando el tratamiento—. ¡Así podréis dedicar vuestro tiempo a damas tan refinadas como Adelais!
Aquella tarde se separaron ambos enconados; Bertran pensaba que aquellas ideas eran propias de mujeres y que no se podía razonar: las mujeres eran mujeres y los hombres, hombres, y la cabeza de las primeras estaba preparada para tareas de menor enjundia —la casa, los hijos, la familia—, eso sí supeditada siempre al más preclaro razonamiento del varón, cosa que quedaba muy clara en las enseñanzas de la madre Iglesia.
El Normando
La travesía había sido tranquila. El
Santa Marta
, impulsado por un ligero viento del noroeste que hinchaba sus dos inmensas velas y la firme boga de su triple hilera de remeros, atravesó el enorme azul en menos de tres semanas. El hábil Manipoulos, tras dejar a estribor Menorca, se dirigió al sur decididamente, evitando el paso por el estrecho de Bonifacio entre Córcega y Cerdeña al fin de soslayar vecindades peligrosas; desbordada esta última, giró a babor y se dirigió a Mesina, donde en aquellos momentos tenía la corte Roberto Guiscardo, apodado el Normando, que había reconocido al anterior papa Nicolás II como su señor feudal y gozaba de alta estima dentro de la Iglesia. Al Santo Padre le convenía aquel aliado, ya que el sur de Italia estaba amenazado por el poder sarraceno.
Cuando la proa del
Santa Marta
embocaba la rada del puerto de Mesina la voz del vigía desde la cofa alertó a Martí y a Manipoulos que una chalupa ocupada por dos hombres y seis remeros se acercaba al barco por la amura de estribor. La falúa se amarró junto al costado del barco, y en tanto los bateleros alzaban los remos, uno de los que ocupaban el banco de popa se puso en pie y se dirigió a ellos haciendo bocina con las manos.
—¿Quién sois y de dónde venís?
Manipoulos se acercó a la borda y respondió en la misma tesitura.
—Éste es el
Santa Marta
, barco insignia de la flota del naviero Martí Barbany. Venimos de Barcelona y traemos embajada de la condesa Almodis para el muy ilustre duque de Apulia, Calabria y Sicilia, Roberto Guiscardo.
El interlocutor se agachó y tras hacer una consulta con su cofrade, más importante a todas luces dado su atuendo, habló de nuevo:
—Voy a subir a bordo para ordenar la maniobra dentro de la rada. La falúa irá delante para que se os retire la cadena de la bocana. Atracaremos en el muelle de poniente, pondréis la pasarela y desde tierra subirá la persona que habrá de autorizar vuestro desembarco.
A una orden de Manipoulos, una escalera de gato se lanzó desde cubierta y el hombre, colocándose en bandolera su escarcela, se dispuso a subir a bordo.
Cuando ya lo hubo hecho se presentó ante Martí Barbany.
—Soy Rogelio de Cremona, maestrante del puerto de Mesina, y estoy a las órdenes directas del muy honorable Tulio Fieramosca, almirante de la mar siciliana que irá a tierra en la falúa. En su nombre y en el de mi señor, el duque de Sicilia, os doy la bienvenida a estas tierras.
La falúa partió en boga rápida y se dirigió a uno de los cuernos que formaban la hoz del puerto de Mesina. El
Santa Marta
, con las velas arriadas y con una sola fila de remos en el agua, partió tras el bote.
Al punto se pudo observar cómo en el extremo de la bocana del puerto, unos hombres se precipitaban a los palos que hacían girar el colosal torno y cómo lentamente los eslabones de la inmensa cadena se sumergían en el agua dejando paso franco al navío. A la orden de avante, los remos se pusieron nuevamente en función y el
Santa Marta
con el pendón de Barcelona en popa y el gallardete que distinguía a los navíos de Martí en la punta del palo mayor, entró majestuoso en el fondeadero de Mesina. A una orden de Manipoulos, el
Santa Marta
alzó los remos del costado de estribor y de esta banda atracó junto al embarcadero sostenido por robustos pilotes de madera clavados en el fondo; luego los hombres de a bordo lanzaron cabos a tierra, que fueron recogidos y amarrados a las correspondientes cornamusas. Realizada la operación, Tulio Fieramosca, almirante de la flota de Roberto Guiscardo, ascendió solemne por la pasarela que habían lanzado desde el barco.
Los saludos y parabienes entre los recién llegados y los representantes del Normando se alargaron solemnemente toda la tarde. Los sicilianos eran cumplidos y sinuosos, y antes de preguntar por qué y para qué acudían los visitantes a Sicilia recorrieron tortuosos caminos. Finalmente, al caer la tarde y tras degustar cantidades importantes de hipocrás, bajaron la guardia y escucharon los pormenores e intenciones del viaje de Martí, cuyo primer objetivo era la presentación de credenciales ante la corte del Normando. Sus anfitriones prometieron acudir sin falta al día siguiente con la respuesta de Roberto Guiscardo.
Al caer la noche Martí y Basilis comentaron los pormenores de la jornada; la impresión que les habían causado los representantes del duque de Sicilia y cómo debían actuar.
—Desde luego, tened por cierto que no es lo mismo llegar con esta nave a cualquier puerto que con el
Stella Maris
, el viejo cascarón con el que os paseé por todo el Mediterráneo años atrás, cuando partisteis de Barcelona para labraros fortuna.
—¿Qué queréis decir, Basilis? —preguntó Martí, sonriendo al recordar ese viaje que emprendió en su juventud, que le había llevado a lugares tan lejanos como Mesopotamia y que le había dado el aceite negro, la base de su gran fortuna.
—Que el empaque que tiene esta nao impresiona a cualquier visitante. ¿No habéis reparado en los ojos con que la miraba Tulio Fieramosca? De no ser por la misiva que os ha entregado la condesa y la certeza de que sois el embajador de Barcelona, dudo que nos dejaran partir tal como hemos llegado. Este barco despierta la codicia de cualquiera.
En esto estaban ambos hombres cuando entró el criado pidiendo venia para servir la cena.
—Si bien os parece, y en tanto reponemos fuerzas, iremos poniendo en orden nuestros planes. —Luego, dirigiéndose al criado, ordenó—: Puedes preparar la mesa; dile al cocinero que quiero una cena austera. Después de tantos días de navegación no deseo saturarme de viandas que luego me impidan conciliar el sueño.
Al poco se encontraron ambos hombres sentados ante una bien surtida aunque sobria mesa en la cámara de Martí.
El mayordomo iba y venía diligente trayendo y llevando platos y cuidando de que las copas de vino estuvieran siempre llenas.
Terminado el ágape, se dispusieron a valorar punto por punto cuál era la mejor manera de llevar a cabo su propósito. Qué era lo que debían decir y qué callar y qué actitud se ajustaría mejor a sus intenciones.
—Creo, Martí, si no pensáis otra cosa —empezó el griego—, que deberíamos ceñirnos al plan primigenio. Vos desenvolveos en vuestra tarea de embajador y a mí dejadme en la mía del rufián de taberna, en la que me defiendo más que bien… Al fin y a la postre es lo que he hecho a lo largo de mi vida.
Martí meditó unos instantes.
—Sin embargo, amigo mío, creo que debemos tener en cuenta una cosa.
—Decid.
—Estamos en aguas de Sicilia; si obramos sin el conocimiento del Normando podemos crearnos su enemistad —observó Martí.
—Justa observación —afirmó Manipoulos—. Sin embargo, debemos considerar todas las opciones. ¿Quién os puede asegurar que Naguib no obra en estas aguas con conocimiento de Roberto Guiscardo? Debéis actuar con cuidado y ser prudente, no vaya a ser que vuestras palabras lleguen a los oídos de ese malnacido.
—En lo fundamental estoy de acuerdo con vos. Sin embargo, creo que debemos demorar la decisión final y supeditarla a mi entrevista con Roberto Guiscardo. Yo acudiré a su encuentro y vos permaneceréis a bordo. Una vez haya entregado mis credenciales, y según me haya ido, abordaré con tacto el tema que nos ocupa para poder tomar la decisión apropiada.
—Seguro estoy de que hallaréis la manera. Aguardaré ansioso vuestras noticias y en el ínterin iré preparando alguna cosa.