Authors: Chufo Lloréns
—Está bien —cedió él, a regañadientes—. El caballo me entiende y yo le entiendo a él. ¿Vuestra curiosidad ha quedado satisfecha?
Marta, en vez de responder, prosiguió:
—¿Estáis seguro?
Bertran se volvió hacia el noble bruto y prosiguió su tarea de cepillado, sin contestar.
Ella cambió el tercio.
—Me llamo Marta Barbany y pertenezco al séquito de las damas de la condesa Almodis.
Bertran arrojó el cepillo en el cubo y no contestó: no sentía el menor deseo de intimar con nadie de aquella corte.
—¿Acaso no me creéis?
—Las damas no suelen dar vueltas por las cuadras de palacio —rezongó él, de mal humor.
—Si está en ellas el joven vizconde de Cardona, no veo inconveniente ni desdoro que una dama acuda al mismo lugar. Si es digno para vos es bueno para mí.
Bertran comenzaba a estar escamado.
—¿Cómo sabéis mi nombre?
Marta ahuecó la voz:
—«Mi nombre es Bertran de Cardona, os ruego que no lo olvidéis, y gracias a Dios no soy sordo.»
La muchacha repitió al pie de la letra la frase que, el día de la llegada, había espetado él al de Besora. La respuesta pilló por sorpresa al muchacho. Recordaba perfectamente el incidente que propició el intercambio de palabras con el senescal. Bertran la miró de reojo, pero se obligó a seguir cepillando al caballo sin pronunciar palabra alguna.
Marta le observó, sintiéndose súbitamente enojada. Se había sentido muy sola en las semanas que llevaba en el castillo y al ver llegar a aquel joven se había dicho que era alguien que, como ella misma, estaba allí en contra de su voluntad, así que había aprovechado uno de los escasos descansos que tenían las damas de la condesa para ir en su busca. Pero aquel joven se mostraba tan engreído como insolente. Y ella no podía arriesgarse a que la vieran con él a solas en las cuadras… eso lo sabía bien. Recogiéndose las faldas, salió con la cabeza bien alta y el rostro arrebolado de furia. Nadie, en sus doce años, la había tratado con tal desdén. Se fue tan rápidamente que no se percató de que el pañuelo azul que llevaba en la mano se le había caído al suelo de la cuadra.
El incidente
Aquella mañana, en el palenque de adiestramiento, el joven Ramón Berenguer observaba con atención los progresos de los muchachos que aprendían con el maestro de armas. De entre todos ellos destacaba, sin duda, el hijo del vizconde de Cardona. El muchacho mostraba un orgullo de linaje impropio de su condición de rehén, se resistía a recibir favores y se mostraba indiferente a cualquier demostración de buena voluntad que se le intentara prodigar. Dos únicas fisuras mostraba su caparazón defensivo: la primera, su maestría con las armas, que era notable; el tiempo que dedicaba a perfeccionar las artes de la guerra no tenía, por su parte, principio ni fin; la segunda, su amor por los animales, ya fuera su caballo Blanc y por extensión los otros que poblaban las cuadras de palacio o fuera, el cuidado de los halcones propiedad del conde, gran aficionado a la cetrería, cuya atención y limpieza le había sido asignada. Estas actividades le permitían mostrar una mano y una capacidad que para sí hubieran querido muchos de los afamados cuidadores del principado. Cap d'Estopes intuyó que detrás de ese hosco semblante se escondía una nobleza y un valor que muchos otros quisieran para sí e intentó ganarse la voluntad del joven Bertran.
Aquel día el ejercicio era el estafermo, que mezclaba la equitación con el manejo de lanza, hacha o maza de cadena, y de nuevo el más diestro fue Bertran de Cardona. Ramón lo observó detenidamente e incluso le dedicó algún comentario elogioso, al que el joven ni siquiera se molestó en responder. Ramón sonrió para sus adentros: no debía de ser fácil para un joven tan orgulloso verse relegado a la categoría de simple rehén. Optó, pues, por no decirle nada más y dejar que el joven descargara su furia con el muñeco giratorio. En cuanto terminó el adiestramiento, sin embargo, lo llamó y Bertran no tuvo más remedio que ir hacia él. En un tono amable Ramón le felicitó por su destreza y le señaló un par de detalles de su técnica que podía mejorar. Bertran aceptó tanto los elogios como las leves críticas con su actitud habitual, aunque en el fondo reconocía que el hijo del conde tenía razón y sus consejos eran atinados y útiles. Sin embargo, como estaba decidido a no demostrar agradecimiento alguno, se limitó a asentir con la cabeza y pedir permiso para retirarse, con un respeto no exento de arrogancia.
Las cuadras estaban cerca del jardín del invernadero y cuando el muchacho fue a su avío, divisó, desde la balaustrada de la terraza, a la joven dama de la condesa Almodis atareada regando los arriates de los rosales. La jovencita, que había recibido el experto consejo del padre Llobet sobre el cuidado de las rosas, había sido encargada de las suyas por la condesa Almodis. Aquella mañana lucía un cuerpo ajustado de raso verde con escote cuadrado que marcaba sus pequeños senos y un brial del mismo tejido de tonos pajizos que a ella se le antojaba exquisito, y había dejado sus chapines de tres suelas junto a la banqueta para encaramarse a ella sin obstáculo. Al ver de reojo que aquel joven engreído que tan mal la había tratado se aproximaba, se colocó de espaldas simulando un problema con la ligadura de los tallos, cuyas espinas la incomodaban. Bertran descendió por la escalera de piedra saltando de cuatro en cuatro los peldaños y se sacó del bolsillo el pañuelo que Marta había perdido el día que fue a hablar con él a las cuadras.
Marta siguió encaramada al banquillo de madera, fingiendo no haber advertido su presencia tal y como él había hecho la vez anterior; el joven, súbitamente tímido, aguardó unos momentos y luego carraspeó.
—Ah —exclamó Marta, desde la posición predominante que le concedía el estar subida a la banqueta—, ¿queréis decirme algo? Habría jurado que no teníais el menor deseo de hablar conmigo, dado que no soy un caballo.
—El otro día se os cayó esto —dijo Bertran, con la mirada baja y el brazo extendido, mostrando el pañuelo.
—¿Podéis esperar un momento? Ahora tengo las manos ocupadas —replicó Marta, decidida a demostrar frialdad.
Durante unos segundos ella siguió trabajando en los rosales, consciente de que la mirada del muchacho seguía clavada en ella. Finalmente, cuando creyó que ya le había hecho esperar bastante, descendió del banquillo. Se tomó su tiempo para calzarse los chapines y luego, en tono liviano, se dirigió al joven.
—Muchas gracias —le dijo, cogiendo el pañuelo—. ¿Deseáis algo más?
El joven fue a contestar algo, pero se arrepintió al instante y, dando media vuelta, salió del invernadero. Había algo en su paso lento y en sus hombros hundidos que hizo que Marta se arrepintiera y fuera tras él.
—Esperad… —Al oírla, Bertran se detuvo en la puerta del invernadero y se volvió hacia ella—. Habéis sido muy amable al devolverme el pañuelo —dijo ella, aunque no supo qué más añadir.
Él se encogió de hombros y sus labios esbozaron una media sonrisa. Marta se la devolvió y ambos permanecieron unos instantes en silencio.
—A veces resulta duro estar alejado de la familia, ¿verdad? —dijo Marta—. Sin amigos, lejos de los lugares donde se ha vivido hasta ahora.
Él asintió.
—Quizá podríamos ser amigos… —murmuró ella.
Bertran volvió a asentir, casi contra su voluntad. Se había jurado que no intimaría con nadie de palacio, pero aquella jovencita parecía tan sola como él… y lo cierto era que la soledad se le estaba haciendo insoportable. Se despidieron con un gesto y una franca sonrisa.
Cuando Bertran se hubo marchado, Marta recogió el cestillo donde guardaba sus útiles de jardinería y se encaminó al interior de palacio. Atravesó la galería porticada del primer piso y, tras dejar el cestillo donde tenía por costumbre, pensó en acudir a su cámara para adecentarse y prepararse para la hora de comer. Cuando ya embocaba la gran escalera, de una puertecilla lateral que daba a la sala de armaduras, apareció súbitamente la figura de Berenguer Ramón.
La muchacha quedó un instante en suspenso con el pie colocado en el primer peldaño. Berenguer se acercó a ella y con el índice de la diestra le retiró un rizo rebelde que caía sobre su frente.
—¿Adónde vais tan deprisa? ¿Y de dónde venís, con la figura descompuesta y el cabello desarreglado?
La muchacha fue consciente de que el hijo de los condes, en lugar de mirarla a los ojos, dirigía su mirada hacia el balcón de su escote e instintivamente se cubrió con una mano.
—Vuestra madre me tiene encomendado el cuidado de sus rosales; de allí vengo.
—Estoy seguro de que las rosas se alegran de veros tanto como yo…
Marta sintió que su rostro se encendía como una amapola.
—Señor, si no tenéis a bien mandarme otra cosa, me retiraré —balbuceó la muchacha.
—Se me ocurren muchas cosas que mandaros —dijo Berenguer con una torcida sonrisa—, pero creo que no serían del agrado de la condesa.
La muchacha no esperó más, se recogió las sayas y partió como el rayo escaleras arriba.
El invento prodigioso
Desde la partida de su amo las cosas se habían complicado para Ahmed. Diversos eran los motivos. En primer lugar figuraban el odio y la melancolía que albergaban su corazón y que le llevaban todos los días al antiguo molino de Magòria, donde reposaban los restos de Zahira. Ahmed supo que no podía seguir viviendo allí estando su padre tan enfermo, pero, incapaz de dejar sola la tumba de su amada Zahira, pidió a Manel que se instalara en el molino en su ausencia. En segundo lugar estaba el deseo de complacer a su amo en aquella apasionante tarea de secundar a Rashid al-Malik en todo cuanto demandara. Y, finalmente, acudir todas las noches a dormir a la casa de la plaza de Sant Miquel, donde la candela de la vida de Omar, su padre, se iba consumiendo poco a poco.
Aquel día la tarea de la gruta había sido agotadora. Había acarreado redomas y matraces, mantenido la llama azul del hornillo para destilar gota a gota el denso líquido que estaba a punto de cristalizar en el ansiado fruto y que, según Rashid, una vez reposado y añadido el último elemento que era el salitre y la resina que lo aglutinaba todo, estaría listo para la prueba definitiva antes de envasarlo en ollas, de diferentes tamaños según su objetivo, hechas de barro cocido al que se había añadido fósforo, que lograba que el envase, al rozar apenas cualquier superficie sólida, emitiera la chispa que debía prender el contenido.
Manel, que estaba engrasando con sebo de caballo las articulaciones del artilugio que hacía girar las muelas de piedra, vio llegar a Ahmed y le saludó con la mano y con el rostro circunspecto, lo que no pasó inadvertido a Ahmed mientras ataba a su cabalgadura en la barra destinada a tal fin.
—¿Qué tal, Manel, cómo van las cosas? He adivinado por tu cara, al llegar, que algo anómalo ha sucedido.
—Razón tienes. Las cosas que se comentan en el Mercadal nada bueno auguran para el condado; sabes tan bien como yo que cuando los nobles discuten, el pueblo paga las consecuencias con hambres y muertes.
—Y ¿qué es lo que se comenta?
—Bien, alguien está soliviantando los ánimos de la gente para que se manifieste públicamente en contra de la condesa Almodis que, según se dice, tiene la ambición de violar la costumbre para que el rubio de sus gemelos herede el condado.
—¿Qué es lo que hace la gente?
—Se montan tablados desde los cuales señalados personajes de no muy buena reputación incitan al pueblo a la rebelión y a manifestarse frente a palacio. Ya van dos días que entre las algaradas, el Mercadal no funciona y nadie comercia: se han destrozado puestos y ayer aplastaron el de loza de un judío porque se negó a pagar el tributo.
—¿Y qué es lo que la gente opina?
—La verdad es que la mayoría vería con agrado el cambio. Todos conocen la fama del primogénito y sus andanzas con Berenguer, su carácter violento y su desinterés por la cosa pública; en cambio la gente ama a Cap d'Estopes. Por eso alguien interesado en que continúe la tradición intenta ganar voluntades, por las buenas o por las malas. Para ello reclaman dádivas a los comerciantes más ricos.
Ahmed meditó unos instantes.
A Manel, que ya conocía el carácter de su amigo, nada le extrañó que sin decir palabra se dirigiera a la tumba de Zahira. Estuvo en pie ante ella un rato con la gorra entre las manos, luego se encaminó a desatar su cabalgadura y tras montar en el cuartago y antes de partir, se dirigió de nuevo a su amigo:
—Voy a casa, mi padre está muy grave.
Tras estas palabras, y con un tirón de bridas, Ahmed condujo al caballo hacia la puerta del vallado.
Ahmed, intentando retrasar el momento de enfrentarse a la triste visión de su padre enfermo, dio un amplio rodeo y entró en la ciudad por la puerta de Regomir. Como cada jornada, las gentes que laboraban allende las murallas iban progresando poco a poco en larga fila, cargados con los frutos de la tierra y de la mar, muchos de ellos con fanales y antorchas encendidas para iluminar el camino, pues en los
ravals
no había la iluminación del centro de la ciudad. Ya sobrepasado el fielato, dirigió los pasos de su cabalgadura por las callejuelas hasta desembocar en la plaza de Sant Miquel, junto a uno de los torreones de la casa del amo. Su camino fue lento y dificultoso pues siguiendo la costumbre, las familias humildes, dada la bondad de la estación, se reunían en las calles y, de pie o sentados en el suelo, comentaban los sucesos y vicisitudes de la jornada.
Llegando a la cancela del muro, Ahmed se percató de que en su interior algo grave estaba ocurriendo. No era normal que además de Gaufred, el jefe de la guardia de la casa del amo, estuviera en la puerta Andreu Codina, el primer mayordomo.
Apenas distinguieron su caballo, los tres se precipitaron a su encuentro y Gaufred lo detuvo sujetando las riendas del noble animal.
Andreu Codina habló atropelladamente.
—Menos mal que has llegado, ve ligero… en caso contrario no verás a tu padre con vida.
Ahmed saltó del caballo y cruzando el patio de la entrada se dirigió a la carrera hacia la parte destinada a los criados de la casa que se ubicaba tras las cocinas. Al llegar a las dependencias de su familia, un llanto contenido le indicó que lo más temido, si no había ocurrido, estaba a punto de acontecer. La última zancada le condujo hasta el quicio de la puerta del dormitorio de sus padres. Naima estaba junto al lecho, en un escabel, tomando la esquelética mano de su esposo, que más parecía un sarmiento y que sobresalía de las frazadas de la cama; en un rincón, cuidando de que la llama del candil no se apagara, estaba Mariona, la cocinera, y al otro lado doña Caterina, con los ojos llorosos, que cubriéndose la nariz con un pañuelo anudado a la nuca, salpicaba el suelo con el sahumerio que colmaba una palangana intentando cubrir el terrible olor que se esparcía por la estancia.