Mar de fuego (71 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—Querido amigo, en circunstancias normales os hubiéramos echado en falta, pero en las amargas vicisitudes por las que hemos transitado la añoranza ha sido absoluta. Nos ha faltado vuestro buen consejo, vuestra inquebrantable lealtad y la claridad de vuestro buen criterio exento de vanas lisonjas.

—Señor, vuestras palabras me abruman. Vos mejor que nadie conocíais mi devoción por la condesa, que el Señor haya acogido en su gloria, y lo amargo que ha sido para mí el conocer la triste nueva lejos de Barcelona sin poder acompañaros en tan tristes circunstancias.

La emoción embargó al conde cuya mirada se tornó acuosa y que tuvo que hacer una pausa antes de proseguir.

—Lo que se ha desencadenado sobre mí es una tragedia sin precedentes…

Martí obró con tiento:

—Señor, a veces las pasiones de los hombres son ingobernables.

—Pero no imprevisibles… Y me culpo de no haber obrado con mayor decisión por querer conjugar los oficios de padre y esposo.

—A nada conduce lamentarse, señor, cuando las cosas ya no tienen remedio.

Ramón Berenguer suspiró hondo.

—Razón tenéis, Martí —concedió el conde—, pero vayamos a lo que nos interesa; contadme los logros de vuestra embajada, que ya me adelantó el enviado del duque Roberto Guiscardo cuando acudió a las exequias de mi esposa.

—La fortuna, a veces tan esquiva, me fue favorable.

—La fortuna acostumbra a decantarse hacia los capaces e industriosos.

—Me abrumáis, señor. —Luego Martí extrajo de su escarcela las cartas del siciliano y se las entregó al conde guardando para el final la entrega del camafeo con la imagen de Mafalda de Apulia cincelada en oro y esmalte por el joyero de la corte del Normando.

Ramón Berenguer lo miró con detenimiento.

—Mi hijo Ramón es un hombre afortunado: su futura esposa aúna al lustre de su apellido una belleza fuera de lo común.

Luego entregó el pliego de vitelas a su senescal para estudiarlas con detenimiento en el momento oportuno.

—Contadme ahora el detalle de la recuperación de vuestro barco. Sé que todo se ha resuelto favorablemente.

—En efecto, y debo deciros que sin la ayuda del duque Roberto Guiscardo no hubiera sido posible —puntualizó Martí.

—Sin ella y sin la ayuda de una invención prodigiosa de la que me han dado noticias y que espero compartiréis con el condado como hicisteis con el aceite negro que cambió la vida de los ciudadanos de este mi reino.

—Llegado el momento sin duda, señor. Ahora, aunque quisiera, me sería imposible.

—¿Cuál es el motivo?

—Es una larga historia.

—Para algo así tengo todo el tiempo del mundo. —Con un chasquido de su dedos pulgar y medio, el conde invitó a su perrillo de compañía a que se encaramara en sus rodillas. El pequeño grifón obedeció a su amo.

Martí carraspeó un instante.

—Veréis, señor, el guardián de tan maravilloso prodigio, conservado por su familia durante generaciones, ha sido raptado en mi ausencia y estando en mi casa. Sin él, todo conato de fabricar el invento es y será inútil. Aprovechando vuestra magnanimidad venía dispuesto a rogaros que encarguéis su búsqueda a la milicia ciudadana. De no ser así, todo mi esfuerzo por hallarlo será vano y sin él, el prodigio del fuego griego, que así se denomina, se perderá en el tiempo.

—¿Me estáis diciendo que vuestro hombre, poseedor de tan increíble secreto capaz de destruir un reino, ha sido raptado en vuestra ausencia y que vos no conocéis la fórmula?

—Eso he tratado de explicaros.

—¡Senescal!

A la voz de su señor Gualbert Amat se presentó de inmediato.

—¿Habéis oído esto? —preguntó el conde.

—No he podido evitarlo.

—Poned en pie de guerra a toda la hueste. Ordeno que en un plazo de tres días se haya encontrado a este hombre… De no ser así rodarán cabezas.

—Lo que ordenéis, mi señor.

Se retiró el senescal y Martí y el conde quedaron de nuevo solos.

—Esta ciudad de mis pecados está cada vez más revuelta. Son cientos las personas que llaman a sus puertas todos los meses; me dice el veguer que las colas que se forman antes de amanecer el alba fuera de las murallas son larguísimas, en su mayoría campesinos que no tienen otro oficio ni beneficio que el cultivo de tierras. Acuden aquí en busca de trabajo y de una mejor vida y al no conocer acomodo alguno cada vez son más los suplicantes de la sopa de los pobres. Todo ello se traduce en mendigos los buenos, y en rateros, cortadores de bolsa y amigos de lo ajeno, los peores; la gente anda encrespada y más de uno ha intentado tomarse la justicia por su mano. Ved que el paisaje no es precisamente grato.

El cachorro, de un ágil brinco, ahíto ya de caricias, se fue a su almohadón y el conde aprovechó para colocar su pie izquierdo sobre una mullida banqueta.

—Señor, siempre ha sido igual, los que están dentro quieren salir y los de afuera quieren entrar.

El conde aprovechó la pausa para cambiar de tema.

—Aunque la gota me dejara en paz y el dedo gordo de mi pie me diera respiro, ni tiempo tendría para poder cazar. La pérdida de la condesa ha ocasionado un quebranto muy grande al condado, pero si os he de ser sincero, mi pérdida ha sido mucho mayor: ella apartaba de mí todas las dificultades y no precisamente las relativas al protocolo de la corte sino en cuestiones de mucha más enjundia. Despachaba con el consejo, aguantaba diariamente las peticiones de la caterva de clérigos que acudían en demanda de ayudas y limosnas para sus órdenes y, en fin, me filtraba cantidad de tediosa morralla que ella se ocupaba de resolver.

—La condesa nos ha dejado a todos huérfanos. No os lamentéis porque se ha ido; agradeced al cielo los años que la habéis tenido a vuestro lado.

—Sabio consejo, pero difícil de seguir —repuso el conde, pesaroso—. Ahora mismo se me viene encima la boda de Sancha. Debo realizar mil consultas y guardar un sutil equilibrio. Por una parte, el pueblo es poco amigo de lutos, de lo cual se infiere que en la calle ha de haber jolgorio y diversión; por la otra, está la fiesta de la corte, donde no debo pasarme ni quedarme corto. Lo primero sería una falta de respeto al recuerdo de mi esposa y lo segundo un agravio para mi pariente y futuro yerno, Guillermo Ramón de Cerdaña. Todo esto se me hace una auténtica montaña.

—Señor, si en algo puedo serviros, nada más tenéis que indicármelo.

—Os lo agradezco, pero no creo que, pese a vuestra prudencia, os desenvolvierais bien en este terreno. Son cosas para las que están mejor dotadas las mujeres y por otra parte, aunque indirectamente, ya estáis colaborando.

—No os comprendo, señor.

—Doña Lionor de la Boesie, doña Brígida de Amalfi y doña Bárbara de Ortigosa constituyen para mí un apoyo inapreciable, pero os sorprenderéis si os digo que vuestra hija Marta ha resultado ser una inesperada fuente de hábiles soluciones. Ella, con dos de las damas de mi difunta esposa, se está ocupando de hacer las listas para la ubicación de invitados en el banquete sin que ninguna familia se dé por ofendida, ya sabéis cuán sutil y delicada es la epidermis de los nobles al respecto de estas cuestiones y lo está haciendo muy bien.

—Imaginad cuántas ganas tengo de abrazarla.

—Perdonadme, pero me he vuelto un viejo egoísta. Ahora mismo la hago llamar.

El conde, dando dos palmadas, ordenó a uno de los ayudas de cámara:

—Enviad a un paje que avise a doña Marta Barbany para que acuda sin demora.

El paje partió al instante.

Martí estaba hecho un manojo de nervios. El conde sonreía. Súbitamente se hizo un silencio entre ambos; pese a las dimensiones de la estancia, el primero aguzaba el oído intentando percibir la llegada de su hija. Tras la gran puerta súbitamente se escuchó un murmullo. Luego se abrió uno de los vanos y Martí, sin poder remediarlo, lanzó una mirada de soslayo y pudo ver claramente la figura que se recortaba en el quicio. Se trataba de una mujer alta, de perfectas proporciones, con el cabello recogido en dos graciosos moños laterales, vestida con una elegante túnica negra de cerrado escote y adornada con pasamanería dorada, y calzando escarpines de terciopelo. Martí imaginó que una de las dueñas acudía para justificar la ausencia momentánea de Marta. La figura comenzó a caminar lentamente y Martí sintió más que vio, que se detenía en medio del gran salón. El grito le llegó al alma, y pudo escuchar realmente algo soñado mil veces en la cámara de popa de su nave.

—¡Padre!

La situación le desbordó y sin tener en cuenta el protocolo, el naviero se puso en pie como impulsado por un resorte y dando la espalda al conde se giró justo a tiempo cuando ya como un torbellino, su hija corría hacia él y se refugiaba en sus brazos.

Así permanecieron largo rato, sin hablar y ante la mirada indulgente de Ramón Berenguer. Luego ambos se dieron cuenta de ante quién estaban. Todo volvió a su cauce natural. Un criado acercó un sitial y lo colocó junto al sillón de Martí.

—Pocas veces, en los últimos tiempos, me ha sido dado el gozo de ver tanto amor expresado en un instante.

Marta tenía los ojos arrasados en lágrimas y, sin nada decir, se limitaba a tener la mano diestra de su padre entre las suyas. El conde prosiguió:

—Sois un hombre afortunado. Jamás me he sentido querido así por mis hijos. Tal vez haya sido culpa mía por no saber expresar mi amor como lo hacéis vos. La educación rígida tiene esos inconvenientes, y mi abuela Ermesenda me inculcó que mostrar en público los sentimientos es señal de debilidad y que a un gobernante ciertas cosas no le son permitidas.

Martí se justificó.

—Ha sido mucho el tiempo que hemos estado separados: dejé en palacio, y bajo la custodia de nuestra condesa, a una muchachita y me ha recibido una mujer, al punto que me ha costado un tiempo darme cuenta de que era mi hija.

—No digáis que no sois querido, señor —dijo Marta, dirigiéndose al conde—. La gente de palacio os adora. Incluso cuando estáis de mal humor y los tratáis con severidad.

Martí se llevó otra sorpresa. Su hija hablaba con el conde como pudiera hacerlo cualquier nieta querida con su abuelo.

—Ya veis, conde de Barcelona, señor de Gerona y Osona receptor de las parias de Tortosa y de Lérida y hete aquí que en mi propia casa soy reprendido por una joven dama cual si fuera un paje. Es una sensación que no deja de maravillarme.

Martí no salía de su asombro. La voz del viejo conde se dejó oír de nuevo.

—En fin, no quiero ser un intruso entre padre e hija. Tomaos cuanto tiempo os convenga… Antes de partir, mi querido amigo, presentaos ante mí. Todavía hemos de comentar algunos asuntos.

Apenas el conde se hubo puesto en pie, el senescal Gualbert Amat se acercó solícito para ofrecerle su antebrazo. Éste descendió con gran dificultad de la tarima del trono y se retiró.

Padre e hija quedaron solos. Al principio, el gozo de mirarse para convencerse de que era una realidad lo que estaban viviendo impidió la conversación. Luego todo se desbordó como un torrente. Marta quería conocer todas las vicisitudes del viaje y Martí, todo lo ocurrido en palacio y los sentimientos e inquietudes de su hija.

Poco a poco se fueron poniendo al corriente mutuamente de lo que había sido su vida desde el instante de su separación, aunque Marta ocultó todo lo relativo a Berenguer y no mencionó a Bertran. Por su parte, Martí, tras explicar detalladamente la capital importancia de la actuación de Ahmed en el rescate del
Laia
, preguntó a Marta por Amina.

—Ha sido mi gran compañera, aunque ahora la que la tengo que animar soy yo, pues ha acusado en extremo la muerte de Omar y el estado actual de su madre.

—Salúdala en mi nombre y dile que la espero en casa cuando vaya a ver a Naima.

Después de una pausa, Martí introdujo el tema que más le preocupaba.

—Creo, Marta, que ha llegado el momento de que regreses a mi lado. Ha pasado año y medio y ya es tiempo de que ocupes el lugar de tu madre. Puedes proseguir con tu educación en casa, como antes.

La muchacha miró a su padre con una expresión que sorprendió a Martí.

—Perdonadme, padre, pero creo que os equivocáis. Hago mucha falta ahora aquí. La condesita Sancha me necesita.

—Algo me ha dicho ya el conde, y debo felicitarte por ello, pero soy tu padre y a mí también me haces falta… A no ser —añadió Martí, mirando fijamente a su hija— que haya otro motivo del que no me hayas hablado aún.

En aquel instante sintió Martí que su hija se había hecho mayor.

La muchacha habló con voz temblorosa y sin embargo firme:

—Padre, amo a un joven que os ha de gustar, pues en muchas cosas se asemeja a vos.

—Algo barruntaba… Imagino que, estando en palacio, es de noble cuna.

—Es el hijo del vizconde de Cardona y, junto con el padre Llobet, ha sido mi sostén y refugio. No creáis que todo ha sido fácil. He vivido situaciones comprometidas y, como os digo, él ha sido mi apoyo y asidero.

Martí sopesó sus palabras con detenimiento. No quería lastimar a su hija y sin embargo deseaba guardarla de posibles desengaños.

—Marta, ese joven lleva un ilustre apellido: procede de la Casa Real de Francia, tiene por tronco a Raimundo Folch, que pasó a Cataluña a luchar contra los moros a las órdenes de Carlomagno, quien le concedió en el año 791 el título de vizconde de Cardona. En el escudo de su casa hay tres cardos dorados sobre un campo de gules: es flor coriácea y provista de espinas y no quiero que te lastimes. —Dulcificó la voz, intentando suavizar así sus palabras—. Tú eres únicamente hija de un ciudadano, si bien notable, de Barcelona. Eres muy joven y aún no conoces muchas de las cosas ingratas de la vida. Mi deber es ahorrarte cuantos disgustos pueda. Creo que será mejor que hables con él, dejes ese sentimiento en una buena amistad, y ahora que aún estás a tiempo, pongas fin a esta relación.

Marta notaba las mejillas enrojecidas y le temblaba la voz. Sin embargo, consiguió mirar a su padre a los ojos.

—Con todo el respeto, padre, cuando os fuisteis erais el faro de mi vida. Ahora, además de vos, hay otra persona. Hablaré con él: si me dice que, en caso de tener que hacerlo, no es capaz de enfrentarse a su padre, regresaré a casa con el corazón destrozado. Pero si, como espero, mantiene la palabra que me ha dado, por primera vez en mi vida os desobedeceré.

Martí se dio cuenta de que hablaba con una mujer y entendió que lo ocurrido era ley de vida. En aquel momento se vio a lomos de su caballo con dieciocho años, alzado sobre los estribos de su silla y despidiéndose de su madre con el brazo alzado agitando un pañuelo en la mano desde el extremo del camino que partía de su casa del Ampurdán.

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