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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (44 page)

BOOK: Mar de fuego
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El Normando cruzó una breve mirada con su almirante. Luego éste habló.

—Hemos tenido y tenemos graves problemas con la población de nuestras costas. Tened en cuenta, señor embajador, y ya os lo ha dicho mi señor, que son islámicos y que al fin y a la postre fueron vencidos por él y por su hermano Roger y que finalizada la conquista de Sicilia y de las costas del Adriático, hubo que edificar un sistema de gobierno como el que Guillermo implantó en Normandía. Aunque se respetaron sus costumbres y tradiciones, por mor de ganar su confianza, el empeño fue baldío y acabó en fracaso; los moros son proclives a revueltas y algaradas que nos obligan siempre a andar con la adarga y la espada a punto. ¿Acaso no habéis observado que esta construcción más parece una fortaleza que un palacio?

Martí asintió con la cabeza.

—Pues tal circunstancia no es casual, sino una necesidad para tener la certeza de nuestra salvaguardia.

—No atino, señor, adónde queréis ir.

Ahora fue el cardenal Pedro Damián el que tomó la palabra.

—En el fondo subyace un enfrentamiento de religiones que, o mucho me engaño, o acabará en una auténtica cruzada.

La voz del Normando se dejó oír de nuevo.

—Veréis, embajador, yo no tengo súbditos, sino enemigos. Desde luego que os autorizo a moveros por mi reino a visitar mis ciudades y a buscar información donde os convenga, pero proceded con mucha prudencia y circunspección: cualquier movimiento llegará al cabo de pocos días a los oídos del pirata. Por lo que a mí concierne, tened por cierto que si necesitáis ayuda naval o de alguna clase de tropa, podéis contar con mi apoyo.

Martí hizo una somera valoración de su gestión y se sintió satisfecho: las cosas estaban saliendo mejor de lo previsto.

La voz del Normando retumbó de nuevo.

—Tratad con mi almirante las necesidades que tengáis y él proveerá lo oportuno para facilitar vuestra tarea. Mañana por la noche os espero para la velada que daremos en honor vuestro… Y ahora, si me permitís, tengo tareas que despachar.

Martí entendió al punto el mensaje y se dispuso a retirarse de espaldas como mandaba el protocolo.

—Id con el embajador, Tulio —ordenó Roberto Guiscardo—, y facilitadle todo lo que necesite: cartas de presentación, despachos, órdenes y cédulas para que cualquier magistrado o funcionario de mi reino atienda sus peticiones.

Luego tendió su diestra para que Martí le rindiera homenaje, cosa que éste hizo al instante, sintiendo en su interior que la embajada había sido coronada por el éxito en ambos aspectos.

51

La triste noticia

Las damas estaban reunidas en el pequeño salón de Almodis. Tres músicos alzados sobre una tarima proporcionaban una melodía de fondo con arpa, cítara y vihuela. Lionor, Brígida y Bárbara acompañaban a la condesa, mientras Delfín descabezaba un sueño en una banqueta a los pies de su ama. El chambelán de turno abrió la puerta y en alta voz, enunció:

—Señora, el arcediano Eudald Llobet está aguardando en la antesala para ser recibido.

La condesa dejó a un lado la labor que estaba en sus manos; dio un ligero golpe con el pie en la banqueta para que el enano se despertara y, realmente contenta, indicó a sus damas y a los músicos que se retiraran.

—No os entretengáis, chambelán. Ya sabéis que mi confesor siempre tiene el paso franco en mi salón.

El ujier se retiró silencioso, las damas recogieron sus labores y partieron, los músicos hicieron lo propio con sus instrumentos.

Al cabo de un instante la tonsurada cabeza del padre Llobet asomaba por el quicio de la puerta.

—¿Dais vuestro permiso, señora?

La expresión del religioso le indicó que algo anómalo pasaba.

—Por Dios, señor arcediano, vuestra reverencia lo tiene siempre.

El inmenso clérigo avanzó por el centro del salón y en última instancia se cruzó con Delfín que salía en aquel instante. Eudald le saludó, como siempre, afectuoso, colocando su inmensa mano sobre la coronilla del hombrecillo y revolviéndole el ralo cabello.

—Bien hallado Delfín, ¿cómo te encuentras?

—Bien, vuestra reverencia, contento de veros y añorando vuestras enseñanzas. Siempre ando entre cluecas latiniparlas que hablan sobre boberías y que me obligan a descabezar un sueño para no escuchar sus monsergas.

La condesa, que conocía de sobra el talante de su bufón, con una media sonrisa le habló de lejos.

—¿Me incluyes a mí, Delfín, entre esas cluecas?

El enano, mirando de soslayo y dirigiéndose a la puerta, respondió:

—En verdad que no erais así, pero de eso hace ya muchos años. Id con cuidado, ama, su compañía os influye demasiado.

Ya había desbordado al clérigo, cuando ocupado en responder a su ama, topó con el pie del trípode de un candelabro y dio con sus pobres huesos en el suelo. La condesa soltó una carcajada.

—Mejor harías de mirar por donde vas… Y no me refiero a ahora sino en tu vida. De no ser por mí, ¿qué habría sido de ti? —preguntó Almodis, risueña.

El enano se levantó, indignado, y se sacudió las perneras con su gorrilla.

—Seguramente seguiría en mi bosque, tan tranquilo… Aunque tal vez a vos os habría ido diferente sin mi ayuda y consejo —replicó, con intención.

Tras estas palabras, airado y confundido, se dirigió a la cancela y con un gesto que pretendió ser violento, intentó dar un portazo; la pesada puerta se le resistió y lo que pretendía haber sido una despedida digna se convirtió en un espectáculo risible.

El clérigo se acercó hasta el sitial de la condesa, y cuando pretendía tomar su mano para besarla, ella se le adelantó y tomando la suya, sin levantarse de su asiento, la acercó a sus labios.

—Soy yo, vuestra reverencia, la obligada. Cuán caro sois de ver en visita privada, únicamente hablo con vos en confesión y eso no ocurre todos los días.

La condesa lo observó detenidamente.

—Sentaos, Eudald, y decidme qué es lo que ocurre, porque algo ocurre.

El sacerdote tomó asiento frente a la condesa, y tras enjugarse el sudor de su frente con un pañuelo, se explicó:

—Las cosas, condesa, no por sabidas son menos dolorosas. Soy mensajero de malas nuevas para Marta. Mejor dicho, para Amina, su amiga y sirviente.

—¿Qué es lo que sucede, Eudald?

—Omar, el padre de Amina, falleció ayer por la noche. Era esclavo liberto de la casa de Martí Barbany, fue un fiel servidor y se ha ido a morir ahora que su amo está de viaje. Va a ser un doloroso trance para su hija y también para Marta.

—No sabéis cuánto lo lamento; ¿ha sido cosa repentina?

—No, señora, el desenlace era inevitable pero no por esperado es menos triste para los que le amaban.

—Me imagino que recabáis mi beneplácito para que Marta y su criada vayan a la casa de la plaza de Sant Miquel —dijo la condesa.

—Eso es lo que os demando.

—Dadlo por concedido, sin embargo deberán ir acompañadas por dos criados. No quiero la responsabilidad de que algo le ocurra en ausencia de su padre. ¿Hay algo más que pueda hacer por vos?

—Únicamente atender a mi protesta ante vuestra aseveración de que sólo me veis en el confesonario —repuso el clérigo—. Si tal ocurre, no es por mi culpa. Todos los días estoy en palacio, bien para preparar a vuestra hija Sancha para su boda, bien para dar clases a Marta.

—Realmente algo de razón tenéis —se lamentó Almodis, con un suspiro—. Mis tareas son muchas y mi tiempo, escaso. Más ahora, que ando con los preparativos de la boda de Sancha… Pero antes me buscabais con ahínco.

—Y haría lo mismo si de mí dependiera, pero mi tiempo, como el vuestro, es exiguo: presido el capítulo de la Pia Almoina, ya sabéis que pretendemos restablecer la antigua vida de comunidad. Y después, entre la escuela de postulantes, la sopa de los pobres, que vos presidís, que hasta hace poco tiempo eran cien y hoy día rebasan los ciento cincuenta, y la corrección de copias de manuscritos, se me pasa la mañana. Por la tarde estudio pergaminos antiguos, y tres días por semana doy mis clases aquí en palacio. Como veréis, no tengo tiempo ni para ocuparme de mis rosales.

—Hablando de rosales, sé que habéis dado unos inmejorables consejos a esa encantadora jovencita que es Marta Barbany. —Almodis sonrió al pensar en la muchacha—. Martí Barbany puede estar orgulloso de ella: debo reconocer que le he tomado un gran aprecio.

El padre Llobet asintió: pocos querían a Marta tanto como él. Iba a decir algo más, pero la condesa cambió de tema.

—Realmente ambos estamos harto ocupados; dejadme entonces, con más razón, aprovechar el tiempo que me regaláis esta mañana.

La condesa, que en cuanto tenía algo en la cabeza, no cejaba, prosiguió:

—¿Qué os parecen los prometidos de mis hijas? Os lo pregunto porque, al no ser vos un cortesano al uso, acostumbráis a ser muy sincero.

El sacerdote hizo una ostensible pausa, ponderando la pregunta.

—Si he de deciros la verdad, creo que el conde de Cerdaña será un buen yerno.

Ante la respuesta de Eudald, Almodis comentó:

—¡Qué buen embajador me ha robado la Iglesia! ¡Cómo negáis, afirmando! A buen entendedor pocas palabras bastan, pero decid, ¿qué os parece Guigues d'Albon?

—No me agradan los hombres volátiles y dicharacheros, vuestra hija Inés tendrá escaso apoyo en las contingencias que le depare el destino. Honradamente, creo que es un joven al que le falta criterio.

La condesa exhaló un hondo suspiro.

—Los intereses de Estado no son los de una madre. Y vos sabéis que yo lo sé bien, lo he experimentado en mis propias carnes. —Tras una pausa prosiguió—: ¿Y cómo veis al heredero?

Esta vez la digresión la hizo Eudald.

—Señora, obligáis a un pobre sacerdote a opinar de cuestiones de Estado que no le competen.

—Dejadme que os insista, sois tan caro de ver…

—Está bien, perdonadme la franqueza: su carácter es disoluto, y ¿por qué no decirlo?, perjudicial para vuestro hijo Berenguer. Puede ser una maldición para el condado, cuando herede a su padre… si llega a heredar.

—Si llega a heredar, claro es… y ¡por mi vida que sois osado!, nadie en su sano juicio se atrevería a opinar así.

—Es lujo de viejo, señora —sonrió Llobet—. Cuando alguien calza mis sandalias, se puede permitir licencias como las que yo me permito. El trayecto que me resta es corto y no pienso perder un instante de mi descanso escuchando la voz de mi conciencia llamándome embustero.

—Realmente sois delicioso. Perdonadme el paréntesis, pero atendamos el asunto que os ha traído aquí.

Almodis se alzó de su asiento y se dirigió al bordón que hacía sonar la campanilla en la antesala. Dos toques ligeros y ya el ujier estaba en la puerta.

—Mandad, condesa.

—Enviad a un criado que avise a Marta Barbany y a su criada Amina, que acudan a mi presencia.

Ahmed aguardaba ansioso junto a la cancela la llegada de su hermana y de Marta. La tarde anterior, a última hora, había ido a la Pia Almoina para suplicar al padre Llobet que, aprovechando que tenía paso franco en palacio, hiciera llegar la triste noticia del fallecimiento de su padre a ambas muchachas. Por la noche llegó Magí, ayudante de Eudald, para notificarle que al día siguiente, al rezo del Ángelus, irían a su casa Marta y Amina.

En tanto aguardaba, recordaba Ahmed la impresión que le causó el joven adjunto; su mirada huidiza, la pálida piel y lo desmedrado y ojeroso de su rostro; también recordaba que el cura le miró de soslayo procurando hurtarse de su mirada, medio oculto por la capucha de su hábito. El mayordomo, Andreu Codina, le buscó en las dependencias de los criados para notificarle que un emisario del padre Llobet lo aguardaba en el patio. Recordaba Ahmed que indagó el motivo de no haberlo hecho pasar y que el mayordomo se justificó diciendo que el otro no había querido.

En esas andaba la mente de Ahmed cuando a lo lejos divisó a las dos muchachas que se acercaban al portón a través de la plaza. Delante de ambas iba un criado y tras ellas un guardia armado con espada corta y daga. Al principio algo le desorientó; el aspecto de Marta había cambiado, o mejor dicho, lo había hecho su porte: aquella chiquilla que corría más que andaba se había tornado en una damita encantadora.

Al llegar a la cancela del enlosado patio los dos hombres se hicieron a un lado y en tanto Marta se contenía, Amina se echó en brazos de su hermano, desconsolada.

Poco a poco se fue calmando y cuando ya los sollozos dejaron de convulsionar su pecho, Ahmed la apartó y extrayendo de su bolsillo un pañuelo le secó las lágrimas.

—No llores, hermana… Ya sabías que padre estaba enfermo…

—No pensé que sucediera tan pronto, Ahmed. ¡Tanto tiempo juntos y se me ha ido cuando yo no estaba! ¿Cuándo ha sido, hermano? ¿Cómo está madre?

—Fue anteayer al anochecer, Amina; murió como era él, discreto y resignado por no aumentar la pena de los suyos. Ya puedes imaginar cómo está nuestra madre… no quiere admitirlo.

Ahmed apartó a su hermana y dirigió la mirada a Marta, que estaba a un lado.

La muchacha se acercó y dio un tierno abrazo a su amigo.

—No he de decirte, Ahmed, cómo lo siento, y cómo siento también que no esté aquí mi padre. Cuando le den la noticia se va a llevar uno de los disgustos más grandes de su vida. Jamás lo consideró un servidor, Omar fue su amigo, y la vida ya le ha hurtado muchas cosas.

—¿Dónde va a ser la jinaza? —preguntó Amina con un hilo de voz—. ¿Está preparado el cuerpo de padre?

—Ni yo mismo lo sabía, ayer me lo dijo madre. El amo compró un terreno para hacer una tumba para nosotros en el cementerio para musulmanes en la falda de Collserola. Padre quiso que lo enterráramos en una fosa hecha en la tierra, mirando a La Meca y señalada con lajas de piedra, adobes o madera. Y así habrá de ser. En cuanto a lo que me preguntas, preparamos el cuerpo Andreu Codina y yo. Luego vinieron para velarlo el capitán Rafael Munt, Gaufred y Manel, y uno a uno fueron pasando todos los criados de la casa.

Tras un instante de duda, Amina habló de nuevo.

—¿Dónde está madre, Ahmed? Quiero verla. Luego veré a padre.

Marta se hizo a un lado: intuía que era un momento en que los dos hermanos y su madre debían estar a solas.

52

Pactos y alianzas

La concupiscencia de Berenguer le inducía a desear y a conseguir cualquier mujer, de la corte o de fuera de ella, que se pusiera a su alcance y, dada su cuna, pocas eran las que osaban resistírsele. Sin embargo, una lascivia absolutamente irrefrenable le hostigaba hacía algún tiempo, y el objeto de su deseo no era otro que la recién llegada al séquito de las damas de su madre, Marta Barbany, cuya imagen le quitaba el sueño. Sin embargo, el acoso de la pieza presentaba grandes inconvenientes, añadidos a la actitud de la muchacha, que hacía lo imposible por rehuirle, de manera que era casi imposible sorprenderla a solas. A ello se añadía el impedimento sobrevenido de aquel impertinente mozuelo arribado a palacio, hijo del vizconde de Cardona, en calidad de rehén pero que más que rehén parecía un huésped. Se había percatado de que ambos jóvenes pasaban juntos los ratos libres. Todo este afán obsesionaba su presente, mas no por ello descuidaba su futuro que presumía complejo e incierto en demasía, porque si bien para él era importante holgar, cazar y seguir acosando a mujeres, la herencia que le correspondiera al fallecer su padre sería determinante para poder continuar con el tipo de vida que tanto le placía, poco le importaba dónde fuera.

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