Mar de fuego (75 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—No creo que me interese. Tal vez si me ofrecieses un servicio aparte… Dime, ¿cuánto tiempo serviste en la casa de Martí Barbany?

—Más o menos diez años, cuando la mujer murió de parto yo ya estaba.

—De lo cual se infiere que conoces la mansión a fondo, sus costumbres y las gentes que la habitan.

—Como el fondo de mi bolsa —aseguró Gueralda—: nada hay que desconozca.

—Entonces tal vez arreglemos un negocio.

—Si vos me ayudáis en mi empeño, contad conmigo para lo que gustéis.

Un sinfín de pensamientos y planes bullían en la mente del tuerto.

—Bueno, mujer, si estás dispuesta a colaborar conmigo, vas a cobrarte dos piezas con una sola flecha. De una parte podrás vengar la ofensa que te hizo el hombre que se quedó tu dinero y de la otra mi desquite será el tuyo.

—No alcanzo a comprenderos, señor.

—Mis dardos van contra la casa de Martí Barbany, donde, si no me has informado mal, también tienes cuentas que saldar.

—Vuestra idea no me disgusta pero ¿cómo va a ser eso?

—Déjalo en mi mano, limítate a responder a mis preguntas. Si todo sale como espero, el repique de esa campana llegará hasta los confines del país. No hará falta que nada te sea explicado.

—Estoy dispuesta, señor.

—Pues vamos a ello. ¿Cómo es la vigilancia por las noches en la casa de Martí Barbany, cuántas entradas hay y quién ronda la muralla?

—Mal lo tenéis si pretendéis entrar de noche. Aquello es una fortaleza: tras la gran puerta cerrada está el cuerpo de guardia, en la muralla hay cuatro casamatas y la ronda las visita periódicamente y cambia los centinelas.

—¿Qué otras puertas hay además de la principal?

—Dos en el huerto y una en el jardín; pero las tres están vigiladas y hasta que los carros que van al mercado no tienen que partir, no se abre ninguna de ellas.

—¿Qué distancia hay desde la muralla hasta la pared más cercana de la casa?

—Quizá trescientas varas por el frente.

—¿Y cómo está iluminado ese terreno?

—Cada cuarta hay un farol de petróleo que luce durante toda la noche.

—Pero, según tengo entendido, la mansión se integra por la parte posterior en lo que debiera ser la prolongación de la muralla.

—Es la gruesa pared de las cocinas, pero allí no existe puerta alguna, sólo la gatera por la que entra la leña.

—¿Y qué día del mes, si es que lo hay fijo, entra la leña?

—Siempre el último día, si es que no es festivo —respondió ella sin dudarlo.

Mainar se puso en pie.

—Eres una buena chica y voy a ayudarte. Déjame rumiar todo lo que me has dicho; entretanto, vivirás aquí, colaborarás en la casa y te ayudaré a recobrar lo tuyo si llega tu hombre. Mi mayordomo arreglará contigo todo lo referido al dinero. Y tú y yo nos volveremos a ver.

93

Los guantes

Y eso por qué, padre Magí?

Sobre la mesa del clérigo obraba una caja de cartón abierta. Eudald Llobet había apartado el tintero de grueso cristal tallado para hacer sitio y tenía en sus manos un guante tejido a mano de grandes dimensiones, que intentaba calzarse en su diestra.

El curita, nervioso como casi siempre, respondía a su superior.

—Mi madre os los envía: no tengáis en cuenta el valor intrínseco del presente, sino únicamente que los ha tejido con sus manos para expresar toda su gratitud.

—Pero no tenía por qué hacerlo…

—De esta manera os agradece las muchas venias que me dais para ausentarme. De no ser así, no se me alcanza quién, aparte de una buena vecina, podría cuidar de ella; me preguntó cuáles eran vuestras aficiones y le respondí que, aparte de leer, únicamente os entretienen vuestros rosales y ahora los cactus. Entonces la mujer entendió que bien os vendrían, para evitar los pinchazos de las unas y los arañazos de los otros, un buen par de guantes reforzados. A veces las plantas, al igual que las personas, no son agradecidas y hieren a quien las cuida; el único mérito del obsequio es que los ha hecho estando en la cama, ya que actualmente le cuesta mucho levantarse.

—Dadle en mi nombre las gracias más efusivas y contad con mi presencia si algún día quiere recibir a Jesús sacramentado.

Magí se sobresaltó.

—No hará falta, padre. El nuevo párroco de la iglesia del Pi va frecuentemente a consolarla.

—Vuestra madre es una devota cristiana —dijo el padre Llobet, afectuoso—, y reconfortaos, pues tras tan largo sufrimiento, tendrá el cielo asegurado.

—¿Podré esta noche acudir a velarla? La vecina, que asimismo es matrona, me dijo que tiene a punto a una parturienta primeriza y cree que la criatura viene algo descolocada y que le será imposible acompañarla hasta que el infante esté en el mundo.

—Contad con ello, padre Magí, y hasta que ocurra lo que me habéis anunciado inevitable, podéis salir siempre que sea preciso.

—Mil gracias, vuestra reverencia; pero ¿quién os asistirá a vos?

—No paséis pena por mí, me sé arreglar solo, y además decidle que esta misma tarde estrenaré sus guantes. Id —le animó el clérigo con una sonrisa—, no os entretengáis.

Partió al punto el curita tras besar el crucifijo que pendía del grueso cíngulo y que colgaba de la cintura de su superior y éste, en cuanto se quedó solo, tomó el cestillo de sus utensilios de jardinería y partió hacia el huerto posterior del convento.

Atendiendo su petición y teniendo en cuenta que sus ojos ya no eran los de antes, el superior le había relevado de sus obligaciones en el
scriptorium
y asignado un nuevo trabajo al aire libre, complaciendo su gran afición. El padre Llobet había trasplantado sus rosales de las macetas, que en tiempos había tenido en el alféizar de su ventana, a un recuadro del huerto bajo, frente a la salida de carruajes. El viejo clérigo, dado que la salinidad del agua dificultaba el crecimiento de muchas especies, dedicó sus esfuerzos y afanes a estudiar en la biblioteca cuantos escritos pudo hallar que versaran sobre plantas muy resistentes: una epístola de Teofrasto de Sicilia, otra de Teócrito de Siracusa y finalmente la
Naturalis historia
de Plinio el Viejo, le pusieron sobre aviso de alguna variedad que sobrevivía a pesar de la carencia de agua, procedente de zonas desérticas africanas. Recordaba el arcediano que encargó a su amigo Martí Barbany que le trajera alguna si cualquiera de sus barcos tocaba aquella zona. Al cabo de un año llegaron las primeras chumberas y los primeros esquejes de cactus. Y así comenzó aquella nueva aventura.

Eudald Llobet, ufano e ilusionado como un niño con una peonza nueva, se puso los guantes y comenzó a trajinar entre las espinosas plantas en tanto su pensamiento iba al encuentro de su viejo amigo.

Dos temas le atormentaban. En primer lugar la misteriosa desaparición de Rashid al-Malik, que había llenado de zozobra el corazón de Martí, y en segundo, el manejo de aquella delicadísima situación que se había planteado en palacio y que no era otra que el persistente acoso de Berenguer hacia su querida ahijada que ahora había cobrado forma de amenaza. Situación que debería mantener en el más estricto de los secretos y resolver como mejor pudiera para no levantar la liebre, ya que si de alguna manera llegara a los oídos de Martí, no quería imaginar la tormenta que podría desencadenarse. Debería, pues, tratar todo ello con guantes de terciopelo, pensó sonriendo al ver los que acababan de regalarle.

94

La solución desesperada

Rashid al-Malik era consciente del futuro que le aguardaba. Estaba aterrorizado: no era un hombre valiente, pero sí de firmes convicciones, por lo que el juramento hecho en nombre de sus antepasados, y la certeza de que todo aquello redundaba en perjuicio de su querido amigo y protector Martí Barbany, estimulaban su aguda inteligencia, a la vez que le empujaban a buscar soluciones que causaran el mayor daño posible a los enemigos de su amigo. No le importaba morir, pero pensaba que su triste destino final, que preveía inevitable, no debía ser estéril.

Las excusas se acababan. Con el paso de los días le habían ido proveyendo de cuantas cosas fue demandando. Tanto los componentes para fabricar el fuego griego como los alambiques, probetas, morteros, maceradores, pipetas, destiladores y, en resumidas cuentas, todo cuanto era necesario para lograr su objetivo ya estaba en los anaqueles de la gruta que visitaba todos los días. Su único interlocutor era el criado; no había vuelto a ver ni al tuerto ni al caballero vestido al modo islámico. Por lo demás seguía siendo atendido sin que pudiera decirse que nada le faltara. Incluso había notado un mayor esmero en la comida que le servían.

Tres días antes, el dueño de la mansión le había convocado y en una tensa conversación donde ya no le valieron excusas, le había dado un plazo que terminaba al mediodía de aquel martes: si ese día y a esa hora no podía hacer una demostración del poder del fuego griego tendría que atenerse a las consecuencias, y ésas no eran otras que visitar la horrible mazmorra. La noche anterior no pudo dormir; dio vueltas y más vueltas en el lecho buscando soluciones que le permitieran alargar aquel encierro prolongando el engaño, con la remota esperanza de que tarde o temprano dieran con su escondite y vinieran a rescatarlo. Su corazón se agarraba a aquel anhelo pero su mente le decía que todo era una vana elucubración. Su decisión estaba tomada: era inútil prolongar la agonía, lo que tenía que hacer debía hacerlo ya. Se vistió por la mañana y, llamando al criado que le habían asignado, le pidió que buscara al dueño de la casa. Éste acudió al punto y con la excusa de que en la gruta donde trabajaba hacía frío, le rogó que le trajera una camisa larga de lana que se colocó sobre las calzas a modo de gambax, luego escogió de entre la ropa una túnica que le llegaba hasta los pies y calzó sus borceguíes. Entonces volvió a llamar a su carcelero y, alegando que era el día definitivo y que el trabajo que iba a realizar era muy delicado, ordenó que nadie le interrumpiera ni le molestara, y que le proporcionara además un pincel de regular tamaño y de pelo de tejón que le era preciso para culminar la última fase del proceso. Le pidió también que cuando llegara su patrón le dijera que todo estaría a punto después de la comida del mediodía.

El pedido le fue suministrado de inmediato y, como cada mañana, fue acompañado a la gruta y encerrado con dos vueltas de llave.

Rashid miró en derredor, hacía varios días que había terminado el proceso de fabricación de la milagrosa gelatina y, en la vana espera de no tener que recurrir a lo que estaba a punto de hacer, la había guardado en un tarro de loza en lo más alto del último anaquel. La suerte estaba echada: ya no cabía demora ni pretexto. Tomó la escalerilla de tres peldaños y se aupó con sumo cuidado, tomando en sus manos el quebradizo recipiente; bajó con tiento y lo depositó en el mostrador donde tenía la redoma, el alambique y el destilador. Luego procedió a desnudarse quedando únicamente con las calzas puestas. Entonces, destapó el frasco y procedió con sumo tiento a untar el extremo del grueso pincel en el viscoso producto; luego, colocando extendida sobre el mostrador la larga camisa de lana, comenzó, cual si fuera un experto tintorero que quisiera colorear una prenda, a expandir la pringosa gelatina sobre la saya sin dejar ni una pulgada libre.

Cuando el trabajo estuvo terminado, volvió a vestirse con la impregnada vestimenta y sobre ella se colocó su túnica y se ciñó el cíngulo a la cintura; luego arrinconó la escalerilla, se fue a un rincón de la gruta, tomó una alfombrilla y la colocó en el suelo mirando a La Meca y, poniéndose de rodillas y besando el suelo, comenzó a recitar las oraciones que su madre le había enseñado de niño.

Los aires que soplaban por Barcelona no eran precisamente los más propicios para los planes del caballero de Sant Jaume y de su socio Bernabé Mainar. Por esos rumores que trae y lleva el viento algo flotaba en el ambiente y la gente maliciaba al respecto de que la hueste se preparaba para salir de la ciudad. El caballero de Sant Jaume estaba indignado ante el hecho de que un simple plebeyo, por grande que fuera su fortuna, pudiera obtener del conde un favor como ése.

Mainar y el de Sant Jaume habían partido de madrugada hacia Arbucias a lomos de sendos caballos y dispuestos a reventarlos si preciso fuera, hasta la posta subsiguiente; el primer cambio de corceles sería en Iluro y el segundo en Arenys de Munt.

A eso del mediodía llegaron a su destino. Los recibió en la entrada el criado de la masía, que sujetó las bridas de los caballos y se hizo cargo de ellos.

—¿Dónde está tu amo?

—Ocupándose del huésped, señor.

—Voy a hacerlo yo personalmente. Tú acompaña al señor Mainar, que quiere comprobar que todos los artilugios de abajo estén en condiciones por si nuestro acogido requiere un tratamiento especial, cosa que sospecho.

Entraron los tres hombres en la masía y en tanto el sirviente acompañaba al tuerto al sótano a inspeccionar la celda de tormentos, el de Sant Jaume se dirigía al primer piso para, en compañía del dueño, ir a comprobar si aquel maldito anciano había cumplido con su compromiso.

—Creo que todo estará en orden, señor; esta mañana me ha pedido ropa de abrigo alegando que en la cueva hace frío y después, no sé bien para qué, un pincel de pelo de tejón.

—¿Te ha dicho algo de cómo iba el encargo?

—Me ha indicado que nadie le molestara, pues al parecer hoy era el día definitivo.

—Eso espero, por su bien… Si sabe lo que le conviene, cumplirá.

—Ha añadido, señor, que todo estará listo después de la comida.

—Está bien —cedió Marçal—, concedámosle esta última gracia.

Después del refrigerio, el caballero de Sant Jaume y Bernabé Mainar se dirigieron a la gruta del fondo del huerto. La puerta, cerrada con doble vuelta de llave, estaba disimulada por la maleza y si no se conocía perfectamente el lugar, no era fácil de descubrir a simple vista.

El propietario se retiró tras entregar el aro de llaves a su señor.

El ruido de la cerradura alertó a Rashid, que rápidamente se alzó del suelo y apartó la alfombrilla. La luz de los candiles se vio reforzada por la que entraba al abrirse la puerta. Entraron ambos hombres y la cerraron a su espalda.

Rashid no esperaba a dos personas y en tanto hablaba su mente decidió.

—Está bien, señor al-Malik, ha llegado el momento. Vamos a ver si sois un hombre de palabra o un charlatán de feria.

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