Authors: Chufo Lloréns
—Creo que os conviene escuchar lo que voy a deciros —empezó él, con voz ronca—. Y valorar lo que oigáis en su justa medida. Ha llegado a mis oídos algo que podría poner en grave peligro la condición de vuestro padre, y la consideración extrema que se le tiene en esta corte. No me gustaría tener que informar al conde de los rumores que afectan a alguien tan distinguido y a quien tanto aprecia.
—Ignoro de qué estáis hablando —replicó Marta, indignada—. Confío plenamente en mi padre y en su honradez. ¡Jamás nadie ha osado insinuar lo que vos decís ahora!
—Tal vez porque nadie hasta ahora ha sabido el secreto que esconde. A veces, un exterior impecable oculta un bochornoso interior. Os lo repito —dijo, dando un paso hacia ella, sonriente y con la mano extendida—, mi intención no es causaros ningún mal. Bien al contrario: vos sois amable conmigo y yo guardaré el secreto para siempre.
—¡Y yo os repito que no hay secreto alguno que guardar! Vos decidís: mi padre está aquí mismo, en esta sala. ¿Queréis que vaya a buscarlo para que podáis hablar con él de un tema que, en el fondo, sólo a él concierne?
Berenguer se detuvo al ver el semblante enfurecido de Marta.
—Veo que no queréis atender a razones —repuso él, y la sonrisa se desvaneció de su semblante—. Luego no digáis que no os advertí. Cuando vuestro padre caiga en desgracia, lamentaréis no haberos mostrado más comprensiva con alguien que sólo quería evitaros ese mal trago.
Los ojos de Marta estaban llenos de desprecio.
—¿Deseáis algo más? —preguntó en un tono fríamente respetuoso. Y, casi sin aguardar respuesta, dio media vuelta y se encaminó hacia la otra parte del salón, con las rodillas temblorosas y el paso vacilante.
Berenguer se quedó quieto, observándola. «Sois demasiado orgullosa, Marta Barbany. Y pagaréis ese pecado con creces, os lo juro», murmuró en voz baja.
La acusación
El viejo conde, con su gotoso pie colocado sobre un tapizado escabel, aguardaba inquieto la llegada de su hijo Berenguer. Nada bueno auguraba el aviso que le pasó el senescal; ni la urgencia ni las maneras le eran extrañas. Conocía el caprichoso y errático carácter de su hijo y que siempre que pedía audiencia era para importunarle.
Le había convocado en una pequeña estancia adjunta al salón del trono; al ser mucho más pequeña, se calentaba más prontamente y la gran chimenea cargada al límite expandía un calor en aquel extraño marzo que aliviaba el agudo dolor que le proporcionaba su dolencia.
Las puertas se abrieron y el chambelán de turno anunció la llegada del irascible gemelo.
—¡El príncipe Berenguer pide audiencia!
—Hacedlo pasar, y convocad a Gualbert Amat.
—Lo que ordenéis, señor.
Partió el hombre y apenas transcurrido un solo toque en la campana mayor de la catedral, cuando ya se asomaba en el quicio de la puerta la figura del príncipe, que se acercó respetuoso al gran sillón que ocupaba su padre e hizo ante él el protocolario saludo, besando la mano que le tendía el conde.
—Bienvenido, hijo mío. Sentaos.
Así lo hizo el príncipe ocupando el tapizado escabel ubicado frente a su padre.
—Es por no molestaros, señor. Sé cuán ocupado estáis, lo importante de vuestro tiempo y el descanso que merece vuestra persona tras el trajín que ha representado la boda de Sancha, así que procuro no importunaros.
—Me preocupáis, Berenguer —dijo el conde, pesaroso.
—No hay por qué. Creo que la misión de todos los que tenemos el honor de vivir bajo vuestro techo es evitaros trabajos y procurar que únicamente aquello que transgrede la ley y necesita ser sancionado por vos, os sea comunicado. Y desde luego presentaros aquellas peticiones que requieren vuestro consentimiento.
El viejo conde se agitó, intranquilo. Conocía la doblez del proceder de su hijo y cuán hábil y artero era para presentar cualquier asunto que le conviniera.
—¿Debo entender que hay algo que debo saber?
—Así es, padre.
—¿Qué es ello?
—Temo que tal vez hayáis otorgado vuestra confianza a quien no lo merecía.
El conde meditó un momento aquellas palabras.
—Tal vez… Tened en cuenta, Berenguer, para cuando os llegue el tiempo de gobernar, que únicamente se equivoca aquel que toma decisiones; si sabéis de alguien que haya defraudado mi confianza, debéis decírmelo.
—A eso he venido, padre —afirmó Berenguer, respetuoso.
—Os escucho, proceded.
El príncipe, que ya había establecido las premisas convenientes, se demoró en la respuesta por intrigar al viejo conde.
—¿Qué diríais, señor, de un súbdito que, presumiendo de ser uno de los primeros y más fieles, defraudara vuestra confianza incumpliendo una ley a sabiendas de que os está engañando?
El conde no tuvo tiempo de responder, ya que en aquel mismo instante, el senescal de día, asomando la cabeza por la puerta, demandó la venia del conde para entrar.
—¿Dais vuestro permiso, señor?
—Mejor que eso, Gualbert, os estaba aguardando.
—Padre, en esta ocasión, preferiría hablar únicamente con vos, sin testigos —repuso Berenguer, contrariado.
—El senescal, hijo, no ha de ser testigo de nada. Es uno de mis consejeros más antiguos y queridos. —Dirigiéndose al recién llegado, añadió—: Acercaos, Gualbert.
Lo hizo éste, y prudente, se quedó en pie junto a la gran chimenea, entendiendo que su papel era únicamente escuchar lo que allí se dijera.
—Hablad pues, Berenguer. ¿Qué es eso tan importante que os lleva a dirigiros con tanta reserva?
—Está bien, padre, yo os quería ahorrar la violencia de teneros que definir en un asunto harto complejo en presencia de un testigo, por alto que sea su cargo y vuestra consideración hacia él, pero en fin, sea a vuestro gusto.
—No me vengáis con más circunloquios, Berenguer; lo que sea, decidlo.
Un silencio se hizo entre los tres. Pareció que en la habitación faltaba el aire y el crepitar de los leños colocados sobre los morillos de la chimenea era el único sonido que pautaba la tensión.
Después el príncipe se arrancó.
—Ha llegado hasta mí de buena fuente una noticia que habría que comprobar, ya que de ser cierta podría acarrear graves consecuencias a muchas personas.
—¡Dejaos de circunloquios, Berenguer, y hablad claro de una vez!
Éste no pudo disimular una sonrisa al constatar que tenía a su padre absolutamente intrigado.
—Veréis —prosiguió—, hay un ciudadano que ha merecido vuestra más alta consideración, que os ha representado allende las fronteras y que tiene en palacio entrada franca.
—Sed claro, y no andéis dando vueltas al molino, ¿de quién estáis hablando? —inquirió el conde, con voz recia.
—De vuestro embajador en la corte de Roberto Guiscardo, Martí Barbany.
El viejo conde intercambió una rápida mirada con su senescal.
—¿Y qué ocurre con Martí Barbany?
—Padre, me cuesta decirlo… —mintió Berenguer—, pero creo yo que quien ofende gravemente a Dios, aunque sea con la connivencia de un miembro de la Iglesia, si lo hace de mala fe, está engañando a su señor natural que sois vos y por tanto, de alguna manera cometiendo una traición.
—Vamos a ver, Berenguer, en qué consiste tal engaño.
—Señor, Martí Barbany enterró a su mujer en el jardín de su mansión; hizo para ello una capilla cristiana con la Santa Cruz presidiendo la puerta de entrada y con la bendición de ese sacerdote que fue confesor de mi madre, Eudald Llobet.
—Si os referís al hecho de que fue inhumada fuera del cementerio, os diré que lo hizo con mi permiso, y aunque es concesión que hasta ahora únicamente se había otorgado a la nobleza, creo que los méritos contraídos por ese egregio ciudadano con esta nuestra casa son suficientes para que hiciera una excepción. ¿Dónde está el engaño y qué os va en ello? —preguntó el conde, perdiendo la paciencia.
—Bien me parece si aquí hubiera acabado la historia, pero las cosas no son como vos creéis.
—No te comprendo y ¡por Dios que me estoy cansando de tanto parche! ¡Decid lo que tengáis que decir de una vez y acabemos con esto!
—Está bien, padre. Ya os dije que mejor sería haber hablado sin testigos, yo ya os previne, pero sea como vos habéis querido. —Entonces Berenguer, sin otra pausa, prosiguió—: Resulta que este tan excelso ciudadano, aprovechándose de vuestra buena fe, edificó una capilla cristiana, enterró a su esposa en una tumba y adornó el sepulcro con símbolos judíos, para ser más exacto con una menorá de siete brazos en el frontis y una estrella de David a los pies. Ni que deciros tengo el sacrilegio que eso representa.
El senescal, apoyado en la repisa de la chimenea, se enderezó rápidamente en tanto el viejo conde quedó unos instantes en suspenso sin saber qué decir. Berenguer continuó.
—Eso es un doble crimen merecedor de cualquier castigo. Crimen por abusar de la confianza de su señor y crimen contra la Santa Madre Iglesia. Por mucho menos han ardido otros en la hoguera, y en cuanto el brazo de la ley se ponga en marcha difícil será que únicamente pierda sus bienes.
Ramón Berenguer se acarició la barba y habló en un tono bajo pero preñado de amenazas.
—¿Quién propala tal infundio?
—Eso, con vuestro permiso por el momento, me lo guardo para mí, pero si ponéis en entredicho lo que os digo, hay una manera muy fácil de comprobarlo: ordenad que se registre la sepultura.
—¡Martí Barbany está bajo mi directa protección, y el brazo de la ley, como vos decís, no se pondrá en marcha hasta que yo lo ordene!
—No pertenece a la nobleza, padre, para gozar de ese privilegio —rebatió Berenguer, ceñudo.
—Pero la casa de Barcelona lo ha enviado a una misión con calidad de embajador, lo cual hace que ningún juez pueda incoar juicio alguno contra él, ni ningún veguer una inspección sin mi directo mandato.
El carácter violento de Berenguer surgió como un volcán.
—¡Estáis protegiendo a un perjuro que ha abusado de vuestra buena fe y ha faltado al Papa, que recomienda encarecidamente que, aunque permitamos que esos cerdos judíos vivan entre nosotros, cuidemos mucho de no contaminarnos!
—No sois quién para enmendar la plana a vuestro padre —replicó el conde con voz severa—. Las prerrogativas de un gobernante cristiano son muchas, y entre otras está la de ser el supremo juez de sus jueces. Antes de tomar decisión alguna hay que poner en la balanza los pros y las contras; lo que puede favorecer y lo que puede representar una gran pérdida para el condado. Si un día llegáis a ser conde, cosa harto improbable, podréis gozar de esas prerrogativas. Nadie en tanto yo aliente, juzgará a un hombre por hacer en su casa algo que no perjudique a sus conciudadanos.
—Tal vez la Iglesia no opine lo mismo. ¿No dice el Evangelio «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»?
—Pues considerad que eso es sólo del César y que no llegue a mis oídos que vais propalando por ahí lo que ha de quedar entre estas paredes. —El conde hizo una pausa para hacer hincapié en su advertencia—. Cuidad vuestra lengua y no despertéis mi ira.
Berenguer se puso en pie y al hacerlo el escabel en el que estaba sentado salió disparado hacia atrás.
—¡Creí que, como buen hijo, mi obligación era deciros cualquier cosa que merme claramente vuestra autoridad! Pero veo que me he vuelto a equivocar… Soy vuestro súbdito, pero os ruego tengáis a bien borrarme como hijo… ¡Yo nunca he tenido padre!
Y sin otra cosa que añadir salió violentamente de la estancia.
Mainar y Gueralda
Mainar se había acercado a la mancebía que tenía en Montjuïc con el propósito de conocer a aquella extraña mujer de quien Maimón le había hablado. Y ahora que la tenía delante comprendía aún menos los motivos que podía tener la sirvienta de una buena casa para ofrecer sus servicios en un negocio como el suyo. Gueralda había llegado a su gabinete precedida por Maimón, vistiendo justillo y falda de color castaño, con una especie de pañoleta azul de lana sobre los hombros; llevaba el pelo recogido en una gruesa trenza sujeta con peinetas alrededor de la cabeza y los pies calzados con escarpines. No ocultaba la cicatriz de su mejilla, y en sus ojos había un brillo peculiar que muy bien conocía Mainar: era el rescoldo que deja el odio.
La mujer se quedó parada a tres pasos de la mesa. Mainar la estudió a fondo. No había temor en su mirada.
Maimón aguardaba la orden de su amo.
—Retírate, Maimón, déjanos solos. Esta buena moza y yo tenemos mucho de que hablar… Somos compañeros de desgracia, a ambos nos han desgraciado el rostro.
Maimón se retiró cerrando la puerta tras él y quedaron frente a frente la mujer y Mainar.
—Siéntate y cuéntame tu vida. Hazlo con sinceridad, pues enseguida sabré si pretendes engañarme. Estás frente a alguien que puede comprenderte muy bien. Yo también he pasado por lo tuyo.
La mujer se situó frente a Mainar, recogió el vuelo de su saya y comenzó a explicarse.
El tiempo pasó en un sin sentir. Mainar fue recogiendo toda aquella información y archivando lo que más le interesaba. Como había supuesto, el odio rebosaba en el corazón de Gueralda e iba dirigido a varias personas. Si podía reconducirlo en su beneficio haría un buen negocio.
—Vayamos por partes. Me dices que estuviste sirviendo en la casa de Martí Barbany y que allí te desgraciaron la cara.
—Fue su hija —afirmó ella, con rencor—. Es una muchacha consentida que hace de su padre lo que quiere.
—Me dices que el tuyo sigue trabajando para él.
—En las atarazanas; está al cargo del almacén de enseres, pero desde que me robó mi dinero nada quiero tener con él.
—Vas por la vida, mujer, pecando de inocente. Parece que ese tal Tomeu también te ha dejado sin dineros. Imagino que ése es el motivo por el cual lo buscas.
—Quiero cobrarme lo que es mío.
—Me dijo Maimón que tienes otras pretensiones.
Por un instante Mainar intuyó que la muchacha se sentía incómoda.
—No tengo dónde ir; me marché de la casa donde servía y no pienso volver…
—Esto no es una posada —repuso Mainar—, y el mantenimiento de las pupilas cuesta buen dinero, pero debo correr con el gasto pues todas son esclavas mías y me pertenecen. Hablemos claro, ¿qué es lo que pretendes?
—El día que Tomeu acuda y se ocupe, quiero que se me avise para sorprenderlo. A cambio de ello trabajaré para vos por casa y la comida.