Authors: Chufo Lloréns
Cuando se hubieron acomodado, las preguntas y respuestas sobre el viaje y las tribulaciones sufridas pasaron a segundo término en cuanto el arcediano le explicó la preocupante e inexplicable ausencia de Rashid al-Malik.
Martí quiso saber todo lo referido a aquel suceso: el día, los detalles, los cómos y porqués, y todo cuanto se había hecho hasta aquel momento. Un compungido Gaufred, que no dormía como es debido desde el extraño suceso, informó a Martí de todas sus pesquisas, hasta el momento infructuosas.
—Por eso había enviado hoy aviso al padre Llobet, para pedir su consejo —concluyó Gaufred—. Hace ya una semana que falta el señor al-Malik y, sinceramente, es como si se le hubiera tragado la tierra. Nadie ha podido darme razón de su paradero… Y le juro, señor, que he recorrido la ciudad entera en su busca.
—En primer lugar, debo decirte, Gaufred, que has obrado con ligereza —repuso Martí en tono duro—. Cuando dejo una orden tan clara como la de velar por la seguridad de mis invitados no cabe excusa ni motivo. Ahora el mal ya está hecho, he pasado en el mar un año y medio para rescatar a alguien de mi casa y llego a Barcelona y me encuentro que la desobediencia de uno de mis más fieles servidores me plantea una situación semejante aunque esta vez en tierra.
Gaufred no sabía dónde meterse y habría deseado que se le tragara la tierra.
—Señor, desde este momento presento la renuncia de mi cargo de jefe de vuestra guardia.
—Y yo no la admito. No es momento de renuncias, sino de soluciones.
El arcediano intervino para aliviar la tensa situación y para repetir la sugerencia que creía la única viable.
—Martí, debéis aprovechar mañana vuestra visita al conde y rogarle que ayude con su hueste a revolver la ciudad. Si alguien tiene retenido a Rashid y ve que se pone en marcha un grupo de más de doscientos hombres, tal vez llegue a la conclusión de que será mejor soltarlo que correr el riesgo de que lo encuentren.
—Entiendo lo que me decís, pero cuando alguien rapta a una persona mi experiencia me dice que pretende algo y hasta que no lo consigue no lo suelta.
Felet intervino.
—Nadie conoce a Rashid. El único motivo que pueden tener es que es amigo tuyo y la única persona que puede pagar un rescate eres tú, no dudes que tu dinero es lo único que les interesa.
—No estés tan seguro, Felet. ¡Ojalá fuera así! Pero sospecho un fin mucho más sutil por parte de quien se ha atrevido a cometer tamaña felonía.
—¿Qué quieres decir?
Todos estaban pendientes de su respuesta.
—Por lo que me explicáis, todavía nadie ha pedido nada.
—Porque sabían que estabais ausente.
—De lo cual se deduce, querido Eudald, que ahora ya no hay motivo para esta excusa. Toda la ciudad conoce mi llegada: si dentro de un par de días nadie reclama nada, querrá decir que lo que buscan no son mancusos.
—¿Entonces?
—Entonces, Felet, lo que querían ya está en su poder.
—¿Y qué es ello, señor? —se atrevió a preguntar Gaufred.
—A Rashid en persona.
—No te comprendo, ¿qué otro valor tiene en Barcelona aparte de ser tu amigo?
—Felet, Rashid sabe algo que vale todo el dinero del mundo, y tú lo sabes mejor que nadie.
Felet meditó un instante su respuesta.
—¿Y quién, aparte de nosotros, conoce tal cosa?
—El que lo ha raptado.
La respuesta de Martí fue calando en la mente de los presentes. Nadie hablaba.
Martí lo hizo de nuevo.
—Vamos a esperar un par o tres de días. El captor sabrá sin duda de mi llegada. Si su pretensión es económica, nos lo hará saber. Pero si el silencio se prolonga, será señal indiscutible de que lo que quería ya lo tiene. Mañana, cuando me entreviste con el conde, le rogaré que en el plazo de tres días, si no hay señales, ordene que su hueste comience a buscarlo.
Tras estas palabras Martí rogó a los presentes que le dejaran a solas con el arcediano.
Felet se defendió.
—Necesito descansar, aunque no sé si podré acostumbrarme a la quietud de mi cama. Mañana a la hora de comer estaré aquí para que me digas si puedo hacer algo en todo esto. Voy a ver si mi casa todavía está donde la dejé. —El capitán Munt era soltero, y aunque Martí le había ofrecido en mil ocasiones que se instalara en su casa, el marino prefería su rincón: una pequeña pero cómoda buhardilla de una casa de dos pisos que quedaba tras las ruinas romanas del Paradís. Una joven viuda se ocupaba de cuidar su reducto y de calentar su cama en las noches de invierno que no anduviera embarcado.
Los tres hombres se retiraron.
La puerta se cerró tras ellos y ambos amigos quedaron frente a frente.
El arcediano quiso saber todos los detalles del largo viaje y Martí deseaba conocer todo lo referente a su hija y los pormenores de los terribles sucesos acaecidos en Barcelona durante su ausencia.
Frente a sendas jarras de vino cada uno fue respondiendo a las preguntas del otro.
—Decidme antes que nada, Eudald, ¿cómo está mi hija? —preguntó Martí, con la voz tomada por la emoción.
—Os vais a asombrar. Encontraréis a una mujercita encantadora, con porte y aplomo, que os recordará mucho a su madre.
—¿Se ha habituado a la vida en palacio?
—Vuestra hija es adorable. Se había ganado el cariño de la condesa y, tras su trágica muerte, hasta el conde le demuestra cariño debido al gran consuelo que ha supuesto para la condesita Sancha en tan duros momentos. —El padre Llobet hizo una pausa y sonrió—. Pero no sólo la familia condal la tiene en gran estima…
—¿A qué os referís? —preguntó Martí, algo desconcertado.
—Además del conde, vais a tener otro rival.
—Aclaradme eso y no andéis con juegos de palabras.
—Hay un joven caballero en la corte que también siente un fuerte cariño hacia ella…
—¿Insinuáis tal vez que Marta se ha fijado en un jovenzuelo de la corte?
—Lo raro habría sido que no fuera así. Lo que sí os aseguro es que el hijo del vizconde de Cardona, que es a quien me refiero, es lo menos parecido a un moscón de esos que tanto abundan entre los herederos de las casas nobles. Según todos mis informes, que vienen del senescal y del propio Ramón Berenguer, el hijo del conde, se trata de un muchacho excelente, mucho más noble de carácter que de título, que entró en la corte como rehén de su padre y que sin duda va a ser, y muy pronto, armado caballero. Y mucho me he de equivocar si no le nombra el joven conde Ramón su alférez.
—¡Pero qué me estáis diciendo, Eudald! ¡No es posible lo que estoy oyendo! ¡Por los clavos del Señor!
—Veo que los vientos del mar os han afectado y que no os dejan ver que el tiempo transcurre para todos.
Martí quedó unos instantes en silencio.
—Creo que mejor será que me la traiga a casa. Quiero gozar de su compañía y no quisiera que se enamorara de alguien que no le corresponde por su condición y le ocasione mal de amores. Cuando llegue el momento, para lo cual aún falta, Marta ha de encontrar a su esposo entre los hijos de las familias que, como yo mismo, sean meros ciudadanos de Barcelona… Dejemos a los nobles con los nobles.
—No os entiendo, Martí. ¿Qué es lo que pretendíais cuando la dejasteis en palacio?
—Que se formara en la corte de la condesa, que finalizara su educación y que estuviera protegida. Ved que mi miedo era que algún malnacido me quisiera hacer daño en mi ausencia y ocurriera lo que ha ocurrido con Rashid.
El viejo clérigo estuvo a punto de alegar que en ocasiones era mucho mayor el peligro dentro de palacio que en el exterior, pero se contuvo, pues, conociendo a su amigo, sabía que si le relataba el asunto de Berenguer, a Martí poco le iba a importar que se tratara del hijo del conde o del emperador del Sacro Imperio: se iba a presentar ante el viejo conde hecho un basilisco… algo que únicamente podía redundar en su perjuicio. El clérigo había acordado con Marta que era mejor que su padre no supiera aquel triste y escabroso incidente por su propio bien.
—Pero sabéis que a esta edad las muchachas se enamoran y que, cuando ello sucede, no atienden a razones.
—Pero Eudald… ¡si es aún muy joven!
—¡Qué flaca memoria la vuestra! ¿No os acordáis de cuando me contabais las discusiones entre Ruth, que el Señor haya acogido en su santa gloria, y su padre Baruj? ¿Qué edad tenía ella cuando partisteis de Barcelona y qué años teníais vos? ¿No os acordáis cuando con apenas dieciséis años se refugió en vuestra casa porque su ausencia de una noche había afectado al honor de los suyos?
—No es lo mismo —repuso Martí, ceñudo.
—No es lo mismo porque entonces erais el galán enamorado y ahora el papel que os toca es el de padre agraviado que no quiere que su hija crezca.
—Está bien, Eudald, dejemos eso.
—Sí, mejor que cambiemos el tema —concedió el padre Llobet—. Descansad, ahora estáis muy fatigado y abrumado con tantas noticias.
»Me decíais, Martí, que vuestra embajada en la corte del Normando fue un éxito. Explicádmelo con detalle; de cara al conde es una baza importante.
—Fue de tal importancia mi entrevista con Roberto Guiscardo que de no ser así, tal vez mi expedición de rescate hubiera acabado en fracaso.
Entonces Martí explicó al arcediano con pelos y detalles toda su aventura.
Al finalizar el fraile apostilló:
—Veis cómo a veces la providencia divina prepara los caminos para que las cosas se desarrollen a favor de los buenos…
—No siempre, Eudald, no siempre. A veces ganan los malos y no hay que esperarlo todo de la divina providencia… Y ahora aclaradme vos alguna cosa de la muerte de la condesa, antes de que me entreviste con el conde. ¿La culpa del heredero es incontestable?
—La acción, sin lugar a dudas; estaban presentes todas sus damas, su bufón y hombres de la guardia. Lo que no está tan claro es el grado de su responsabilidad, ya que hay quien sostiene que fue provocado hasta límites intolerables.
—¿Entonces?
—La situación es compleja. Siendo un magnicidio, debería juzgarlo un tribunal de tres jueces presidido por el conde, pero siendo éste el ofendido y a la vez padre del inculpado, ha delegado esa difícil función en el Santo Padre.
»Me consta que Almodis, a la que, como comprenderéis, conocí muy bien, estaba maniobrando para que el trono recayera en Ramón, su gemelo predilecto. De aquí que os enviara a buscarle la esposa adecuada, y lo hacía además sin duda por el bien del condado de Barcelona, criterio en el que abundo, y no era ajeno el conde a estas maniobras.
—¿Qué es entonces lo que va a pasar?
—Por el momento tiene a Pedro Ramón encerrado en el Castellnou; allí recibe visitas, atiende consultas… Sigue siendo heredero del condado y su padre aguarda la decisión que vendrá de Roma.
—No alcanzo a comprenderos.
—El conde se excusa y dimite de su responsabilidad, pasando el problema al Santo Padre. Cuando la sentencia llegue de Roma, se limitará a cumplirla pero él no habrá juzgado a su hijo ya que en el fondo se atribuye el origen del desastre.
A la mañana siguiente, y tras una noche sin que el sueño acudiera en su auxilio pues a la emoción del reencuentro con su hija se sumaba la inmensa preocupación por Rashid, Martí se preparó acorde con la circunstancia que iba a vivir; en primer lugar se introdujo en el agua jabonosa de una gran bañera de cinc que le preparó Andreu Codina y se dio un baño reparador; luego, dos ayudas de cámara le envolvieron en una inmensa toalla caliente y tras secarse acudió el barbero a cortarle el cabello y afeitarle; después se vistió junto a la gran chimenea de su cuarto. Pensó que en homenaje a la condesa debería llevar el luto que todavía se usaba en la corte. Calzas negras hasta la rodilla, medias de lana, escarpines de hebilla, camisa blanca de cuello en pico, chaleco de doble bolsillo adornado por una cadena de pequeños eslabones de oro y casaca de terciopelo con igual botonadura, negro a la moda de Italia. Cuando en el bruñido espejo de bronce de su vestidor vio reflejada su imagen tras tantos días de navegación, casi no se reconoció. Tras un pequeño refrigerio en el comedor se dirigió a las cocinas para ver a Naima. Lo que vieron sus ojos le impresionó profundamente. Aquella mujer gruesa y activa se había convertido en un ser balbuceante que decía frases inconexas y que lo observaba con los ojos idos cual si fuera un extraño. Preguntó a Mariona si siempre estaba así.
—Señor, hoy ha amanecido bien. Hay días que intenta escaparse pues dice que Omar la está esperando, y en ocasiones hasta hemos tenido que encerrarla.
—¡Dios santo! Que doña Caterina disponga lo oportuno para que una criada esté siempre con ella. Quiero que nada le falte los días que le resten. ¿Dónde está Gueralda?
—Señor, se fue de la casa casi sin despedirse… Esta mujer siempre fue arisca.
—En su momento hicimos cuanto estuvo en nuestra mano. El accidente fue muy lamentable y comprendo su amargura. De cualquier manera, si algún día quisiera volver siempre tendrá mis puertas abiertas.
Tras estas palabras y tras prodigar una ligera caricia en el rostro de Naima, se dispuso a partir hacia el palacio condal con las cartas y presentes que Roberto Guiscardo le había entregado para el conde.
En el patio de la entrada aguardaba Gaufred con una litera presta y los porteadores junto a las varas, aguardando. Martí le dirigió una sonrisa, que quería ser una muestra de reconocimiento tras la severa reprimenda del día anterior.
Cuatro maceros le acompañaron a través de los pasillos de palacio. Las puertas se abrieron y el chambelán anunció su nombre.
—¡El muy ilustre ciudadano de Barcelona, don Martí Barbany!
Sus ojos pudieron observar cómo las lanzas de los centinelas se abatían a su paso y el conde, trabajosamente y apoyado en un bastón, descendía del estrado de su trono y le recibía en pie. Martí, destocándose y conteniéndose por no acelerar el paso, se llegó hasta él. Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, Gerona y Osona, le puso las manos sobre los hombros y acercando su barbada mejilla al rostro de su visitante, le besó, cosa que asombró a los presentes ya que de no ser persona de igual rango y condición, el conde jamás recibía a un visitante de aquella manera.
A Martí le dio tiempo, en tanto el conde ocupaba su trono y le indicaba con un gesto que ocupara la silla curull colocada frente a él, de observar el profundo cambio sufrido por Ramón Berenguer. Aquel recio gobernante que cazando adelantaba al mejor de sus caballeros se había convertido en un anciano de larga cabellera blanca y mirada frágil.