Authors: Chufo Lloréns
—Está bien, Marta, lo entiendo; vamos a dejar esto como está hasta la boda de la condesita Sancha, luego volveremos a hablar.
Ambos se pusieron en pie y Marta se echó a sus brazos.
—Os amo, padre, con todo mi corazón pero en mi pecho ha nacido otro amor diferente y algo me dice que no debo dejarlo escapar.
El acónito
En el campanario de la catedral había sonado la tercia. Bernabé Mainar repasaba en su gabinete de la Vilanova dels Arcs las cuentas que le había presentado Maimón de la explotación del burdel que tenía en los aledaños de Montjuïc, más allá del
raval
del Pi. El eunuco permanecía en pie, respetuoso, aguardando la aprobación de su amo.
—Eso está muy bien, Maimón; parece que las gentes de menos posibles son más proclives a gastar sus dineros que las más adineradas.
—Será, señor, que tienen más que olvidar y el fornicio alivia sus penas.
—Tal vez; quizá es que aquí abajo se les trata mejor. Muchos de ellos se quedan viendo el espectáculo y luego no pujan por ninguno de los ejemplares que han subido al tablado. Habrá que estudiar eso.
Mainar siguió comentando los incidentes.
—Lo que sí me has dicho es que en un mes has tenido un par de reyertas importantes con el consiguiente estropicio de mesas y bancos.
—Es lo propio, señor. Las gentes que aquí acuden, dirimen sus diferencias de otra manera, en algo se ha de notar el nivel; en cambio los míos acostumbran a ser carreteros, gentes de las canteras, algún que otro guardia de la muralla fuera de servicio y también algún clérigo menor, ya me entendéis. Son por ello mucho más primitivos y directos. No tienen en cuenta el lugar y a la menor provocación, echan mano al cuchillo sin vacilación.
—Por lo que sí tengo que felicitarte es porque, siguiendo mis órdenes, te las has arreglado solo, y en las trifulcas no has recurrido nunca a la justicia del conde: en eso te aplaudo. Si interviene el alguacil, las idas y venidas para resolver el asunto se multiplican y me hacen perder el tiempo. ¿Alguna novedad más?
—Más que novedad, curiosidad —dijo Maimón—. En todos los años que llevo manejando asuntos de esta índole jamás me he encontrado con hecho semejante.
Mainar se retrepó en su sillón y tras tomar una damajuana y llenar media jarra de un excelente mosto, se dispuso a escuchar el relato de su hombre.
—Siéntate, Maimón, algo me dice que la historia me va a interesar.
El eunuco tomó plaza frente a Mainar y comenzó su relato.
—Era mediodía. Los criados habían terminado de recoger el salón y las dependencias, y estaba yo en la puerta de la calle aguardando al carro de las provisiones y vigilando a las mujeres que mojaban el camino con cubos para evitar el polvo cuando, de lejos, vi venir a una mujer que llevaba un hatillo en su mano derecha y sobre su cabeza un abultado pañuelo lleno de ropa. No vaciló ni un momento y vino hacia mí como el que tiene muy claro lo que va a hacer y adónde va. Tendría la treintena o casi, vestía túnica ceñida a la cintura con un cíngulo que marcaba su busto, por cierto generoso, sobre los hombros una mantilla y sobre el rostro, una pañoleta al modo árabe que cubría su boca. Dejó en el suelo sus pertenencias y sin dudar, más afirmando que preguntando, me espetó: «Sin duda sois Maimón». Como era obligado le pregunté si me conocía, y me respondió diciendo que le habían hablado de mí y que a la puerta de esa casa, recalcó lo de «esa», y con mi aspecto no podía ser otro. Como es obvio, le pregunté qué deseaba; respondió que un asunto que sin duda me habría de convenir pero que no era lugar idóneo para hablarlo, pues una mujer de buena fama debía cuidar su honra y, con toda naturalidad, argumentó que ni el lugar ni mi persona, ni el testimonio de las mujeres que allí trabajaban, ni las gentes que al pasar pudieran verla, convenía a su buen nombre.
»La verdad es que picó mi curiosidad: en otro momento la hubiera enviado a tomar viento, pero su manera de hablar y su mirada hicieron que, después de llamar al Negre para que vigilara a las sirvientas, la invitara a pasar dentro de la casa.
—En verdad que el tema parece singular.
—Pues ya veréis adónde va a parar la historia.
—Prosigue.
—Ya dentro, al ver su rostro todavía se despertó más, si cabe, mi curiosidad. Su mejilla derecha estaba cruzada por un feo costurón. La hice sentar y apenas se acomodó, me soltó: «No os agrada mi rostro, ¿no es así?». Argumenté que yo no había dicho tal cosa, y ahora comienza la peregrina historia… agarraos al sillón, señor. Me afirmó que sabía que allí se comerciaba con la carne, y me preguntó si conocía a un carretero, un tal Tomeu, que tenía el pelo rojo como una panocha. Le respondí que lo recordaba perfectamente, era cliente que acudía al local casi siempre que visitaba Barcelona. Entonces le cambió la expresión y me dijo que estaba dispuesta a trabajar en el negocio como sirvienta a cambio de la manutención y de ser avisada el día que el tal Tomeu acudiera a desfogarse. Además, sabía que acostumbraba a hacerlo con una mora, atended bien lo que os digo, de nombre Nur… Ya sabéis, la que tiene sorbido el seso al curita.
»Le dije que, como es natural, tenía que contar con la autorización de mi amo y me respondió que lo entendía, pero que debía proporcionarle alojamiento para aquella sola noche, pues se había ido de mala manera de la casa de su antiguo amo, don Martí Barbany, y que no tenía dónde dormir. Como entendí que la historia era lo suficientemente interesante, me atreví a alojarla sin consultaros, pero si lo encontráis inconveniente, hoy mismo la pongo de patitas en la calle.
Mainar dejó al punto el vaso de vino sobre la mesa del gabinete y se inclinó bruscamente hacia delante.
—¿Os dijo tal vez qué pretende de ese tal Tomeu y qué quiere de Nur?
—La historia se terminó ahí. Me limité como os digo a darle alojamiento y comida, aguardando a veros para tomar la decisión correspondiente.
Mainar tamborileó con los dedos sobre la mesa y meditó unos instantes.
—¿Ese Tomeu es cliente habitual?
—Cuando hay ferias, acude sin falta y en esos días lo hace varias veces; es un tipo original. A causa de su cabellera, lo llaman «lo Roig», y siempre que está libre se ocupa con Nur. Más de una vez me ha ocasionado problemas, pues ya sabéis que la mora tiene encelado a su otro cliente que, entre lo que aspira y lo enamorado que está, cuando se ve obligado a aguardar y supone que es porque está ocupada, se pone imposible.
—Vas a cuidarla bien. Sepárala de las demás, procura sacarle más información y que no vea a nadie hasta que yo hable con ella.
—Lo que ordenéis, señor.
—¿Tienes algo más que hacer aquí abajo?
—Con esto dicho, nada más.
—Entonces regresa sin demora, que en cuanto pueda iré a conocer a esa rareza.
Maimón, el eunuco, se alzó del sillón y tras una respetuosa reverencia partió hacia Montjuïc.
La cabeza de Mainar bullía asimilando la información, viendo qué parte de ella podría convenir a sus intereses.
Por el momento, la mujer confesaba haber salido de mala manera de la casa de la plaza de Sant Miquel; quizá fuera una aliada para cumplir lo que le había traído a Barcelona: vengar la muerte de su padre acabando con la vida de Martí Barbany y del padre Llobet, amén de cumplir la última voluntad de su protector Bernat Montcusí, proporcionando además un buen negocio a la Orden. Todo a su tiempo. Él sabía esperar a que todas las piezas encajaran de manera satisfactoria para llegar a sus fines y cumplir con su venganza.
La voz de Rania sonó tras la puerta.
—¿Puedo pasar, señor? Tenéis visita.
Sin dar la venia, Mainar preguntó:
—¿Quién me busca?
—Ese tal Magí pregunta por vos, señor.
Qué cúmulo de casualidades influyen en la vida de las personas, pensó Mainar: hacía apenas nada Maimón le estaba hablando del curita, a quien él hacía ya dos días que quería ver, y ahora súbitamente se presentaba en la Vilanova del Arcs.
—Hazlo pasar.
Sintió que los pasos de Rania se alejaban y al cabo de un poco regresaban, ahora acompañados por los de otra persona.
Mainar, tras tomar de una caja sobre su mesa una llave, se alzó de su sillón y se dirigió a un cofre que estaba en un rincón alejado de la ventana; lo abrió y, tras alzar la tapa, extrajo una caja de palosanto; comprobó su contenido y regresó a donde se encontraba cuando los nudillos de Rania llamaban a la puerta.
—¿Dais la venia, señor?
—Pasa, Rania.
La gruesa puerta se abrió y precediendo a la mujer entró el joven coadjutor vestido con humildad como un paisano cualquiera: túnica corta de paño basto, calzas y medias pardas, alpargatas de tiras de cuero sujetas con cintas a las pantorrillas. Daba la sensación de que aquellos ropajes habían pertenecido a un hombre mucho más corpulento.
Mainar lo esperaba de pie junto a la mesa y Magí fue hacia él.
Cuando lo tuvo a cuatro pasos, Mainar se dio cuenta del cambio sufrido por el joven: el rostro consumido, la nariz afilada, unas inmensas ojeras ensombrecían su apagada mirada, y no podía disimular el temblor de sus manos.
Bernabé Mainar hizo como si no se hubiera dado cuenta de nada.
—Bien hallado Magí, sabéis que siempre sois bienvenido a mi casa. Además casualmente también yo deseaba veros; había ordenado a Maimón que la próxima vez que nos visitarais, os diera mi recado.
Magí habló como si estuviera algo achispado y hubiera tomado algo que aumentara su intrepidez.
—Yo también necesitaba veros.
—Pues hete aquí que vuestra visita nos conviene a los dos. Tened la bondad de tomar asiento.
Se colocó Mainar tras la mesa y el curita lo hizo frente a él.
—Cuando queráis, soy todo oídos.
Magí, tras pasarse un pañuelo por la frente, comenzó:
—Don Bernabé, como sabéis siempre estoy al tanto de las cosas que os puedan interesar. Me dijisteis en una ocasión que os dijera cuanto pudiera conocer al respecto de la casa de don Martí Barbany. ¿No es cierto?
Mainar, tomando uno de los cálamos del recado de escribir, comenzó a juguetear.
—Cierto, y hasta el día de hoy, lo habéis hecho perfectamente. No olvido que a vuestra intuición debo el haber descubierto un secreto de gran utilidad a mis fines. Creo que yo he cumplido con creces mi parte del trato. Acudís cuando queréis a Montjuïc, donde os tratan a cuerpo de rey: tenéis la mujer que deseáis y aspiráis mis hierbas, ¿no es así?
—Así es, pero va pasando el tiempo y me prometisteis venderme a Nur. Quiero asegurarme de que cumpliréis vuestra palabra. Tengo casi todo el dinero reunido y no os imagináis a qué medios he tenido que recurrir.
—Hablaremos de ello cuando tengáis la totalidad —repuso Mainar—. Decidme ahora a qué habéis venido.
—Está bien, imagino que ya ha llegado a vuestros oídos que don Martí Barbany ha regresado.
—Cierto, las noticias en esta ciudad vuelan. Estoy al corriente de ello.
—Bien, según he oído al arcediano Llobet, han raptado al amigo extranjero de don Martí Barbany.
—Algo de eso llegó hasta mí.
—Debe de ser alguien muy importante, ya que el padre Llobet alegó que, aunque con la muerte de la condesa había perdido gran parte de su ascendiente en palacio, haría lo posible para conseguir del conde la intervención de la hueste. Y pienso que poner a más de doscientos hombres a buscar a ese hombre indica que el interés es mucho.
Un gesto imperceptible amaneció en la mirada de Mainar.
—Nada me va en ello, pero agradezco vuestro interés. Algún día seréis recompensado.
—No deseo más recompensa que lo prometido.
—Me habéis dicho que aún no tenéis el dinero.
—Pues si mis nuevas os son útiles, contad en mi haber la noticia que os he traído.
—No dudéis que se tendrá en cuenta pero aún os queda un servicio que hacerme.
El sacerdote, sentado al borde del sillón, aguardaba expectante sus palabras.
—Haré lo que sea.
—Antes debo saber algo.
—¿Qué es ello?
—¿Continúa vuestro superior con su manía de cuidar rosales?
—Cada vez más, ahora que está más ocioso desde la muerte de la condesa al no acudir tanto al palacio condal.
—Explicadme eso.
—El superior del convento, atendiendo a su edad, sus manías y ¿por qué no decirlo?, porque creo que le tiene algo de miedo, le ha concedido una parcela en el huerto posterior y ahora cultiva chumberas además de rosales.
Los ojos de Mainar reflejaron lo que para él era una agradable sorpresa.
—Vuestra noticia me viene como anillo al dedo. Vuestra misión os va a proporcionar su gratitud, que redundará en más licencias para visitar a vuestra madre; y vos ya me entendéis.
—No comprendo nada, pero os escucho. Decidme lo que debo hacer.
—Es muy sencillo. Llevarle un regalo de parte de vuestra madre, que le agradece de esta manera los ratos de vuestra compañía.
Mainar no aguardó a que Magí volviera a preguntar. Se puso en pie y alargó hacia el cura la caja de madera que tenía sobre la mesa, abriéndola a continuación.
Magí se puso en pie asimismo para observar.
—¿Qué es eso?
—¿No lo estáis viendo? Unos guantes de jardinería que le he hecho preparar con la intención de que no se pinchara cuidando sus rosales y ahora, si me decís que cultiva chumberas, con mayor motivo. Podéis decirle que los ha hecho vuestra madre en sus horas libres con gran esfuerzo y cariño.
—Os agradezco el regalo, por lo que a mí respecta. Creo que le agradará y a mí me facilitará las salidas del convento.
—Me alegro que os beneficie, pero algo os tengo que recomendar.
—¿Qué es ello?
—No os los pongáis nunca.
La boda de Sancha
El conde, reunido con las fuerzas vivas del condado y tras largas deliberaciones, decidió que la boda de la princesa Sancha debía celebrarse en la fecha prevista, teniendo en cuenta tres criterios. En primer lugar los festejos para el pueblo de Barcelona debían de estar a la altura de lo esperado, en segundo lugar, debía de respetarse el luto que llevaba la corte por la muerte de la condesa Almodis, sin por ello ofender a la familia del novio o, lo que era lo mismo, a los condados de Cerdaña, Berga y Conflent.
De lo primero se ocuparon en comandita el veguer de Barcelona Olderich de Pellicer y Guillem de Valderribes, notario mayor.