Authors: Chufo Lloréns
—He cumplido mi parte del trato; espero que cumpláis la vuestra.
—Sin duda, señor al-Malik —apostilló el caballero de Sant Jaume—. En cuanto nos mostréis que el invento funciona, comprobaréis que siempre cumplo lo que prometo.
Mainar estaba algo más atrás y tal circunstancia fue la que determinó su destino.
Rashid habló:
—Os voy a demostrar la potencia y lo inconmensurable de mi invento. Vais a poder comprobar el resultado del fuego que no cesa.
—Veamos pues.
Entonces Rashid al-Malik tomó el candil que estaba sobre el mostrador y dio un paso al frente. Estaba prácticamente a menos de una braza de su captor cuando, con un veloz gesto impropio de sus años, arrimó la llama a su túnica que se prendió con la rapidez del relámpago. Un intenso resplandor estalló en la gruta. Entonces aquella antorcha viviente se abalanzó sobre el de Sant Jaume y se agarró a él con brazos y piernas como una mantis religiosa que se precipita sobre el macho que la ha fecundado. Mainar apenas tuvo tiempo para, de un salto, alcanzar la puerta y abrirla. La entrada del aire avivó la llamarada: los cuerpos unidos de ambos hombres rodaron por el suelo, los gritos del de Sant Jaume mezclados con los gemidos de Rashid rebotaban por las paredes de piedra de la gruta desgranando un trágico concierto. La mente de Mainar iba como el viento. En un momento dado, obedeciendo a un instinto primitivo, intentó acercarse a la tea ardiente pretendiendo separar ambos cuerpos. Luego buscó algo con que cubrirlos para intentar apagar la llama, sin hallarlo. Salió al exterior y comenzó a pedir socorro. Una cuadrilla de hombres ya llegaba.
Todo fue imposible: el humo que salía por la puerta y por el tiro de chimenea que atravesando la bóveda de la gruta daba al exterior, impedía toda intentona. Sólo cabía esperar.
Al cabo de un largo tiempo, cuando remitió el incendio y pudieron entrar, el hedor hizo retroceder a los hombres. Mainar, cubriéndose con un pañuelo boca y nariz, se sobrepuso y llevando en la mano un candil se acercó al amasijo de huesos y carne quemada que yacía en el suelo. Un brillo especial llamó su atención; allí, chamuscado en el dedo del musulmán que por un milagro no se había quemado, figuraba un anillo con el sello labrado en una piedra dura y con las iniciales M y B.
La visita a palacio
Martí avanzaba por los pasillos de palacio con la mente llena de preocupaciones. Gracias a Dios, Manipoulos había llegado a Barcelona a bordo del
Laia
, sano y salvo. Era la única buena noticia de estos últimos días, marcados por la desaparición de Rashid y sus nuevos problemas con Marta. Martí se dejó conducir por los largos pasillos siguiendo al chambelán, que lo escoltaba a la sala donde se hallaba el senescal, Gualbert Amat. La estancia tenía otra salida que daba al palenque cubierto en el que los jóvenes pajes y los caballeros se adiestraban en el arte del combate. Gualbert Amat, equipado con la indumentaria de maestro de armas, lo recibió afectuoso.
—Bienvenido a palacio, don Martí; perdonad el lugar y mi aspecto, pero mis obligaciones me requieren aquí. —Luego, mirando hacia la otra puerta, aclaró—: Son jóvenes de sangre caliente y de vez en cuando precisan de mi arbitraje. A nadie le gusta perder y menos aún ser desarmado.
—Señor senescal, me honráis recibiéndome sea cual sea el lugar.
—Sentémonos entonces y pido a Dios que no tenga que interrumpir nuestra conversación por tener que acudir a componer cualquier desafuero.
—No quisiera entorpecer vuestra labor. Me acomodaré a cualquier circunstancia.
Ambos hombres se sentaron en un banco junto a una pared desnuda. El senescal tiró de una borla dorada que remataba un cordón y al punto compareció un criado portando una bandeja con una jarra llena de vino y sendos cuencos, que dejó en una mesilla adjunta.
Una vez servidos, los dos hombres comenzaron el diálogo.
—Os he hecho llamar, señor Barbany, para poneros al día de cuanto se está haciendo por hallar alguna pista acerca de la misteriosa desaparición de vuestro colaborador, Rashid al-Malik, y daros cuenta del, por el momento, pobre resultado.
Martí, con la angustia reflejada en sus ojos, aguardó atento la explicación del senescal.
—He empleado en el empeño quince días y muchos hombres de la hueste de Barcelona y usado la táctica del guijarro en el agua. Han comenzado por el centro de la ciudad y se han ido expandiendo en olas sucesivas por todos los barrios, hasta alcanzar las murallas. Luego han salido extramuros, se ha preguntado en todos los mercados y se han registrado las villas aledañas. Sant Cugat del Rec, Vilanova del Arcs, Santa Maria del Pi, el barrio de la ribera, en fin todos y cada uno… He hecho sondar y rastrear el Rec Comptal, la riera del Cagalell y el
estany
del Port. —El hombre exhaló un suspiro—. Pero el resultado ha sido desalentador. Las mazmorras están llenas de maleantes, sajadores de bolsas, falsos tullidos, en fin esa caterva que intenta medrar en las grandes ciudades a costa de los demás, pero ni rastro de vuestro hombre. Si por mí fuera, seguiría en ello, pero me dice el veguer que la gente está incómoda; no olvidéis que al fin son vecinos y que cada uno tiene sus afanes. Creo que tristemente deberemos dejarlo: un hombre, si es que todavía vive, se puede ocultar en cualquier lugar y el condado es muy grande. Por lo que yo sé, vuestro amigo vale mucho más vivo que muerto y creo que, tarde o temprano, sus captores se tendrán que poner en contacto con vos.
Martí emitió un hondo suspiro.
—Agradezco, senescal, todo lo que se está haciendo y estoy dispuesto a compensar de la forma que me indiquéis los esfuerzos realizados.
—No se trata de eso, don Martí —repuso el senescal—. Sabéis que la hueste se convoca para cosas concretas y jamás se ha dado un óbolo por ello. Os juro que si viera la menor probabilidad no cejaría en el empeño, pero creo que es buscar una aguja en un pajar.
—Permitidme, señor, poner en práctica algo que se me ha ocurrido esta mañana.
—Si me permite disolver la hueste, contad con ello.
—Únicamente me harán falta los pregoneros del conde.
El senescal lo observó con curiosidad.
—Siempre os tuve por un hombre de recursos, seguro que vuestro plan será ingenioso.
—No es ninguna idea brillante. Se trata simplemente de poner en marcha algo que mi experiencia me dice que jamás falla.
—Hablad, Martí.
—Se trata de azuzar la avaricia que hay en todo corazón humano.
—Decidme cómo —inquirió, curioso, el senescal.
—Los pregoneros del condado se repartirán por la ciudad acudiendo a ferias, plazas, mercados…, en fin a los lugares donde haya más concentración humana; en ellos, a golpe de corneta convocarán al paisanaje y entonces con voz clara y fuerte leerán el bando que os proporcionaré. En él se ofrecerán cien mancusos a cualquiera que dé noticias del paradero de Rashid al-Malik. Explicaremos cómo iba vestido y sus características físicas y la fecha de su desaparición. Creo que puede dar resultado.
—No dejáis de asombrarme, Martí. Tengo curiosidad por conocer al hombre que vale ese dinero.
—Mi amigo vale mucho más —dijo Martí mientras esbozaba una triste sonrisa.
—Tendremos que montar una dependencia con amanuenses y guardias en la puerta, para espigar de entre la multitud de espabilados el que en verdad sepa algo del asunto.
—Me habéis dado una idea: en el mismo bando, si me lo permitís, se amenazará con el calabozo y cincuenta azotes a aquellos que, queriéndose hacer con el dinero, traten de defraudarnos.
Gualbert Amat meditó unos instantes.
—Creo que es más efectiva esta solución que la hueste revolviendo el condado medio año. Si existe una sola persona que sepa algo, sin duda llegará a nosotros, y no os extrañéis si dicha persona ha intervenido en el asunto.
—Las almas arrepentidas también me valen —dijo Martí con firmeza.
—Voy a ocuparme de inmediato de que el veguer ponga en marcha a sus pregoneros. Decidme ahora, ¿puedo hacer algo más por vos?
—Si fuera posible, me gustaría entrevistarme con don Bertran de Cardona.
—Está justando, aunque debe de estar a punto de finalizar, ahora me ocupo de ello. Es un gran muchacho y sin duda será un gran guerrero. Vino aquí como rehén de su padre y ha hecho tantos méritos que se puede decir que a él se debe en gran parte que nuestro conde se haya vuelto a reconciliar con el de Cardona. El mayor de los gemelos, para el que habéis ido a pedir la mano de la hija de Roberto Guiscardo, lo va a nombrar su alférez.
—Me alegro mucho por él y por el joven conde, pero esta circunstancia todavía me reafirma más en mi idea.
—No os alcanzo.
—Cosas de jóvenes y oficio de padre. Mi hija Marta ha estado en contacto durante todo el tiempo que he estado ausente con ese joven. Es una circunstancia que se me escapó y debería haber previsto. —Martí meneó la cabeza, pesaroso—. Se ha enamorado, o por lo menos así lo cree ella, y como comprenderéis, senescal, mi obligación es cortar de raíz esos amores. No quiero que sufra, pues si antes era imposible, ahora lo es mucho más. Vos sabéis lo que es esta Barcelona y lo que representa pertenecer a una clase u otra. El joven, además de futuro vizconde de Cardona, va a ser el portaestandarte de nuestro conde. La distancia que mediará entre él y una muchacha plebeya, por más que sea hija de un ciudadano distinguido, es un abismo. Antes de que sea demasiado tarde voy a pedir a ese joven que la desengañe y a nuestro señor, el conde, que me deje llevarla a casa.
El senescal asintió a la argumentación de Martí.
—Tenéis razón, ninguna casta renuncia a sus privilegios. El matrimonio todavía representa, hoy día, unión de familias, aumento de bienes y tierras, pero sobre todo enlaces de sangre que reafirman y ennoblecen el árbol genealógico de cada quien. Esos blasones, querido amigo, todavía no se ganan con dinero.
El ruido en la sala de armas había cesado. Tras una pausa el senescal se levantó.
—Aguardad un momento, voy a buscarlo.
Partió Gualbert Amat y quedó solo Martí. Aquella mañana había venido a palacio con tres ideas; la primera estaba despachada, pensaba que con bien, con la segunda, esperaba asimismo triunfar en su empeño, aludiendo a la juventud de su hija y apelando a la hidalguía del futuro vizconde de Cardona para no dañarla, y la tercera, intuía que la más difícil, iba a ser hacer entender a Marta que aquél era un amor imposible y convencerla para que regresara a casa.
Palabra de honor
Al cabo de un tiempo que a Martí le pareció un instante, se apartó la cortina y compareció en la arcada que separaba aquella estancia de la sala de armas el joven vizconde de Cardona acompañado por el senescal. Martí se levantó de su asiento.
Cuando el senescal iba a hacer las oportunas presentaciones, Bertran se adelantó.
—No hace falta, señor, el día de la boda de la condesa Sancha fuimos presentados.
—Entonces, si me lo permiten vuestras mercedes, me retiraré. —Se dirigió entonces a Martí—. Cuando hayáis terminado, hacedme llamar; me gustará tratar todo lo hablado.
Y sin más Gualbert Amat abandonó la estancia.
Quedaron los dos hombres frente a frente. El joven de Cardona parecía sereno y desembarazado ante Martí Barbany, un hombre que era leyenda en Barcelona.
—Mejor hablaremos sentados, ¿no os parece? —dijo Martí.
—Desde luego, intuyo que lo que queréis decirme va para largo.
Martí comenzó dando un rodeo, hablando de su viaje y aduciendo que éste había sido el motivo por el que había rogado a la difunta condesa Almodis que tuviera a bien acoger a Marta en palacio para recibir la educación de una dama. Hábilmente, trató de hombre maduro al joven para que entendiera el problema de una «niña» que se había enamorado por vez primera. Luego expuso sus ideas acerca de la nobleza y dio por sentado que el muchacho aceptaría su opinión sobre la inviabilidad de un proyecto de matrimonio que era totalmente imposible.
Bertran le turbaba. Él, que había cerrado mil negocios, pasado mil peligros y lidiado situaciones en verdad complicadas, como su última aventura con el pirata, se sentía ante aquel muchacho, sereno y respetuoso, altamente desconcertado.
—Finalmente comprenderéis que como padre mi obligación es evitar que mi hija Marta sufra un desengaño que a su edad sería muy doloroso. —Y añadió—: Yo también he sido joven. A los trece años una muchacha se enamora del amor…
A Martí le sorprendió el silencio del joven y su reflexiva actitud.
—¿Entendéis lo que os quiero decir? —insistió.
—Diáfano como la luz, señor —afirmó el joven sin que le temblara la voz—, pero pienso que vuestra larga ausencia ha hecho que hayáis perdido un poco de vista la realidad de una muchacha que es ya una mujer. Aunque lo entiendo, porque a un padre suele costarle mucho reconocer que su niña ha crecido.
—¿Qué queréis decir?
—Que a esa edad se conciertan la mayoría de los matrimonios entre las nobles familias.
—Pero vos sabéis que se pactan por motivos de alianzas de sangre y aumento de los estados, jamás se tiene en cuenta la opinión de la mujer y en este caso, por fortuna, yo no soy noble.
—Por lo visto, señor, vos tampoco respetáis su opinión.
—¿Qué insinuáis? —preguntó Martí, molesto y desconcertado a la vez—. No ambiciono que mi hija me proporcione alianza alguna. Únicamente tengo una pretensión, y ésa es su felicidad.
—Vuestra actitud no corresponde a vuestras palabras —repuso Bertran, mirando al armador directamente a los ojos—. ¿A qué edad pretendéis que se enamore? ¿O es mejor que no lo haga nunca y os cuide en vuestra vejez?
Martí tuvo que contenerse.
—No os equivoquéis, señor. Únicamente pretendo que mi hija se enamore de quien le corresponda.
—¿Queréis decir de alguien que también la ame a ella? Porque ése soy yo.
Martí se sorprendió un instante, pero reaccionó con prontitud.
—Quiero decir de alguien de su misma condición social.
Una pausa tensa se estableció entre los dos hombres.
Martí aportó unos razonamientos que estaba seguro que el muchacho entendería.
—Vamos a ver, es para mí un honor que me digáis que amáis a Marta, pero eso no cambia las cosas. ¿Creéis acaso que vuestro padre admitiría el enlace?
—Si mi padre acepta a vuestra hija de buen grado me alegraré mucho. En caso contrario, tengo una cabeza y dos brazos para ganar el sustento de mi familia.